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Entre las muchas cosas que dijo un biólogo alemán casi contemporáneo, Ernesto Haeckel (murió en 1919), hay una afirmación que le ha hecho célebre: la ontogenia, es decir, el desarrollo de cada individuo desde una originaria célula hasta su culminación en un organismo acabado, es una recapitulación de la filogenia, es decir, del proceso de milenios y milenios de la evolución tal como es explicada por Darwin. Pongámoslo en el caso que más de cerca nos afecta: el organismo de cada uno de nosotros durante el tiempo de gestación en el seno materno, ha ido rápidamente recorriendo más o menos resumidamente, uno tras otro, toda la escala de seres vivientes que la Teoría de la Evolución describe como extendida sobre tiempos cósmicos.

¿Por qué ocurrirá que una tesis tan audaz como poco o nada argumentada se nos presente como algo tan verosímil? ¿Qué ocultas resonancias la acompañan que seducen nuestro asentimiento? Desde luego que a nadie se le ocurriría argumentar el proceso de la propia gestación mediante los recursos teóricos del darwinismo como la acumulación de pequeñas variaciones somáticas, la lucha por la supervivencia de los más aptos, etc. Mirada desde este punto de vista, la afirmación de Haeckel sobre la generación del individuo vivo parece una tesis descabellada. Nuestra momentánea y casi instintiva aceptación —sea o no sea ésta cientificamente fundada— viene a corroborar una experiencia personal más íntima, más profunda: la propia vida del espíritu se escinde también en dos etapas: la una es de un esforzado y largo aprendizaje, y la otra, de una posesión luminosa, ágil y placentera del resultado mismo de este aprendizaje. Hay una grabación de una sinfonia de Mozart contenida en dos discos y dirigida por Bruno Walter al frente de una orquesta deliberadamente mediocre; las tres caras de los discos registran los ensayos y la cuarta cara ofrece la audición resultante. He aquí una forma personal de aprehender una forma particular del tránsito desde la filogenia a la ontogenia: en el largo ensayo pueden escucharse las atinadísimas observaciones de Bruno Walters, las reiteradas correcciones, las repeticiones, los retrocesos, es decir, las fases del trabajoso, duradero e interesantísimo aprendizaje por parte de una orquesta que opone sus resistencías al inspirado propósito de la obra. He aqui la filogenia, el largo proceso evolutivo. Al final, en la cuarta cara a parece la sinfonía liberada de todas estas vacilaciones, espontánea, fluida como una transparente cascada: la ontogenia.

La intima experiencia personal de cada uno registra multitud de trances que obedecen a análogos esquemas por variados y diversos que sean los objetivos a alcanzar. Es muy importante el señalar que cada una de estas etapas tiene su propio interés; demanda la aportación de aptitudes adecuadas. Es más, cada etapa tiene un propio y autónomo estatuto, una sustantiva independencia, una manera propia de ser comprendida.

Quizá podría resultar de algún interés el transponer estas breves observaciones sobre los modos de evolución de la ciencia para así intentar comprender en qué puede consistir el espíritu que anima algunas de sus más importantes etapas, especialmente en la ciencia contemporánea.

Cálculo Infinitesimal

Conviene comenzar por una doble y quizá no suficientemente atendida afirmación referida a la Matemática. Si se mira el proceso de formación del saber matemático desde los tiempos gnegos hasta hoy, habremos de reconocer que este largo tránsito contiene un solo momento que es gigantescamente superior a todo lo que le precede y gigantescamente superior a todo lo que le sigue. Se trata de la aparición en el siglo XVII del Cálculo Infinitesimal. Nada tan renovador, tan eficaz, tan audaz, de tan colosal y progresivo alcance en el seno de la producción cientifica. Todo lo que se hizo antes, todo lo que se ha hecho después sobre este terreno de la ciencia matemática, son monumentos más o menos elevados, dominados por la altísima e imponente Acrópolis del Cálculo mencionado.

Hemos señalado primeramente el carácter excepcional de este momento de la creación científica. Ahora bien, si el lector quiere percatarse de otro aspecto de la originalidad de este momento en la historia de la ciencia, ha de comenzar por representarse uno de estos Castillos de Hadas que se sostienen flotando en el espacio. Algo así fue y siguió siendo durante más de un siglo el Cálculo Infinitesimal: un grandísimo edificio sin base, y que. carente de cimientos, se iba. sin embargo, ampliando con nuevas y espaciosas estructuras.

En efecto, la sacudida causada por el estallido de la nueva Idea Grande hizo tambalear las exigencias tradicionales de la razón. Así, el obispo y filósofo Jorge Berkeley venía a decir por su parte: «Estas gentes que no creen en Dios, cuya existencia puede probarse, creen, en cambio, en este nuevo cálculo cuya existencia es un absurdo». Esto decían los detractores. El marqués de l’Hospital, que defendía dicho cálculo y que ha dejado su nombre en un digno rinconcito de la Matemática, encarecía a sus alumnos con estas palabras: «¡Practiquen, practiquen este cálculo; la fe les irá viniendo!». Las liturgias de esta nueva fe científica exigían ciertamente extraños sacrificios a la razón. Pero, sin embargo, la cosa iba funcionando, la cosa iba creciendo, la cosa se iba diversificando con siempre renovada fecundidad.

Asi pues, una primera y quizá sorprendente conclusión: una de las más grandes creaciones del espíritu científico se desarrolló durante más de un siglo mediante la fuerza de un conjunto de actividades intelectuales que, en última instancia, descansaban sobre convicciones más que sobre razones.

El mérito original de esta legión de hombres de matemáticas de los siglos XVIJ y XVIII reside en esta fidelidad al desarrollo de una inspiración nueva, aunque esta fidelidad comportara la renuncia a la tierra firme de las razones últimas.

Moraleja

Éste fue durante toda una época el estado de la cuestión. Pero, ¿cuál es la moraleja que de esta cuestión deriva? La forma más superficial del rigor Godofredo Guillermo. científico contemporáneo sentenciaría: «Es que Barón de Leomiz empezaron la casa por el tejado». La fórmula de este tipo de menosprecio, tan usual en nuestro tiempo, es casi siempre, cuando se aplica a cualquier empresa, una injusta y esterilizante condenación. Las casas de la razón minuciosamente lógica a la que son muy adictos algunos profesores contemporáneos, resultan casas tan bajitas que hay que agacharse para entrar.

La verdadera moraleja la suministra cualquier buena historia de la Matemática. Pero conviene aquí proceder con cuidado al valorar la obra de los grandes matemáticos de verdadero genio a lo largo del siglo pasado: Gauss, Cauchy, Weierstrass, Abel, Dirichlet, etc. Se trata de matemáticos creadores de ideas propias que en conjunto llevaron el Análisis Matemático a una altura estelar. Pero al hablar de esta época se dice, además —y esto es lo que aquí interesa—, que tales matemáticos, en especial Cauchy y Weierstrass, asentaron la ciencia matemática de los siglos precedentes sobre bases firmes y sólidas.

Es aquí donde ciertas estrechas ortodoxias del espíritu contemporáneo inducen a un decisivo y esencial error en la general valoración de la creación científica. Porque una manera muy actual de interpretar esta afirmación y consolidación del análisis matemático del siglo XIX consiste en esto: «Salvemos a Newton y a Leibniz (de palabra}. Los matemáticos que les sucedieron fueron una legión de obreros cuyos nombres figuran en humildes mármoles del cementerio de la historia. Estos artesanos construyeron como pudieron y con los materiales más a mano, todo un poblado de barracones llenos de goteras y grietas hasta que, ¡por fin!, en el siglo XIX, los matemáticos de genio, en posesión de una maquinaria racional adecuada y venidos de no se sabe dónde, desmantelaron este campamento, y sobre el terreno bien barrido diseñaron el Análisis, que es lo único que hoy se estudia en la más completa ignorancia respecto de la ciase de labor que llevaron a cabo los antiguos pobladores del territorio y de los recursos que emplearon».

Alguien podría leer estas cortas páginas como siendo una bienpensante exhortación a! estudio de la Historia de la Ciencia para así poder comprender mejor sus manifestaciones actuales. ¡Error! No es esto lo que aquí se pretende. Lo que se intenta sugerir es la conveniencia de legitimar de modo particular la Matemática de los siglos XVII y XVIII como creencia en pie de igualdad al lado de la Matemática del siglo XIX como fundamentación y, en general, sugerir la ampliación de las actitudes del espíritu científico al exterior de todo un conjunto de limitaciones que lo tienen envarado y rígido y le impiden no sólo hallar soluciones sino que le obstruyen la visión de problemas de la máxima importancia.

Teoría de la evolución

Sirva lo dicho hasta aquí como una preparación para ofrecer ahora una base de comprensión de la Biología cuyo moderno desarrollo se presenta como una contrapartida de lo más arriba expuesto.

El título de la obra de Osborn suministra aquí la clave, Desde los griegos hasta Darwin, donde resume así: «Los griegos dejaron al mundo que les siguió frente a frente del problema de la causalidad en tres formas: primera, sí el Designio Inteligente está operando constantemente en la Naturaleza; segunda, si la Naturaleza está bajo la acción de causas naturales, originariamente implantadas por un Designio Inteligente, y, tercera, si la Naturaleza está bajo la acción de causas naturales debidas desde el principio a leyes fortuitas, sin contener ideas de designio, ni siquiera en su origen».

Mírese desde cualquier punto de vista, la Teoría de la Evolución responde al tercero de estos tres planteamientos y constituye el acontecimiento capital y definitivo de toda la Biologia. Todo lo anterior y todo lo posterior queda abrazado dentro de su horizonte. La Biología contiene como la Matemática una consecución crucial. Pero obsérvese ahora que el presupuesto que va a movilizar todos los hallazgos que quedan bajo su advocación resulta de la eliminación de la componente de creencia en una causa creadora —en un designio inteligente, como dice Osborn— que orientaba la biología anterior.

Así comienza el Sistema de la Naturaleza de Linneo: «O Jehova! Quam ampia sunt opera tua! Quam sapienter fecisti! Quam plena est terra possesione tua!».

Después de Darwin, también aquí generaciones de biólogos se aplican a orientar sus nuevos métodos a la fundamentación de la evolutiva formación de las especies. También aquí tropezará con dificultades ingentes la sumisión a los principios darwínianos. Aquí se tratará, sin embargo, de una fidelidad de carácter opuesto a la que orientó la matemática. Ahora es la primacía del fundamento teórico la que dirige la investigación. Habrá que demostrar que lo que ha ocurrido ha ocurrido según exigen los principios de la racionalidad teórica, y esta demostración a veces triunfante será también a veces penosa y poco convincente. Pero la práctica de la metodología evolucionista será una progresiva y esforzada imposición de los principios teóricos a los resultados d e una observa – ción a veces extremadamente refractaria. Para poner un ejemplo a este respecto, resulta de sumo interés la lectura de los trabajos de Richard Goldschmidt (La base material de la evolución) en torno al circunstanciado estudio de la Lymantria dispar, este lepidóptero (que en tierras extremeñas llaman «la lagarta») y que el gran biólogo alemán ha estudiado recorriendo la Siberia. Estudios que han establecido contacto entre Evolución y Genética.

También aquí resulta quizás oportuno el preguntar si el evolucionismo ha conducido a la superación o a la eliminación de los métodos que acompañan al Creacionismo precedente. Sólo una estrechez de ortodoxia podría concluir así. No se trata solamente de argumentar a favor de una tests filosófica como La evolución creadora de Bergson, tesis por sí sola de gran peso. Ha de haber, ha de subsistir una orientación estrictamente científica respecto de los seres vivos ejercida desde el horizonte creacionista, orientación que llevó la Taxonomía a un grado de perfección en muchos aspectos insuperado. La biología creacionista comporta una manera de mirar, de observar, de comparar que, por ejercerse al margen de toda presuposición teórica, se lleva a cabo con una libertad, con una sagacidad que la conducen a conclusiones al margen y a veces por encima de todos los presupuestos que el evolucionismo impone.

Obsérvese a título de conclusión que a lo largo de toda la historia de la Ciencia jamás se ha dado un caso de predominio tan espectacular de las más multiformes creencias como el que informa de arriba abajo los conceptos fundamentales de la Biología contemporánea. Es el propio Jacques Monod quien, en su conocido iibro El azar y la necesidad, recoge esta observación de François Mauriac, quien, después de haber escuchado sus conferencias sobre Biología, le viene a decir: «Las creencias que tenemos nosotros como cristianos son mucho más sencillas que lo que creen ustedes como biólogos».

En tiempos ya pasados decia Leibniz que la física de Descartes era como una novela, quizás algo escandalizado por la ingente variedad de pequeñas y medianas bolitas, limaduras, agujeros, torbellinos, etc., que figuran como actores en las explicaciones de la física cartesiana. En la Biología contemporánea, esta proliferación de recursos explicativos ha llegado a desbordar todo limite previsible. Hemos de creer —un ejemplo entre mil— en un ácido nucleico llamado «mensajero», y que, ciertamente como tal, penetra en el núcleo de su célula, se hace allí con un mensaje, sale del núcleo, se va donde el ribosoma, le comunica el mensaje, que este ribosoma lee e interpreta. Al lado de este actor, el ángel que pinta Fra Angélico… «Plena gratia, Dominis tecum…», representa una humilde simplificación de este arcángel bioquímico instalado en el seno de la ciencia.

La Biología actual descansa sobre un credo que hace palidecer las creencias conjuntas de todas las religiones, pero, a ejemplo del Cálculo, la Biología funciona, se desarrolla, multiplica sus objetivos sin referirse ni invocar ni depender de un fundamento preestablecido, movilizando así formas de la vocación científica que en épocas no muy lejanas no habrían tenido más destino que el de consagrarse a la más audaz fantasía narrativa.

No es de extrañar, pues, que el biólogo Monod halle dificultades serias a la aceptación de creencias religiosas como las de François Mauriac. Se trataría de discurrir por una difícil vía de simplificación de las creencias propias.

Hay, sin embargo, entre los dos Premios Nobel Mauriac y Monod, uno literato y otro biólogo, una muy significativa coincidencia: para ambos es la Vida, junto con el Camino y la Verdad, el norte de su vocación. Porque hay que reconocer que así como la luz no es el objeto del pintor sino que es aquello que hace posible que el pintor pinte, análogamente la vida no es el objeto de la Biología, sino también aquello que hace posible que el hombre sea biólogo. V esto quizás se ve mejor ahora, a la venida de la Primavera, cuyo estallido de vida tanto el biólogo como el poeta reconocen que «nadie sabe cómo ha sido».