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En una Historia de la Música publicada por una entidad de tanto prestigio ^ ^ como el Conservatorio de París, a fines del siglo pasado, podía leerse: Juan Sebastián Bach: músico alemán del siglo XVIII autor del acompañamiento sobre el cual Gounod compuso una célebre melodía (el Ave María). Se trata en este caso de un ejemplo extremo, increíble de abismo entre la inmensidad de una obra genial y la mínima repercusión de la misma en un ulterior contexto cultural. Es cosa sabida que la obra de Bach tardó en alcanzar el reconocimiento universal de su grandeza. Aparte de este caso hay que reconocer que persiste y persistirá en un numeroso sector del público una cultura musical que vendría a cifrarse en estas ecuaciones: Beethoven = Claro de luna; Sibelius = Vals triste; Ravel = Bolero; Chaicovski = Cascanueces, etc., ecuación esta última mencionada, que causaba irritación al gran maestro ruso. Valga esta sumaria referencia para poner de relieve que lo que en el caso de la cultura musical nos parece una degradación que desciende hasta el nivel del ridículo es en cambio en el dominio de la cultura científica y en la misma historia de la ciencia, lo aceptado, lo enseñado, lo publicado.

Consúltese una historia de la ciencia que se considere suficientemente documentada y se comprobará que lo que —salvo alguna referencia biográfica—, se dice de la aportación científica de, por ejemplo, Kepler, quien firmaba siempre sus escritos «J. Kepler. Mathematicus», puede escribirse en una tarjeta postal: sus tres leyes y alguna mención de su óptica. Las obras completas de Kepler llenan dieciséis volúmenes «in folio». Y aquí hay que añadir sin rodeos ni disculpas que de todo lo que ha escrito el genial germánico, lo único que viene a resultarle interesante a lo que hoy llamamos «Ciencia», lo único que cabe dentro de este estrecho marco es esto mencionado que se escribe en cuatro líneas. Pero, en realidad, ni siquiera está limitadísima aceptación viene teóricamente argumentada puesto que no se hace referencia alguna al horizonte en el que Joahnnes Kepler, Mathematicus, tuvo necesariamente que situarse para justificar sin desánimo los veinte años de meditación que dedicó al decisivo hallazgo de sus leyes. «Jamás una fama ha pasado más injustamente de un autor a otro —dice Hegel— que la fama que ha pasado de Kepler a Newton.»

Observaciones análogas pueden hacerse con respecto a las célebres leyes de Mendel que los estudiantes aprenden ahora desde su EGB. Interesantes son estas leyes, pero si tuvieron ellas que esperar hasta Mendel para aparecer en el horizonte de la Biología, parece ser cosa de importancia el averiguar qué es lo que orientó al monje agustino hacia esta original búsqueda y hallazgo. El mismo Mendel, en la introducción a su escrito «Versuche über Pflanzen-Hybriden» cita «las cuidadosas observaciones de Kölreuter, Gärtner Herbert, Lecocq, Wichura y otros que con incansable constancia han dedicado buena parte de su vida a estos temas». «Si sus trabajos no han tenido éxito —añade—, si no han conducido a válidas leyes generales sobre la formación y desarrollo de los híbridos no le sorprenderá esto a quien tenga una idea del alcance de la empresa y de las dificultades que comporta.» A continuación da Mendel la clave de la originalidad del horizonte que según afirma «es el único camino desde el cual puede ser finalmente alcanzada la solución de una cuestión… cuya significación y alcance es de verdadera importancia». La tendencia general de toda exposición actual consiste en describir estas leyes como llovidas del cielo, como el resultado de una opaca manipulación y recuento que no hace mención alguna del punto de vista original —que el biólogo Jean Rostand califica de genial— que iba a dar un sentido nuevo al proceso experimental.

Jorge Cantor

Con estos ejemplos vamos acercándonos al tema de este escrito, recordando un caso que bien merece una consideración especial. Se trata de la obra de Jorge Cantor en el dominio de la Matemática. Se trata de lo que Stefan Zweig llamaría, quizás, «un momento estelar» en la historia de la creación matemática que iba a conferir una nueva y radical orientación a buena parte del pensamiento matemático. He aquí la desconcertante interrogación que ya proponía Galileo: hay más números enteros —decía— que números cuadrados. Así 1, 2,3, 4,5,… son los números de la serie natural mientras que números cuadrados sólo lo son el 1 (1 x 1), el 4(2×2), el 9(3×3), etc.

Hasta aquí la cosa no parece ofrecer dudas. Se puede añadir además, que hay la misma cantidad de números cuadrados que de raíces cuadradas, puesto que cada cuadrado tiene una sola raíz cuadrada: la raíz de 9 es 3; la raíz de 25 es 5; etc. Habrá que afirmar, pues, que hay más números en la serie natural que raíces. Pero esto es falso puesto que cada número de la serie natural es a su vez la raíz de un cuadrado: 1 es la raíz de 1; 2, la raíz de 4; 3, la raíz de 9; 4, la de 16; 5, la de 25; etc. Llegamos así a una extraña conclusión: hay tantos números naturales como raíces cuadradas; tantas raíces como cuadrados, mientras que al mismo tiempo hay menos cuadrados que números en la serie natural. He aquí un escollo terrible, entre tantos otros igualmente desconcertantes, que obstruían la entrada a un inmenso y desconocido mar: el mar del infinito matemático que Cantor abrió a la navegación. Todo esto es cosa sabida que aquí sólo se aduce con el fin de centrar la atención sobre un punto que es éste: la excelente obra de Evert W. Beth «The Foundations of Mathematics. A Study in the Philosophy of Science», empieza el Capítulo 14 Cantorism, en estos términos: «Jorge Cantor ha creado ex nihilo y desarrollado hasta considerable altura una rama de las matemáticas completamente nueva…» Ex nihilo subraya el autor; así, a partir de la nada aparece en la matemática el nuevo y amplísimo horizonte cantoriano. En cierto y restringido sentido resulta verdadera esta sorprendente afirmación. Muchas de las ideas del universo matemático, antes de haber emergido con precisión y claridad en virtud de una aportación de genio, han sido precedidas por vislumbres; han sido utilizadas más o menos explícitamente en concepciones anteriores. (Hasta podría decirse que éste es el caso común y general del cual podrían darse numerosísimos ejemplos). Una novedad matemática sin precedentes es más bien la excepción y éste es el caso del cantorismo, según afirma Beth. Pero, ¿qué es lo que pensó Cantor, de qué consideraciones partió para hacer accesible un dominio que para tantos hombres de matemáticas permanecía impenetrable?

Si consultamos el estudio que le dedica E. T. Bell en su libro «Men of Mathematics» hallaremos también solemnemente afirmada la novedad cantoriana: la teoría cantoriana del infinito «una de las más originales y perturbadoras contribuciones a la matemática en los últimos mil quinientos años», nos dice. No se trata, pues, de una novedad que quede como tal contrastada con respecto a lo que se pensaba en una próxima anterioridad. No; según Bell, Cantor se enfrenta y sobrepasa una ortodoxia vigente desde los últimos treinta siglos, ortodoxia vigorosa e intransigente defendida todavía por los más grandes matemáticos contemporáneos suyos. La biografía que Bell dedica a Cantor está salpicada de observaciones más o menos conexas en las que, como de paso, dice que Cantor era «un experto en Teología», que «Cantor se alinea definitivamente con los grandes teólogos de la Edad Media de los cuales era un profundo estudioso y ardiente admirador». «Si Cantor no hubiera sido matemático —añade Bell— es muy posible que hubiera dejado la marca de su genio en la Filosofía o en la Teología».

Ahora bien: ni siquiera se insinúa que su profundo conocimiento y admiración por los grandes teólogos medievales pudiera haber contribuido a la concepción de una teoría del infinito, es decir, pudiera haber contribuido algo a que «Cantor dejara la marca de su genio en la Matemática». Podría aducirse aquí el amplio testimonio del propio Cantor quien declara, afirma y reitera que su estudio de la Filosofía y Teología medieval ha contribuido profundamente a orientar la elaboración de sus grandes ideas matemáticas. Pero según la ortodoxia profesoral «las matemáticas de Cantor son una hábil construcción, un sistema simbólico totalmente artificial», dado que la matemática una vez impresa en un libro de texto, una vez puesta en ciertas manos, es esto y no es más que esto: «ex nihilo».

Número atómico

Por esta misma época en que Cantor se inspira en la Teología para desvelar todo un mundo en la Matemática, por esta misma época Newlands en Inglaterra da un enunciado de la periodicidad de los elementos químicos. Señala que, a partir de cierto agrupamiento, viene a patentizarse una analogía entre los elementos químicos que forman octavas, tal como ocurre en la escala musical. Se trata, en verdad, de una aportación científica que, aunque alcanzada por un razonamiento de analogía, va ciertamente más al fondo de la cuestión que la mera consideración del peso atómico. En su obra El pluralismo coherente de la Química moderna, dice Bachelard que «la formación de la noción de número atómico es una de las más grandes conquistas teóricas del siglo» y según dicho autor la grandeza de esta conquista que viene a establecer una originaria correspondencia entre números abstractos y elementos químicos, se podría comparar con la correspondencia, si la hubiera, entre dos niveles tan aparentemente heterogéneos como la paginación de un libro y el contenido de cada página. Bastó, sin embargo, que Newlands mencionara sus conocimientos de música como un factor sugeridor de una idea científica para que fuera públicamente abucheado y puestos en ridículo sus nuevos conceptos. Esto sí: más adelante se le condecoró con una medalla; la ortodoxia científica, aunque a destiempo, se arrepintió.

De todos modos, cuando se habla de intransigencia, de condenación, de persecución, siempre tenemos a mano un ejemplo de tanto espectáculo y repercusión que nos permite perdonar y olvidar todos los demás casos. El ejemplo de intransigencia e incomprensión que resuena a lo largo de toda la historia ofrecido por el Santo Oficio cuando en 1633 condenó la interpretación realista que hacía Galileo del sistema astronómico de Copérnico. Pero pásese de tribunal a tribunal, de siglos pasados al siglo presente, del año 1633 al año 1921, del Santo Oficio a la Comisión del Premio Nobel. El prestigio de Einstein es ya tal que el tribunal que adjudica el Premio Nobel no puede inhibirse y así Alberto Einstein recibe, mientras estaba en Shangai, un telegrama en el que se le anuncia la concesión del Premio Nobel «por su ley fotoeléctrica y por su trabajo en el campo de la física teórica». Se trata de un premio que contiene un significativo y capital castigo. De su Teoría de la Relatividad, nada de nada. Su creación capital no se menciona y ésta no mención por parte de un tribunal de hombres de ciencia no tiene otra lectura que la de una condena. Como sea, sin embargo, que toda nuestra capacidad de repulsa y desprecio ya la habíamos agotado con el Santo Oficio, de todo lo demás que ocurra o pueda ocurrir no hay que hablar.

¿Qué ha venido aconteciendo desde aquellos años para acá? Pues ha acontecido que esta tendencia condenatoria o despectiva ha llegado hoy a su máxima radicalidad en la valoración de la actividad y creación científicas. La exclusión de la cultura científica de toda creación, de toda idea que no quede inmediatamente traducible en un manejo de laboratorio constituye el centro de gravedad de la ortodoxia contemporánea. La comprensión científica no tiene §¡§|j¡ más valor ni sentido que el de transitoria antesala de la acción, del manejo, de las formas de manipulación, vigentes en la estricta y compleja mecánica del laboratorio. Se llega, en este sentido, más lejos, se llega hasta el límite de lo imaginable: no sólo se prescribe y se determina el cauce por el que ha de l proceder la investigación eficaz, aceptada, publicable; se legisla con idéntico rigor perfil completo del investigador novel de modo tal que su posible talento o incluso su genio no es aceptado en lo que pudiera prometer de original, de renovador, de creador. No, no; previa una sumaria instrucción, hay que enseñarle a polarizar todo su esfuerzo, toda su atención sobre la línea del frente donde ahora, este mes, hoy mismo, se está librando la batalla, allí donde reside el problema pública y comúnmente reconocido, publicado en las revistas serias, especializadas, acreditadas, autorizadas, las que, por así decirlo, dan el diario parte de guerra. ¿Es qué no hay importantes cuestiones, a veces, previas, sólo vagamente o, quizás, erróneamente planteadas, cuestiones que reclaman a gritos otras formas de consagración de la inteligencia científica? Sí; las hay, probable mente a montones, pero si te dedicas a ellas no obtendrás resultados publicables, no serás escuchado; quedarás orillado, al margen de la corriente; podrás llegar a ser tan desgraciado como Mendel que no acertó a dedicarse a la Teoría de la Evolución en vez de plantar guisantes, preocupado en contar los individuos de cada cosecha y establecer relaciones numéricas entre ellos, cosa entonces completamente incoherente, vista desde la evolución darwiniana.

Estrechez de la ortodoxia científica

No se trata aquí de regatear ni un ápice del interés, de la utilidad y alcance de los actuales resultados y corrientes de investigación, sino sólo de describir la relativa estrechez de los límites dentro de los cuales toda una ortodoxia científica se mueve y se siente, no sólo ancha y cómoda, sino a veces incluso aventuradamente extrapoladora de los resultados adquiridos o alcanzables. Léase, para citar un texto autorizadísimo, el prólogo a la «Biología molecular del gen» de J. D. Watson, y se comprobará hasta qué lejanos límites pretende, a mi juicio, llegar la biología molecular. Tampoco se trata de incurrir en la vana ilusión de que este texto pudiera merecer algo más que la desaprobación y repulsa tanto individual como colectiva, de todo el estamento —social y políticamente ensalzado— aquí sumariamente descrito, en caso de ser leído. Por consiguiente, cuando se proclama que el verdadero investigador, una vez en posesión de la información académica inicial ya no lee más libros, sino solamente revistas, se está plenamente convencido de que se está enunciando una característica positiva que es la que viene precisamente exigida por aquella auténtica actividad investigadora capaz de rendir frutos. Resulta este proceder tan bien obedecido que escasean los libros que van un poco más allá del escribir o vulgarizar lo que las mencionadas revistas van aportando.

La investigación científica contemporánea no tiene contexto; tiende a discurrir por cauces sin paisaje; sus conclusiones, precisas y fecundas en su terreno, no resuenan, no repercuten sobre ámbitos distintos de aquel dentro del cual se explicitan; no sugieren ni inspiran nada en el entorno cultural contemporáneo de sus hallazgos; son pura técnica sin expresión; enuncian y prometen ventajas, realizaciones, comodidades y poderes venideros que podrán disfrutarse en el seno del mismo, o quizá mayor, grado de obscuridad por el que ha venido transitando la existencia humana. El investigador de hoy no lee libros… ni tampoco los escribe; no va más allá de consignar los resultados que arroja una acción que parece vacía de pensamiento.

El fondo de la cuestión

El enfoque científico de la realidad considerada por las ciencias de la naturaleza no reconoce ni se funda en concepción previa alguna de su objeto. No puede con rigor hablarse hoy de «ciencias de la materia» pues se carece de una aceptable definición de tal concepto. Lo propio ocurre con la actual biología molecular para la cual la realidad de la vida es una extraña presencia fuera del cauce de su comprensión y de su métodos. Salta a la vista que a pesar de estas desconcertantes ignorancias las ciencias modernas han obtenido y están obteniendo resultados a veces imprevisibles, abundantes, de inmenso alcance que incluso puede resultar inquietante. Alcance que, como ya se ha insinuado, se refiere más a lo que se puede hacer que a lo que se puede comprender. He aquí por qué desde diversos ángulos se formula la cuestión de si todo lo que la ciencia permite hacer, se debe hacer. El texto de F. Jacob en su obra «La logique du vivant» ilustra muy adecuadamente lo que aquí se resume, aplicado a la biología: «Se persigue la reducción del organismo a sus elementos constitutivos. La Fisiología lo reclama. La Ciencia lo autoriza. La naturaleza entera se convierte en historia. Se trata, sin embargo, de una historia donde los seres vivos no son más que una prolongación de las cosas; donde el hombre se alinea con el animal. La introducción de la contingencia en el seno del mundo viviente por Darwin y Wallace viene a justificar para la biología la exclamación de Ivan Karamazov cuando dice que todo está permitido. Ya no hay ningún dominio reservado dentro del reino de los seres vivos, ni ningún espacio sustraído por principio al acceso del conocimiento [científico]. Ya no hay ley divina que pueda asignar límites a la investigación. En un universo privado de creación, convertido en un universo gratuito, la ambición de la biología no reconoce límites».

Jacob, gran lector, al parecer, del Antiguo Testamento, apunta en este texto al mismo fondo de la cuestión, pero quizá no es necesario apelar a tan extremas instancias. Basta, quizá, observar que la biología no reconoce otra forma de objetividad que aquélla que resulta homogénea y subordinada a sus métodos. Para expresar esto último en forma más asequible e intuitiva, podría ejemplificarse así la cosa: transportamos un piano a un lejano país habitado por habilísimos mecánicos, completamente desprovistos del sentido del oído. No cabe duda que sabrán «reducir el artefacto a sus elementos constitutivos». Sabrán dar del instrumento una acabada e inteligente descripción que comprenda todos los elementos de su estructura; sabrán incluso construir otros iguales, e incluso mejorar el modelo recibido. No podrán, sin embargo, ni comprender, ni aceptar jamás que aquel artefacto sea un instrumento capaz de elevar el conocimiento humano sobre un horizonte que está por encima de toda la mecánica que ellos dominan y hacen progresar. En realidad, esta autonomía del aspecto mecánico del piano es ilusoria: hay pianos porque hubo y hay músicos y el mecanismo mismo del instrumento no es algo substantivo y autónomo, sino que es en el fondo una traducción de previas y primordiales teorías y exigencias de carácter musical.

De modo análogo, los mismos métodos que la investigación científica pone en obra, perfecciona y amplifica, derivan de la vigencia de una intuición previa que por lo general el proceso de formación de la ciencia, en busca de la utilidad y del manejo más que del conocimiento, ha ido dejando caer a lo largo de su camino y en la actualidad parece haber abandonado por completo. Así, tal como se decía al comienzo, las tres leyes de Kepler deben su origen y formulación a la decisiva convicción de una radical inteligibilidad que fecunda toda su inmensa y, lamentablemente, abandonada producción. No hubiera habido la astronomía newtoniana sin un espacio absoluto referido al sensorio divino. No cabe duda de que tanto L. Meyer en Alemania como Chancourtois en Francia, Newlands en Inglaterra, Mendeleyev en Rusia adivinaron la misma armonía —que ha recibido sucesivas formulaciones— en el fondo del Sistema Periódico. La primacía de Mendeleyev se debe a la superior audacia que supone la predicción de existencia de elementos correspondientes a lugares vacíos en su especie de partitura química. La misma Teoría de la Evolución no se entendería si los hallazgos que la apoyan y los argumentos que la razonan, no quedaran insertos en el seno de un cósmico espectáculo intuitivo.

Estas observaciones tienen un exclusivo propósito descriptivo que no va acompañado de ninguna pretensión orientada a modificar el decidido discurrir de los procedimientos mediante los cuales la investigación científica avanza y se consolida. Por otra parte, las actuales directrices del proceder científico ya distinguen entre dos actitudes que vienen a llamarse «investigación aplicada» e «investigación básica» acentuándose además por consejo de las voces más autorizadas la acuciante necesidad de incrementar la actividad investigadora de esta segunda denominación. Cabe, sin embargo, el preguntarse no sólo a qué hondura ha de quedar situada esta base, sino, más radicalmente, preguntarse si esta base se adscribe a la contextura del objeto que se investiga o quizá a la orientación especulativa del sujeto investigador. Es decir: en qué lado del conocimiento conviene sondear para dar con este basamento de la investigación. Podría ocurrir que fuera el objeto de estudio el que venga a resultar enfocado superficialmente y también pudiera ocurrir que la superficialidad alcanzara másiDien al espíritu científico del sujeto investigador. Se trata de una disyuntiva a tener en cuenta. Parece que L. V. de Broglie toma un partido con su algo irónica apreciación: La Física —dice— la hacían los físicos; se hizo después demasiado difícil para éstos y la prosiguieron los matemáticos. Hoy la Física es demasiado difícil para los matemáticos; deberán, pues, heredarla los filósofos. He aquí la respuesta de Bernard D’Espagnat, director del Laboratorio de «Physique theorique et particules élémentales» Universidad de París Xl-Orsay. También se pregunta si no será el filósofo quien es verdaderamente competente para comprender los resultados fácticos de la Ciencia y contesta textualmente así: «Los filósofos profesionales tienen mucho que decir sobre la cuestión. Todo conduce incluso a creer que en el porvenir serán ellos quienes en esta materia tendrán nuevamente el discurso esencial».

Se trata de autorizadas opiniones en favor de la intervención de la filosofía en la ciencia. Pero ¿de qué clase de filosofía? Este filósofo profesional al que D’Espagnat asigna tan esencial tarea es hoy por hoy una entidad que puede darse en casos aislados, pero no constituye una orientación de clase reconocida y escuchada. Hay hombres de ciencia en todos los niveles de competencia, pero, adviértase bien, no responden a la denominación con que los alude D’Espagnat en tanto que profesionales de la filosofía en el sentido positivo del término. Se trata de hombres de ciencia en los que resulta patente el ardor, el entusiasmo de una consagración a la actividad investigadora, actividad que puede además ir adornada por muchos libros de filosofía y la cita de muchos autores. Quien, sin duda, responde desde mayor altura a esta descripción en el presente siglo es Erwin Schródinger, el hombre de ciencia de genio en posesión al mismo tiempo de la más amplia y seria lectura filosófica. Su formación en este campo queda, sin embargo, subordinada a la primacía de inflexibles condicionantes científicos. Sin pretensión alguna de hacer el proceso a su saber, véase este párrafo suyo: «Muchos y largos pasajes de los Diálogos de Platón —dice— dan la impresión de no ser más que argucias verbales que no tienen la intención de definir ninguna palabra, en la creencia de que la propia palabra revelará un sentido, si se le dan las suficientes vueltas»

La postura opuesta, la del filósofo, presenta —salvo muy honrosas y pocas excepciones— síntomas mucho más alarmantes desde los que se ha acuñado la máxima de que cuando un profesional de la filosofía se refiere a la ciencia pone siempre por ejemplo los tres ángulos de un triángulo.