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Helen Pluckrose es ensayista y editora británica. Licenciada en Literatura inglesa por la Universidad del Este de Londres. Ha publicado trabajos sobre feminismo y posmodernidad. Se define como liberal de izquierda.

James Lindsay es doctor en Matemáticas por la Universidad de Tennessee. Fundador de New Discourses, es autor de varios libros sobre filosofía de la ciencia y teoría posmoderna.


Avance

Las llamadas Teorías Críticas (raza, género, identidad) carecen de validez científica, exponen Pluckrose y Lindsay, al rechazar la posibilidad del conocimiento objetivo, y en lugar de solucionar el racismo, la discriminación por género o sexo o la injusticia social, los agravan.

Helen Pluckrose y James Lindsay. «Teorías cínicas». Alianza editorial, 2023.

Sitúan el origen filosófico en los deconstructivistas, que rechazaron «meta narraciones» como «el cristianismo y el marxismo; pero también la ciencia, la razón y los pilares de la democracia occidental». Postulaban que «todo conocimiento es una construcción», de modo que no decimos que la Tierra gira alrededor del Sol por la observación de los hechos, sino por «la manera en que establecemos la verdad en nuestra cultura actual». Y ¿quién dice que es verdad? Según Foucault, «el poder sociopolítico, no la correspondencia con la realidad». La ciencia —sostienen— ha sido organizada para servir a los intereses del hombre blanco occidental. Como no admiten el debate, debido a su rechazo de la verdad objetiva, estamos ante «una forma de cinismo» indican los autores.

Las cuatro constantes del posmodernismo son la difuminación de los límites, el poder del lenguaje, el relativismo cultural y la pérdida de lo individual y de lo universal. Y las cuatro están presentas en las teorías poscoloniales, queer y de la raza, los estudios de género, y de la discapacidad y la gordura, corrientes surgidas en el mundo académico a finales del siglo XX para «deconstruir la injusticia social». Pluckrose y Lindsay afirman que adolecen de inconsistencia intelectual y resultan contraproducentes. Destacan, por ejemplo, que al rechazar la ciencia y la razón como productos del «eurocentrismo y la blancura», la Teoría Colonial obstaculiza el progreso en las sociedades en vías de desarrollo. Advierten que la Teoría Queer «amenaza con deshacer el considerable progreso de los activistas gays y lesbianas» en las últimas décadas. Subrayan la paradoja de que interpretar todo como racista podría «obstaculizar el activismo antirracista al generar escepticismo e indignación». Y alertan sobre lo lesivo que para la salud supone considerar la obesidad un constructo social —como sostienen los Fat Studies—, en lugar del origen de algunas patologías.

Concluyen los autores abogando por el valor de la ciencia, y denunciando el carácter sofista de «cualquier teoría que se niegue a someterse a críticas o refutación».


Artículo

Hace seis años Helen Pluckrose y James Lindsay prepararon, junto con el profesor de Filosofía Peter Boghosian, varios papers falsos, con el título genérico de El caso de los estudios del agravio, y lograron que revistas científicas los publicaran, dejando así en evidencia la falta de rigor de las universidades y la inconsistencia intelectual de las llamadas teorías posmodernas, que niegan la validez de la ciencia objetiva. Ahora han sistematizado su crítica en un ensayo de cuatrocientas páginas, titulado Teorías cínicas, que incluye numerosas notas y un índice analítico final.

Se trata de una defensa de la democracia y la ciencia, de elocuente subtítulo: Cómo el activismo académico hizo que todo girara en torno a la raza, al género y la identidad y por qué esto nos perjudica a todos. Aunque el ataque al orden liberal procede tanto de la derecha como de la izquierda, el libro se centra más en la segunda porque, argumentan, «la izquierda progresista no se ha puesto del lado de la modernidad, sino de la posmodernidad, que rechaza la verdad objetiva».

Dicho esto, manifiestan los autores su compromiso con «la igualdad de género, racial, y del colectivo LGTB», y que lo les preocupa que «los planteamientos de la Justicia Social están rebajando de forma alarmante su validez e importancia». Aclaran, por cierto, que justicia social se refiere a una filosofía legítima, la que John Rawls formula diciendo que «una sociedad socialmente justa sería aquella en la que, si un individuo tuviera la opción de elegir nacer en cualquier entorno social o grupo identitario, los valoraría a todos por igual».

Pero los posmodernistas se la han apropiado llamando «a su propia ideología con cierta arrogancia Justicia Social». Están obsesionados con «el poder, el lenguaje, el conocimiento y las relaciones entre ellos. […] Es una visión del mundo que gira en torno a agravios sociales y culturales y que trata de convertir en una lucha política de suma cero alrededor de marcadores culturales e identitarios como la raza, el sexo, el género, la sexualidad». Es lo que se llama cultura woke —de to wake, despertar en inglés—, debido «a su creencia de que solos sus adeptos están despiertos frente a la naturaleza injusta de nuestra sociedad».

La ciencia, la razón y la democracia, cuestionadas

Los pensadores posmodernos comenzaron a rechazar, a finales de los años 60, lo que denominaban «meta narraciones», explicaciones cohesionadas del mundo y de la sociedad, tales como «el cristianismo y el marxismo; pero también la ciencia, la razón y los pilares de la democracia occidental». Al cuestionar la realidad, Foucault, Derrida, y Lyotard, entre otros, revolucionaron el pensamiento y la forma de concebir el mundo.

La Enciclopedia Britannica define el posmodernismo como un movimiento caracterizado por «un amplio escepticismo, subjetivismo o relativismo; un recelo general hacia la razón; y una aguda sensibilidad al papel de la ideología a la hora de afianzar y mantener el poder político y económico». Lyotard va más allá al caracterizar la «condición posmoderna» como «un profundo escepticismo hacia la posibilidad de que exista alguna estructura que dote de sentido a la vida de las personas».

Esta corriente se asienta en el principio posmoderno del conocimiento y en su corolario en términos de poder: el principio político posmoderno. El primero supone un escepticismo radical hacia la posibilidad de alcanzar conocimientos objetivos y postula que «todo conocimiento es una construcción». Según esta visión, los humanos están tan atados a sus prejuicios culturales que «cualquier afirmación de verdad no es más que una representación de esos modelos». Así, hemos decidido que es verdad que la Tierra gira alrededor del Sol no por la observación del hecho físico, sino por «la manera en que establecemos la verdad en nuestra cultura actual». Y ¿quién decide lo que es verdad? Según Foucault, «el poder sociopolítico es el determinante último de lo que es verdad, no la correspondencia con la realidad». El poder, para la Teoría posmoderna, «no solo decide lo que es correcto objetivamente, sino también lo que es moralmente bueno».

Explican los autores que, a diferencia del paradigma marxista, los posmodernos creen que el poder no se ejerce de forma directa desde arriba, sino que todos lo ejercemos, involuntariamente. Este aserto es el germen de ideas wokistas como el racismo sistémico, inherente al hombre blanco o la violencia de género, consustancial con el varón. La ciencia, sostienen, «ha sido organizada para servir a los intereses de los poderosos que la establecieron —hombres blancos occidentales—, a la vez que erigían barreras para impedir la participación de otros». Y es «un imperativo ético […] deconstruir, desafiar, problematizar (encontrar y exagerar los problemas dentro del sistema) y resistir cualquier forma de pensamiento que apoye a las estructuras de poder y al lenguaje que las perpetúan».

Pluckrose y Lindsay subrayan el carácter cerrado de estos principios: «debido a su rechazo de la verdad objetiva y la razón, el posmodernismo se niega a justificarse y, por tanto, no está abierto al debate». Y por cerrados, son «una forma de cinismo».

Los cuatro temas recurrentes del posmodernismo son la difuminación de los límites, el poder del lenguaje, el relativismo cultural y la pérdida de lo individual y de lo universal. En la difuminación de los límites están, en germen, las bases de la teoría de género, el anti-especismo y el transhumanismo. Respecto al lenguaje, Derrida niega que las palabras se refieran a cosas en el mundo real sino que se refieren a otras palabras, a cadenas de «significantes» sin anclaje con la realidad. De manera que lo que quiere decir el hablante no tiene más autoridad que lo que interprete el oyente. El concepto de individuo es un mito —hay grupos de raza, sexo, clase, no individuos—, y lo universal no es más que «un intento de imponer los discursos dominantes a todo el mundo».

Estas constantes aparecen en lo que los autores denominan «posmodernismo aplicado», como las teorías poscoloniales, queer y de la raza, los estudios de género, de la discapacidad y la gordura, corrientes surgidas en el mundo académico a finales del siglo XX para «deconstruir la injusticia social». Todos ellos ponen en el acento en la victimización de identidades oprimidas, y parecen parafrasear a Descartes al sustituir el «Pienso, luego existo», por el «Sufro opresión, luego existo».

Y todos ellos incurren en contradicciones que los autores exponen en los siguientes capítulos. La Teoría poscolonial, originada por Edward Said en su ensayo Orientalismo (1978), sostiene que Occidente construyó a Oriente al imponerle una naturaleza denigrante. Tiene el inconveniente de que, al rechazar la ciencia y la filosofía como productos occidentales, propios del «eurocentrismo y la blancura», obstaculiza el progreso en las sociedades en vías de desarrollo, como las del Tercer Mundo que pretende empoderar. Los autores no niegan que carezca de justificación la crítica al colonialismo; pero constatan que la Teoría poscolonial resulta «peligrosa y paternalista». Es poco científico sostener que «cualquier abuso de derechos humanos ocurrido en países antes colonizados es el legado del colonialismo, y que ahí acabe el análisis». Y —apostillan irónicamente los autores— no resulta útil para los pueblos primeramente colonizados «una teoría poscolonial que afirme que las matemáticas son una herramienta del imperialismo occidental».

Queer: la liberación de lo normal

La Teoría Queer «trata de liberarnos de lo normal, de las categorías rígidas «de sexo (macho y hembra), género (masculino y femenino), y sexualidad (hetero, gay, lesbiana, bisexual etcétera)», que son —alega— «constructos sociales establecidos por los poderosos para perpetuar su dominio y su opresión». Pero lleva en su raíz la inconsistencia intelectual. «No hay nada en particular a lo que necesariamente se refiera. Es una identidad sin una esencia» afirma David Halperin al definir lo queer en su libro San Foucault, para una biografía gay. La incoherencia, subrayan Pluckrose y Lindsay, «es una característica intencionada, no un error».

Analizan los autores los trabajos de «las tres hadas madrinas de la Teoría Queer, Gayle Rubin, Eve Sedgwick y Judith Butler», deteniéndose en esta última, la más influyente de todas, gracias al concepto de la «performatividad del género». Butler llega a decir que «“la mera existencia de categorías coherentes y estables como mujer lleva a discursos totalitarios y opresivos”. La mayoría de las personas considerarían una conclusión así absolutamente ridícula, pero la teoría queer se basa en subvertir esas categorías».

Carece de rigor «la idea de que la heterosexualidad es un constructo social al ignorar por completo la realidad de que los humanos son una especie que se reproduce sexualmente» argumentan Pluckrose y Lindsay; y la noción de que también es un constructo social la homosexualidad «desoye las numerosas pruebas sobre su naturaleza biológica». En este sentido, la Teoría Queer «amenaza con deshacer el considerable progreso de los activistas gays y lesbianas» logrados en las últimas décadas. Añaden que mientras la Teoría «continúe autoproclamándose la única manera de legítima de estudiar o debatir temas de género sexo y sexualidad seguirá perjudicando esas mismas causas que dice apoyar».

El propósito de la Teoría Crítica de la Raza tiene «un noble fin» (combatir el racismo) —señalan— pero «unos medios terribles» para lograrlo. No le falta razón al jurista afroamericano Derrick Bell, padre de esa Teoría, al señalar que «el progreso en las relaciones raciales en EE.UU. es, en gran medida, un espejismo que oculta el hecho de que los blancos consciente o inconscientemente siguen haciendo todo lo que está en su mano para asegurar su dominio y mantener el control». Pero los posmodernos fueron un paso más allá, al establecer postulados más discutibles, como que «la supremacía es sistémica» o «el racismo está presente siempre y en todas partes».

Una de las principales teóricas de la raza, Kimberlé Crenshaw, acuñó el término «interseccionalidad» para referirse al solapamiento de dos o más formas de discriminación, de varias «identidades oprimidas» en una misma persona o grupo. V.gr.: mujer negra lesbiana. Lo cual lleva, a su vez, a un sinfín de divisiones o subcategorías, en abierta competencia entre sí. De ahí que, en EE.UU., los hombres blancos gais sean considerados privilegiados por otras minorías; y que los hombres negros heterosexuales, hayan sido descritos por los gais de su misma raza como «los blancos entre los negros». El esquema opresor-oprimido se repite así hasta el infinito, con minorías dentro de las minorías.

Lo paradójico de la Teoría es que «suena bastante racista en sí mismo adscribir a las personas blancas profundos fallos morales, como consecuencia de ser blancas»; o que «no ver a las personas según su raza es racista y un intento de ignorar el racismo ubicuo que predomina en la sociedad y perpetúa el privilegio blanco». Objetan los autores que interpretar todo como racista «podría incluso obstaculizar el activismo antirracista al generar escepticismo e indignación».

Las teorías críticas también consideran la capacidad y el peso de las personas como constructos sociales, de suerte que los discapacitados y los gordos se consideran identidades marginadas por quienes tienen capacidad y peso normal. Un sordo, desde esa perspectiva, es alguien a «quien la sociedad ha discapacitado al no acomodarla de la misma forma que a aquellos que sí oyen (por defecto)».

También esta Teoría resulta contraproducente, porque en lugar de resolver problemas, los agravan. Así, Dan Goodley, seguidor de Foucault, llega a decir que «diagnosticar, tratar y curar las discapacidades es una práctica cínica […] apoyada por un sistema neoliberal que obliga a las personas a ser individuos completamente autónomos y altamente funcionales». Y los llamados Fat studies rechazan la idea de que los médicos estén capacitados para afirmar que la obesidad tenga consecuencias para la salud. Pero es un hecho que muchos obesos quieren reducir peso para soslayar esos peligros —argumentan Pluckrose y Lindsay— y a la mayoría de los sordos «no se les ocurriría rechazar el audífono y no les ayudará que otros les tachen de traidores contra la identidad por usarlos».

Teoría de la Verdad, una religión posmoderna

Desde los años 2000 y, tras las fases deconstructiva y del posmodernismo aplicado —afirman los autores—, la Teoría de la Justicia Social dio un paso más, se convirtió en La Verdad, con mayúsculas, y se impuso «como una especie de evangelio», ante el que no cabe el desacuerdo («No discreparás de la Teoría»). Sus mentores han creado «una nueva religión, una tradición de fe activamente hostil a la razón, la refutación, y cualquier tipo de objeción.  […] Todo el proyecto posmoderno parece un intento inconsciente de deconstruir las viejas meta narrativas del pensamiento occidental para hacer hueco a una religión completamente nueva, una fe posmoderna basada en un Dios muerto».

Todo esto ha tenido consecuencias. En primer lugar, en el ámbito académico, infectando a las universidades anglosajonas, «al enseñar a los estudiantes a ser escépticos sobre la ciencia, la razón y la evidencia»; y cancelando en los campus a quienes se atrevan a discrepar Y recuerdan los autores el caso de Evergreen College, cuyo profesor de biología, Brent Weinstein, fue perseguido por los estudiantes por oponerse a una jornada de veto a los blancos. Por miedo, muchos docentes se pliegan a los teóricos de la raza, decolonial o LGTB. Paralelamente se ha producido un auge del victimismo, como reflejan dos importantes ensayos, La mimada mente americana, de Lukianoff y Haidt (vid. Nueva Revista) y The Rise of Victimhood Culture, de Campbell y Manning.

Y, en segundo lugar, la Teoría ya impregna la sociedad. En el mundo laboral ha aparecido un nuevo puesto de trabajo, los «responsables de diversidad, equidad e inclusión», a los que Lindsay y Pluckrose califican de «inquisidores, buscando incidentes de prejuicio y desigualdad». Por no hablar de empresas como Gucci, «que dejó de vender un jersey que según algunas personas producía el efecto de blackface» [persona blanca pintándose la cara para parecer negra, lo cual se considerado una forma de racismo]. O del mundo de la cultura y el espectáculo, con las cancelaciones a J.K. Rowling o Madonna.

El valor del liberalismo y de la ciencia

Concluye el ensayo defendiendo el valor del liberalismo y el valor de la ciencia, sometida a escrutinio y debate, como alternativas a «una de las ideologías menos tolerantes y más autoritarias» desde el declive del comunismo. Respecto del primero, siguen los autores a Steven Pinker, al subrayar los logros de la democracia liberal en los últimos siglos; y al abogar por un consenso social, basado en «la recuperación de lo universal, por encima del particularismo identitario». «Sólo podemos avanzar en la justicia social si tenemos principios coherentes. Los derechos de las mujeres LGTB y de igualdad racial tienen que ser los derechos de todas las personas o de ninguna» apostillan Pluckrose y Lindsay.

Respecto de la ciencia, niegan «el valor de cualquier investigación que rechace la posibilidad del conocimiento objetivo». Y afirman que «cualquier teoría que se niegue a someterse a críticas o refutación» no es «método académico», sino «que se trata de sofismo».


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Doctor en Comunicación, periodista y escritor.