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El auge y decadencia de naciones e imperios es un misterio que desde siempre ha fascinado a filósofos e historiadores, incitándolos a albergar grandiosas visiones de un espectral demiurgo que dirige los acontecimientos, como en el caso de Hegel, o de algún drama wagneriano de desafío y respuesta, de purificación y heroísmo, como ocurre con Arnold Toynbee.

¿Cómo explicar la repentina reunión de fuerzas que impulsa a un pueblo a imponer su poderío a través de océanos y continentes y después yacer exhausto —quizá para nunca volverse a levantar— como el imperio de los asirios, en el Cercano Oriente, o como los mongoles, que para el siglo XI habían conquistado China y extendido su dominio a lo largo de Eurasia hasta el Danubio, sólo para derrumbarse? Las historias de Occidente suelen comenzar con el auge y decadencia de Roma y, tras un largo intervalo, el cambio de fuerzas del Mediterráneo al litoral del Atlántico, con el repentino nacimiento y muerte de los imperios holandés, español y portugués y, más cerca de nuestra época, la enorme expansión y después contracción del poderío británico mundial.

Aunque no existe una sola teoría que sea del todo persuasiva, no podemos perder de vista el hecho sorprendente de que cada nación, cuando empieza a reunir sus fuerzas (militares, políticas y económicas) para hacer una aparición decisiva en el escenario de la historia, se define a sí misma en términos de su singularidad. Y luego, cuando empiezan a aparecer indicios de mortalidad, surge la cuestión (y la esperanza) de unaexención de la decadencia, de un «excepcionalísimo». En los Estados Unidos siempre ha habido una fuerte creencia en el caso excepcional norteamericano. Desde el principio, los estadounidenses han creído que el destino ha señalado a su país distinguiéndolo de todos los demás; que los Estados Unidos son, en la maravillosa frase de Lincoln, «una nación casi escogida». La grandeza norteamericana se asemejaba a un campo magnético que moldearía los contornos de la nación de un mar al otro, y la expansión a través de un vasto continente pareció confirmar ese destino manifiesto. El poderío norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos surgieron como la suprema potencia mundial, pareció definir el «siglo norteamericano».

Pero ahora, al acercarse a su fin ese siglo, surgen dudas sobre si los Estados Unidos pueden conservar su grandeza, si puede estar cerrándose el telón tras el acto principal del episodio norteamericano. Así surge la siguiente pregunta: ¿cuán excepcional es, en realidad, el caso excepcional de los Estados Unidos?

En estas especulaciones y debates se entremezclan tres diferentes cuestiones históricas que deseo destacar.

La primera y más espectacular es la que abordé al principio: el enigma del auge y decadencia de los imperios, y su posible aplicación a los Estados Unidos hoy. En el último año o dos, varios libros han hecho hincapié en el tema de la decadencia norteamericana: Mortal Splendor, de Walter Russell Mead; Beyond American Hegemony, de David P. Calleo, y The Rise and Fall of the Great Powers: Economic Change and Military Conflict from 1500 to 2000, de Paul Kennedy.

La evaluación de la importancia de la decadencia nacional se complica por la posibilidad de que las naciones sean cada día menos las unidades pertinentes de análisis a medida que surgen diferentes estructuras en la sociedad mundial; por ejemplo, un conjunto internacional e integrado de mercados para el capital y la inversión. También en la cultura observamos un creciente sincretismo en que la comunicación y los mercados en masa moldean la cultura popular—especialmente la de los jóvenes— y la cultura convencional en todas partes. De tal suerte, si las fuerzas económicas y sociales están debilitando las fronteras nacionales, ¿qué queremos decir por «auge y decadencia» de las naciones o imperios nacionales?

DEFINICIÓN DE ESTILOS NACIONALES 

La segunda y muy distinta cuestión es la de la singularidad de cada nación o cultura. Aquel sabio psicólogo de Harvard, Henry A. Murray, hizo notar en cierta ocasión que cada uno de nosotros es en algunos sentidos como todos los demás y en otros sentidos como nadie. Lo que es válido para los individuos también es válido para las naciones. Todas las sociedades se enfrentan a los problemas de ejercer la autoridad, de organizar y distribuir los recursos. Muchas sociedades se parecen en cuando son,digamos,democráticas o partidarias del libre mercado. Y cada sociedad tiene una historia idiosincrásica, determinada por su topografía y ubicación geográfica, sus tradiciones y cultura, y aquel menos definible elemento de esprit o moeurs que vuelve característicos su cultura y su pueblo. Ese contorno idiosincrásico —llamémoslo estilo nacional— es con frecuencia la principal característica que debe identificarse a fin de entender la historia, la política o el carácter de un país.

Pero unicidad no es sinónimo de excepción. Todas las naciones son en cierta medida únicas en un sentido o en otro. La idea de la excepción, tal como se ha usado para describir la historia y las instituciones estadounidenses, supone no sólo que los Estados Unidos han sido distintos de otras naciones, sino que son excepcionales en el sentido de ser ejemplares («una ciudad sobre una colina»): una luz para las naciones, inmune a los males sociales y la decadencia que han aquejado a todas las demás repúblicas en el pasado, una nación exenta de las leyes sociales del desarrollo que todas las naciones a la postre obedecen. Es esta idea del« excepcionalísimo » como tema histórico bien determinado, y no la «unicidad» o el «auge y decadencia», la que deseo desarrollar.

Un aspecto persistente y manifiesto de la doctrina del «excepcionalismo norteamericano» se desprende de la convicción, heredada de los Padres Fundadores, de que los Estados Unidos son la nación providencial, aquella cuya consagración a la libertad y a la dignidad del individuo sienta las bases para un mundo nuevo y mejor. Los Fundadores creían que los estadounidenses evitarían la decadencia y degeneración de repúblicas anteriores, ya que la nueva nación sería moralmente superior a cualquiera que hubiera existido antes, y que la moralidad serviría de fundamento a su orden político. Así interpretó Madison a Montesquieu, especialmente en lo que toca al destino de Roma; y así interpretó John Adams al historiador italiano Davila en lo referente a los resultados de la revolución.

Esta creencia en la excepción no era del todo descabellada. Deístas como Jefferson veían en los Estados Unidos el designio de Dios realizado en una tierra virgen y paradisíaca. Otros, como el más mundano y escéptico Franklin, contemplaban la posibilidad de que los Estados Unidos fueran ejemplares y, por tanto, una esperanza para el futuro. Pero, ¿acaso todo esto se ha ido a pique? En la esfera internacional, el idealismo wilsoniano ha resultado ser ineficaz ante el realismo del viejo mundo, y las tiranías del tercermundo. En el terreno político, la moralidad parece haber dado paso al simple moralismo y al oportunismo político.

Sin embargo, aunque el futuro de los Estados Unidos tal vez sea más incierto que en cualquier momento de los últimos doscientos años, aún existen algunos perdurables valores de carácter e incluso una poderosa veta de idealismo. Intuimos, al reflexionar sobre la historia estadounidense, que hubo algo excepcional en la historia de la nación y el carácter nacional que creó; excepcional no necesariamente en el sentido de estar exenta de cualesquiera «leyes» de evolución social que puedan existir, sino en el sentido de ofrecer una «gracia salvadora» (el término teológico es apropiado) que tal vez siga haciendo de ella un ejemplo para otras naciones.

DOS REVOLUCIONES 

Al meditar sobre los doscientos años de historia estadounidense, inevitablemente surge la comparación con Francia, que acaba de celebrar el bicentenario de su revolución. El concepto tradicional, como el de Hannah Arendt en su libro On Revolution, es que los franceses, o al menos los jacobinos, intentaron una revolución social que inauguraría un maravilloso orden nuevo y encarnaría «la religión de la humanidad»; y que, dada la naturaleza del hombre, ese intento estaba destinado al fracaso. Los Estados Unidos, por contraste, intentaron una revolución política que, por ser más limitada en sus objetivos, podía tener éxito (quizá al no intervenir en el orden social, ofreciendo así a la gente la posibilidad de dar salida a sus pasiones mientras el orden político hacía las veces de mediador en la consecución de sus intereses).

Hay mucho de verdad en esta comparación. Pero la fácil división entre lo político y lo social oculta el hecho de que se intentó un nuevo tipo de orden social en este continente. En realidad, este orden puede ser la causa del «éxito» de la sociedad norteamericana, y por esto entiendo el establecimiento de una base institucional que ha protegido las libertades individuales y ha proporcionado cierto grado de continuidad y consenso, y por lo mismo una estabilidad social, sin paralelo en la historia.

En los años veinte y treinta un gran número de regímenes parlamentarios europeos —Italia, Portugal, Austria, Alemania, España— se derrumbó y se volvió fascista o autoritario. En el último siglo, casi toda América Latina ha tenido dictaduras militares o autoritarias intermitentes. Las sociedades de un solo partido abundan en la mayor parte de las «sociedades estables» del mundo. Empero el Reino Unido, desde el final de su guerra civil en el siglo XVII, y los Estados Unidos (con excepción de su guerra civil en la década de 1860), más un puñado de naciones más pequeñas (Suiza y los países escandinavos), han alcanzado la estabilidad política.¿Cómo se logró esto?

Me gustaría concentrarme en el Reino Unido y los Estados Unidos. Existen algunos factores comunes obvios, de manera particular el aislamiento geográfico. Inglaterra no ha sido invadida desde 1066. Los Estados Unidos no han sido invadidos desde 1814, y sus guerras tuvieron lugar fuera de sus fronteras. Además, al desarrollarse ambos países, hubo diversas válvulas de escape para personas potencialmente descontentas, así como una creciente riqueza. En la Gran Bretaña hubo puestos administrativos o militares en el imperio para «segundones» y en Australia para los convictos; en los Estados Unidos hubo las granjas gratuitas de las leyes Homestead, educación pública gratuita, nuevas y florecientes industrias y la promesa inalterada de oportunidades para las generaciones venideras.

Otro factor común a la Gran Bretaña y los Estados Unidos ha sido menos obvio: el sistema legal. En contraste con el sistema legal continental, con sus poderosos magistrados inquisitivos, el procedimiento legal angloamericano es antagonista y hace hincapié en los derechos. El sistema legal continental busca descubrir la verdad; el sistema angloamericano trata de establecer la culpabilidad. El poder del estado está restringido por las facultades que creó el derecho consuetudinario y la Constitución.

¿Pero, qué decir de los Estados Unidos mismos? ¿Existe un elemento distintivo en su historia y configuración sociológica que haya contribuido a su estabilidad? Me parece que sí lo hay, y la respuesta comienza, curiosamente, con ese extraordinario metafísico alemán, G. W. Friedich Hegel.

LA TIERRA DEL DESEO

Para Hegel, los Estados Unidos fueron siempre la encarnación de la modernidad, «la tierra del futuro… la tierra del deseo para todos aquellos que están cansados del histórico cuarto de trastos de la vieja Europa». Empero, Hegel también dijo, en la introducción a sus conferencias sobre la filosofía de la historia, que los Estados Unidos eran aún sólo un sueño, y al seguir la huella de las vicisitudes de la evolución histórica, en que lo racional continuamente trataba de convertirse en lo real, se retiró «al viejo mundo, el escenario de la historia mundial». En la actualidad, si tenemos presente lo que es —aun cuando no sea racional— tenemos que ocuparnos de los Estados Unidos, que son el actor principal de la historia del mundo. El siglo XX sigue siendo el siglo norteamericano. Los Estados Unidos son la primera potencia militar y tecnológica, y el dólar representa los incómodos cimientos de la economía mundial. Los Estados Unidos son el centro de los medios de información, así como Estados Unidos mercado cultural (si no el centro cultural) del mundo. Lo más importante es que siguen siendo, con el Reino Unido, una de las pocas naciones del mundo que conservan su estabilidad institucional, de suerte que los inversionistas, nacionales y extranjeros, siguen considerándolo un refugio seguro.

¿Cuál es, pues, el rasgo distintivo de los Estados Unidos, el que ha constituido su fuerza a todo lo largo de su historia? Es, sencillamente, que los Estados Unidos han sido la sociedad civil completa (para emplear un término hegeliano), quizá la única en la historia política. Hegel pensaba que Inglaterra, como nación burguesa, ejemplificaba su concepto de la sociedad civil por su énfasis en el interés individual y en el modo utilitario de pensamiento. Pera Hegel (y Marx, que vivió en Inglaterra durante casi toda su vida adulta) jamás entendió el carácter denso de Inglaterra: el simbolismo de la Corona, la fuerza de las clases hacendadas, la posición central de una iglesia establecida, el deseo de la burguesía (o de sus hijos) de pasar a formar parte de la pequeña aristocracia, el peso de la clase dirigente y el atractivo de títulos y honores; la realidad básica de que Inglaterra era una sociedad en que el orden social hereditario dominaba los órdenes político y económico.

Los Estados Unidos jamás tuvieron semejante orden social. Más bien, fueron construidos por una abigarrada diversidad de novi homines, vagabundos, aventureros, convictos, caballeros desposeídos y protestantes disidentes desde cuáqueros hasta puritanos, reforzados en el siguiente siglo por una inundación de inmigrantes de todos los países de Europa. Eran una sociedad abierta. Cada hombre era libre de «hacerse a sí mismo» y de forjar su fortuna. Marx advertía constantemente a los radicales alemanes que no fueran a los Estados Unidos, pues sentía que la atmósfera democrática e igualitaria estadounidense suplantaría las viejas creencias socialistas engendradas en Europa. Para estos inmigrantes, la atracción del futuro no era alguna idea cósmica y universal, sino el anhelo de ser tratados como personas y el deseo de oportunidades y progreso: característica que Marx mismo reconoció, pero sólo en las notas al pie de página de Das Kapital (El capital), donde escribió con asombro sobre el número de personas que podían moverse libremente y cambiar de ocupación «como quien cambia de camisa, por Dios».

En el sentido de Hegel, no había «Estado» en los Estados Unidos: ninguna voluntad unificada, racional, que se expresara en un orden político, sino sólo el interés individual y una pasión por la libertad. En todas las naciones europeas (con la excepción parcial de la Gran Bretaña), el Estado regía la sociedad, ejerciendo un poder unitario o cuasiunitario respaldado por un ejército y una burocracia. Paradójicamente, incluso sin tomar en cuenta la guerra civil, los Estados  Unidos tal vez experimentaron más violencia interna y más lucha de clases que la mayor parte de los países de Europa: las luchas agrarias contra los intereses de las clases adineradas y, más particularmente, los conflictos de los trabajadores con los capitalistas. Pero éstos no fueron intentos por tomar el «poder del Estado». Fueron primordialmente conflictos económicos contra determinadas sociedades anónimas y —en las grandes acciones sindicales de los años treinta en los renglones de la hulla, el acero, la fabricación de autos y el caucho— contra industrias enteras. De hecho, las tremendas acciones de organización contra el poder económico empresarial de los treinta fueron emprendidas con el apoyo de la Administración Roosevelt.

Si no había un Estado, ¿qué había entonces? Para hacer una distinción semántica pero también real, había un gobierno. Este gobierno era un mercado político, un campo en que los intereses competían entre sí (no siempre con igualdad) y en que podían hacerse tratos. Casi por azar, el Tribunal Supremo se convirtió en el arbitro final de las disputas y el intérprete de las reglas que permitían el funcionamiento del mercado político, con la única salvedad de que hubiera una enmienda a la Constitución, que de nuevo era interpretada por el Tribunal. La Constitución y el Tribunal se convirtieron en la base de la sociedad civil.

El tema filosófico subyacente de la Declaración de Independencia es el de los derechos inalienables con que el Creador dotó a todos los hombres. Estos derechos fueron conferidos a individuos, no a grupos, y se crearon instituciones para representarlos y protegerlos. La Constitución fue un contrato social aceptado por el pueblo soberano. Ha sido el contrato social más atinado de la historia, en gran medida por la debilidad o incluso la ausencia del Estado.

VIAJE HACIA EL POPULISMO

Detrás de la Constitución se erguía una cultura política distintiva.En los primeros años de la formación del país, los estadounidenses se sabían ciudadanos de «la primera nación nueva»; no la nueva utopía cuasirreligiosa proclamada en la revolución francesa, sino una república nueva y libre fundada mediante el recurso a los principios básicos de gobierno. Paralelamente al fuerte acento republicano había una preocupación cívica (ajena al estatismo) por una especie de virtud republicana, derivada de reflexiones sobre la historia de la república romana y el deseo de evitar las enfermedades degenerativas —lucha civil engendrada por las facciones, el uso de un ejército de mercenarios y no de ciudadanos y la concentración arbitraria del poder— que habían dejado inválidas a repúblicas anteriores. Vemos esta doble preocupación —evitar tanto los peligros centrífugos de la facción como los riesgos centrípetos del poder centralizado— en The Federalist (El federalista), con sus ecos de Montesquieu, y en los escritos de John Adams.

Se creó intencionalmente una base intelectual para este «nuevo orden». Pero a medida que la nación creció y surgieron partidos políticos-eventualidad no deseada ni prevista por los Fundadores— la competencia política estimuló el igualitarismo y el populismo que han sido las características distintivas de la política norteamericana desde 1830.

Hubo un cambio del intelectualismo y el pensamiento (el énfasis lockeano, en cierto sentido) al sentimiento y la emoción (un extraño rasgo rusoniano), pues mientras el intelectualismo implica una pretensión al mando basada en la sabiduría o el conocimiento, el pensamiento afirma el igualitarismo al apelar a un sentimiento común entre todos los hombres. Este cambio se reflejó también en un alejamiento del pasado y de Europa y un acercamiento a las tierras inexploradas del Oeste, cuyos límites se desplazaban continuamente. Todo esto estuvo simbolizado en la elección, en 1828, del general Andrew Jackson, de Tennessee, el primer presidente «del Oeste» (y la apertura de la Casa Blanca al pueblo).

El otro elemento transformador de la política norteamericana fue el imperio del dinero. Con el surgimiento de la plutocracia, el dinero pudo emplearse con facilidad para obtener influencia e inducir a una franca corrupción (situación que llegó a su apogeo durante la Administración de otro héroe de guerra, el general Ulysses S. Grant, en 1870).

El resultado de estos cambios es la extraña estructura de la política norteamericana interna de hoy, que pocos extranjeros, y no muchos estadounidenses, comprenden. El orden político norteamericano tiene dos niveles: el presidente es escogido en un referéndum plebiscitario, en que la persona, no el partido, es el centro de la identificación y el juicio, el foco de las pasiones de las masas; al Congreso, sin embargo, se le elige para responder a los intereses de grupo, aunque hoy no necesariamente los intereses del dinero.

No es casualidad que tantos presidentes hayan sido héroes de guerra, muchos de ellos generales (desde Washington hasta Eisenhower), casi siempre elegidos inmediatamente después de una guerra, en un país que hasta hace poco nunca había tenido un gran ejército permanente. Se consideraba a los héroes como individuos «por encima» del partido, mientras que durante los periodos de normalidad los presidentes han sido hombres sosos e incoloros como McKinley, Harding o Coolidge. (El único intelectual reconocido, Woodrow Wilson, profesor de ciencia política y antiguo presidente de la Universidad de Princeton, fue elegido en 1912 en virtud de la única división triple de la fórmula que haya tenido importancia en la historia de los Estados Unidos, y su reelección, durante la guerra en Europa se dio porque se pensaba que podría mantener a los Estados Unidos alejados del conflicto.) Presidentes del período posterior a la Segunda Guerra Mundial como Truman, Nixon, Cárter y Reagan han sido abiertamente populistas, contendiendo contra lo que ha dado en llamarse la «clase dirigente».

La mentalidad populista también caracterizó la cultura de las ciudades pequeñas (no la cultura moderna de los medios de información), que era en gran medida religiosa: protestante, moralizadora y fundamentalista. También era, dado su énfasis en la verdad literal de la palabra bíblica, antiintelectual y antiinstitucional. Desde luego, no había tradición aristocrática o herencia artística fuerte; las artes eran trabajos manuales: simples, sencillos y utilitarios. Y la tradición católica —que en Europa dio una base intelectual firme a la teología y la dogmática, belleza a la letanía y la liturgia, y estilos distintivos a la arquitectura y la escultura, todo lo cual se fusionó con una alta cultura histórica— estuvo representado en los Estados Unidos por la iglesia irlandesa, compuesta en su mayor parte de inmigrantes y hombres que habían triunfado por su propio esfuerzo.

Así, encontramos una sociedad muy individualista y populista cuya fluida modernidad era moldeada por la vasta extensión del territorio y el imperio del dinero, y cuyas riquezas llegaban a manos de individuos vigorosos y decididos a perseguir sus propios fines. El Gobierno no ponía trabas ni al ambiente ni a la economía. En efecto, de 1870 a 1930 el Tribunal Supremo frustró muchos esfuerzos de legislación social y reglamentación, con la única excepción de las leyes antimonopolio. La libertad se definía principalmente en términos económicos individualistas. Ese era el consenso. Ese era el marco de la sociedad civil norteamericana.

En el último medio siglo han surgido en los Estados Unidos los lineamientos de un Estado —instituciones para moldear y hacer cumplir una voluntad unitaria por encima de los intereses particulares— comenzando con el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Por lo general, el New Deal ha sido interpretado ideológicamente (por la izquierda) como la salvación del capitalismo o (por la derecha) como la institución de un «socialismo progresivo». Aunque hay algo de verdad en ambos argumentos, ninguno es muy satisfactorio. El surgimiento del Estado en la nación estadounidense no fue planeado ni ha sido en modo alguno sistemáticamente ideológico. Fue una respuesta, concebida en tiempo de crisis, a tres cosas: aumentos en la escala de la sociedad, alineamientos políticos cambiantes y la lógica de la movilización para una guerra total.

EL CRECIMIENTO DEL GOBIERNO

El problema de la escala fue fundamental. Para los treinta los Estados Unidos se habían convertido en una sociedad nacional: de 1900 a 1930 las sociedades anónimas habían empezado a operar en mercados nacionales. Pero el poder político contrarrestante estaba ineficazmente distribuido entre los Estados. Cuando la economía se vino abajo durante la Gran Depresión, la Administración Roosevelt respondió en primer lugar con la Administración Nacional de Recuperación industrial, estableciendo códigos a nivel nacionaly fijando precios a las industrias más importantes. Adoptó, de hecho, los principios del Estado corporativista, como lo habían pedido con insistencia muchos capitalistas. Cuando el Tribunal Supremo declaró inconstitucional esta medida, el New Deal empezó a alejarse de la planificación corporativista y a depender más de los mecanismos de reglamentación para controlar los mercados. El New Deal se convirtió así en una «igualación de escalas», creando instituciones políticas nacionales y reglas políticas nacionales para igualar el poder económico nacional.

La lógica de la estabilización y el control condujo a una creciente dependencia respecto al código fiscal para orientar la inversión privada, y el naciente Estado asumió la responsabilidad de promover el crecimiento económico e influir sobre la distribución de los recursos. Además, el realineamiento político interno, en que los trabajadores, los agricultores y las minorías pasaron a formar parte de la columna democrática, condujo a subsidios agrícolas nacionales y a la protección de los grupos menos privilegiados. Más ampliamente, condujo a la idea de prestaciones sociales y a un Estado benefactor concebido para proteger a la gente de riesgos económicos y sociales.

El tercer gran impulso que recibió el estatismo fue la guerra y la política exterior. La guerra ha sido siempre y en todo lugar un motivo decisivo para crear un Estado. Enfoca las emociones contra un enemigo peligroso y requiere energía y unidad; obliga al Estado a movilizar los recursos humanos y materiales de la sociedad.

Significativamente, las presiones externas de política exterior y los factores nacionales internos no estaban entrelazados.La política de gran potencia que caracterizaba las relaciones exteriores norteamericanas no era una respuesta refleja a las presiones nacionales (pese a los rumores de un «complejo militar industrial»), aunque algunas regiones y empresas inevitablemente se beneficiaron. La expansión de los subsidios y las prestaciones sociales durante la Administración Johnson no dependió de la movilización para la defensa. De hecho, al intensificarse las presiones presupuestarias, ambos tipos de gasto empezaron a competir cada vez más entre sí, lo que permitió a la Administración Reagan reducir la reglamentación, los subsidios y las prestaciones sociales en la esfera nacional, y al mismo tiempo aumentar considerablemente el presupuesto de defensa. Así, jamás hubo en realidad un Estado nacional unitario.

Todas estas actividades se reflejan en el crecimiento del Gobierno, del empleo en el sector público, de los impuestos, de la proporción del producto nacional bruto iniciada en el sector público (incluida la defensa) y —especialmente en la última década— del déficit del presupuesto federal y la deuda nacional. El nuevo estatismo se refleja también en descontentos cada día mayores. En muchas sociedades, los impuestos se consideran una adquisición de servicios públicos que los individuos no pueden comprar por sí mismos; en los Estados Unidos, sin embargo, muchas personas toman a mal los impuestos, sintiéndolos como «nuestro» dinero que «ellos» toman. La creciente reglamentación de todas las áreas de la vida económica y social ha creado resentimiento contra o la intrusión del Gobierno.

UNA SOCIEDAD CIVIL MODERNA

Es evidente que el problema del «Estado» se ha vuelto vital para la teoría y la práctica políticas, tanto en los Estados Unidos como en el extranjero. La cuestión de las relaciones Estado-sociedad, del interés público y el apetito privado, será claramente el problema descollante del Gobierno en las décadas venideras. Y con la expansión de la escala de las actividades económicas y políticas, el Estado nacional se ha vuelto demasiado pequeño para los «grandes» problemas de la vida (por ejemplo, las marejadas de los mercados de capital y divisas) y demasiado grande para los «pequeños » problemas (por ejemplo, los de vecindad y comunidad).

La política exterior, que una vez forjó la unidad, ahora incita a desacuerdos pues la idea de un interés nacional sistemático ha perdido fuerza, en tanto que las pasiones ideológicas siguen emergiendo y decayendo. La idea de una economía administrada ha perdido credibilidad ante las dificultades de la «sintonía fina», y ha habido un regreso a los mecanismos del mercado. En la mayoría de la sociedades, las burocracias se han vuelto demasiado centralizadas y onerosas. En forma creciente, los individuos desean ocuparse del bienestar social, el ambiente y la calidad de vida en un nivel en que puedan controlar las decisiones. De hecho, resulta notable que en un país tras otro la idea de que la sociedad civil, y no el Estado, debe constituir el ámbito principal de las actividades políticas ha pasado a ser un tema importante de estudio y debate, ahora que las viejas ideologías han desaparecido.

En los últimos años vemos, pues, el retorno de la idea de la sociedad civil. Pero, ¿de qué tipo? Para Hegel, la sociedad civil se caracterizaba por un interés propio anárquico: un individualismo económico que había destruido las instituciones tradicionales de la familia y el pueblo, pero no podía remplazarlas con Moralität, las abstractas creencias racionales en una voluntad unificada y universal. Hegel se equivocó en su romántico y exagerado contraste entre el tradicionalismo sin mediación y el utilitarismo egocéntrico y apetitivo; contraste que sólo un Estado podía dominar. Sin embargo, este romanticismo ha corrido como un hilo escarlata por el pensamiento alemán. En las ciencias sociales nos ha dado la sencillez de la dicotomía Gemeinschaft/Gesellschaft (comunidad/sociedad). En filosofía y política nos ha dado la visión, encarnada en la lealtad de Heidegger hacia los nazis, de un heroico Volkstum y Staatstum en orden de batalla contra el odiado comercialismo de la sociedad burguesa. (En alemán, se emplea un solo término para designar a la sociedad civil y a la «sociedad burguesa»: bürgerliche Gesellschaft.)

La demanda de un retorno a la sociedad civil es la demanda de un retorno a una escala manejable de vida social, particularmente en aquellos aspectos en que la economía nacional ha quedado inmersa en un marco internacional y la política nacional ha perdido cierto grado de independencia. Hace hincapié en las asociaciones voluntarias, las iglesias y las comunidades, argumentando que las decisiones deben tomarse a nivel local y no deben estar controladas por el Estado y sus burocracias. ¿Utópico? Tal vez, pero más probable ahora gracias a las nuevas tecnologías, con su promesa de una industria descentralizada y empresas más pequeñas.

Este concepto de una sociedad civil no significa una vuelta a la idea europea tradicional de humanismo cívico o virtud republicana. La virtud republicana clásica (que no es el republicanismo de Adams o Jefferson) se basaba en la idea de que la comunidad tenía siempre preferencia sobre el individuo. El bien común era un bien unitario. Pero una sociedad civil moderna —heterogénea y con frecuencia multirracial— tiene que establecer reglas diferentes: el principio de tolerancia y la necesidad de que las comunidades plurales convengan en reglas que rijan los procedimientos dentro del marco del constitucionalismo.

Todos estos temas ocupan hoy a los filósofos políticos.

Sin embargo, la existencia real de la sociedad civil ha sido un fenómeno distintivamente norteamericano, moldeado en sus inicios por los variados impulsos del individualismo vigoroso y el populismo radical. Empero, en la medida en que se requiere una renovada apreciación de las virtudes de la sociedad civil a fin de definir un nuevo tipo de orden social que limite al Estado y realce los propósitos individuales y de grupo (alcanzando por ello los objetivos del liberalismo), se trata también de un episodio más en la larga historia de la excepción norteamericana.

 

 

 

 

 

 

 

El auge y decadencia de naciones e imperios es un misterio que desde siempre ha fascinado a filósofos e historiadores, incitándolos a albergar grandiosas visiones de un espectral demiurgo que dirige los acontecimientos, como en el caso de Hegel, o de algún drama wagneriano de desafío y respuesta, de purificación y heroísmo, como ocurre con Arnold Toynbee.

¿Cómo explicar la repentina reunión de fuerzas que impulsa a un pueblo a imponer su poderío a través de océanos y continentes y después yacer exhausto —quizá para nunca volverse a levantar— como el imperio de los asirios, en el Cercano Oriente, o como los mongoles, que para el siglo XIV

habían conquistado China y extendido su dominio a lo largo de Eurasia hasta el Danubio, sólo para derrumbarse? Las historias de Occidente suelen comenzar con el auge y decadencia de Roma y, tras un largo intervalo, el cambio de fuerzas del Mediterráneo al litoral del Atlántico, con el repentino nacimiento y muerte de los imperios holandés, español y portugués y, más cerca de nuestra época, la enorme expansión y después contracción del poderío británico mundial.

Aunque no existe una sola teoría que sea del todo persuasiva, no podemos perder de vista el hecho sorprendente de que cada nación, cuando empieza a reunir sus fuerzas (militares, políticas y económicas) para hacer una aparición decisiva en el escenario de la historia, se define a sí misma en términos de su singularidad. Y luego, cuando empiezan a aparecer indicios de mortalidad, surge la cuestión (y la esperanza) de unaexención de la decadencia, de un «excepcionalísimo». En los Estados Unidos siempre ha habido una fuerte creencia en el caso excepcional norteamericano. Desde el principio, los estadounidenses han creído que el destino ha señalado a su país distinguiéndolo de todos los demás; que los Estados Unidos son, en la maravillosa frase de Lincoln, «una nación casi escogida». La grandeza norteamericana se asemejaba a un campo magnético que moldearía los contornos de la nación de un mar al otro, y la expansión a través de un vasto continente pareció confirmar ese destino manifiesto. El poderío norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos surgieron como la suprema potencia mundial, pareció definir el «siglo norteamericano».

Pero ahora, al acercarse a su fin ese siglo, surgen dudas sobre si los Estados Unidos pueden conservar su grandeza, si puede estar cerrándose el telón tras el acto principal del episodio norteamericano. Así surge la

siguiente pregunta: ¿cuán excepcional es, en realidad, el caso excepcional de los Estados Unidos?

En estas especulaciones y debates se entremezclan tres diferentes cuestiones históricas que deseo destacar.

La primera y más espectacular es la que abordé al principio: el enigma del auge y decadencia de los imperios, y su posible aplicación a los Estados Unidos hoy. En el último año o dos, varios libros han hecho hincapié en el tema de la decadencia norteamericana: Mortal Splendor, de Walter Russell Mead; Beyond American Hegemony, de David P. Calleo, y The Rise and Fall of the Great Powers: Economic Change and Military Conflict from 1500 to 2000, de Paul Kennedy.

La evaluación de la importancia de la decadencia nacional se complica por la posibilidad de que las naciones sean cada día menos las unidades pertinentes de análisis a medida que surgen diferentes estructuras en la sociedad mundial; por ejemplo, un conjunto internacional e integrado de

mercados para el capital y la inversión. También en la cultura observamos un creciente sincretismo en que la comunicación y los mercados en masa moldean la cultura popular—especialmente la de los jóvenes— y la cultura convencionalen todas partes. De tal suerte, si las fuerzas económicas

y sociales están debilitando las fronteras nacionales, ¿qué queremos decir por «auge y decadencia» de las naciones o imperios nacionales?

 

D E F I N I C I Ó N  D E  E S T I L O S  N A C I O N A L E S

La segunda y muy distinta cuestión es la de la singularidad de cada nación

o cultura. Aquel sabio psicólogo de Harvard, Henry A. Murray, hizonotar en cierta ocasión que cada unode nosotros es en algunos sentidos como todos los demásy en otros sentidos como nadie. Lo que es válido para los

individuos también es válido para las naciones. Todas las sociedades

se enfrentan a los problemas de ejercer la autoridad, de organizar y distribuir los recursos. Muchas sociedades se parecen en cuando son,digamos,democráticas o partidarias del libre mercado. Y cada sociedad tiene una historia idiosincrásica, determinada por su topografía y ubicación geográfica, sus tradiciones y cultura, y aquel menos definible

elemento de esprit o moeurs que vuelve característicos su cultura y su pueblo. Ese contorno idiosincrásico —llamémoslo estilo nacional— es con frecuencia la principal característica que debe identificarse a fin de entender la historia, la política o el carácter de un país.

Pero unicidad no es sinónimo de excepción. Todas las naciones son en cierta medida únicas en un sentido o en otro. La idea de la excepción, tal como se ha usado para describir la historia y las instituciones estadounidenses, supone no sólo que los Estados Unidos han sido distintos de otras naciones, sino que son excepcionales en el sentido de ser ejemplares («una ciudad sobre una colina»): una luz para las naciones, inmune a los males sociales y la decadencia que han aquejado a todas las demás repúblicas en el pasado, una nación exenta de las leyes sociales del desarrollo que todas las naciones a la postre obedecen. Es esta idea del

« excepcionalísimo » como tema histórico bien determinado, y no la «unicidad» o el «auge y decadencia», la que deseo desarrollar.

Un aspecto persistente y manifiesto de la doctrina del «excepcionalismo norteamericano» se desprende de la convicción, heredada de los Padres Fundadores, de que los Estados Unidos son la nación providencial, aquella cuya consagración a la libertad y a la dignidad del individuo sienta las bases para un mundo nuevo y mejor. Los Fundadores creían que los estadounidenses evitarían la decadencia y degeneración de repúblicas anteriores, ya que la nueva nación sería moralmente superior a cualquiera que hubiera existido antes, y que la moralidad serviría de fundamento a

su orden político. Así interpretó Madison a Montesquieu, especialmente en lo que toca al destino de Roma; y así interpretó John Adams al historiador italiano Davila en lo referente a los resultados de la revolución.

Esta creencia en la excepción no era del todo descabellada. Deístas como Jefferson veían en los Estados Unidos el designio de Dios realizado en una tierra virgen y paradisíaca. Otros, como el más mundano y escéptico Franklin, contemplaban la posibilidad de que los Estados Unidos fueran

ejemplares y, por tanto, una esperanza para el futuro. Pero, ¿acaso todo esto se ha ido a pique? En la esfera internacional, el idealismo wilsoniano ha resultado ser ineficaz ante el realismo del viejo mundo, y las tiranías del tercermundo. En el terreno político, la moralidad parece haber dado paso al simple moralismo y al oportunismo político.

Sin embargo, aunque el futuro de los Estados Unidos tal vez sea más incierto que en cualquier momento de los últimos doscientos años, aún existen algunos perdurables valores de carácter e incluso una poderosa veta de idealismo. Intuimos, al reflexionar sobre la historia estadounidense, que hubo algo excepcional en la historia de la nación y el carácter nacional que creó; excepcional no necesariamente en el sentido de estar exenta de cualesquiera «leyes» de evolución social que puedan existir, sino en el sentido de ofrecer una «gracia salvadora» (el término teológico es apropiado) que tal vez siga haciendo de ella un ejemplo para otras naciones.

 

D O S   R E V O L U C I O N E S

Al meditar sobre los doscientos años de historia estadounidense, inevitablemente surge la comparación con Francia, que acaba de celebrar el bicentenario de su revolución. El concepto tradicional, como el de Hannah Arendt en su libro On Revolution, es que los franceses, o al menos los jacobinos, intentaron una revolución social que inauguraría un maravilloso orden nuevo y encarnaría «la religión de la humanidad»; y que, dada la naturaleza del hombre, ese intento estaba destinado al fracaso. Los Estados Unidos, por contraste, intentaron una revolución política que, por ser más limitada en sus objetivos, podía tener éxito (quizá al no intervenir en el orden social, ofreciendo así a la gente la posibilidad de dar salida a sus pasiones mientras el orden político hacía

las veces de mediador en la consecución de sus intereses).

Hay mucho de verdad en esta comparación. Pero la fácil división entre lo político y lo social oculta el hecho de que se intentó un nuevo tipo de orden social en este continente. En realidad, este orden puede ser la causa del «éxito» de la sociedad norteamericana, y por esto entiendo el establecimiento de una base institucional que ha protegido las libertades

individuales y ha proporcionado cierto grado de continuidad y consenso, y por lo mismo una estabilidad social, sin paralelo en la historia.

En los años veinte y treinta un gran número de regímenes parlamentarios europeos —Italia, Portugal, Austria, Alemania, España— se derrumbó y se volvió fascista o autoritario. En el último siglo, casi toda América Latina ha tenido dictaduras militares o autoritarias intermitentes. Las sociedades

de un solo partido abundan en la mayor parte de las «sociedades estables» del mundo. Empero el Reino Unido, desde el final de su guerra civil en el siglo XVII, y los Estados Unidos (con excepción de su guerra civil en la década de 1860), más un puñado de naciones más pequeñas (Suiza y

los países escandinavos), han alcanzado la estabilidad política.¿Cómo se logró esto?

Me gustaría concentrarme en el Reino Unido y los Estados Unidos. Existen algunos factores comunes obvios, de manera particular el aislamiento geográfico. Inglaterra no ha sido invadida desde 1066. Los Estados Unidos no han sido invadidos desde 1814, y sus guerras tuvieron lugar fuera de sus fronteras. Además, al desarrollarse ambos países, hubo diversas válvulas de escape para personas potencialmente descontentas, así como una creciente riqueza. En la Gran Bretaña hubo puestos administrativos o militares en el imperio para «segundones» y en Australia para los convictos; en los Estados Unidos hubo las granjas gratuitas de las leyes Homestead, educación pública gratuita, nuevas y florecientes industrias y la promesa inalterada de oportunidades para las generaciones venideras.

Otro factor común a la Gran Bretaña y los Estados Unidos ha sido menos obvio: el sistema legal. En contraste con el sistema legal continental, con sus poderosos magistrados inquisitivos, el procedimiento legal angloamericano es antagonista y hace hincapié en los derechos. El sistema legal continental busca descubrir la verdad; el sistema angloamericano trata de establecer la culpabilidad. El poder del estadoestá restringido por las facultades que creó el derecho consuetudinario y la Constitución.

¿Pero, qué decir de los Estados Unidos mismos? ¿Existe un elemento distintivo en su historia y configuración sociológica que haya contribuido a su estabilidad? Me parece que sí lo hay, y la respuesta comienza, curiosamente, con ese extraordinario metafísico alemán, G. W. Friedich Hegel.

 

 

L A  T I E R R A  D E L  D E S E O

Para Hegel, los Estados Unidos fueron siempre la encarnación de la modernidad, «la tierra del futuro… la tierra deldeseo para todos aquellos que están cansados del histórico cuarto de trastos de la vieja Europa». Empero, Hegel también dijo, en la introducción a sus conferencias sobre la filosofía de la historia, que los Estados Unidos eran aún sólo un sueño, y al seguir la huella de las vicisitudes de la evolución histórica, en que lo racional continuamente trataba de convertirse en lo real, se retiró «al viejo mundo, el escenario de la historia mundial». En la actualidad, si tenemos presente lo que es —aun cuando no sea racional— tenemos que ocuparnos de los Estados Unidos, que son el actor principal de la historia del mundo. El siglo XX sigue siendo el siglo norteamericano. Los Estados Unidos son la primera potencia militar y tecnológica, y el dólar representa los incómodos cimientos de la economía mundial. Los Estados Unidos son el centro de los medios de información, así como Estados Unidos mercado cultural (si no el centro cultural) del mundo. Lo más importante es que siguen siendo, con el Reino Unido, una de las pocas naciones del mundo que conservan su estabilidad institucional, de suerte que los inversionistas, nacionales y extranjeros, siguen considerándolo un refugio seguro.

¿Cuál es, pues, el rasgo distintivo de los Estados Unidos, el que ha constituido su fuerza a todo lo largo de su historia? Es, sencillamente, que los Estados Unidos han sido la sociedad civil completa (para emplear un término hegeliano), quizá la única en la historia política. Hegel pensaba que Inglaterra, como nación burguesa, ejemplificaba su concepto de la sociedad civil por su énfasis en el interés individual y en el modo utilitario de pensamiento. Pera Hegel (y Marx, que vivió en Inglaterra durante casi toda su vida adulta) jamás entendió el carácter denso de Inglaterra: el simbolismo de la Corona, la fuerza de las clases hacendadas, la posición central de una iglesia establecida, el deseo de la burguesía (o de sus hijos) de pasar a formar parte de la pequeña aristocracia, el peso de la clase dirigente y el atractivo de títulos y honores; la realidad básica de que Inglaterra era una sociedad en que el orden social hereditario dominaba los órdenes político y económico.

Los Estados Unidos jamás tuvieron semejante orden social. Más bien, fueron construidos por una abigarrada diversidad de novi homines, vagabundos, aventureros, convictos, caballeros desposeídos y protestantes disidentes desde cuáqueros hasta puritanos, reforzados en el siguiente siglo por una inundación de inmigrantes de todos los países de

Europa. Eran una sociedad abierta. Cada hombre era libre de «hacerse a sí mismo» y de forjar su fortuna. Marx advertía constantemente a los radicales alemanes que no fueran a los Estados Unidos, pues sentía que la atmósfera democrática e igualitaria estadounidense suplantaría las viejas

creencias socialistas engendradas en Europa. Para estos inmigrantes, la atracción del futuro no era alguna idea cósmica y universal, sino el anhelo de ser tratados como personas y el deseo de oportunidades y progreso: característica que Marx mismo reconoció, pero sólo en las notas al pie de

página de Das Kapital (El capital), donde escribió con asombro sobre el número de personas que podían moverse libremente y cambiar de ocupación «como quien cambia de camisa, por Dios».

En el sentido de Hegel, no había «Estado» en los Estados Unidos: ninguna voluntad unificada, racional, que se expresara en un orden político, sino sólo el interés individual y una pasión por la libertad. En todas las naciones europeas (con la excepción parcial de la Gran Bretaña), el Estado regía la sociedad, ejerciendo un poder unitario o cuasiunitario

respaldado por un ejército y una burocracia. Paradójicamente, incluso sin tomar en cuenta la guerra civil, los Estados  Unidos tal vez experimentaron más violencia interna y más lucha de clases que la mayor parte de los países de Europa: las luchas agrarias contra los intereses de las clases adineradas y, más particularmente, los conflictos de los trabajadores

con los capitalistas. Pero éstos no fueron intentos por tomar el «poder del Estado». Fueron primordialmente conflictos económicos contra determinadas sociedades anónimas y —en las grandes acciones sindicales de los años treinta en los renglones de la hulla, el acero, la fabricación de

autos y el caucho— contra industrias enteras. De hecho, las tremendas acciones de organización contra el poder económico empresarial de los treinta fueron emprendidas con el apoyo de la Administración Roosevelt.

Si no había un Estado, ¿qué había entonces? Para hacer una distinción semántica pero también real, había un gobierno. Este gobierno era un mercado político, un campo en que los intereses competían entre sí (no siempre con igualdad) y en que podían hacerse tratos. Casi por azar, el Tribunal Supremo se convirtió en el arbitro final de las disputas y el intérprete de las reglas que permitían el funcionamiento del mercado político, con la única salvedad de que hubiera una enmienda a la Constitución, que de nuevo era interpretada por el Tribunal. La Constitución y el Tribunal se convirtieron en la base de la sociedad civil.

El tema filosófico subyacente de la Declaración de Independencia es el de los derechos inalienables con que el Creador dotó a todos los hombres. Estos derechos fueron conferidos a individuos, no a grupos, y se crearon instituciones para representarlos y protegerlos. La Constitución fue

un contrato social aceptado por el pueblo soberano. Ha sido el contrato social más atinado de la historia, en gran medida por la debilidad o incluso la ausencia del Estado.

 

 

V I R A J E  H A C I A  E L  P O P U L I S M O

Detrás de la Constitución se erguía una cultura política distintiva.En los primeros años de la formación del país, los estadounidenses se sabían ciudadanos de «la primera nación nueva»; no la nueva utopía cuasirreligiosa proclamada en la revolución francesa, sino una república nueva y libre fundada mediante el recurso a los principios básicos de gobierno. Paralelamente al fuerte acento republicano había una preocupación cívica (ajena al estatismo) por una especie de virtud republicana, derivada de reflexiones sobre la historia de la república romana y el deseo de evitar las enfermedades degenerativas —lucha civil engendrada por las facciones, el uso de un ejército de mercenarios y no de ciudadanos y la concentración arbitraria del poder— que habían dejado inválidas a repúblicas anteriores. Vemos esta doble preocupación —evitar tanto los peligros centrífugos de la facción como los riesgos centrípetos del poder centralizado— en The Federalist (El federalista), con sus ecos de

Montesquieu, y en los escritos de John Adams.

Se creó intencionalmente una base intelectual para este «nuevo orden». Pero a medida que la nación creció y surgieron partidos políticos-eventualidad no deseada ni prevista por los Fundadores— la competencia política estimuló el igualitarismo y el populismo que han sido las características distintivas de la política norteamericana desde 1830. Hubo

un cambio del intelectualismo y el pensamiento (el énfasis lockeano, en cierto sentido) al sentimiento y la emoción (un extraño rasgo rusoniano), pues mientras el intelectualismo implica una pretensión al mando basada en la sabiduría o el conocimiento, el pensamiento afirma el igualitarismo al apelar a un sentimiento común entre todos los hombres. Este cambio se reflejó también en un alejamiento del pasado y de Europa y un acercamiento a las tierras inexploradas del Oeste, cuyos límites se desplazaban continuamente. Todo esto estuvo simbolizado en la elección, en 1828, del general Andrew Jackson, de Tennessee, el primer presidente «del Oeste» (y la apertura de la Casa Blanca al pueblo).

El otro elemento transformador de la política norteamericana fue el imperio del dinero. Con el surgimiento de la plutocracia, el dinero pudo emplearse con facilidad para obtener influencia e inducir a una franca corrupción (situación que llegó a su apogeo durante la Administración de otro héroe de guerra, el general Ulysses S. Grant, en 1870).

El resultado de estos cambios es la extraña estructura de la política norteamericana interna de hoy, que pocos extranjeros, y no muchos estadounidenses, comprenden. El orden político norteamericano tiene dos niveles: el presidente es escogido en un referéndum plebiscitario, en que la persona, no el partido, es el centro de la identificación y el juicio,

el foco de las pasiones de las masas; al Congreso, sin embargo, se le elige para responder a los intereses de grupo, aunque hoy no necesariamente los intereses del dinero.

No es casualidad que tantos presidentes hayan sido héroes de guerra, muchos de ellos generales (desde Washington hasta Eisenhower), casi siempre elegidos inmediatamente después de una guerra, en un país que hasta hace poco nunca había tenido un gran ejército permanente. Se

consideraba a los héroes como individuos «por encima» del partido, mientras que durante los periodos de normalidad los presidentes han sido hombres sosos e incoloros como McKinley, Harding o Coolidge. (El único intelectual reconocido, Woodrow Wilson, profesor de ciencia política y antiguo presidente de la Universidad de Princeton, fue elegido en 1912 en virtud de la única división triple de la fórmulaque haya tenido importancia en la historia de los Estados Unidos, y su reelección, durante la guerra en Europa se dio porque se pensaba que podría mantener a los Estados Unidos alejados del conflicto.) Presidentes del período posterior a la Segunda Guerra Mundial como Truman, Nixon, Cárter y Reagan han sido abiertamente populistas, contendiendo contra lo que ha dado en llamarse la «clase dirigente».

La mentalidad populista también caracterizó la cultura de las ciudades pequeñas (no la cultura moderna de los medios de información), que era en gran medida religiosa: protestante, moralizadora y fundamentalista. También era, dado su énfasis en la verdad literal de la palabra bíblica, antiintelectual y antiinstitucional. Desde luego, no había tradición aristocrática o herencia artística fuerte; las artes eran trabajos manuales: simples, sencillos y utilitarios. Y la tradición católica —que en Europa dio una base intelectual firme a la teología y la dogmática, belleza a la letanía y la liturgia, y estilos distintivos a la arquitectura y la escultura, todo lo cual se fusionó con una alta cultura histórica— estuvo representado en los Estados Unidos por la iglesia irlandesa, compuesta en su mayor parte de inmigrantes y hombres que habían triunfado por su propio esfuerzo.

Así, encontramos una sociedad muy individualista y populista cuya fluida modernidad era moldeada por la vasta extensión del territorio y el imperio del dinero, y cuyas riquezas llegaban a manos de individuos vigorosos y decididos a perseguir sus propios fines. El Gobierno no ponía trabas ni al ambiente ni a la economía. En efecto, de 1870 a 1930

el Tribunal Supremo frustró muchos esfuerzos de legislación social y reglamentación, con la única excepción de las leyes antimonopolio. La libertad se definía principalmente en términos económicos individualistas. Ese era el consenso. Ese era el marco de la sociedad civil norteamericana.

En el último medio siglo han surgido en los Estados Unidos los lineamientos de un Estado —instituciones para moldear y hacer cumplir una voluntad unitaria por encima de los intereses particulares— comenzando con el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Por lo general, el New Deal ha sido interpretado ideológicamente (por la izquierda) como la salvación del capitalismo o (por la derecha) como la institución de un «socialismo progresivo». Aunque hay algo de verdad en ambos argumentos, ninguno es muy satisfactorio. El surgimiento del Estado en la nación estadounidense no fue planeado ni ha sido en modo alguno sistemáticamente ideológico. Fue una respuesta, concebida en tiempo

de crisis, a tres cosas: aumentos en la escala de la sociedad, alineamientos políticos cambiantes y la lógica de la movilización para una guerra total.

 

E L  C R E C I M I E N T O  D E L  G O B I E R N O

El problema de la escala fue fundamental. Para los treinta los Estados Unidos se habían convertido en una sociedad nacional: de 1900 a 1930 las sociedades anónimas habían empezado a operar en mercados nacionales. Pero el poder político contrarrestante estaba ineficazmente distribuido entre los Estados. Cuando la economía se vino abajo durante la Gran Depresión, la Administración Roosevelt respondió en primer lugar con la Administración Nacional de Recuperación industrial, estableciendo códigos a nivel nacionaly fijando precios a las industrias más importantes. Adoptó, de hecho, los principios del Estado corporativista, como lo habían pedido con insistencia muchos capitalistas. Cuando el Tribunal Supremo declaró inconstitucional esta medida, el New Deal empezó a alejarse de la planificación corporativista y a depender más de los mecanismos de reglamentación para controlar los mercados. El New Deal se convirtió así en una «igualación de escalas», creando instituciones políticas nacionales y reglas políticas nacionales para igualar el poder económico nacional.

La lógica de la estabilización y el control condujo a una creciente dependencia respecto al código fiscal para orientar la inversión privada, y el naciente Estado asumió la responsabilidad de promover el crecimiento económico e influir sobre la distribución de los recursos. Además, el realineamiento político interno, en que los trabajadores, los agricultores y las minorías pasaron a formar parte de la columna democrática, condujo a

subsidios agrícolas nacionales y a la protección de los grupos menos privilegiados. Más ampliamente, condujo a la idea de prestaciones sociales y a un Estado benefactor concebido para proteger a la gente de riesgos económicos y sociales.

El tercer gran impulso que recibió el estatismo fue la guerra y la política exterior. La guerra ha sido siempre y en todo lugar un motivo decisivo para crear un Estado. Enfoca las emociones contra un enemigo peligroso y requiere energía y unidad; obliga al Estado a movilizar los recursos

humanos y materiales de la sociedad.

Significativamente, las presiones externas de política exteriory los factores nacionales internos no estaban entrelazados.La política de gran potencia que caracterizaba las relaciones exteriores norteamericanas no era una respuesta refleja a las presiones nacionales (pese a los rumores de un

«complejo militar-industrial»), aunque algunas regiones y empresas inevitablemente se beneficiaron. La expansión de los subsidios y las prestaciones sociales durante la Administración Johnson no dependió de la movilización para la defensa. De hecho, al intensificarse las presiones presupuestarias, ambos tipos de gasto empezaron a competir cada vez más entre sí, lo que permitió a la Administración Reagan reducir la reglamentación, los subsidios y las prestaciones sociales en la esfera nacional, y al mismo tiempo aumentar considerablemente el presupuesto de defensa. Así, jamás hubo en realidad un Estado nacional unitario.

Todas estas actividades se reflejan en el crecimiento del Gobierno, del empleo en el sector público, de los impuestos, de la proporción del producto nacional bruto iniciada en el sector público (incluida la defensa) y —especialmente en la última década— del déficit del presupuesto federal y la deuda nacional. El nuevo estatismo se refleja también en descontentos cada día mayores. En muchas sociedades, los impuestos se consideran una adquisición de servicios públicos que los individuos no pueden comprar por sí mismos; en los Estados Unidos, sin embargo, muchas personas toman a mal los impuestos, sintiéndolos como «nuestro» dinero que «ellos» toman. La creciente reglamentación de todas las áreas de la vida económica y social ha creado resentimiento contra 0la intrusión del Gobierno.

 

U N A  S O C I E D A D  C I V I L  M O D E R N A

Es evidente que el problema del «Estado» se ha vuelto vital para la teoría y la práctica políticas, tanto en los Estados Unidos como en el extranjero. La cuestión de las relaciones Estado-sociedad, del interés público y el apetito privado, será claramente el problema descollante del Gobierno en

las décadas venideras. Y con la expansión de la escala de las actividades económicas y políticas, el Estado nacional se ha vuelto demasiado pequeño para los «grandes» problemas de la vida (por ejemplo, las marejadas de los mercados de capital y divisas) y demasiado grande para los «pequeños » problemas (por ejemplo, los de vecindad y comunidad).

La política exterior, que una vez forjó la unidad, ahora incita a desacuerdos pues la idea de un interés nacional sistemático ha perdido fuerza, en tanto que las pasiones ideológicas siguen emergiendo y decayendo. La idea de una economía administrada ha perdido credibilidad ante las dificultades de la «sintonía fina», y ha habido un regreso a los

mecanismos del mercado. En la mayoría de la sociedades, las burocracias se han vuelto demasiado centralizadas y onerosas. En forma creciente, los individuos desean ocuparse del bienestar social, el ambiente y la calidad de vida en un nivel en que puedan controlar las decisiones. De hecho,

resulta notable que en un país tras otro la idea de que la sociedad civil, y no el Estado, debe constituir el ámbito principal de las actividades políticas ha pasado a ser un tema importante de estudio y debate, ahora que las viejas ideologías han desaparecido.

En los últimos años vemos, pues, el retorno de la idea de la sociedad civil. Pero, ¿de qué tipo? Para Hegel, la sociedad civil se caracterizaba por un interés propio anárquico: un individualismo económico que había destruido las instituciones tradicionales de la familia y el pueblo, pero no podía remplazarlas con Moralität, las abstractas creencias racionales en una voluntad unificada y universal. Hegel se equivocó en su romántico y exagerado contraste entre el tradicionalismo sin mediación y el utilitarismo egocéntrico y apetitivo; contraste que sólo un Estado podía dominar. Sin embargo, este romanticismo ha corrido como un hilo escarlata por el pensamiento alemán. En las ciencias sociales nos ha dado la sencillez de la dicotomía Gemeinschaft/Gesellschaft (comunidad/sociedad). En filosofía y política nos ha dado la visión, encarnada en la lealtad de Heidegger hacia los nazis, de un heroico Volkstum y Staatstum en orden de batalla contra el odiado comercialismo de la sociedad burguesa. (En alemán, se emplea un solo término para designar a la sociedad civil y a la «sociedad burguesa»: bürgerliche

Gesellschaft.)

La demanda de un retorno a la sociedad civil es la demanda de un retorno a una escala manejable de vida social, particularmente en aquellos aspectos en que la economía nacional ha quedado inmersa en un marco internacional y la política nacional ha perdido cierto grado de independencia. Hace hincapié en las asociaciones voluntarias, las iglesias

y las comunidades, argumentando que las decisiones deben tomarse a nivel local y no deben estar controladas por el Estado y sus burocracias. ¿Utópico? Tal vez, pero más probable ahora gracias a las nuevas tecnologías, con su promesa de una industria descentralizada y empresas más pequeñas.

Este concepto de una sociedad civil no significa una vuelta a la idea europea tradicional de humanismo cívico o virtud republicana. La virtud republicana clásica (que no es el republicanismo de Adams o Jefferson) se basaba en la idea de que la comunidad tenía siempre preferencia sobre

el individuo. El bien común era un bien unitario. Pero una sociedad civil moderna —heterogénea y con frecuencia multirracial— tiene que establecer reglas diferentes: el principio de tolerancia y la necesidad de que las comunidades plurales convengan en reglas que rijan los procedimientos dentro del marco del constitucionalismo.

Todos estos temas ocupan hoy a los filósofos políticos.

Sin embargo, la existencia real de la sociedad civil ha sido un fenómeno distintivamente norteamericano, moldeado en sus inicios por los variados impulsos del individualismo vigoroso y el populismo radical. Empero, en la medida en que se requiere una renovada apreciación de las virtudes de la sociedad civil a fin de definir un nuevo tipo de orden social que limite al Estado y realce los propósitos individuales y de grupo (alcanzando por ello los objetivos del liberalismo), se trata también de un episodio más en la larga historia de la excepción norteamericana.

 

Profesor Emérito de la Universidad de Harvard. De la Academia Americana de las Artes y las Ciencias