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Ver productosLa negación de la plenitud humana, la soledad, la falta de libertad, la animalización del «otro», pasajes de horror y de terror de un mundo moderno que el autor checo anticipó hace 110 años

9 de diciembre de 2025 - 8min.
Avance
«Yo soy la literatura», escribió Kafka en sus diarios. Su obra fue calificada como «profecía», sobre todo en los primeros años de su fama mundial, anota el autor de la biografía definitiva de Kafka, Reiner Stach, a la que consagró más de una década, junto a la edición de las obras completas de Kafka en Alemania: «Kafka, decían, había sido uno de los primeros en prever y describir de forma visionaria la violencia anónima del siglo XX, y esa era sobre todo la razón de su impacto abrumador», concluye Stach, en su revisión de la vida de Kafka, de 2.500 páginas, publicada por Acantilado. «No se tenía en cuenta —prosigue Reiner Stach— que Kafka había sido testigo de las devastaciones de una violencia tecnificada, completamente despersonalizada, que estalló en agosto de 1914 y que más tarde sería interpretada como “catástrofe originaria” de aquel siglo, y que la mortífera alianza entre violencia y administración ya se cobró sus víctimas durante su propia vida».
De familia judía de ascendencia extranjera, súbdito del imperio austrohúngaro, Franz Kafka nace en Praga, en 1883, pero no se siente checoslovaco. Atormentado y desarraigado por el antisemitismo y por una desgraciada infancia, se distancia de su severo padre por la debilidad que su progenitor creía ver en él. Una ruptura que marcaría el resto de su corta vida incardinada a constantes internamientos en sanatorios, en uno de los cuales moriría de tuberculosis cerca de Viena.
Escritor checo en lengua alemana, casi secreto, en un principio conocido solo por un muy reducido grupo de autores y artistas, el autor de La metamorfosis es el paladín del existencialismo europeo. Como sostenía Jorge Luis Borges, su epicentro literario «es la relación moral del individuo con la Divinidad y con el Universo. Kafka veía su obra como un acto de fe y no buscaba con ella desalentar a los hombres».
Obsesionado por la subordinación y las jerarquías infinitas, en 1903 le plantea un dilema moral a su amigo Oskar Pollack, historiador del arte: «Dios no quiere que escriba, pero debo hacerlo. Y el resultado es un constante forcejeo del que Dios sale triunfador».
ArtÍculo
La idea de La metamorfosis [La transformación en otras traducciones] brotó en Franz Kafka al despertar en la mañana del domingo 17 de noviembre de 1912, descubre su biógrafo Reinar Stach en el monumental recuento de su vida: «Kafka no tenía ganas de levantarse, no tenía ganas de nada. Kafka yacía de espaldas y dejaba correr la vista por las paredes y el techo de la habitación». La imagen del «yo-escarabajo» se le aparece como el recuerdo de una fugaz y extravagante idea, que ya formuló de pasada en el inconcluso relato Preparativos de boda en el campo, donde —recuerda Stach— «el reticente novio sueña con enviar a la boda su “cuerpo vestido” y quedarse él mismo inmóvil en la cama…».
Y mientras estoy acostado en la cama tengo la forma de un gran escarabajo. Y luego me las ingeniaba para simular un seño invernal y apretaba mis patitas contra mi vientre abombado.
La metamorfosis ve la luz en los años de la destrucción de vidas, la degradación y la miseria que toda guerra provoca en el ser humano, en este caso la Primera Guerra Mundial. Dotado de un insobornable humanismo, Kafka ya avisa sobre el horror y el terror que vendrían en años aún más malos que nos harían más ciegos. Desde esa mañana en la que un probo y puntual viajante comercial, Gregorio Samsa, se despierta convertido en un insecto monstruoso, el olvido se convierte en injuria, y la animalización en la victoria del opresor, pero no es su vergüenza y su culpa, sino parte de su castigo. Despojar de la humanidad a alguien. Exterminar a una persona. La persecución del inocente. El ser humano, sin valor, aplastado en la insignificancia. Kafka está viendo las atrocidades de posteriores décadas, la eclosión de los totalitarismos y las tiranías bajo la gran mascarada de las verdades absolutas.

Gregorio Samsa había estudiado comercio y consiguió pasar de dependiente a viajante en el almacén donde trabajaba. Cargaba con todos los gastos familiares y ahora su familia, sobre todo su hermana Grete, a la que tenía intención de enviar al conservatorio de música comunicándoselo en la cena Nochebuena, quería pisotear su dignidad en su situación actual convertido en un ser inmundo, «y quitárnoslo de encima».
Bajo el canapé de la habitación donde se cobijaba, al comercial le despertaba el hambre, y ahí incorpora Kafka una prodigiosa ironía: «Nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Las patitas de Gregorio zumbaban cuando se acercaba el momento de comer». De esa forma recibía Samsa su alimento diario, una vez por la mañana, cuando los padres y la criada dormían, y otra después del almuerzo, en la hora de la siesta de sus padres.
Kafka delinea en esta obra el despojo de la identidad personal, que será arrojada a la basura, la transformación del hombre en parásito, el abandono en una habitación vacía, la soledad infinita y sonora, la desesperación y el conflicto entre una hermana que quiere diluirlo y una madre que quiere protegerlo. Y como fondo principal, el padre. Y también el infierno de la negación de la plenitud humana y la búsqueda de la libertad, subiéndose Samsa en la silla de su habitación para apoyarse en la ventana «y mirar a través de la misma, sin duda, como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas».
Pasaba Samsa las noches y los días casi sin dormir, reptando, arrastrándose por la habitación y permaneciendo colgado del techo: «Era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad».
El carácter autobiográfico de La metamorfosis se refleja en la relación entre Samsa y su padre, con miedos y temores muy similares a la de Kafka y su progenitor. Kafka culpaba a su padre de su inseguridad, de la desconfianza de todos y de sí mismo, En La carta al padre, de 1919, Kafka le dice que el miedo y sus secuelas le disminuyen frente a él, incluso escribiendo: «La sensación de nulidad que muchas veces se apodera de mí (una sensación, por otra parte y en otros aspectos, también noble y fructífera) se debe en mucho a tu influencia. Yo habría necesitado un poco de aliento, un poco de amabilidad, un poco de dejar abierto mi camino; en lugar de eso tú me lo cerraste, con la buena intención, indudablemente, de que fuese por otro camino».
Pocas horas antes de morir, el escritor se reconcilia y restablece la relación con su padre en una última carta que dejó inconclusa.
En La metamorfosis, esa reconciliación no es posible. El padre de Samsa trata a su hijo con distancia y hostilidad: «El padre lo acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco… Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio… Gregorio ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, solo consideraba oportuna la mayor rigidez».
Dureza reflejada, por ejemplo, en el bombardeo con manzanas con el que el padre de Samsa somete a su hijo: «Gregorio se quedó inmóvil, del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearlo. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud». Entretanto, la madre le suplicaba a su marido, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida a Gregorio.
A Mario Vargas Llosa, admirador del escritor checo, le entusiasmó ver muchas páginas de La carta al padre, que nunca envió, cuando visitó el Museo Kafka. El autor hispano-peruano se sentía plenamente identificado por su relación con su padre, al que le tenía pánico. Vargas Llosa sintió un escalofrío al recordar aquella frase en la que Kafka habla de su inseguridad «hasta el extremo, dice, de no confiar ya en nadie ni en nada, salvo en el pedacito de tierra que pisan sus pies».
Kafka anticipa la realidad histórica del poder, como observó el escritor mexicano y premio Cervantes Carlos Fuentes: «Al morir en 1924, [con apenas 40 años], Kafka no podía predecir, con puntualidad de historiador cronológico, que diez años más tarde su infernal imaginación del poder se volvería la realidad histórica del poder».
El autor de La metamorfosis era un letraherido, escribió muchísimo y entre 1919 y 1922 dirigió dos cartas a su albacea, Max Brod, confiándole estos deseos finales:
Querido Max. Mi última petición. De todo lo que he escrito solo valen los libros «Condena», «Fogonero», «Transformación» [La metamorfosis], «Colonia penitenciaria», «Médico rural» y la narración «Artista del hambre». Cuando digo que estos cinco libros y la narración valen, no quiero decir con ello que deseo que sean editados de nuevo y transmitidos a la posteridad, al contrario: que desparezcan por completo, que es lo que responde a mi deseo. Por el contrario, el resto de todo lo que he escrito debe ser quemado sin excepción y te pido que lo hagas a la mayor brevedad.
Por fortuna, Max Brod desobedeció esas órdenes finales, no arrojó al fuego ni destruyó ni hizo destruir nada, con lo que Kafka se «transformó» en uno de los más formidables de todos los tiempos. Profeta y humanista del siglo XX, muchos años después, al despertarnos, Kafka todavía sigue, y seguirá, ahí.
Última imagen conocida de Franz Kafka circa 1923. Foto ampliada con ayuda de Adobe Firefly. © Wikimedia Commons