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Al comienzo de su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides explicalas razones por las cuales, a su juicio, el Ática -—región donde se sitúa Atena-s— se había desarrollado más rápidamente que otras zonas de Grecia. La inseguridad era la regla general en todo el país. Los habitantes producían de su propia tierra sólo lo indispensable para vivir y no acumulaban riquezas ni efectuaban plantaciones, pues nadie sabía cuándo otros se les echarían encima y les despojarían. Las comunicaciones entre los pueblos no eran seguras ni por tierra ni por mar, y el comercio no existía. Las tierras más fértiles eran las más afectadas por este estado de cosas, precisamente por ser las más amenazadas. Sin embargo, el Ática, debido a la aridez de su suelo, vivía con mayor seguridad, lo que facilitó su estabilidad y evitó las continuas migraciones. Los hombres poderosos de toda Grecia se refugiaban en Atenas por aprecio a esa estabilidad y se convertían en ciudadanos.

En este sencillo relato de apenas unas líneas se deslizan, sin embargo, multitud de ideas en torno a las cuales hoy, casi veinticinco siglos después, parece existir cierto consenso. La seguridad es un factor de desarrollo clave; un sinónimo de certidumbre, y, en lo que hace a la tierra, una garantía frente al desalojo y la expoliación; el desarrollo no está vinculado a la riqueza de la tierra, pues zonas escasamente fértiles pueden progresar de manera más veloz que otras más ricas con tal de que su nivel de seguridad sea superior, y, por último, la estabilidad derivada de la seguridad fomenta el desarrollo político e institucional de los pueblos.

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Los historiadores de la economía ven precisamente en la seguridad juríridica una de las claves de lo que se ha dado en llamar «el milagro europeo» (E.L.Jones). Algunos de los factores decisivos para el desarrollo económico del continente estuvieron ligados a la búsqueda de mecanismos de eliminación del riesgo en sus distintas modalidades: cercenando el poder arbitrario, procediendo a la paulatina implantación de procedimientos legales, estableciendo un equilibrio de poderes externo (diversidad de Estados) e interno (diversidad de fuentes del derecho), trasvasando al Estado ciertas responsabilidades en el mantenimiento de servicios fundamentales (higiene, alumbrado, incendios, faros, etc.), codificando las normas y creando, amparando y respetando los instrumentos jurídicos adecuados a la realidad económica, etc.

De hecho, uno de los pocos requisitos necesarios para el nacimiento del sistema capitalista, quizá el único fundamental en opinión de Max Weber, es la existencia de un determinado nivel mínimo de predictibilidad o calculabilidad. Para garantizarlo puede ser suficiente tanto un derecho especialmente racionalizado y científico (característico del occidente continental como consecuencia de la recepción por las universidades del derecho romano), como otro más «amorfo» (en terminología weberiana) ligado a los precedentes judiciales. Porque lo verdaderamente decisivo no es tanto que el resultado buscado por la norma sea especialmente adecuado o favorable al mercado, como que sea claro y, sobre todo, predecible. Teniendo en cuenta, además, que ser capaz de anticiparse al futuro no es sólo un presupuesto fundamental para el desarrollo económico, sino también para la estabilidad social y el fortalecimiento político de los pueblos.

Pues bien, ese consenso del que hablábamos antes ha dado lugar hoy a una corriente de opinión alternativa a la que ha sido tradicional hasta hace poco -—especialmente entre los economistas-— que tendía a identificar casi exclusivamente las causas del progreso de un país con la dotación y uso de sus factores productivos. La nueva tendencia, por contra, pretende insistir en la especial relevancia de los marcos normativos y de las instituciones, instrumentos decisivos a la hora de eliminar riesgos y propiciar la formación de expectativas acerca del comportamiento del resto de los agentes sociales con los que interactúa.

Es obvio que no se trata de una visión absolutamente nueva, pues la trascendencia del marco institucional para el desarrollo económico y político ya había sido suficientemente enfatizada por ilustres pensadores como Locke, Hume, Adam Smith, Stuart Mill o Tocqueville. Pero lo cierto es que los trabajos de algunos premios Nobel de Economía, como Douglass Northy Ronald Coase, han venido a añadir fundamento y precisión «científica» a esta corriente doctrinal, a menudo demasiado atrapada entre el poco prestigiado sentido común y el ejemplo histórico no concluyente.

No obstante, si bien es cierto que el aparato teórico ha mejorado, el práctico, especialmente a la hora de intentar sacar provecho de la teoría en el ámbito de la cooperación internacional, todavía se encuentra en mantillas. No es fácil identificar concretamente qué instituciones han sido determinantes como factores de progreso, ni en qué medida lo han sido, ni tampoco en combinación con qué otros factores han demostrado su mayor nivel de utilidad. Pero incluso si fuéramos capaces de hacerlo, aún tendríamos que dilucidar hasta qué punto es factible su exportación a países con marcos normativos, sociales y culturales diferentes y en qué plazo cabría esperar obtener resultados.

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Pese a todo, hay un conjunto de instituciones en torno a las cuales el consenso es especialmente fuerte, y éstas son las que versan sobre el fortalecimiento de los derechos de propiedad. La seguridad en la propiedad es un requisito inexcusable para el nacimiento del mercado, pues en caso contrario las asimetrías informativas entre operadores elevarían los costesde las transacciones hasta niveles que determinarían su ahogamiento o su funcionamiento sub óptimo. No cabe duda que uno de los mercados más importantes es precisamente el de la tierra, tanto por su relevancia, directamente productiva, como por su idoneidad para servir de apalancamiento con el fin de financiar todo tipo de iniciativas empresariales. Por ello, resulta especialmente importante implementar mecanismos de seguridad jurídica en este ámbito.

Es indiscutible que un buen sistema de formalización, representación o titulación de la propiedad ayuda a incrementar su nivel de seguridad, propiciando el nacimiento de un mercado eficiente e incrementando el valor de los activos, pues como ha demostrado concluyentemente Coase, el valor de las cosas aumenta por el simple hecho de reducir el coste de información sobre las mismas.

Pero sus ventajas no se limitan sólo a eso. Como afirma Hernando de Soto, la seguridad en la propiedad inmobiliaria irradia sus efectos benéficos en multitud de direcciones, sociales y políticas. Pensemos en la incorporación de la mujer al mundo laboral (liberada de la obligación de permanecer en el hogar para defender una posesión siempre susceptible de discusión), en la escolarización de los niños (consecuencia de lo anterior), en la percepción de ayudas públicas ligadas a la titularidad de una propiedad (por ejemplo, en procesos de reconstrucción por seísmos u otras catástrofes naturales), en el ejercicio de derechos políticos como consecuencia de las cargas (fiscales y administrativas) derivadas de la propiedad formalizada, en la lucha contra el crimen organizado (la coca se cultiva más que la palma olea ginosa porque el ciclo de cosecha de esta última dura cinco años, espera que implica un riesgo excesivo si no hay título de propiedad), etc., etc. Como vemos, la intuición de Tucídides se ha visto ampliamente confirmada por la realidad que nos ha tocado vivir.

Pero si bien el consenso doctrinal sobre las ventajas del marco institucional «formalización» o «titulación» de la propiedad es amplio, también aquí se plantean esas dificultades, anteriormente comentadas, a la hora de concretar y, sobre todo, de exportar. Es decir, por mucho que sobre el papel una determinada institución nos parezca modélica o indiscutible, el resultado no está garantizado si no se enmarca en un conjunto coordinado susceptible de aprovechar toda su potencialidad.

Pensemos por ejemplo en una institución como el Registro de la Propiedad. Podría parecer que un registro moderno y eficiente tiene que producir por sí solo efectos beneficiosos, en cuanto incrementa sin ningún género de dudas los niveles de seguridad jurídica en su territorio. Sin embargo, la realidad demuestra que esto no es así. La Ley Hipotecaria española de 1861 tenía por objetivo crear un buen Registro de la Propiedad (cosa que efectivamente logró) con la finalidad de dar publicidad a las hipotecas. Se pensaba que la causa fundamental de la inferioridad de nuestra agricultura con relación a las del Norte estribaba en que los capitales no acudían a financiarla, y no acudían porque la propiedad era insegura. Sin embargo, pese a su perfección técnica y pese al ingente trabajo de generaciones de hipotecaristas españoles de primera línea, la ley fracasó completamente en sus objetivos. En la década de los sesenta del siglo XIX se vendían más fincas rústicas y se formalizaban más préstamos hipotecarios sobre ellas que durante los ochenta años siguientes. No es de extrañar que la rigurosa ciencia hipotecaria española le pareciese a Joaquín Costa «demasiado suntuosa para una agricultura desmedrada y pobre».

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El problema es que el registro solo no podía compensar ni un suelo especialmente árido (causa fundamental de nuestro subdesarrollo agrícola), ni un déficit presupuestario crónico (que desestabilizó la moneda elevando los tipos de interés y desprestigiando el crédito), ni una desamortización mal diseñada en cuanto hecha precisamente por motivos presupuestarios (que facilitó la aparición de un latifundismo absentista), ni una estructura bancaria absolutamente inadecuada para atender esas necesidades de financiación. Elregistro demostró su enorme importancia un siglo después de su aparición, cuando su objeto principal pasó a ser la propiedad urbana, actuando en combinación con otra institución clave, como fue la propiedad horizontal.

Es por ello que toda política de cooperación institucional sólo tiene posibilidades de éxito (a no ser que no importe esperar un siglo) tras un profundo análisis de la realidad del territorio sobre el que va a operar. Es necesario comprender que las instituciones constituyen un todo interrelacionado mutuamente dependiente, evitando caer en simplificaciones. En muchos países americanos se han lanzado masivos proyectos de titulación o formalización de la propiedad y de creación e informatización de registros públicos, muchos financiados con fondos internacionales, sin que los resultados puedan calificarse en todo caso de exitosos. No resulta extraño que el agraciado con uno de esos títulos inscritos se limite a colgarlo en la pared principal de su vivienda, sin sacar de él más utilidad que la estrictamente decorativa. La consecuencia natural de todo ello es que la propiedad titulizada a un coste multimillonario en dólares vuelve a sumergirse en la aformalidad y la clandestinidad apenas pasados unos años.

Por eso, un proceso de formalización con expectativas de éxito a medio plazo debe construirse sobre varios parámetros fundamentales. En primer lugar resulta imprescindible partir de las instituciones existentes a nivel local. En algunos casos serán instituciones formales (organizadas y reglamentadas) como notarios o registros. En otras informales, en cuanto carentes de reconocimiento legal expreso y de organización jerarquizada. No obstante, no hay que olvidar que muchas instituciones hoy formales tuvieron un origen informal, lo que nos lleva a pensar que este proceso siga hoy vivo en muchos lugares del mundo. Por ejemplo, en las zonas más pobres de Tanzania existe la figura del Mwenyekiti, hombre de prestigio y confianza en el poblado al que la costumbre ha encargado la función de documentar y conservar los contratos y acuerdos entre sus habitantes. Pueden ser extraordinariamente humildes y carecer casi completamente de formación, pero debemos comprender que son ellos los ladrillos en los que debe apoyarse cualquier proceso destinado a incrementar los niveles de seguridad jurídica en este ámbito. Por eso la cooperación internacional debería tener como objetivo fundamental favorecer el tránsito a una formalidad cada vez más perfecta de las instituciones enraizadas ya en funcionamiento.

Para ayudar a lograr ese objetivo es imprescindible insistir en la formación de las personas que integran ese entramado institucional, con la finalidad de que ellas, a su vez, extiendan entre la población una cultura adecuada. Pero, además, es necesario establecer un régimen de incentivos (premios y sanciones) que fomente, tanto la colaboración en el proceso de los operadores jurídicos involucrados, como el interés de los particulares por acceder a la titulación y a su publicidad registral.

No cabe duda de que el instrumento más adecuado para conseguir esta última finalidad es el que técnicamente se conoce con el nombre de «carga». A cambio de pasar por la carga de un control a la hora de formalizar una transmisión (con el fin de garantizar su veracidad y legalidad en el momento en el que el negocio jurídico se consuma) y por la de publicar una titularidad (con los costes que ello implica), se obtienen determinados beneficios atribuidos directamente por la ley y que privilegian esa documentación sancionada públicamente frente a la alternativa de la aformalidad o formalidad insuficiente. Esos privilegios pueden consistir en atribuir al título carácter ejecutivo, facilitar la retención o recuperación inmediata de la posesión, el acceso al crédito hipotecario, el paso franco a los registros, la obtención de ayudas públicas, etc.

Es obvio que los mismos razonamientos pueden aplicarse perfectamente a otros ámbitos, como el mercantil o derecho de la empresa. También aquí la formalidad produce efectos igualmente beneficiosos. La eliminación de incertidumbres que favorece una adecuada titulación facilita el acceso al crédito, reduce los costes de información en la contratación, combate la corrupción (siempre dispuesta a introducirse por las rendijas de la informalidad) e incentiva el ejercicio de los derechos públicos y ciudadanos.

Porque, en definitiva, lo que no cabe nunca olvidar es que, como afirmaba Tocqueville, la idea de los derechos no es otra cosa que la idea de la virtud introducida en el mundo político: «Me pregunto cuál es en la actualidad el medio de inculcar en los hombres la idea de los derechos y de hacerla, por así decir, entrar por sus ojos, y únicamente veo uno solo: el de conceder a todos el ejercicio pacífico de ciertos derechos».