Diego Martínez Barrio
En enero de 2000 se efectuó el traslado de los restos mortales de Diego Martínez Barrio (Sevilla, 1883-París, 1962), muerto en el exilio, a su ciudad natal. La iniciativa se debió a la Asociación de Abogados Progresistas de Andalucía, que cumplimentó así el deseo expresado en su testamento tras casi cuarenta años de su fallecimiento y más de veinte desde las primeras elecciones democráticas tras la Guerra Civil.
Para la casi totalidad de los españoles —me temo que incluida buena parte de la clase política—, Martínez Barrio era y sigue siendo un perfecto desconocido. Nacido en el seno de una familia modesta, tipógrafo de profesión y más tarde propietario de una imprenta, su labor en el Partido Radical de Alejandro Lerroux le llevó a formar parte, en 1930, del Comité Revolucionario creado con el propósito de derribar la Monarquía, y en abril del año siguiente, a desempeñar la cartera de Comunicaciones en el Gobierno provisional de la II República.
Bajo su presidencia como jefe del Ejecutivo, en noviembre de 1933, se celebraron con toda pulcritud las elecciones que dieron el triunfo a la coalición de centro-derecha. Disconforme con la deriva conservadora del Partido Radical, en 1934 fue uno de los fundadores de Unión Republicana y, tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, fue elegido presidente de las Cortes, en cuyo palacio puede verse actualmente el retrato que le hizo Agustín Segura.
Entre abril y mayo de aquel mismo año 1936, tras la destitución de Niceto Alcalá-Zamora como jefe del Estado y hasta la elección de Manuel Azaña, ocupó provisionalmente la Presidencia de la República, cargo que volvería a desempeñar en 1939 y 1945, ya en el exilio.
El asesinato de José Calvo Sotelo
Pero su actuación decisiva se produjo en el mes de julio más nefasto de nuestra historia. En sus memorias póstumas, que tuve el honor de editarle en Espejo de España en 1983, explicó así su reacción al conocer el asesinato del diputado de derechas José Calvo Sotelo:
«Yo sentí la impresión de que todas las treguas estaban terminadas y disipadas todas las esperanzas de concordia. Las Españas irreconciliadas e irreconciliables se colocaban frente a frente, con las pistolas en la mano. Cualquier intento de mediación era ya inútil. Resucitaba la pugna histórica, blancos y negros (ahora, azules y rojos) reanudaban el diálogo sangriento» (2).
Pese a aquel juicio por desgracia lúcido y cumplido, intentó por todos los medios parar la catástrofe. Su actuación al frente de la Diputación permanente de las Cortes mereció que el conde de Vallellano manifestase a los periodistas su gratitud y la de los grupos parlamentarios de Renovación Española —el partido monárquico alfonsino— y de los tradicionalistas por la conducta observada con motivo del asesinato de Calvo: «Esta conducta y esta cortesía del señor Martínez Barrio —afirmó— son dignas de elogio y de reconocimiento» (3). Martínez Barrio dedujo que el líder derechista, con estas palabras, quiso protegerle frente a un posible atentado personal o las represalias producidas por un golpe de Estado triunfante, que todo el mundo sabía que estaba en el aire desde hacía meses, y que se inició el 17 en África, aunque, contra las previsiones de sus organizadores, fracasase en media España (4).
Al habla con «el Director»
Dimitido el jefe del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, Manuel Azaña encargó a Martínez Barrio, en la anochecida del 18 de julio, sábado, la formación de gabinete. «Ni la ambición de poder, ni mucho la vanidad de ejercerlo, podían hacer olvidar, en aquellos momentos de tremenda convulsión —ha escrito el socialista Julián Zugazagoitia, fusilado por el general Franco en 1940—, los riesgos inmensos del dificilísimo cometido […]. Antes de dar su conformidad al encargo, [Martínez Barrio] conocía mejor que nadie los inconvenientes de su cometido y las exiguas posibilidades de remontar con éxito la asperísima prueba. Probablemente, a despecho de un análisis pesimista, encontró que no podía negarse al requerimiento y, por sí solo, este gesto de subordinación al deber republicano le hacía acreedor, cuando menos, al respeto de todos» (5).
En una alocución radiada, Martínez Barrio explicó que aceptaba «para evitar a mi patria los horrores de una guerra civil y para poner a salvo la Constitución e instituciones de la República».
Desde que recibiera el encargo hasta la constitución del nuevo Gobierno en la madrugada del domingo, 19, Martínez Barrio se colgó del teléfono en su intento de asegurar la fidelidad de los jefes de las comandancias regionales que parecían indecisos y detener en su marcha a los generales sublevados. De todas aquellas conversaciones, la más importante seguramente fue la mantenida con Emilio Mola, último director general de Seguridad con la Monarquía, entonces, julio del 36, gobernador militar de Pamplona, que era el director del proyectado alzamiento, y, según le confesó su superior inmediato, el general Domingo Batet, a Martínez Barrio, el «jefe indiscutible de la División».
De aquel diálogo hay diversas versiones, pero la más completa —y seguramente la más veraz— es la del propio Martínez Barrio:
«General, he sido encargado de formar Gobierno y he aceptado. Al hacerlo, me mueve una sola consideración: la de evitar los horrores de la guerra civil, que ha empezado a desencadenarse. Usted, por su historia y por su posición, puede contribuir a esta tarea. Desconozco las ideas políticas de los generales, entre ellos usted, que están al frente del Ejército. Supongo que por encima de todo otro estímulo, colocan su amor a España y el cumplimiento de su deber militar. En esa confianza me dirijo a usted, para excitarle a que la tropa a sus órdenes se sostenga dentro de la más estricta disciplina, y bajo la obediencia de mi Gobierno».
Mola se negó: «Ya no puedo volver atrás. Estoy a las órdenes de mi general don Francisco Franco y me debo a los bravos navarros que se han colocado a mi servicio».
Al día siguiente los periódicos de Pamplona —Diario de Navarra, El Pensamiento Navarro— publicaban el bando de Mola proclamando el estado de guerra, y la noticia de la conversación mantenida por el general con Martínez Barrio, al que atribuyeron que le había ofrecido al militar faccioso la cartera de Guerra. Pero Mola seguramente mentía, como había mentido a su superior orgánico, el general Batet, días antes, cuando le aseguró que se mantendría fiel al Gobierno legalmente constituido: «Yo en aquella ocasión —confesaría Mola— le mentí a Batet a conciencia de que por encima de mi palabra y de mi honor estaba el interés de España» (6) (Batet, que el 6 de octubre de 1934 había sofocado la rebelión de la Generalitat catalana, fue fusilado por Franco).
Un Gobierno de conciliación
El diario El Socialista, de Madrid, en su edición del 19 de julio, informó que, a las 4 de la madrugada de ese día, había quedado constituido el nuevo Gobierno:
Presidencia: Diego Martínez Barrio (Unión Republicana), Guerra: José Miaja (independiente), Gobernación: Augusto Barcia (Izquierda Republicana), Estado: Justino Azcárate (Partido Nacional Republicano), Hacienda: Enrique Ramos (Izquierda Republicana), Obras Públicas: Antonio Lara (Unión Republicana), Justicia: José Blasco Garzón (Unión Republicana), Marina: José Giral (Izquierda Republicana), Comunicaciones: Joan Lluhí (Esquerra Republicana de Catalunya), Agricultura: Ramón Feced (Partido Nacional Republicano), Trabajo: Bernardo Giner de los Ríos (Unión Republicana), Industria y Comercio: Plácido Álvarez Buylla (Unión Republicana), Instrucción Pública: Marcelino Domingo (Izquierda Republicana), ministro sin cartera, Felipe Sánchez Román (Partido Nacional Republicano).
Era, evidentemente, «un Gobierno de conciliación», como el mismo Martínez Barrio lo califica.
Todo en vano.
Cuando en Madrid se conoció la noticia de que Martínez Barrio había sido encargado de formar Gobierno, una manifestación integrada mayoritariamente por socialistas, comunistas, anarquistas y algunos republicanos recorrió las calles céntricas en señal de protesta. Las voces de «¡Fuera el Gobierno!» y «¡Abajo Martínez Barrio!» se mezclaban con las de «¡Sánchez Román, no!» —Sánchez Román, catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Madrid, miembro del Tribunal de la Haya y de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, se había negado a integrarseen el Frente Popular—.
Martínez Barrio dimitió, y Azaña encargó la formación de Gobierno a José Giral. El último intento de salvar la paz y la convivencia se frustró por la ceguera y la pasión de los extremistas de uno y otro bando.
El Gobierno preconizado por José Antonio Primo de Rivera
Los intentos de mediación de Diego Martínez Barrio para evitar el estallido de la tragedia me parece que, desde la acera de enfrente, sólo fueron correspondidos por José Antonio Primo de Rivera, líder del partido Falange Española. Detenido en Madrid en marzo de 1936, a primeros de junio fue trasladado a la Prisión Provincial de Alicante, donde le sorprendió el inicio de la contienda. Allí, probablemente en el mes de agosto, redactó la lista de un posible Gobierno más que curioso, con el que, de manera ilusa, pretendía poner fin al drama que enfrentaba hermanos contra hermanos:
Presidencia y Guerra: Diego Martínez Barrio, Estado: Felipe Sánchez Román, Justicia: Melquíades Álvarez, Marina: Miguel Maura, Gobernación: Manuel Portela Valladares, Agricultura: Mariano Ruiz Funes, Hacienda: Juan Ventosa Calvell, Instrucción Pública: José Ortega y Gasset, Obras Públicas: Indalecio Prieto, Industria y Comercio: Agustín Viñuales, Comunicaciones, Trabajo y Sanidad: Gregorio Marañón.
El hecho de que el líder falangista encabezara aquel utópico Gobierno con el nombre de Diego Martínez Barrio, miembro del Comité Revolucionario que en 1931 se constituyó en Gobierno provisional de la II República, y masón notorio, no dejaba de ser significativo, pues de entre toda la clase política del momento parecía la cabeza más templada; el resto del gabinete lo integraban republicanos y socialistas moderados, amén de algún nacionalista catalán, pero ni un solo miembro de la CEDA —el partido acaudillado por José María Gil Robles— ni, por supuesto, de los partidos monárquicos.
Años después, en 1996, Miguel Primo de Rivera y Urquijo certificó la autenticidad del documento al incluirlo en los Papeles póstumos de su tío José Antonio (7), pero pensaba, con toda razón, que en el momento de redactarlo su desconocimiento de lo que ocurría en España era notorio: Melquíades Álvarez sería víctima de la infame saca de la Cárcel Modelo, de Madrid, en agosto de aquel año; Maura, en septiembre, había tenido que huir de España —avalado por el Gobierno, eso sí—, para evitar ser paseado por los pistoleros de la FAI, y se había refugiado en el extranjero; Ventosa, pasado a la zona nacionalista, se convirtió en uno de los asesores financieros de los sublevados; Ortega y Marañón, al principio leales a la República, se exiliaron voluntariamente y, ya fuera de España, se manifestaron a favor del general Franco.
En cualquier caso, el intento del joven Primo de Rivera era la consecuencia, supongo, de una amarga reflexión: Todas las guerras son, en principio, una barbarie; y una guerra civil, además de una barbarie, es una ordinariez, porque el pueblo que tiene que lanzarse a ella pone de manifiesto que ha malogrado una de las gracias más grandes recibidas por la humanidad del Todopoderoso: la inteligencia y un lenguaje común para entenderse (8).
Una cita de Shakespeare
«Si pudierais, doctor, examinar la orina de mi país, encontrar su enfermedad y purgarla para devolverle su entera salud original, os aplaudiría hasta que el mismo eco os aplaudiera otra vez», se lamenta Macbeth al fin de su reinado preconizado por las brujas (9).
Al rememorar la última tentativa de Diego Martínez Barrio en julio de 1936 para salvar la paz resulta obligado pensar que un Shakespeare redivivo detectaría en los meados de España, desde tiempo inmemorial, la falta de diálogo como el origen de la mayoría de nuestros males al desatender las razones de los otros.
NOTAS
1 Manuel Penella, La causa contra Franco. Juicio al franquismo por crímenes contra la Humanidad, Barcelona, Editorial Planeta, 2010, pág. 9.
2 Diego Martínez Barrio, Memorias, Barcelona, Editorial Planeta, 1983. Las citas incluidas en el presente trabajo corresponden a las págs. 341-368.
3 Fernando Suárez de Tangil y de Angulo, conde de Vallellano (Madrid, 1886- 1964), había sido alcalde de la capital de España (1924-1927) con la Dictadura de Primo de Rivera y bajo el régimen de Franco desempeñó, entre otros cargos, la cartera de Obras Públicas (1951-1957).
4 Ricardo de la Cierva (Historia de la Guerra Civil española. Tomo primero. Perspectivas y antecedentes. 1898-1936, Madrid, Librería Editorial San Martín, 1967, pág. 763) ha documentado que, según el testimonio del general Antonio Aranda, la sublevación militar fue planeada «un mes antes de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular».
5 Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los españoles, tomo I, Librería Española, París, 1968, págs. 64-65.
6 General Jorge Vigón, General Mola (El conspirador), Barcelona, Editorial AHR, 1957, pág. 109.
7 Miguel Primo de Rivera, Papeles póstumos de José Antonio, Barcelona, Plaza y Janés, Barcelona, 1996, pág. 144-145.
8 Citado ibídem, pág. 61.
9 William Shakespeare, Macbeth. Introducción, traducción y notas de José María Valverde, 12.ª ed., Barcelona, Editorial Planeta, 1993, pág. 185.