Tiempo de lectura: 3 min.

Para ser un interlocutor fidedigno el problema es que de tanto constreñir el ego uno puede acabar pareciéndose a un eco manso y algo ininteligente. Quizás sea eso lo que ocurre con James Boswell cuando cuenta la vida del doctor Johnson o cuando Eckermann anota sus conversaciones con Goethe. Al hablar con De Gaulle, a Malraux le ocurre todo lo contrario, por lo que la grandeza de la página puede no corresponderse con lo que le  dijo el general. Quien sabe hasta qué punto lo que Malraux dice que le dijo Mao es ficción  impúdica. ¿Por qué razón va a ser distinto cuando alguien escribe su dietario o, aún más, unas memorias?

·        En verano de 1939, Raymond Queneau escribe en su dietario: “¿El dietario evita la autobiografía la novela? Si es así, bien”. Ese es un argumento de mucha crueldad. Meses después, anota: “Ensayar la individualidad como si fuese la de otro, la de otro como propia. Y, “primo”, matar la vanidad”. En fin, atajar el ego. Es comprensible. En primer lugar tenemos la anotación de alguien que piensa en la literatura; meses después, es alguien que piensa la vida. Entre ambas notas cabe toda una historia de la literatura autobiográfica. “Querido cuaderno…” fue, antes del “selfie”, la invocación de las adolescentes enamoradas de un primo o del profesor de piano. En bata y pijama, así se han escrito cientos de miles de dietarios que desaparecieron en un desván.  Con un “Cher cahier…” transcurren novelas como “Mujercitas” hasta que llega Françoise Sagan, heredera oblicua de Madame de Sevigné. Sin que haga falta evitar la autobiografía en la novela, resulta esclarecedor que el dietario ensaye la individualidad como si fuese la de otro. Vanidad y verosimilitud practican la esgrima en tantos escritos íntimos que va a acabar siendo públicos. Por eso matar la vanidad elimina impurezas y falsedades pero pagando el coste de dañar el poder de una turbina como es de la vanidad. También es cierto que sin eliminar la vanidad, la inteligencia se asfixia, ya bien sea por aceptar el hedonismo con pantuflas de Montaigne o si optamos por la apuesta de Pascal. Ahí encaja la tesis de que la literatura se hace más con carácter –un ego astuto al contenerse- que con la inteligencia. Queneau decía que no es fácil anotar lo que es importante. Es la razón que lleva a la trivialidad inducida por lo vano.

·         A Boswell no le faltaron episodios vitales que anotar, al margen de su biografía del doctor Johnson: una educación intelectual de primera, viajes significativos, encuentros con Rousseau y Voltaire pero cierta naturalidad existencial le dotó de un ego con fronteras, ese rasgo púdico que puede hacer irremediablemente que un autor sea secundario. En realidad, bienvenidos sean los escritores menores que cultivan como nadie su propio jardín. Boswell comparó al escritor que ajusta su carácter mirándose en su dietario con la dama que retoca su vestido ante un espejo. ¿Vanidad o sentido del ridículo? ¿Ganas de ofrecer páginas placenteras al lector o pura coquetería? Para Boswell, lo fundamental en la vida era escribir su dietario. Anotar la continuidad de la experiencia no siempre ilumina ni fundamenta certidumbres, probablemente como le pasó a Boswell mientras por ahí andaba Samuel Johnson parando los pies a los engreídos, triunfando con un sentido común brutal. Boswell escribía, felizmente limitado por la omnipotencia de su biografiado. Johnson no careció nunca de confianza en sí mismo y anduvo por posadas y tabernas aporreando la mesa para afirmar un mundo. Es una suerte que Johnson corrigiera las páginas en las que Boswell anotaba sus ocurrencias y sus grandes verdades.  Boswell se lamentó de ser demasiado cóncavo. Hubiese querido tener una mente más convexa, más propensa a las realidades exteriores. Quizás le compense haber tenido un lío con la amante de Rousseau.