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Para una embarazada, volver a dormir bocabajo; rascarse para alguien con una escayola; comer sin atragantarse y percibiendo el sabor de los alimentos… En esto del bienestar, hay grados y cada persona —y casi cada situación— tiene el suyo. Por eso no hay instrucciones genéricas ni canon que valga. Es una de las grandes lecciones que ha aprendido el laureado psiquiatra, el divulgador, el profesor, el padre de cuatro hijos y abuelo de tres nietos, el aficionado a la música, el corredor de maratones, el sevillano de nacimiento, el de padre andaluz y madre cántabra, el doctor, el escritor Luis Rojas Marcos. A sus setenta y tantos sigue hablando de aprender y, en esta entrevista, lo hace, habla de aprender mientras enseña. Sobre distintas formas de esperanza; sobre preguntar, antes de imponer; sobre redes sociales; sobre la importancia de la religión; sobre las diferencias entre Europa y Estados Unidos e incluso sobre los recuerdos de su infancia en Sevilla trata esta entrevista que parte de la lectura de su último libro: Estar bien aquí y ahora. Lo acaba de publicar HarperCollins.

Luis Rojas Marcos: Estar bien aquí y ahora. HarperCollins, 2022
Luis Rojas Marcos: Estar bien aquí y ahora. HarperCollins, 2022

—La valoración subjetiva del bienestar es importante (como para dedicarle un capítulo de Estar bien aquí y ahora), pero ¿lo es todo? ¿No influyen decisivamente factores externos en el bienestar de cada uno?
En el tema de la subjetividad lo que es importante es que durante mucho tiempo nos han impuesto una serie de normas: «Mira para ser feliz tienes que ser esto, tienes que hacer esto y tener esto…». Ha sido una imposición y un error. Si coges un libro sobre bienestar de hace treinta años, ahí lo tienen clarísimo: para ser feliz tienes que ser joven, tener salud, haber estudiado algo… Y te hacen la lista, pero es la lista de los autores o de los filósofos que deciden lo que hay que hacer para ser feliz. Solamente en los últimos veinte años es cuando en el mundo de la salud mental y de la medicina se le empieza a dar importancia al hecho de preguntar: «Oye, dime, a ti qué te hace estar contento y vamos a empezar por ahí». Yo mismo escribí un libro sobre la felicidad y solo después he visto que daba unos consejos que…, mira, no. Lo que aprendí es que hay que preguntar por lo que a cada uno le hace feliz y a partir de eso se reprograma la vida o un método o lo que sea. Ese cambio, el hecho de preguntar, es muy importante y atender a la variedad de respuestas, también.

—De hecho, usted lo ha practicado muy literalmente en su libro, en cuya gestación han tenido un papel fundamental las redes sociales y las respuestas que en Twitter recibía sobre las mil maneras de estar y de sentirse bien. Por cierto, hablando de redes, ¿qué importancia tienen en el bienestar o malestar de las personas?
Siempre que hablamos de redes sociales o de la tecnología de la comunicación que sea creo que hay que separar la propia tecnología en sí del uso que se hace de ellas. Recuerdo, cuando yo crecí en Sevilla, que no vi la televisión hasta los dieciséis años, porque antes no había. Enseguida se la empezó a culpar de incitar a la violencia, de todo tipo de males porque, hombre, si los padres usan la tele como canguro y tienen al niño de tres años, tres horas ahí pegado… Pero no era la televisión, sino el uso. Con las redes, pasa algo similar.

La capacidad para poder compartir nuestras ideas en cuestión de minutos a través de las redes creo que es positiva. Nos unen, nos informan, nos conectan… Resuelven así la parte social del ser humano y que es muy importante: forma parte de la misma definición de salud que da la OMS, que comprende aspectos físicos, psicológicos y sociales. Dicho esto, ahora vamos a ver el uso. Cuando dejamos de prestar atención a nuestro día a día y ya no nos interesan las relaciones cara a cara o no salimos y no leemos… Quizá estamos entrando ya en términos de una adicción. Cuando las usamos para generalizar falsedades, como últimamente pasa en EE.UU. y en el mundo, el uso no es positivo ni útil. O si las usamos para sentirnos superiores a otros. Yo creo que son, que pueden ser muy positivas, pero hay personas que hacen un uso que no lo es.

— La esperanza la cita muchísimo en su libro. ¿Qué tiene ella para ser tan poderosa?
Se trata de una esperanza activa que piensa que lo que deseamos va a ocurrir. Si hablamos de ese tipo de esperanza, entonces, sí, es una característica muy útil a la hora de motivarnos para lograr metas, ya sean profesionales, de relaciones con otras personas… Pensar que podemos hacer algo para lograr lo que queremos, esa mezcla de esperanza y confianza, es fundamental en nuestro día a día. Lo es desde pequeños, desde que con cinco años dices que tienes hambre y el resultado es que te den comida… Esa es la esperanza.

Hay otra global, esa que los filósofos achacaban a las personas optimistas que creían que todo se iba a arreglar o que era cuestión de suerte. Esa esperanza más general no tiene utilidad a la hora de aplicarla a nuestro día a día. La esperanza que vale es la que te hace tomar el control y dice, «bien, qué vamos a hacer hoy». Y confía en que es posible hacer algo por sentirse mejor, por superar un problema, una dificultad… Está demostrado ‒y resulta muy curioso‒ que las personas que han sufrido un accidente o una desgracia y piensan que ante esa adversidad pueden hacer algo, incluyendo pedir o buscar ayuda o información, tienen ventaja a la hora de superarla.

—La cita también en relación con la espiritualidad y dice que las creencias religiosas también pueden ser una fuente de sentimientos placenteros. ¿Creer en Dios ayuda a sentirse mejor?
Depende también del Dios en el que crean. Yo creía en Dios cuando era pequeño, pero gran parte de mi educación fue un «no hagas esto porque te vas a ir al infierno para siempre», enfocando más el castigo que el premio. En mi caso yo crecí en Sevilla en un colegio primero de monjas, luego de jesuitas, y luego me suspendieron en todo y tuve que irme al mundo de la libre, pero, a lo que iba: crecí en un mundo donde, si cometía un error, me jugaba el infierno para siempre y esto no era una metáfora, sino que nos convencían de que era así y cuando tenía 7, 8 y 9 años me lo creía, de modo que, si hablamos de religión, a mí no me ha ayudado. Sin embargo, sí he conocido a pacientes que creían realmente que al morir iban a ir a un cielo donde se iban a encontrar la justicia. Y esto lo creían de verdad. Yo trabajé varios años en el mundo de la muerte y el duelo y las personas religiosas tienden a morir de una forma más tranquila. No siempre es así, pero si tu religión es una religión positiva, comprensiva, una de las consecuencias es perder el miedo a la muerte. Así que a la pregunta de si la religión ayuda, pues a unas personas sí y a otras no, depende de cómo la interpretes.

—Siguiendo con la esperanza, el discurso social o mediático no parece muy esperanzador o alentador. ¿Cree que estamos en un momento o en una sociedad desesperanzada y desconfiada?
Es que vende. Yo siempre digo que las noticias, ya sean en la televisión o en The New York Times, deberían ser llamadas «malas noticias». Y no es que los periodistas, que yo conozco muchos ya, sean personas especialmente inclinadas a captar lo negativo, no. Quizá sea cosa del director, la directora o la filosofía del medio… Especialmente ocurre en los titulares, donde todos son desastres. Leía el otro día uno: «Han caído las muertes por…» y en la misma línea terminaba con un «pero está previsto que vuelvan a subir». ¡Qué demonios!, ¿es necesaria siempre esa segunda parte? Me ronda la idea de coleccionar este tipo de noticias que empiezan con algo bueno, esperanzador, pero enseguida se afirma que es temporal y que no puede ser.

Eso es especialmente acusado en Europa, sobre todo, donde la queja es un instrumento fundamental de comunicación y me llama bastante la atención. Yo ya llevo 53 años y noto la diferencia. En España, Francia, Italia… tú no vas y dices «pues yo soy optimista», porque eso está mal visto. Está mal visto ya desde los filósofos del XVIII y XIX, que decidieron que eso era ignorancia de la vida o ingenuidad. Se trata de una negatividad social que ayuda a comunicar, pero que luego no cuadra, en la mayor parte de los casos, con lo personal. Mira, yo a menudo hago esto en España: le pregunto al periodista por su satisfacción con la vida en general. Y oigo que le dan un 6,5; 7; 8… La pregunta es: ¿por qué hablamos entonces de la negatividad, de la queja, de lo mal está todo, cuando luego tú, el otro y el otro se da un notable o un bien? «Pues yo tengo salud, pues yo tengo este trabajo…». Ya empiezan las razones subjetivas para explicar nuestra nota y lo que no pensamos es que, en general, la mayoría de los españoles tienen las suyas, tienen su buena nota personal y sus razones para explicarla. Tú te dabas un siete; yo, un ocho que ya como soy más mayor…

En eso es distinto lo que pasa en Estados Unidos, donde esa separación no se da, aquí es más el individuo y yo creo que en eso tiene que ver la cultura protestante. Aquí se glorifica el optimismo y casi lo que se ve mal es lo contrario. Una anécdota: cuando trabajaba con los sintecho, la pregunta era ¿cómo has terminado aquí, viviendo en la calle? ¿Qué te ha pasado o qué has hecho? En Europa cuando hablas con un sintecho preguntas por las circunstancias, hablas de la falta de ayuda por parte del ayuntamiento y del desinterés de la familia o de la sociedad…

—Que lo de la crisis puede convertirse en una oportunidad lo llevamos oyendo ya quizá demasiado, con esta retahíla de desastres globales, como para no ser irritante. En su libro se explica que no son las crisis exactamente… y se detiene en el concepto de «crecimiento postraumático». ¿Puede explicarlo también aquí? Es información casi de servicio público.
El sufrimiento en sí no tiene ningún valor. ¿Qué valor puede tener sufrir? Y digo sufrimiento y no dolor, que tampoco lo tiene, porque el dolor sí es un aviso. Si me duele el brazo, pienso si ha sido un golpe o el corazón. Es como el miedo, el miedo real, que avisa y pone en guardia, no la angustia. Bueno, el sufrimiento en sí no ayuda a nada y no aporta nada y el dolor, una vez que sabemos por qué nos duele algo, pues tampoco, no tiene ningún componente positivo. ¿Qué ocurre? Que, al enfrentarnos a una adversidad, una muerte inesperada, por ejemplo, una enfermedad, empiezo a considerar qué puedo hacer, cómo me voy a organizar… Bien, una vez que ha pasado aquello hay un 40% de estas personas aproximadamente que dicen «esto fue terrible, pero yo descubrí algo en mí que no sabía que tenía». En algunos casos, lo que descubrieron era que se podían organizar o actuar de otra manera, en otros que ayudando a alguien o interesándose por los demás experimentaban alegría o también que tenían una fuerza o una entereza que desconocían. Para eso, repito, la situación tiene que haber pasado, porque es la perspectiva o la distancia la que da ese conocimiento y no a todo el mundo le pasa.

—En el libro recuerda también que a la hora de valorar el bienestar se incluye la salud propia y la también la de los de alrededor. ¿Le parece arriesgado o egoísta decir que, llegado a un punto, el bienestar es intransferible? Hablo de los cuidadores (y más bien de las cuidadoras) que sacrifican su bienestar propio por el de otra persona.
En general, las personas que ayudan a otras —esto se ha estudiado para casos de voluntariado— duermen mejor y tiene una serie de beneficios físicos y emocionales que demuestran que al ayudar a otros nos beneficiamos nosotros. Por no hablar de profesiones en las que, ayudando, nos beneficiamos emocional y económicamente, como la mía, lo cual no solo te hace sentir bien, sino que encima te permite vivir.

Llega un momento en que si enfermeras, médicos, voluntarios, cuidadores, en su esfuerzo por ayudar a otros, se olvidan de ayudarse a sí mismos, caen en una situación de estrés o síndrome del quemado. Y es que la compasión es normal, es natural que una niña de tres años se apene cuando ve llorar a su madre. El paso siguiente es la empatía y se da cuando sientes algo más que pena: cuando te identificas con la víctima de una situación dramática, por ejemplo, hasta el punto de sufrir también tú, de sentir lo que ella siente y de convertirte, incluso, en víctima también. La cuestión es cuánta empatía puedes usar o tener al día sin que algo te afecte. Si por esa compasión o empatía o necesidad de ayudar a los otros no somos conscientes de nuestro límite es verdad que al final se puede caer en una depresión o situación de estrés. De modo que a los cuidadores profesionales como a los de casa, si ven que pierden ilusión, la energía, si sienten que la vida no merece la pena porque todos están sufriendo igual es el momento de tomar conciencia de que algo pasa, así que cuidador, cuídate.

Periodista cultural