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Las elecciones para la presidencia de México del pasado 2 de julio se han celebrado en ese momento histórico en el que un país en transición se encuentra justo en medio de una encrucijada decisiva entre dos caminos: la ruptura o la reforma democrática. A la vista del resultado, parece que la vía elegida ha sido consolidar la segunda.

Según la mayoría de los politólogos, la consolidación de una democracia se advierte en dos dimensiones: las normas a las que se sujetan los ciudadanos, y las conductas de los integrantes de una nación (Diamond). La primera dimensión supone la existencia del Estado de derecho, que significa, entre otras cosas, que ninguna persona o grupo está por encima de la ley. Esta era una asignatura pendiente en México durante más de un siglo, que después de los comicios ha comenzado a superarse. La democracia no se satisface realizando elecciones, es necesario un sistema jurídico que garantice la legalidad del proceso electoral, la imparcialidad y la libertad, la justicia en el resultado, y la participación de los electores. México ha tenido elecciones durante más de setenta años, pero esas elecciones nunca fueron libres; por eso, a partir del año 2000 en el que se produce la alternancia en el poder, que es uno de los requisitos esenciales de la democracia, se dice que en México comenzó la transición democrática.

En medio de una crisis política —por otro lado, bastante general en el resto del mundo—, caracterizada por el desprestigio de los partidos y de la clase política, a causa de la corrupción y de la crisis ideológica, que afecta tanto a la izquierda como a la derecha, es el poder judicial quien en última instancia ha sido el garante de la democracia (curiosamente este mismo fenómeno se está produciendo en otras partes del mundo democrático, como es el caso de España). Tras un apretado resultado electoral, el candidato de la izquierda radical, Andrés Manuel López Obrador, líder del PRD, se negó a aceptar el resultado, y se autoproclamó «presidente elegido por el pueblo». Alegó para ello que las elecciones habían sido fraudulentas; cuando, por el contrario, todos los observadores internacionales consideraron que habían sido ejemplares. A pesar de todo, el poder judicial supo mantener el tipo y culminó el proceso electoral previsto por las leyes aprobadas en 1996, que tenían por finalidad integrar el «sistema de revisión electoral» en el poder judicial; poniendo a prueba positivamente el funcionamiento de las instituciones reformadas aquel año: el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Desde la época de Porfirio Díaz, el poder judicial estuvo siempre subordinado al poder político ejecutivo, hasta que el pasado 6 de septiembre el Tribunal Electoral ratificó el resultado del sufragio, demostrando por primera vez la plena independencia del poder judicial y el funcionamiento de la división de poderes en México.

La actitud de no aceptar el resultado democrático, y autoproclamarse presidente por encima de la ley, denunciando la ilegitimidad de la presidencia resultante de las elecciones no es algo nuevo en la historia de México. No se puede olvidar que el místico Francisco Madero proclamó la ilegítima elección de Porfirio Díaz en 1910, sin que pudiera demostrarse la existencia de fraude electoral. La revolución institucional que ha durado setenta años, nació cuando el general Venustiano Carranza, «compadre» primero y enemigo más tarde, de Pancho Villa y Emiliano Zapata (que a su vez habían echado de la presidencia en 1914 al general Huerta, sucesor de Madero), se autoproclamó primer jefe del gobierno constitucionalista, en contra y desoyendo, la decisión de la Soberana Convención de Aguascalientes, que nombró a tres presidentes consecutivos, Eulalio Gutiérrez, Roque González y Francisco Lagos Cházaro.

En 1988 el primer líder del PRD, Cuauhtémoc Cárdenas, denunció que hubo fraude en los comicios y que él había ganado. El 6 de julio, después de las elecciones, en un mitin celebrado en el Monumento a la Revolución, se declaró presidente. Posteriormente el 1 de diciembre de 1988, día de la toma de posesión del entonces presidente Salinas de Gortari, Cárdenas llamó a la población a «crear las condiciones para que el gobierno que inicia se retire de Palacio Nacional, y su lugar lo ocupe el pueblo». Lo cierto es que Cárdenas posteriormente retiró sus pretensiones y aceptó pacíficamente su destino. Incluso, en el otro lado del PAN, Clouthier, anuncio la formación de un gabinete «alterno», del que formó parte el actual presidente Vicente Fox. En fin, la tentación de autoproclamarse presidente ha sido históricamente muy fuerte para los políticos mexicanos. Cuando en el mes de mayo pasado estuve en el Distrito Federal una de las cosas que más me sorprendió fue que, al margen del vaivén de las encuestas electorales, la mayoría de la gente sensata que consulté daba por vencedor al candidato del PAN Felipe Calderón, pero todos ellos intuían con cierto temor que el problema no sería, quién ganara las elecciones, sino la actitud que adoptaría López Obrador, pues suponían que se negaría a reconocer cualquier resultado electoral adverso, llamando a una sublevación social para proclamarse presidente. El tiempo les dio la razón: acertaron en las previsiones y en el problema subsiguiente.

LA IZQUIERDA RADICAL MEXICANA

El PRD representa el partido de la izquierda en México. Desde su fundación, escindiéndose del PRI, Cárdenas quiso constituir y encauzar la alternativa democrática de izquierdas en la transición democrática. La actitud de su líder en la derrota electoral de 1994, y la posterior integración del mismo en las elecciones al Distrito Federal en 1997, así como su intento presidencial en el año 2000, hizo pensar que el Partido Revolucionario Democrático abanderaría más esta última calificación que la primera. Sin embargo, la llegada al poder de López Obrador giró el partido hacia la izquierda radical prevaleciendo la actitud revolucionaria.

La diferencia entre izquierda reformista e izquierda radical, en el momento ideológico político actual, es cada vez más nítida, y se compadece mejor con el espíritu de los tiempos, que la vieja distinción entre izquierda democrática e izquierda revolucionaria; sencillamente porque ambas reivindican la democracia, independientemente de que se lo crean o no. El más prestigioso de los pensadores de la izquierda americana, Richard Rorty, en su obra Forjar nuestro país, escribía: «En muchos países, incluyendo el mío, los intelectuales de izquierda están divididos en radicales y reformistas. Los reformistas creen que, simplemente cambiando las leyes, las democracias constitucionales con el tiempo podrían llegar a proporcionar la mayor libertad humana posible y la mayor justicia social posible. Los radicales sospechan que los mecanismos de las democracias constitucionales no permiten lograr eso y buscan otros sistemas». La primera es una izquierda que actúa de manera práctica desde dentro del sistema para alcanzar la justicia social. La segunda es un izquierda que, desencantada, reniega de su pasado y pretende transformar la sociedad y el sistema, de raíz, por eso es radical. El mismo fenómeno sucede en Europa, a partir de mayo de 1968, procedente de las barricadas del barrio latino de París. Ejemplo de la primera fue el PSOE de González; de la segunda el actual partido socialista de Zapatero. La causa del desencanto americano fue la derrota de la guerra del Vietnam. La causa del desencanto europeo fue el fracaso del socialismo real. Pero es necesario hacer una nueva distinción para comprender claramente el fenómeno de la izquierda en Latinoamérica. La izquierda radical, surgida en el 68 en los campus universitarios americanos y europeos, es una izquierda cultural, que se alimenta de una actitud intelectual, marginal y transgresora; y cuyo resultado revolucionario es el nihilismo y la contracultura. A l tiempo que se nutre de una nueva militancia progresista en la que la clase trabajadora se confunde con las masas no proletarias, como los movimientos sociales y marginales de feministas radicales, homosexuales, antiglobalización, etc.[[wysiwyg_imageupload:1505:height=145,width=200]]

En Latinoamérica también coexiten la izquierda reformista y la izquierda radical antisistema. Pero esta última no es la típica izquierda radical «cultural», propia de un país desarrollado y obeso de bonanza económica. En estos países la miseria prescinde de frivolidades.

La izquierda reformista latinoamericana es la de Alan García o Michelle Bachelet. La izquierda radical latinoamericana es populista, caudillista y revolucionaria; y está representada en Chávez, Morales o Castro. Su lucha, no es la lucha de clases, es, como decía el C h e Guevara,la del norte contra el sur, la del primero contra el tercer mundo. Ésta es la izquierda de López Obrador. Sus enemigos son: las instituciones, los ricos y el sistema. Sus pretendidos amigos: los pobres, los campesinos y la clientela, amen de la larga lista de intelectuales y progres que ahora le reniegan. Los grandes molinos a derribar son: la globalización, los gringos y el neoliberalismo. Sus métodos son: el manejo propagandístico de los medios —especialmente la televisión— y la movilización de las masas.

Pero en López Obrador también se da la peculiaridad de la radicalidad mexicana, que la hace diferente de las demás. Este radicalismo procede de la revolución de 1910. Las revoluciones se llevan a cabo, casi siempre, fundadas en ideas o ideales que constituyen una ideología. Pero en México no existe más ideología que el personalismo de cada uno de los caudillos revolucionarios. Éstos no defendían ningún sistema o utopía. Todos ellos se consideraban mesías elegidos por la Providencia, que iban a redimir, liberar, y emancipar al pueblo. Francisco Madero, el primero de los revolucionarios, afirmó que había sido elegido por la Providencia para traer la justicia social y la democracia a México. Andrés Manuel, que es como le llama su corrito, asume esta tradición de los caudillos rurales y las bandas armadas, que se apoderaron del país hasta 1917, fecha en la que la Constitución trató de encauzar institucionalmente la revolución. Él dice, a ritmo de la cucaracha, «no claudico ni me rajo. Ni me quiebro ni me doblo». Él sigue la novela zapatista, de la «movilización social armada», como está ensayando en Oaxaca. Y convoca a una «convención democrática nacional» para establecer un «nuevo poder constituyente, que devuelva el poder al pueblo»; del cual, naturalmente, él es la promesa mesiánica de redención; pues gusta presentarse como Mesías mexicano, portador de una nueva espiritualidad laica y no religiosa, en la más pura tradición «juarista». Pero, al cabo, de todas sus razones, la única que realmente tiene es la de la pobreza.

Frente a los pronósticos, López Obrador fracasó. Su derrota se debió, en gran parte, a su desprecio hacia las instituciones, manifestado en sus insultos al presidente y a los tribunales. Su soberbia le enfrentó con los poderes fácticos que le proporcionaron apoyo mediático, e incluso financiero. Porque muchos de ellos —los bien pensantes— se «adaptaron» antes de tiempo, pensando que «cuando llegue al poder: se moderará». Pero, sobre todo, lo perdió su incoherencia ejerciendo el poder como gobernador del Distrito Federal en temas como la corrupción o la defensa de los pobres; que siguen siendo más pobres, y «maldita la necesidad que tenían del segundo piso, que tan sólo beneficia a los ricos con carro».

LA TRANSFORMACIÓN DEMOCRÁTICA DE LA SOCIEDAD

La segunda dimensión de una democracia consolidada, es la transformación de la sociedad civil, y la aceptación y querencia por la misma, del sistema democrático, ¿y cuál es el estado de la opinión pública mexicana? Poco antes de las elecciones escribía Enrique Krauze, que después del sexenio, «hoy por hoy la política mexicana es un teatro transmitido en vivo por los medios de comunicación, ubicado en el eje Los Pinos-Zócalo-Donceles-San Lázaro, en cuyo escenario hablan el presidente y su esposa, el [[wysiwyg_imageupload:1506:height=168,width=200]]gabinete, el jefe de gobierno del D.F., senadores, diputados, algunos gobernadores y el coro de la clase política, mientras el resto del país bosteza, o guarda silencio en las butacas». Los ciudadanos han perdido en gran parte la confianza en las instituciones. Más que social, se da una crisis de partidos. El PRI está próximo a la escisión. El PAN no ha sabido qué hacer con el poder, y el PRD, que podría haber representado una izquierda reformista moderna, padece la enfermedad contagiosa del populismo radical. «La prensa reduce la realidad al vocerío de las opiniones». La televisión además de ofrecer violencia, que es uno de los principales problemas del país, ofrece la intimidad de los personajes famosos, en una suerte de lucha por ver quién llega a ser más soez, además de ser el instrumento mediático del agit-pro de López Obrador. Y finalmente, dice Krauze, «también los intelectuales son, somos, responsables». El intelectual de izquierdas progresista no ejerce la autocrítica que tanto exigía Octavio Paz, sino que sigue los paradigmas revolucionarios del siglo XX. En cuanto a los intelectuales liberales tampoco han contribuido precisamente al «llamado moral». El mandato de Fox no ha sido brillante, su falta de liderazgo lleva el sino de todos aquellos a los que les ha tocado construir un nuevo orden, sobre un antiguo orden dictatorial; tal es el caso de Walesa o de Gorbachov.

Pero entre las luces y las sombras, cualquiera que haya estado estos años en México no puede dejar de reconocer que el resultado ha sido muy positivo. La prueba está en que el pueblo mexicano ha demostrado ser más maduro que otros muchos — c o m o el español— a la hora de votar, rechazando la fácil demagogia y el engaño populista. En el fondo la diferencia está en la vida menos artificial, aunque sea menos confortable. En la asunción por la mayoría, de valores y principios arraigados en creencias. Una de las críticas que se hacían del candidato del PAN, Felipe Calderón, consistía en achacarle su declarada pertenencia a la práctica católica, o la asunción de ideas morales tales como el rechazo al aborto, o al tratamiento matrimonial de la homosexualidad. Críticas que vienen de una tradición laicista, que desde Juárez impregna el liberalismo mexicano; para éstos se puede ser liberal y masón, pero no liberal y católico, al menos, en la esfera pública. Calderón representa a la corriente «liberal conservadora», que también es muy específica de América a diferencia de Europa. Él asume un liberalismo económico plenamente, pero no un liberalismo moral que impone la dictadura del relativismo. Y a pesar de los malos augurios planteados por algún sector de la derecha liberal, su coherencia le ha dado un buen resultado final.

EL FUTURO DESPUÉS DEL HURACÁN

México, en fin, está de enhorabuena. Su proceso democrático está en el camino de la consolidación. En su encrucijada ha optado por la cordura, la moderación y la reforma. Pero quedan muchas cuestiones pendientes. De entre ellas la más importante es, en mi opinión, la de la pobreza; pues, como decían los clásicos: primun vivere et deinde filosofare.

U n a de las cosas que más me han sobresaltado, en mis viajes a México, ha sido observar el contraste tan radical entre la pobreza y la riqueza. Durante cinco años he visto crecer todo un barrio nuevo en Santa Fe. Integrado por hoteles de lujo, junto a edificios llenos de yuppies; continúa con el barrio residencial más selecto de la ciudad, «el bosque de Santa Fe»; en donde se encuentran las mansiones de los más ricos empresarios. Nada más atravesar un puente, uno se tropieza con el barrio de Santa Lucía, en donde la pobreza es lacerante y escandalosa. La pobreza en México representa más del 40 % de la población (en un total de 120 millones de habitantes), y la miseria es, al menos, una cuarta parte de ella; es decir, aquellos que ni siquiera existen a efectos sociales. El gobierno mexicano debe plantearse este problema como prioritario, si quiere que se modifique la cultura política de su país y la convivencia siga siendo posible al margen de la violencia. Esta situación es la principal causa de la inseguridad, e inclusive de la corrupción, que anida en la cultura de la sociedad y del Estado. El gobierno del PAN no puede limitarse a enarbolar la bandera del neoliberalismo, ha de plantear y realizar una política social activa de lucha contra la pobreza, que no eche por tierra el logro del que más se jacta, con razón por ahora, el presidente Fox: «Entregaré un país con paz social», si la izquierda radical no lo impide.

También el resto del continente americano está de enhorabuena. La victoria del PRD hubiera supuesto la consolidación del eje radical populista. Después de la derrota, el populismo radical ha quedado aislado en el continente sur, pues la vida que le queda en Cuba durará tan poco como la de su dictador. La derecha que continúa gobernando en México tiene la oportunidad de superar las políticas de ajuste duro que le han llevado a la impopularidad en casi todo el continente, aplicando políticas sociales que demuestren que la defensa de los pobres no es un monopolio de la izquierda. Éste es, sin duda, un reto importante para el futuro de la derecha en el resto de Latinoamérica.

La consolidación de la transición democrática podría haberse truncado con la victoria ilegal de López Obrador, al margen de las elecciones. En tal caso las expectativas de integración de mercados en el norte de América se habrían visto frustradas, como hace poco advertía el Washintong Post. No ha sido así, la transición continúa. Por lo pronto, en México por fin se puede decir que después de la marcha de un presidente, el sucesor no es el tapado designado a dedo; en este caso el sucesor ha sido la ley.