Individualismo sin individuos. Empeora nuestro desconcierto invocar la sensación grave, bella y soberbia que tuvo Canetti al saberse el último eslabón de las generaciones de Kafka, Broch, Karl Kraus o Musil. ¿Existen maestros a quienes emular o destronar? Robert Musil pensaba en el escritor como conciencia de su tiempo, superior a su tiempo, abogado de su tiempo, superior a su tiempo, y abogado de su tiempo contra su tiempo. Para él, la literatura “es una vida más osada, más lógicamente combinada”. Después de la Gran Guerra, dice que “el individualismo ha producido pocos individuos”. Una consecuencia: “Nos hemos de apoderar de la irrealidad; la realidad ya no tiene sentido”. Había escrito la mejor novela inacabada de la historia de la literatura. No le hacía falta completarla. Cuando Musil muere a los sesenta y dos o sesenta uno, a su incineración asiste media docena de personas. Eran otros tiempos: había criticado a Thomas Mann, pero Mann contribuyó a su subsistencia económica, siempre precaria. Lo que importó fue “la apasionada energía del pensamiento”. Es el estilo que se reflexiona a sí mismo.
Entre Musil y Renard. Es aleccionador contrapesar el dietario de Musil con el de Jules Renard. De una parte, método; de otra, biología. Ciencia, sensualidad; pensamiento, intuición. Sistema, detalle. Construcción, fragmento. Digresión, elipsis; voluntad, fatalismo. Forma, color. Horizonte, mirada; transcendencia intelectual, inmanencia sensual; demasiado remoto, demasiado inmediato; inteligencia inhumana, inteligencia cruel; amoral, inmoral.
Unión Europea sin atributos. La tesis de que la Unión Europea necesita de unos Padres Fundadores que “ex novo” la moldeen constitucionalmente presupone que en las aguas profundas europeas existe una Atlántida racionalista al alcance del Nautilus. Después de la Gran Guerra, Musil se pregunta qué ha cambiado: “Antes éramos laboriosos ciudadanos, luego nos convertimos en homicidas, asesinos, ladrones, incendiarios y cosas de esa ralea; y, con todo, no hemos vivido, propiamente, nada”. El desasosiego se aceleraba. “El hombre sin atributos” lleva a un paralelismo satírico con esa franja cada vez más ancha que se extiende entre las apariencias y las realidades de la Unión Europea, entre su querer y su poder: “Se tenía un parlamento, que hacía un uso tan violento de su libertad que normalmente se le mantenía cerrado, pero también existía una clausula de emergencia, con cuya aplicación se podía pasar sin el parlamento, y cada vez que todos estaban ya tan contentos con el absolutismo, entonces la corona ordenaba que había que gobernar de nuevo al modo parlamentario”. Un extraño acueducto va del Imperio Austrohúngaro a la Unión Europea. Aquel Estado –según Musil- no tenía cerebro porque le faltaba una voluntad central. Era un organismo de administración anónimo, un verdadero fantasma, “una forma sin materia, sujeta a influencias ilegítimas, a falta de influencias legítimas”. También en Cacania “se actuaba siempre de modo diferente de como se pensaba, o se pensaba de modo diferente de como se actuaba”. Siempre nos queda Cacania.