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Ver productosAnálisis del discurso sobre la infabilidad del papa y el pontificado de Francisco
13 de mayo de 2025 - 6min.
Miguel Ángel Garrido Gallardo, especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria en la Universidad Complutense y profesor de Investigación en el Instituto de la Lengua Española (CSIC. Madrid).
Avance
El autor aprovecha la elección de León XIV para explicar en qué consiste la infabilidad del papa, un concepto por lo general mal entendido. El papa es infalible únicamente cuando define solemnemente doctrinas sobre fe o costumbres, y no en todas sus intervenciones, aclara Miguel Ángel Garrido Gallardo.
El artículo traza asimismo una parábola que remite al papa Juan XXII (1244-1334), «intrépido organizador y quizás no muy prudente», que también fue discutido con argumentos erróneos. Su pontificado, que empezó en 1316, se caracterizó por sus reformas eclesiásticas y sus debates doctrinales. Poco antes de morir, se retractó de algunas de sus afirmaciones, lo que le sirvió para aclarar que no gozaban del carácter de infalibles. Fue, en suma, un papa «bien parecido a Francisco», similitud que el autor aprovecha para sugerir la conveniencia de adoptar una perspectiva más amplia y pausada antes de emitir juicios definitivos sobre un pontificado.
La Iglesia católica tiene su nuevo papa, León XIV, y puede ser momento oportuno para ampliar la perspectiva sobre el pontificado de su antecesor, acerca del que se han vertido opiniones apresuradas, controvertidas y confusas durante el período de sede vacante.
Siempre que muere un papa, al menos desde la Constitución Pastor Æternus, promulgada por Pío IX el 18 de julio de 1870, sale a colación el dogma de la infalibilidad pontificia definida por el Concilio Ecuménico Vaticano I. Esto pasa, sobre todo, en el mundo antirreligioso que, al evaluar un pontificado, ve ridículo que tal o cual extremo no pueda ser considerado erróneo. Y no me refiero a los casos, históricamente excepcionales, como lo pueden ser el de Karol Woytila (san Juan Pablo II), para muchos, un indiscutible líder mundial del siglo XX, o Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), un señaladísimo intelectual de nuestra era.
En todo caso, las cosas no son así, ya que lo que viene a decir el dogma es que el papa se puede equivocar en cualquier cosa, como cada hijo de vecino. El texto definido dice lo siguiente: «El romano pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando, ejerciendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, en virtud de su Suprema Autoridad Apostólica, define una doctrina de Fe o Costumbres y enseña que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, la infalibilidad». O sea, lo que creemos los católicos es que en un caso extremo, agotadas todas las vías ordinarias y cuando le queda al papa la última palabra sobre un tema fundamental de fe o moral, Dios no va a permitir que se equivoque, engañando así a la Iglesia.
Cada papa anuncia al mundo, en nombre de Jesucristo, que Dios existe, que los seres humanos somos hijos de Dios y, por consiguiente, hermanos entre sí, que nuestra conducta adecuada viene marcada por los Diez Mandamientos, interpretados en el horizonte de las Bienaventuranzas.
Pero hay papas que tienen buen cuidado de limitarse a recordar lo que ha sido dicho ya por la Iglesia y repetirlo en los mismos términos para evitar desorientaciones y hay otros que se arriesgan a hablar de lo divino y de lo humano para transmitir la doctrina de siempre en las fórmulas de las sucesivas culturas. Estos últimos corren más el peligro de equivocarse y tener que rectificar en un momento dado. Los hay populistas e intelectuales. De todo.
La hora presente me ha traído a la memoria al papa de Avignon Juan XXII (1244-1334), que aparece en la famosa novela de Umberto Eco El nombre de la rosa. Intrépido organizador y quizás no muy prudente.
Reformó la corte pontificia, desterrando de ella el lujo, trabajó por la reforma de la Iglesia, exhortando al episcopado castellano y alemán a la enmienda de la vida, denunció la acumulación de beneficios, pero según muchos, se dejó llevar por la acepción de personas y los propios prejuicios. Activó la evangelización de Asia, objetivo aún hoy para el tercer milenio de evangelización.
Intervino en las instituciones de la Iglesia en medio de la polémica franciscana sobre la interpretación de la enseñanza de Cristo acerca de la pobreza, condenó al mayor intelectual de su tiempo, Guillermo de Occam, sobre quien quizá no se equivocó mucho si miramos el nominalismo como iniciador del relativismo posmoderno. Y siempre dijo lo que le dio la gana. Reorganizó a fondo las finanzas de la Iglesia, pensando en los desfavorecidos, frente a lo que haya podido decir cierta historiografía crítica.
Quizá lo menos conocido sea su gestión económica y social. Después de la cuestión con los espirituales franciscanos acerca de reglas y de la pobreza, durante su pontificado, los beneficios y la provisión cobraron gran incremento por efecto de las constituciones Ex debito y Execrabilis. Por otra parte, el número de asuntos en que hubo de intervenir la Cancillería Apostólica se acrecentó también. El Tribunal de la Rota, a su vez, estableció firmes normas. El papa dictó también severas disposiciones sobre la Audientia litterarum contradictarum, especialmente contra las argucias de los procuradores, y amplió el alcance oficial de la Cámara Apostólica, recurriendo a una mayor dotación financiera.
Los impuestos y la hacienda recibieron con Juan XXII una organización y extensión no conocidas hasta entonces; los ingresos se fijaron en cuatro millones y medio de florines de oro; los gastos, en una cantidad aproximadamente igual. La herencia del papa ascendió a unos 800.000 florines. Se ha acusado de avaricia a Juan XXII, pero el reproche, como he dicho, es injusto; es cierto que el Papa acentuó en gran manera el aspecto financiero, pero esencialmente empleó el dinero en las necesidades de la Iglesia y del Estado eclesiástico, en los preparativos de la guerra encaminada a la defensa de Italia, en atenciones para los armenios y para el patriarcado de Jerusalén, y en fines caritativos y limosnas, a los cuales dedicó el 7,16 por ciento del presupuesto.
Doctrinalmente. armó un notable escándalo divulgando personales hipótesis discutibles sobre la escatología, hipótesis de las que se desdijo antes de su muerte, dejando por escrito al pueblo fiel, para descargo de su conciencia, que nada de lo que había dicho estaba amparado por la infalibilidad. Era un buen cristiano.
Han pasado los siglos. Nuestra sociedad es muy distinta a la de Juan XXII. En todo caso, si yo tuviera que escoger lo importante de la herencia de Juan XXII, señalaría sin dudar dos cosas que no he dicho hasta ahora; y que son las que hoy importan; canonizó a santo Tomás de Aquino, consiguiendo para la Iglesia unas bases de explicación que impiden el descamino, e intensificó el culto a la Eucaristía (Procesión del Corpus Christi, Octavario, etc.), legando a la Iglesia Occidental una devoción que ha alimentado a numerosos santos y al pueblo fiel.
Hablar de un papa del siglo XIV, que se me antoja bien parecido a Francisco, todavía en horas de urgencias informativas, de dimes y diretes, de opciones personales, de emociones a bote pronto, reviste en mi intención la función de parábola. Nada más provechoso que esperar a tener perspectiva. Cuando pasen los años y la historia juzgue a Francisco, Dios dirá.
La imagen que ilustra este artículo es un retrato de Juan XXII realizado por Henri Serrur, en el siglo XIX, a partir de una miniatura de 1316. Tiene licencia de Wikimedia Commons.