Tiempo de lectura: 13 min.

Tzvetan Todorov. Nació en Bulgaria en 1939, emigró a París en 1963 y se nacionalizó francés. Lingüista, filósofo, historiador, crítico y teórico literario, trabajó y llegó a dirigir el Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje del Centre National de la Recherche Scientifique. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2008. Murió en 2017.


Avance

Tzvetan Todorov: La conquista de América. Siglo XXI editores (México), 1987

El problema del otro es el subtítulo de la obra de Tzvetan Todorov La conquista de América. Revela la perspectiva que se privilegia en el libro y que se condensa en el epílogo. En él, a partir de la profecía/maldición de Las Casas, el autor enuncia algunas de sus reflexiones. Respecto a la posibilidad de una culpa colectiva de las potencias coloniales y a los deseos de restitución o venganza de los antiguos conquistados, señala que «actos como esos nunca lograrán equilibrar la balanza» y que, además, «solo llegan a reproducir lo más condenable de lo que hicieron los europeos, y nada es más triste que ver repetirse la historia, justamente cuando se trata de la historia de una destrucción». Ese no es su ideal, abunda. Pone un ejemplo descarnado: «Una mujer maya murió devorada por los perros». ¿Hay que desear entonces que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con que se encuentran? Para el autor esta es una suposición absurda. Lo que le interesa es recordar qué es lo que podría producirse «si no se logra descubrir al otro». Es este un trabajo personal, eterno e ineludible; siempre está por hacer y hay que hacerlo, puesto que no se puede encargar a otra persona. Se puede realizar en el plano personal, individual, pero también en un nivel social, civilizatorio. En este último plano, Europa occidental se ha esforzado durante siglos. Todorov señala dos etapas en este movimiento. La primera, un interés por el otro, donde aparece cierta empatía o identificación provisional. El segundo paso es proceder a asimilar a los otros, a los indios en este caso, al propio mundo. «Recordamos que los frailes franciscanos adoptan en la misma forma en las costumbres de los indios (ropa, comida) para convertirlos mejor a la religión cristiana. Los europeos dan prueba de notables cualidades de flexibilidad e improvisación que les permiten imponer mejor en todas partes su propio modo de vida».

Se manifiesta así una gran tensión, ya que, una vez descubierto el otro, manifestada la prueba de interés, lo difícil es encontrar la forma adecuada para esa relación. «Vivir la diferencia en la igualdad: se dice más fácilmente de lo que se hace», sentencia gráficamente el autor del libro. Y, de hecho, muchas de las experiencias que tratar de recrear esa relación se convierten en parodias. Otro ejemplo: el Club Méditerranée permite zambullirse en un mundo primitivo (ausencia de dinero, de libros y a veces de ropa) sin poner en duda la continuidad la vida de «civilizado». Concluye Todorov: «El éxito comercial de esta idea es bien conocido», pero subraya que el regreso al pasado es imposible. De todo ello saca la conclusión de que está condenada al fracaso toda tentativa de sistematizar la Historia. ¿No puede ser, entonces, esta, una maestra de vida? Tomemos el ejemplo de los conquistadores. Por un lado, somos diferentes y, por otro, no se puede volver atrás: su ejemplo podría resultar instructivo, pero nunca estamos seguros de que «al no comportarnos como ellos, no estamos precisamente imitándolos, puesto que nos adaptamos a las nuevas circunstancias». Sí, hay un aspecto en que su historia sí puede ser ejemplar para cualquier persona, ya que permite la reflexión sobre uno mismo, descubrir tanto las semejanzas como las diferencias. Subraya aquí de nuevo Todorov, la tesis principal que le interesa y que devuelve el texto al subtítulo: «Una vez más, el conocimiento de uno mismo pasa por el conocimiento del otro».


Artículo

Al final de su vida, Las Casas escribe en su testamento: «E creo que por estas impías y celerosas e ignominiosas obras tan injusta, tiránica y barbáricamente hechos en ellas y contra ellas, Dios ha de derramar sobre España su furor e ira, porque toda ella ha comunicado y participado poco que mucho en las sangrientas riquezas robadas y tan usurpadas y mal habidas, y con tantos estragos e acabamientos de aquellas gentes». Estas palabras, a medias entre la profecía y la maldición, establecen la responsabilidad colectiva de los españoles, y no solo de los conquistadores, para los tiempos futuros, no solo para el presente. Y anuncian que el crimen será castigado, que el pecado será expiado […].

¿Se cumplió la profecía? Cada cual contestará a esta pregunta según su juicio. En lo que a mí concierne, consciente de la parte de arbitrariedad que hay en toda apreciación del presente, cuando la memoria colectiva todavía no ha hecho su selección, y consciente también de la elección ideológica que eso implica, prefiero asumir abiertamente mi visión de las cosas sin disfrazar la descripción de las cosas mismas. Al hacer esto escojo en el presente los elementos que me parecen más característicos, que por consiguiente contienen en germen el futuro —o deberían contenerlo—. Como debe ser, estas observaciones serán totalmente elípticas.

Claro que numerosos acontecimientos de la historia reciente parecen dar razón a Las Casas. La esclavitud fue abolida hace unos cien años, y el colonialismo a la antigua (a la española) hace unos veinte. Se han ejercido, y siguen ejerciéndose, numerosas venganzas contra ciudadanos de las antiguas potencias coloniales, cuyo único crimen personal es a menudo su pertenencia a la nación en cuestión: los ingleses, los norteamericanos, los franceses son considerados colectivamente responsables por sus antiguos colonizados. No sé si haya que ver en eso el efecto del furor y la ira de Dios, pero pienso que dos reacciones se imponen a aquel que ha tomado conocimiento de la historia ejemplar de la conquista de América: primero, que actos como esos nunca lograrán equilibrar la balanza de los crímenes perpetrados por los europeos (y que en ese sentido son excusables); luego, que esos actos solo llegan a reproducir lo más condenable de lo que hicieron los europeos, y nada es más triste que ver repetirse la historia, justamente cuando se trata de la historia de una destrucción. El que Europa fuera colonizada a su vez por los pueblos de África, Asia o América Latina (ya sé que estamos lejos de eso) quizás fuera una «hermosa revancha», pero no podría constituir mi ideal.

Una mujer maya murió devorada por los perros. Su historia, reducida a unas cuantas líneas, concentra una de las versiones extremas de la relación con el otro. Ya su marido, de quien es el «Otro interior», no le dejaba ninguna posibilidad de afirmarse en cuanto sujeto libre: el marido, que teme morir en la guerra, quiere conjurar el peligro privando a la mujer de su voluntad; la guerra no será solo una historia de hombres: aun muerto él, su mujer debe seguir perteneciéndole. Cuando llegue el conquistador español, esa mujer ya no es más que el lugar donde se enfrentan los deseos y las voluntades de dos hombres. Matar a los hombres violar a las mujeres: estas son al mismo tiempo pruebas de que un hombre detenta el poder, y sus recompensas. La mujer elige obedecer a su marido y a las reglas de su propia sociedad: pone todo lo que le queda de voluntad personal en inhibir la violencia de la que ha sido objeto. Pero, justamente, la exterioridad cultural determina el desenlace de este pequeño drama: no es violada, como hubiera podido serlo una española en tiempos de guerra, sino que la echan a los perros, porque es al mismo tiempo india y mujer que niega su consentimiento. Jamás ha sido más trágico el destino del otro.

Escribo este libro para tratar de lograr que no se olvide este relato ni mil otros semejantes. Creo en la necesidad de «buscar la verdad» y en la obligación de hacerla conocer: sé que la función de información existe, y que el efecto de la información puede ser poderoso. Lo que deseo no es que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con que se encuentran (suposición absurda, naturalmente) sino que se recuerde qué es lo que podría producirse si no se logra descubrir al otro.

El otro, siempre por descubrir

Porque el otro está por descubrir. El asunto es digno de asombro, pues el hombre nunca está solo, y no sería lo que es sin su dimensión social. Y sin embargo así es: para el niño que acaba de nacer su mundo es el mundo, y el crecimiento es un aprendizaje de la exterioridad y de la sociabilidad; se podría decir un poco a la ligera que la vida humana está encerrada entre esos dos extremos, aquel en que el yo invade al mundo, y aquel en que el mundo acaba por absorber al yo, en forma de cadáver o de cenizas […].

Sin embargo, aún si el descubrimiento del otro debe ser asumido por cada individuo, y vuelve a empezar eternamente, también tiene una historia, formas social y culturalmente determinadas. La historia de la conquista de América me hace creer que se produjo (o más bien se reveló) un gran cambio en los albores del siglo XVI, digamos entre Colón y Cortés; se puede observar una diferencia semejante (claro que no en los detalles) entre Moctezuma y Cortés; opera entonces tanto en el tiempo como en el espacio, y si me he detenido más en el contraste espacial que en el temporal, es porque este último se confunde en infinitas transiciones, mientras que aquel, con la ayuda de los océanos, tiene toda la nitidez que se pudiera desear.

Desde aquella época, y durante casi trescientos cincuenta años, Europa occidental se ha esforzado por asimilar al otro, por hacer desaparecer su alteridad exterior, y en gran medida lo ha logrado. Su modo de vida y sus valores se han extendido al mundo entero; como quería Colón, los colonizados adoptaron nuestras costumbres y se vistieron.

Este éxito extraordinario se debe, entre otros, a un rasgo específico de la civilización occidental, que durante mucho tiempo se había tomado como un rasgo humano general, lo cual hacía que su florecimiento entre los occidentales se volviera entonces la prueba de su superioridad moral: es, paradójicamente, la capacidad de los europeos para entender a los otros. Cortés nos da un buen ejemplo de ello, y estaba consciente de que el arte de la adaptación y de la improvisación regía su conducta. Podríamos decir esquemáticamente que esta se organiza en dos etapas. La primera es la del interés por el otro, incluso al precio de cierta empatía o identificación provisional. Cortés se mete en su piel, pero en forma metafórica y ya no literal: la diferencia es considerable. Se asegura así de la comprensión de la lengua, del conocimiento de la política (de ahí su interés por las disensiones internas de los aztecas), y hasta domina la emisión de los mensajes en un código apropiado; vemos cómo se hace pasar por Quetzálcoatl, que ha regresado a la tierra. Pero, al hacer esto, nunca abandona su sentimiento de superioridad; hasta ocurre lo contrario, su capacidad de comprender al otro la confirma. Viene entonces la segunda etapa, durante la cual no se conforma con reafirmar su propia identidad (que nunca ha dejado verdaderamente), sino que procede a asimilar a los indios a su propio mundo. Recordamos que los frailes franciscanos adoptan en la misma forma en las costumbres de los indios (ropa, comida) para convertirlos mejor a la religión cristiana. Los europeos dan prueba de notables cualidades de flexibilidad e improvisación que les permiten imponer mejor en todas partes su propio modo de vida. Claro que esta capacidad de adaptación y de absorción al mismo tiempo no es en modo alguno un valor universal, y trae consigo su otra cara, que se aprecia mucho menos. El igualitarismo, una de cuyas versiones es característica de la religión cristiana (occidental) y también de la ideología de los estados capitalistas modernos, sirve igualmente a la expansión colonial: esta es otra lección, un poco sorprendente, de nuestra historia ejemplar […].

Vivir la diferencia en la igualdad

Los representantes de la civilización occidental ya no creen tan ingenuamente en su superioridad, y por aquí el movimiento de asimilación se está quedando sin aliento, aun si los países, nuevos o antiguos, del Tercer Mundo, todavía quieren vivir como los europeos. Por lo menos en el plano ideológico, tratamos de combinar lo que nos parece mejor en los dos términos de la alternativa; queremos la igualdad sin que implique necesariamente identidad, pero también diferencia, sin que ésta degenere en superioridad/inferioridad; esperamos cosechar las ganancias del modelo igualitarista y del modelo jerárquico; aspiramos a volver a encontrar el sentido de lo social sin perder la cualidad de lo individual. El socialista ruso Alexander Herzen escribe, a mediados del siglo XIX: «Comprender toda la amplitud, la realidad y la sacralidad de los derechos de la persona sin destruir la sociedad, sin fraccionarla en átomos: ese es el objetivo social más difícil». Hoy en día seguimos diciéndonos lo mismo. Vivir la diferencia en la igualdad: se dice más fácilmente de lo que se hace […].

Pero nuestra época también se define por una experiencia en cierta forma caricaturesca de esos mismos rasgos: sin duda es inevitable. Esta experiencia a menudo oculta el rasgo nuevo por su abundancia, y a veces hasta lo antecede, pues la parodia vive muy bien sin su modelo. El amor «neutro», la justicia «distributiva» de Las Casas son parodiados, vaciados de sentido, en un relativismo generalizado donde todo vale lo mismo con tal de elegir el punto de vista apropiado; el perspectivismo lleva la indiferencia y a la renuncia a todo valor. El descubrimiento por parte del «yo» de los «ellos» que lo habitan va acompañado por la afirmación mucho más aterradora de la desaparición del «yo» en él «nosotros», característica de los regímenes totalitarios. El exilio es fecundo si uno pertenece a dos culturas a la vez, sin identificarse con ninguna; pero si la sociedad entera está hecha de exiliados, el diálogo de las culturas cesa se ve sustituido por el eclecticismo y el comparatismo, por la capacidad de gustar un poco de todo, de simpatizar blandamente con todas las opciones sin adoptar nunca ninguna. La heterología, que hace oír la diferencia de las voces, es necesaria; la polilogía es desabrida. La posición del etnólogo, por último, es fecunda; lo es mucho menos la del turista al que la curiosidad de conocer las costumbres extranjeras lleva hasta la isla de Bali o los suburbios de Bahía, pero que encierra la experiencia de lo heterogéneo dentro del espacio de sus vacaciones pagadas. Cierto que, a diferencia del etnólogo, paga sus vacaciones con su propio dinero.

La historia ejemplar de la conquista de América nos enseña que la civilización occidental ha vencido, entre otras cosas, gracias a su superioridad en la comunicación humana, pero también que esa superioridad se ha afirmado a expensas de la comunicación con el mundo. Habiendo salido del periodo colonial, sentimos confusamente la necesidad de revalorar esta comunicación con el mundo; pero aquí también parece que la parodia antecede a la versión en serio. Los hippies norteamericanos de los sesenta, al negarse a adoptar el ideal de su país que bombardeaba Vietnam, trataron de volver a encontrar la vida del buen salvaje. Algo así como los indios de las descripciones de Sepúlveda, querían prescindir del dinero, olvidar los libros y la escritura, mostrar su indiferencia por el vestido, y renunciar al uso de las máquinas para hacerlo todo ellos solos. Pero esas comunidades estaban evidentemente destinadas al fracaso, puesto que plantaban esos rasgos primitivos sobre una mentalidad individualista perfectamente moderna. El Club Méditerranée le permite a uno vivir esta zambullida en el mundo primitivo (ausencia de dinero, de libros y a veces de ropa) sin poner en duda la continuidad de su vida de «civilizado»: el éxito comercial de esta idea es bien conocido. Los retornos a las religiones antiguas y nuevas son incontables, dan prueba de la fuerza que tiene esta tendencia, pero creo yo que no pueden encarnarla: el regreso al pasado es imposible. Sabemos que ya no queremos la moral (la amoral) del «todo vale», pues ya hemos experimentado sus consecuencias; pero hay que encontrar nuevas interdicciones, o una nueva motivación para las antiguas, a fin de poder percibir su sentido. La capacidad de improvisación y de identificación instantánea busca equilibrarse con una valoración del ritual y de la identidad, pero podemos dudar de que el regreso al terruño sea suficiente.

Al relatar y analizar la historia de la conquista de América, me he visto llevado a dos conclusiones aparentemente contradictorias. Para hablar de las formas y de las especies de comunicación, me coloqué primero en una perspectiva tipológica: los indios favorecen el intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos; ninguno de los dos es intrínsecamente superior al otro, y siempre necesitamos los dos a la vez; si ganamos en un plano, perdemos necesariamente en el otro. Pero al mismo tiempo, fui llevado a comprobar una evolución en la «tecnología» del simbolismo: para simplificar, esta evolución se puede reducir a la aparición de la escritura. Ahora bien, la presencia de la escritura favorece la improvisación a expensas del ritual, como también ocurre con la concepción lineal del tiempo o, de otra manera, con la percepción del otro. ¿Habrá también una evolución entre la comunicación con el mundo y la comunicación entre los hombres? En términos más generales, si es que hay evolución, ¿no vuelve a encontrar el concepto de barbarie un sentido no relativo?

Para mí, la solución de esta aporía no consiste en abandonar una de las dos afirmaciones, sino más bien en reconocer, para cada evento, múltiples determinaciones que condenan al fracaso toda tentativa de sistematizar la historia. Esto es lo que explica que el progreso tecnológico, cosa que sabemos demasiado bien hoy en día, no implique superioridad en el plano de los valores morales y sociales (ni tampoco inferioridad). Las sociedades con escritura son más avanzadas que las sociedades sin escritura, pero se puede dudar si hay que escoger entre sociedades con sacrificio y sociedades con matanza.

En otro plano, la experiencia reciente es desalentadora: el deseo de superar el individualismo de la sociedad igualitaria y de llegar a la socialidad propia de las sociedades jerárquicas se encuentra, entre otros, en los estados totalitarios. Estos se parecen al niño monstruoso al que temía Bernard Shaw, presentido, según parece, por Isadora Duncan: tan feo como aquel y tan tonto como esta. Esos estados, ciertamente modernos en tanto que no se les puede asimilar ni a las sociedades con sacrificio ni a las sociedades con matanza, reúnen sin embargo ciertos rasgos de las dos y merecerían la creación de una «palabra-valija»: son sociedades con sacrifitanza. Como las primeras se profesa una religión de estado: como en las segundas, el comportamiento está fundado en el principio karamazoviano del «todo vale». Como en el sacrificio, se mata primero en casa; como en el caso de las matanzas, se disimula y se niega la existencia de esas muertes. Como en aquel, se elige individualmente a las víctimas; como en estas, se las extermina sin ninguna idea de ritual. El tercer término existe, pero es peor que los dos anteriores: ¿qué hacer? […]

Conocer la Historia, conocerse a sí mismo

La historia ejemplar ha existido en el pasado, pero el término ya no tiene el mismo sentido ahora que entonces. Desde Cicerón se repite el dicho que reza Historia magistra vitae: su sentido es que el destino del hombre no se puede cambiar, y que uno puede modelar su conducta presente siguiendo a los héroes del pasado. Esta concepción de la historia y del destino pereció con la aparición de la ideología individualista moderna, puesto que con ella se prefiere creer que la vida de un hombre le pertenece, y que no tiene nada que ver con la de otro. No pienso que el relato de la conquista de América sea ejemplar en el sentido de que podría representar una imagen fiel de nuestra relación con el otro; no solo Cortés no es igual a Colón, sino que nosotros ya no somos iguales a Cortés. Dice el dicho que si se ignora la historia se corre el riesgo de repetirla; pero no por conocerla se sabe qué es lo que se debe hacer. Nos parecemos a los conquistadores y somos diferentes de ellos: su ejemplo es instructivo, pero nunca estaremos seguros de que, al no comportarnos como ellos, no estamos precisamente imitándolos, puesto que nos adaptamos a las nuevas circunstancias. Pero su historia puede ser ejemplar para nosotros porque nos permite reflexionar sobre nosotros mismos, descubrir tanto las semejanzas como las diferencias: una vez más, el conocimiento de uno mismo pasa por el conocimiento de otro.

Para Cortés, la conquista del saber lleva a la del poder. Conservo de él la conquista del saber, aun si es para resistir al poder. Hay cierta ligereza en conformarse con condenar a los conquistadores malos y añorar a los indios buenos, como si bastara con identificar al mal para combatirlo. Reconocer la superioridad de los conquistadores en tal o cual punto no significa que se les elogie; es necesario analizar las armas de la conquista si queremos poder detenerla algún día. Porque las conquistas no pertenecen solo al pasado.

No creo que la historia obedezca a un sistema, ni que sus supuestas «leyes» permitan deducir las formas sociales futuras, o siquiera presentes. Creo más bien que el hacerse consciente de la relatividad, y por lo tanto de lo arbitrario, de un rasgo de nuestra cultura ya es desplazarlo un poco, y que la historia (no la ciencia, sino su objeto) no es más que una serie de esos desplazamientos imperceptibles.


Prólogo del libro «La conquista de América. El problema del otro» publicado por © Siglo XXI editores (México) y reproducido aquí con permiso de dicha editorial. El texto del Avance aquí dado es una elaboración de Nueva Revista.

Sofía, 1939-París, 2017. Director del Centro de Investigación sobre las Artes y el Lenguaje del CNRS francés y uno de los más reputados intelectuales de los últimos cincuenta años.