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Para alzar en nuestros días la planta ideal del gentleman, el lugar común quizá nos exigiera sumar el gesto de estupor del rey Carlos, el bigote reticente de David Niven y esa soltura con que el duque de Windsor sabía llevar una corbata. Con su aparataje de franelas y de tweeds, tal reducción estética no dejaría de resultar vejatoria para un concepto cuya encarnadura constituyó –así lo dijo el Taine viajero– la grande création de l’homme en Inglaterra y detonó un fenómeno de emulación «casi sin igual en la historia». Su degeneración al gentlemanismo, con todo, quizá no sea lo peor que pueda sucederle al viejo gentleman: más dañino será, como apunta Letwin, que su simple mención parezca aflorar en nuestro tiempo cuestiones de poco agrado en torno a la educación, el comportamiento o el estatus, siempre que no se tome –directamente– por muestra de una pretensión intolerable. En el mejor de los casos, según Worsthorne, la referencia al gentleman no recibirá hoy más respuesta que una burla condescendiente, su consideración a medio camino entre lo cómico y lo anacrónico.

En el peor, asediado por las filosofías de la sospecha, el gentleman pasará –refiere Berberich– por mero ejemplo de hipocresía, de doblez, de represión, de comportamiento sólo admisible en los caballeretes de Jane Austen. Adiós, en fin, a todos aquellos pasajeros del Titanic que luchaban por no entrar antes que los demás en los botes salvavidas. Incluso en español, la palabra «caballero» ya nos remite a poco más que a cierta sección de los grandes almacenes.

Percha sartorial, motivo de chanza u objeto de suspicacia, quizá hayamos sido injustos con aquel tipo humano que fue la «fuerza moral» de Inglaterra en sus mejores años, la exportación más consolidada del acervo inglés y, por supuesto, «la más deseable posición» a la que uno –pobre o rico, noble o plebeyo– podía aspirar hasta no hace tanto tiempo. A nuestros efectos, sin embargo, interesará ante todo recordar que el gentleman fue, conforme a un observador francés, la elite de influencia más positiva desde los tiempos de la elite romana, «el tipo de hombre más perfecto de que puede proveerse una nación». No faltan datos para avalar el aserto: en el siglo XX, el conjunto de la Administración británica, imperio incluido, era menor que la del Estado de Rumanía, y el sudafricano Laurens van der Post se pasma del inmenso poder que llegaron a ejercer sin verse corrompidos por él. No es tema inactual, del mismo modo que, al repasar la literatura de Trollope –magno muestrario del ethos caballeresco–, David Brooks encuentra rasgos valederos para hoy mismo: en su narrativa parlamentaria no encontraremos estrellas kennedianas, sino políticos prudentes, laboriosos, de experiencia, menos dados al vuelo retórico que a preocuparse –por ejemplo– por la decimalización de la libra. El primer ministro John Major los alaba por algo que quizá nos sorprenda: dedicar parte de su tiempo a «pensar si está bien lo que hacen–. Realidad o ficción, lo indudable es que aquellos gentlemen ya lejanos conformaron una clase con «un fuerte sentimiento de obligación hacia el país, una especie de mapa mental sobre el funcionamiento de la vida pública, y la confianza mundana de poder contribuir a ella».

De Burke a Waugh, del beato Newman a Hazlitt o nuestro Salaverría, son tantas las firmas de solidez que han tratado sobre el gentleman que en ningún caso podríamos creernos ante una cuestión menor o una antigüedad de almoneda victoriana. El mismo Barzini que nos cuenta de los lechuguinos dados a hiperbolizar el estilo britanizante de los viajeros del Grand Tour lista el elenco de virtudes del original. Ahí damos con un modelo de conducta hecho de oblicuidad, de contención sentimental, de ironía como freno del sectarismo, de buen talante y civilidad bien pulida, hábil para  sumar la lealtad y el valor y atemperar el espíritu competitivo con el fair play. Es un biotipo culto al tiempo que intelectualmente pudoroso, capaz de aceptar –o vivir– toda la excentricidad que permite un liberalismo genuino sin por ello perder el arraigo comunitario resumido en el lema noblesse oblige, a saber: no habrá derecho sin deber correlativo; todo privilegio ha de ser devuelto en forma de servicios al país. Se trata de un hombre –o de una lady– alejado de la ostentación del yo propia de otras latitudes y otros tiempos, sabedor de que las cosas más importantes a veces son las que requieren más reserva, y lo suficientemente lúcido para llegar a la verdad por el recorrido diagonal del humor. Es, en fin, el paradigma de comportamiento que dio a la vida inglesa sus connotaciones de gentileza y suavidad, en tanto que la idea del gentleman fue capaz de abrirse y rebosar a toda la sociedad sin distinción de estratos. Por último, si su «toque ligero» lubricaba las transacciones de la política, su íntima entraña de dureza le permitía cambiar la campiña de Somerset y el oporto de añada por un campo de batalla o una colonia recién emergida sobre el mapa. Con esta temperatura de espíritu, los ingleses supieron gestar a lo largo de los siglos una clase dirigente –como escribió un viejo editor del Telegraph– «con un entendimiento casi apasionado del juego limpio y de la protección de débil (…) gentes con iniciativa y recursos, capaces de mandar y obedecer».

Según puede verse, el gentleman –como tantas realidades del espíritu– es más susceptible de descripción que de definición. Como fuere, el ideal de la gentilidad cifrado en su estampa se nos ofrece también como una manera de recorrer la historia de Europa. Para Montgomery-Massingberd, el gentleman heredará el legado de esas pautas de la caballería medieval que –junto a la lección clásica y cristiana– alimentaron la moral de Occidente. En su etimología, la Enciclopedia Británica lo remite a los gentiles homo romanos, y señala su parentesco con el gentilhomme francés, el gentiluomo italiano y el hidalgo español. La etimología, en todo caso, dista de ser equivalencia: como recordaron Lord Chesterfield y Voltaire, la noción de gentilhomme será más alusiva a la elegancia, a la finura y al estilo, en tanto que el gentleman se verá enriquecido en su significado hasta abarcar también el carácter, la integridad, un sentido del deber. Así, la politesse de la dulce Francia será parte de unos usos mundanos, en tanto que el gentleman y su adhesión caballeresca participan de un compromiso ético y un código de honor. Entre Napoleón y Wellington, es fácil intuir quién daba en adoptar un grado de modestia e incluso la educada timidez de un tartamudeo a tiempo.

Por contraste con las grâces a la francesa, la diferencia más sustantiva del gentleman radica en que desde un principio se muestra –recuerda Scruton– como «un camino disponible a todos». Dicho de otra manera, sus pautas se pueden aprender, a modo de pertenencia honoraria pero efectiva a la clase de los «hacedores de maneras». «Comportándote como un gentleman llegabas a serlo», insiste el filósofo, porque la de caballero era una condición entrenada y no heredada. Tan entrenada que, al modo de Castiglione, hubo incluso manuales en hora muy temprana para preceptuarla, como The compleat gentleman –1622– de Peacham, quien insiste en desdeñar el nacimiento y ponderar el mérito. Ya a principios del XVIII, Steele enfatiza esta comprensión del gentleman como un atributo que se ciñe a la acciones de la persona y no a su circunstancia; en la misma línea, Mill, un siglo después, alude a «la conducta, el carácter, las costumbres y apariencias» que le dan entidad. Por volver a Trollope, su Ferdinand López no era de cuna egregia –refiere el autor– pero se ve que era un completo caballero. En resumen, el gentleman será una singular confección meritocrática, «con las maneras, la cultura, el valor, la virtud y esa cierta indiferencia de la aristocracia, pero sin necesidad de ancestros y riqueza». Así se daba la razón el viejo dictum de que un rey puede nombrar lores, pero convertir a un hombre en caballero no está al alcance ni del mismo diablo. A cambio, su condición –indica Massingberd– resta asumible a los esfuerzos de cualquier campesino. Cuna o crianza, la caracterología resultante será siempre, en palabras de Buruma, la de «un burgués con maneras aristocráticas, un elitista tolerante».

«El deseo de ser un gentleman», según escribe Mason, «ilumina la historia inglesa desde los tiempos de Chaucer hasta el siglo XX». En su historia de la cortesía, Harold Nicolson, sin embargo, delimita dos momentos estelares: en primer lugar, el de aquellos gentlemen rurales del XVIII capaces de encarnar una idea italianizante de la sprezzatura, gentes socializadas en París y cultivadas en la lección clásica de Roma, a quienes Tocqueville alabó por su espíritu reformista y Trevelyan porque nadie «supo disfrutar tanto de la existencia» como ellos. Todavía con un cierto apego nobiliario, Voltaire los define por rasgos como «una espléndida naturalidad, una perfecta confianza en sí mismos y un don para disfrutar las artes de la vida».

Es en el XIX, sin embargo, cuando esa «nación en miniatura» que Palmerston vio en la escuela inglesa comenzó con resolución su régimen fabril –por así decir– de formación de gentlemen. No sin antecedentes, era un propósito de país. Aquel recrío de las elites nacionales iba a cuajar con la mezcla en las aulas de los hijos de la vieja nobleza territorial con los de la nueva riqueza industrial: según la intuición posterior de Nicolson, quizá nada podía resultar más educativo que mezclar al hijo del cocinero con el hijo del duque. Es lo que Bagehot llamaba «desigualdad desmontable»: la capacidad universal de acceso a esa nobleza del espíritu arraigada en la crianza del christian gentleman.

Ahí, las reformas del pedagogo Thomas Arnold en la escuela de Rugby postularán una educación que buscaba tanto la formación del carácter como la nutrición del intelecto, con una singular insistencia humanística. De tanta pervivencia, el célebre régime arnoldien terminó por abonar un «tono burgués de respetabilidad» recorrido de un elenco de virtudes –lealtad, humildad, sinceridad, dominio de sí, confianza, modestia, liderazgo– que afirmaba los principios de la difficulté vaincue. Por otra parte, las fidelidades –de la religión al deporte– capaces de generar la escuela no dejaron de reforzar esa sociabilidad inglesa tan dada al mantenimiento del esprit de corps. Se favorecía así la afirmación de una red de solidaridades mutuas beneficiosas para articular la sociedad, algo todavía visible en lo que va de los regimientos a los clubes y tantas otras formas de pertenencia corporativa propias de lo inglés. En cuanto a la contextura intelectual, el trato asiduo con las Humanidades dispondría las mentes al encuentro –del África al Asia– con culturas ignotas, y esa misma literacy no deja de explicar, en parte, el caudal narrativo de la prosa inglesa y un cierto fuste de su clase política. Véase a este respecto el caso de un Anthony Eden, primer ministro y experto en lenguas orientales, o el del alcalde de Londres, Boris Johnson, llegado al puesto tras haber pasado media vida entre hemistiquios de Ovidio. Al fin, esas public schools llevaron a cumplimiento lo que supo ver Chesterton: recibir a un hijo y devolver a un caballero.

De escalafón social a meta asequible al deseo, los modos del gentleman se articularían como una moral capaz de modular todas las relaciones sociales –oficiales y soldados, diputados y sus electores, bobbies y ciudadanos– con un extra de sensibilidad y finura. Es la vieja gentileza inglesa, ya citada. Del mismo modo, la constancia en la historia del ideal caballeresco no ha dejado de rastrearse en la constitución política de la comunidad: sobre este particular, por ejemplo, se ha señalado que la dignidad del individuo que late en la concepción del gentleman coadyuvó no poco a los efectos de sofrenar las tentaciones del absolutismo y la centralización burocrática, rasgos de resistencia distintivos del espíritu liberal británico. Worsthorne alarga la preponderancia efectiva de la caballerosidad hasta el lindón de nuestra época: en concreto, afirma, el Estado providente de la posguerra no fue sino un pacto entre caballeros para que el ejercicio del poder se viera matizado por una responsabilidad avuncular hacia la sociedad civil. Todavía en esos mismos años cincuenta, Orwell observa a las masas que pueblan el graderío en un campo de fútbol y se pasma de un comportamiento asimilable al que tendrían el domingo en una iglesia. Tan lejos todavía de las hordas de los hooligans, lo que pondera Orwell es el mayor éxito de la civilización británica: instaurar un tono humano y una ética cívica tras «haber inculcado al pueblo las cualidades del gentleman».

Quién sabe si aquel no iba a ser el brillo postrero de una antigua cultura. Anglófilo entre germanófilos, de origen húngaro, y partícipe de esa Englishness particular de los católicos conversos, el historiador John Lukacs ha gozado de una autoridad especial para narrar –de aquel tiempo a esta parte– un cierto declive de lo británico. Lukacs señala que su raíz última no está en la pérdida del poder imperial o el adelgazamiento de su peso geopolítico, sino en una merma en su reputación con origen en la erosión de algunos de sus viejos valores de siempre. El escritor anglo-húngaro lamenta de manera señera el abandono de la cultura de la literacy, emanada del énfasis humanístico de las escuelas inglesas, en pro de las culturas del pop. Por primera vez, señala, hay una vulgaridad británica, algo ciertamente poco gentlemanly. El sentimiento de un ocaso será irrefrenable toda vez que el prestigio de lo inglés, más que político, «era social y civilizacional».

En el lote se incluye la bajamar del gentleman, apenas redimido por revisitaciones irónicas, de la revista The Chap al reaccionariado de los Young Fogeys. El stiff upper lip se ha relajado –de la muerte de Diana de Gales a la de la gran hermana Jane Goody– en un emocionalismo nunca visto. Al meditar sobre «la extraña muerte del caballero inglés», Andrew Gimson deplora el fin de ese conjunto de vínculos de responsabilidad que influyó en la política patria y en la Bildung de la nación, a modo de inspiración para las gentes. Habla Gimson de la «inclusividad» de la opción caballeresca y de un propósito noble por poco utilitario: el gentleman, escribe, hacía las cosas porque estaba bien hacerlas, no porque le fueran a reportar un beneficio personal. El periodista se fija en un caso muy concreto: cómo el que fuera primer ministro inglés, David Cameron, todo un gentleman, no hacía más que intentar ocultar su condición en el entendido de que –según sus asesores– mostrarla sería un «hándicap político» de primera magnitud. Es el Cameron que dio desde el primer momento un giro sentimental a su discurso para reenganchar con el electorado, el Cameron que se esforzó por vestir de cualquier manera los fines de semana como táctica de aproximación a la clase media, y el Cameron, en fin, que evitó durante largo tiempo posar con su ministro de Hacienda, el aristocrático –y antiguo alumno de public school– George Osborne. El del premier sería un caso, no inhabitual hoy, de «esnobismo al revés», una de las emanaciones del igualitarismo a ultranza, según el cual toda pretensión o afirmación de excelencia –intelectual, estética, formativa o biográfica– resulta de mal gusto por herir la susceptibilidad ajena y, en paralelo, por atentar contra un igualitarismo particularmente alentado en las últimas décadas por el Gobierno británico, de Atlee al propio Cameron. Ahí tiene algo de ironía que la ingeniería social de la «escuela comprensiva» haya terminado con unas listas de espera en Eton como nunca antes se habían visto. Quizá sea que la «’escuela comprensiva’, como dice Gimson, ‘buscaba generar mayor igualdad, pero no sabía qué hacer con el individuo; qué tipo de hombre y mujer deseaba educar». Las grandes escuelas, claro, sí sabían. Por eso Jesse Norman –cabeza pensante del partido tory– afirma que el propósito debe ser menos cambiar los valores de las public schools que impregnar con ellos al resto del sistema.

Tal vez hoy sólo nos quede rastrear al gentleman en la voz ronroneante de Ronald Colman, en esas series de televisión que recrean la pompa y circunstancia de los años eduardianos. Sin embargo, el tipo humano de gentleman permanece como inspiración y modelo de carácter para unos tiempos –Valentí Puig dixit– de ocaso del carácter. Por eso, sin apegos nostálgicos ni propósitos esnobísticos o de provocación, quizá todavía convenga repensar a aquellos viejos gentlemen que creyeron en la libertad como un deber y tuvieron presente «el vivo sentimiento de la propia dignidad». No se trata de dejarse barbas a lo Salisbury o de postular una vida más parecida al castillo de Brideshead, pero sin duda sería deseable el recauchutado –como afirmó Bagehot– de «esas gentes sensatas que queremos que nos gobiernen». Ahí, el sentido del honor del gentleman bien podría ser el mejor contraveneno para el imperio de la mediocridad que hoy nos domina.

Habitual como firma de periodismo literario, opinión política y dos áreas de su especial interés, la literatura y la cocina, ha publicado sus trabajos en los grandes medios españoles. Ha sido director de la edición digital de Nueva Revista, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y articulista en diversos medios. En julio de 2017 fue nombrado director del Instituto Cervantes de Londres. Ha publicado "Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa" (2014) y "La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig" (2017). Traductor y prologuista de obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling, Valle-Inclán o Augusto Assía, entre otros. Su último libro es "Ya sentarás cabeza".