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Ver productosEn la cultura del simulacro y la agitación se cruzan acusaciones «de ser antidemócratas entre personas de ideologías contrarias». Nadie entiende nada
17 de octubre de 2025 - 9min.
Diego S. Garrocho. Profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de diversos ensayos, es colaborador habitual de medios como El País y la cadena COPE.
Avance
«Atrévete, dijo el cobarde», cantaba Joaquín Sabina en una vieja canción. Resume una de las tesis principales de Diego S. Garrocho en la reivindicación de la valentía política que ha escrito con el título de Moderaditos. ¿Se tona el tono? El tonito, más bien, porque el diminutivo contiene cierta dosis de bravuconada o insulto y llega desde las dos corrientes del espectro político. La tesis es que, muy a menudo, los cobardes son estos, los que retan, los que chillan y alzan la voz. Curiosamente, si algo puede poner de acuerdo a las derechas y a las izquierdas (y cuanto más extremas, mayor acuerdo) es el escarnio del moderadito. Un ser incómodo, raro —en varias de sus acepciones— cuya actitud puede enseñar algo valioso sobre todo en época de polarización. ¿Por ejemplo? «A escuchar las razones de su antagonista, barajando la posibilidad de llegar a cambiar de parecer». Que algo así resulte casi inconcebible en la actualidad demuestra el grado de posesión que la ideología ha tomado en cada vez más aspectos de la vida cotidiana.
Una de las claves que impide rebajar el tono es que la polarización es un negocio. Le va bien a los políticos, porque se traduce en votos; a los medios porque por ahí llegan clics; y a todo aquel que se preste a soltar un exabrupto en redes sociales para gozar de su minuto de gloria. ¿Quién puede levantar la mano para decir que no ha participado? Garrocho recuerda en este ensayo que «el poder nos quiere polarizados» y anima a resistirse. Habla de «la amistad civil, la armónica discordia y de la prudencia política» como objetivos de improbable éxito en la actualidad y lanza una advertencia, cuya mención expresa quizá sea suficiente como para pararse a pensar ante la tentación de lanzar una descalificación o un bufido: «Es muy posible que tengamos que volver a hacernos daño para recuperar el valor de la paz y la palabra».
ArtÍculo
Se nota a la legua cuando un ensayo es algo más que un mero ejercicio teórico. Se nota la intelectualización de la experiencia, la traducción en palabras de lo que primero ha pasado por el cuerpo y luego ya por la cabeza. El ejercicio más dramático fue el que en su día realizó Jean Améry en su inmortal Más allá de la culpa y la expiación, sobre la tortura y la superación (o no) de la violencia de un superviviente de los campos de concentración.
Obviamente, y por suerte, hay un abismo entre esa experiencia y las vivencias que hayan podido dar lugar al ensayo de Diego S. Garrocho. Un abismo entre los autores y los libros, pero sí se parecen en algo: el hecho de dejar salir, fluir, de manera intelectualizada el resultado de una experiencia pasada por el filtro de una estricta racionalidad. Moderaditos es un ensayo, obvio, pero seguramente no le vaya mal la etiqueta que en ocasiones se usa en productos de ficción: basado en hechos reales. No es explícita, pero sí extensa e intensa la forma en la que su autor, que dejó de ser jefe de opinión en ABC para integrarse como columnista en El País, trata la moderación y sus efectos. Un ejemplo, la decepción generalizada que esta causa en toda corriente política: «El moderadito, para sus críticos, no es un representante de la contención ni de la prudencia, sino una suerte de hipócrita timorato que no es capaz de defender sus principios con el fuste y la rotundidad que al acusador le gustaría que mostrara». Le llueven críticas de izquierda y derecha. Veamos.
En el ámbito progresista, «la moderación reformista será interpretada como una concesión al enemigo y como una forma de debilidad», mientras que, al otro lado del espectro ideológico, «es la derecha radical la que tilda de ‘moderadita’ a esa otra supuesta derecha incapaz de asumir sus hipótesis más ultramontanas». El moderadito con el diminutivo que incorpora, como señala Garrocho, dosis de burla, jerga valentona y espíritu de gamberrada adolescente, se encuentra en el medio del fuego cruzado de los hunos y los otros, que diría Unamuno. No es fácil escapar a esa amplia zona de guerra y fuego cruzado donde se puede acusar de «moderadito a quien simplemente aspira a exponer de una forma educada su opinión o a quien está dispuesto a escuchar las razones de su antagonista, barajando la posibilidad de llegar a cambiar de parecer». Si hay algo que puede unir a los extremos de un espectro político, de una sociedad polarizada, es esa figura incómoda para todos. O para casi todos.
Se encuentra en una vieja canción de Sabina que no conocerán ni los jóvenes ni los nuevos antisabinistas. Se titula Corre, dijo la tortuga y atrévete dijo el cobarde viene a continuación. Es un buen resumen de otro de los hilos temáticos de Moderaditos, donde se hace mucho hincapié en la idea de que el contrario de la valentía no es la cobardía, sino el simulacro. Suelen ser los matones quienes en el patio del colegio comienzan las bravuconadas con «a que no te atreves a…» o el más popular «a que no hay…» y la palabra en que están pensando. La política, por desgracia, es ese patio de recreo en el que las agallas han vuelto, pero no como reto sino como supuesto argumento. La confusión sale triunfante del batiburrillo de no tomar ni llamar a las cosas por su nombre, del fingimiento total. En la cultura del simulacro «podemos ver acusaciones cruzadas de ser antidemócratas entre personas [de] ideologías contrarias». Nadie entiende nada. Unas líneas después, escribe Garrocho: «Casi todo es fingido. Por este motivo vemos reivindicar la veracidad a mentirosos compulsivos, la democracia a vulgares populistas y la valentía a cobardes insustanciales». Es casi exactamente lo que cantaba Sabina, que después de ese segundo verso seguía: Estoy de vuelta, dijo un tipo que nunca fue a ninguna parte. Que también pasa.
Lo del engrudo semántico no es baladí. Si en algo se ponen de acuerdo los más de derechas y los más de izquierdas —además de que los moderaditos son lo peor— es que estamos en el umbral de una época nueva. Todas los son, sí, solo que ahora llegan más rápido. Lo apuntalan intelectualmente analistas de distinto color político, como señala el autor del ensayo citando a Patrick Deneen o a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. No se puede designar cosas nuevas con viejas palabras. «Somos herederos del lenguaje revolucionario cuando nos situamos en un eje de izquierda y derecha […]. Seguimos haciendo uso de significados antiguos no ya por su valor clásico e imperecedero, sino por una veneración retrospectiva: rendimos homenajes a cuños lingüísticos y conceptuales que fueron novedosos hace 200 años solo porque entonces resultaron certeros. Pero es obvio que la palabra ‘libertad’ (o ‘derecho o ‘democracia’) no puede seguir significando lo mismo que para, pongamos, Benjamin Constant».
Parir es empujar y alumbrar requiere un esfuerzo desgarrador, así en lo físico como en lo intelectual. Obvio que el sedentarismo mental es un lugar más plácido del que es difícil moverse. Garrocho habla también de agotamiento legítimo o de pereza inducida. En cualquier caso, «asumir una adscripción ideológica ortodoxa basándonos en categorías más o menos clásicas nos ahorra la necesidad de pensar», escribe.
Este es el contexto en el que la polarización saca pecho y se inflama. A la política le gusta —por mucho que lo niegue— porque trae votos o, sobre todo, porque su contrario hace perderlos. A los medios les encanta. No se habla habitualmente de ello, pero la polarización es un negocio: «Pocos editores se atreven a desafiar a sus lectores», escribe Garrocho. No solo los editores, «columnistas de todos los medios son capaces de exacerbar el tono con tal de conseguir un mayor impacto» y cualquier ciudadano puede lanzar un mensaje encendido en redes con la ambición de que se vuelva viral. Pocos se libran (nos libramos) de participar más o menos activamente en algunos de los mecanismos que erosionan la conversación pública. El escándalo de la polarización podría ser también un simulacro, porque «el poder nos quiere, sobre todo, polarizados».
El riesgo de seguir profundizando en esa polarización es ingresar en una especie de «neurosis colectiva: […] Si establecemos una identidad total con nuestras ideas políticas y, además, les concedemos la condición de ser inmutables y las extendemos por todas las esferas de la vida, incluso las más íntimas o espontáneas, estaremos condenándonos a vivir en un estado de alerta permanente ineludible, ya que toda crítica razonable a nuestros presupuestos políticos se interpretará como una agresión casi existencial». Aquí el autor impugna el alcance del lema de Carol Hanisch de que lo personal es político y lo matiza: no todo lo personal es o tiene que ser político.
Diego S Garrocho no aspira a borrar por completo el marco ideológico izquierdas-derechas, al que le reconoce bondades, pues «permite identificar de manera inmediata ciertas premisas morales en nuestros interlocutores». Es práctico, lo conocemos, pero no se presta del todo bien a la hora de entender el mundo que vendrá o que ya está aquí. Algunos ejemplos por cortesía del autor: «[…] cualquier genealogía veraz del pensamiento ecologista se topará muy pronto con premisas conservadoras, y debates contemporáneos como el de la abolición de la prostitución puede suscitar un acuerdo entre la democracia cristiana y el socialismo democrático».
Las figuras intersticiales no escasean y son objeto de mucha atención en la actualidad: Pier Paolo Pasolini, Raymond Aron, Simone Weil y Clara Campoamor son las personas que enumera el autor del ensayo. Se trata de verdaderos referentes que, aparte de focos de atención quizá deberían ser también modelos de imitación. Y si no ellos y ellas, sí su coraje intelectual «en la medida en que no tuvieron miedo de decepcionar a los suyos y se sintieron capaces de crear un marco de pensamiento propio […]. Decidieron ser legisladores de su propia reflexión y cartografiaron la realidad política de una forma novedosa y personal. Asumiendo riesgos y, por supuesto, pagando por sus errores y en especial por sus aciertos». ¿Quién podría en la actualidad acercarse a esa posición incómoda para todos? Es el resultado de pasar cada suceso y cada acontecimiento por el filtro del pensamiento propio, de cortar ataduras con una corriente y la contraria y de soportar la intemperie. No se habla aquí de vaivenes ni de pusilanimidad. El moderado es firme y vehemente cuando hay que defender, por ejemplo, los derechos humanos. El autor cree absurdo, e incide sobre ello, «que alguien se opusiera con moderación a la pena de muerte o que un partido político ensayara una defensa tibia de las garantías constitucionales», pese a que hay ejemplos de ellos como también señala.
Finalmente, concluye: «Ninguna virtud debería sucumbir ante el abuso de sus trampantojos, y la moderación bien entendida siempre será compatible con las firmes convicciones y con la sensibilidad en temas que así lo requieran». Viene al caso una cita laxamente atribuida a Oscar Wilde: «Todo con moderación, hasta la moderación».