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Hasta fechas no muy lejanas, Europa consideraba a las culturas de otros continentes con la perspectiva de lo distinto y de lo distante. Conocidas a través de los relatos de viajeros y aventureros, sus rasgos principales eran percibidos con la curiosidad que produce lo exótico. Estas primeras aproximaciones a pautas de conducta individual y social tan ajenas a las propias cobraron cuerpo en formas estereotipadas. La iconografía con la que estas generaciones de europeos identificaron a pueblos lejanos encuentra su lugar en museos, ilustraciones gráficas, escenarios de teatro… Desde la conciencia de la superioridad occidental, y desde la seguridad de una ausencia total de amenazas, las culturas ajenas se incorporan a la nuestra por medio de representaciones más bien ornamentales.

Desde el punto de vista económico, la relación con esas culturas adoptó un carácter más práctico. Los pueblos de otras latitudes cobraron un cierto interés como proveedores de materias primas, o como emplazamientos estratégicos para mantener las rutas comerciales. Los flujos entre Europa y países de otros continentes se materializaban fundamentalmente en mercancías. Los pueblos desarrollados aportaban, sobre todo, gestores de administraciones coloniales, comerciantes y militares. A cambio, sus países de origen recibían bienes tangibles. Esa relación excluía los movimientos migratorios a gran escala y una verdadera comunicación de bienes intangibles. El estudio de otras culturas se reservaba a los ambientes académicos: desde nuestra propia cultura, algunos especialistas ponían bajo el microscopio los valores, creencias, usos sociales y manifestaciones artísticas de pueblos lejanos, del mismo modo que los biólogos analizaban su fauna y su flora.

Los procesos de descolonización y, sobre todo, los profundos cambios intelectuales que afectan a nuestra percepción de culturas ajenas, hacen que este escenario se modifique de un modo radical. Unas pocas décadas del siglo pasado han sido suficientes para transformar un eurocentrismo pacíficamente asentado en un relativismo intelectual ante el valor de las diferentes culturas, y en una respuesta política titubeante ante lo que se advierte como una invasión de nuestro territorio (físico y espiritual).

El debate tiene una dimensión política, económica y social. La mayoría de los comentarios sobre esta cuestión no hacen otra cosa que levantar acta de acontecimientos que nos sorprenden a diario: datos sobre el flujo de inmigrantes, reacciones xenófobas y racistas en países supuestamente civilizados, focos de delincuencia asociados a estos movimientos de población, gestos de autoafirmación cultural en contraste con las costumbres o las leyes locales (uso del chador, etc.). Se agradece, por tanto, una reflexión que tome cierta distancia sobre los sucesos cotidianos y sea capaz de interpretarlos en un contexto más amplio. A este tipo de reflexión pertenecen los ensayos de Giovanni Sartori y Daniel Inneratity.

MULTICULTURALISMO Y SU DIMENSIÓN ÉTICA

El primero presenta un alegato contra el multiculturalismo. Con un lenguaje directo y claro, rechaza la idea de que nuestra época deba ser entendida como un momento en el que entran en contacto culturas muy diversas, igualmente válidas y legítimas, llamadas a configurar un tipo de sociedad en el que todas coexistan pacíficamente sin ningún tipo de prevalencia entre ellas. Frente a este modelo, propone el del pluralismo, abierto sin duda a la diversidad, pero desde la apuesta por unos valores. Esa apuesta no es cerrada ni excluyente, sólo exige que no se transgredan los principios mismos que la hacen viable.

LA SOCIEDAD MULTIÉTNICA. PLURALISMO, MULTICULTURALISMO, Y EXTRANJEROS Giovanni Sartori Taurus, Madrid, 2001, 140 páginas

 

Innerarity sitúa el debate en un plano aún más básico, el de la filosofía moral, y propone una forma de gestionar la diferencia desde lo que él denomina la «ética de la hospitalidad». Con un estilo brillante, aporta unas claves que no sólo son útiles para abordar cuestiones relativas a la inmigración o ai choque entre culturas, sino que afectan a la dimensión ética de cualquier comportamiento humano. Por razones de coherencia, en este comentario me limitaré a describir las propuestas de ambos autores sobre el tema específico de la multiculturalidad. En la argumentación de Sartori hay un principio implícito: no todas las culturas son iguales. Aunque todas gocen de legitimidad en el contexto en el que Giovanni Sartori se desarrollan, no pueden ser presentadas como propuestas de idéntico valor. El hecho, puramente empírico, de que identifiquen a un determinado pueblo no sitúa a todas las culturas en un mismo plano. En definitiva, las culturas pueden ser medidas por algo que supera a la propia cultura. ¿Quiere esto decir que hay culturas superiores a otras? De acuerdo con Sartori, la respuesta sería positiva, pero con un matiz: la superioridad no se deriva de argumentos contingentes, como el mayor desarrollo económico, político o científico de determinados pueblos. No se trata de que la cultura dominante deba ser la que configura a los países más poderosos. La cultura superior es aquella a la que le asiste la razón.

En un plano geográfico, las culturas son diversas, según los escenarios que contemplemos; y en el plano histórico la cultura de un determinado pueblo está sujeta a procesos cambiantes. El pluralismo, en la versión de Sartori, supone el reconocimiento de esta diversidad, pero desde el convencimiento de que algunas expresiones culturales son preferibles a otras. La tolerancia -el respeto por formas diversas de conformar las conductas individuales y sociales- es compatible con una defensa decidida de las propias propuestas. Se excluye una actitud de indiferencia o de relativismo. El canibalismo y la nouvelle cuisine son expresiones de culturas diferentes pero esto no significa que sean objeto de un mismo respeto: no es sólo cuestión de gustos.

Cabe, por el contrario, emitir juicios de valor sobre culturas ajenas. No nos encontramos en un escenario definido por contextos fragmentados e incomunicables, en los que las reglas de juego pueden ser diversas e incluso contradictorias. Los procesos de globalización, el flujo libre de personas y de ideas en todo el planeta, exigen un discernimiento. Si, de hecho, unas culturas son incompatibles con otras y si, de hecho, están llamadas a coincidir en un mismo espacio, ¿no será preciso arbitrar los medios para resolver esas incompatibilidades?

Las culturas, en definitiva, son susceptibles de comparecer ante un mismo criterio, que no unifica ni suprime las diferencias, pero que es capaz de establecer una escala valorativa y, sobre todo, de fijar los límites de lo tolerable. Las diferencias no sólo son aceptables, sino que forman parte del núcleo mismo de una cultura verdaderamente avanzada. Aún más, el pluralismo tiene la virtud de arbitrar los medios necesarios para la gestión de la diferencia. La clave del pluralismo reside en que esa gestión se realiza desde la base de unos principios comunes. Hay unas reglas de juego básicas, necesarias para articular lo diverso de una manera fluida y coherente. Al hablar, nos ponemos en condiciones de expresar opiniones distintas, pero desde el uso de un mismo lenguaje.

De acuerdo con Sartori, los tres ejes que definen una cultura en la que resulta posible la correcta gestión de la diferencia son: el pluralismo, la tolerancia y la secularidad. Cualquier idea o grupo de población que desee asentarse en un espacio definido por estos ejes debe aceptar sus principios básicos. En concreto, goza de un amplio margen para practicar y promover sus rasgos diferenciales, siempre que éstos no resulten incompatibles con el núcleo del sistema cultural en el que pretenden insertarse. Todo es tolerable, hasta que pone en entredicho la posibilidad de ejercitar la tolerancia; toda diversidad es admisible, a menos de que impida el desarrollo de lo diverso.

El argumento de Sartori combate enérgicamente un multiculturalismo relativista. Con una perspectiva heredera de la Ilustración, rechaza un análisis de las culturas desde la oscuridad en la que todos los gatos son pardos. Es consciente de que su punto de vista no resulta políticamente correcto, pero lo defiende con vigor y con razones bien articuladas. Sólo hay un aspecto en el que la consistencia de su exposición presenta ciertas debilidades. Se trata de la fundamentación de su propia propuesta. El pluralismo que propugna -y en la forma concreta en la que él lo expone- es un modo de gestionar la diferencia que aparece históricamente en un momento determinado y en un ámbito geográfico muy definido. Antes, no existía (o adoptaba formas diversas); después, ha sufrido diversas modificaciones (o corrupciones, de acuerdo con la opinión de Sartori). Este autor propone una determinada formulación de lo que es y debe ser el pluralismo pero no justifica suficientemente por qué esta opción es preferible a otras. A fin de cuentas, el pluralismo que él describe surge como algo fáctico, al igual que las demás culturas. Su análisis, plagado de argumentos sólidos, pasa por un momento decisionista (aunque no arbitrario): él prefiere un determinado modelo, pero ¿basta con esto para darle un alcance universal? Se podría decir incluso que adopta un punto de vista conservador, en el sentido (puramente descriptivo, no valorativo) de que una expresión cultural, definida por sus coordenadas espacio-temporales, aparece con pretensiones de validez ilimitada. Es cierto que la cultura pluralista desarrollada en Europa está esencialmente abierta a la diversidad, pero ¿no caben acaso otros modos de gestionar lo diverso?

En la práctica, el rechazo de la multiculturalidad que plantea Sartori aporta una justificación teórica a las políticas de inmigración más restrictivas. No nos encontramos, sin duda, ante un manifiesto xenófobo, sino ante un libro inteligente; las barreras que alza frente a lo distinto no son de acero y cemento, sino de ideas y argumentos. Lo que en otros sería un sentimiento irracional, en su caso es un discurso lógico. El hecho de que por ambas vías se llegue a conclusiones parecidas no deja de ser inquietante, pero siempre es mejor intentar resolver los conflictos a través de un discurso racional y libre, que por la espiral de acciones y reacciones violentas.

UNA PROPUESTA MÁS ABIERTA

 

Innerarity aborda muchas de estas cuestiones en su Ética de la hospitalidad. En un plano diferente, el de la filosofía moral, comparte algunas de las intuiciones más brillantes de Sartori. Sin embargo, su propuesta sobre la gestión de la diferencia es mucho más abierta y no presta ningún apoyo -más bien al contrario- a quienes propugnan el cierre de las fronteras físicas e ideológicas. Entre las coincidencias de ambos autores, hay que señalar su rechazo del relativismo: las culturas tienen valor en la medida en que son distintas. «Donde todo es igualmente válido, todo es indiferente», afirma Innerarity. Cabe comparar las diferentes culturas, establecer unos criterios que permitan adoptar una legítima actitud de aprecio o de rechazo ante los valores y los usos sociales de otros pueblos.

Ahora bien, sería una ficción considerar que ese juicio sobre lo ajeno se realiza desde una posición estable y permanente. La constitución de un sujeto o de un pueblo no es un proceso autónomo, al término del cual éste se encuentra en condiciones de analizar su entorno, para combatirlo, asimilarlo o simplemente dejarlo de lado. En condiciones reales, todo ser humano y todo pueblo se hace a sí mismo en una relación constante con lo ajeno. La identidad no es un resultado puro, ni mucho menos un a priori, sino un fruto del mestizaje y de la influencia de lo extraño.

La ética de la hospitalidad podría ser interpretada erróneamente como una apelación a nuestros buenos sentimientos; una llamada para que abramos nuestro corazón al extranjero, desde nuestra posición de seguridad y dominio; un alivio para malas conciencias; o, con cierto cinismo, una herramienta para desvitalizar la reacción amenazante de culturas sojuzgadas. La hospitalidad, por el contrario, es una categoría universal y fundante. Se apoya sobre la experiencia de que la mayor parte de lo que nos ocurre no es el resultado de una decisión incondicionada, sino de la intervención de factores no controlados por el propio sujeto. Lo extraño anida en el corazón del hombre, porque de otro modo la comunicación sería imposible. Desde identidades clausuradas y perfectas no cabe ninguna forma de diálogo. Frente a una seguridad siempre ficticia, Innerarity recupera el valor de la vulnerabilidad, como guía para orientarse en una existencia no asegurada.

Con estas premisas, resulta posible la afirmación de lo propio dentro de un mundo plural. Este es el objetivo que persiguen Sartori e Innerarity. El primero pone el énfasis en la crítica de un modo de entender la diversidad -el multiculturalismo- que, a su juicio, pretende diluir las identidades y suprimir los espacios comunes. El segundo subraya que el ser humano está esencialmente abierto a lo otro y a lo distinto; su actitud de acogida, de hospitalidad, no es una simple recomendación, sino un imperativo que se deriva de su propia condición. Estas aportaciones, complementarias en su enfoque y no del todo acordes en sus conclusiones, aportarán luz a un debate que ha superado ya ampliamente el ámbito académico y que se instala en las dimensiones más cotidianas de nuestra vida social.