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No hace falta ser un lince para saber que un zorro es más inteligente que una lombriz, pero hay que ser más que un lince para saber lo que eso significa, si es que significa algo. Atribuimos inteligencia a hombres, animales, computadoras y, últimamente, hemos comenzado a hablar de edificios inteligentes, automóviles inteligentes y hasta de cafeteras inteligentes. El uso indiscriminado de un término es grave porque las palabras son instrumentos para analizar la realidad. Sus significados indican senderos abiertos en las cosas, que las hacen transitables. Una palabra perdida es, tal vez, un acceso a la realidad perdido. Una palabra emborronada es un camino oculto por la maleza. Con el término «inteligencia» no podemos correr este riesgo de extraviarnos, porque saber a ciencia cierta lo que significa no es un lujo de experto, sino una dramática y urgente necesidad de todo el mundo.

¿Por qué es tan importante conocer la verdad sobre este asunto? Porque lo que pensamos sobre la inteligencia es lo que pensamos sobre nosotros mismos, y lo que pensamos sobre nosotros mismos es una parte real de lo que somos. Bajo cada cultura, dirigiéndola como un destino que se disfraza de ocurrencia libre, de prédica religiosa o de teoría científica, hay una idea de lo que es la inteligencia y de lo que es el sujeto humano.

¿Y qué piensa nuestra cultura acerca de la inteligencia? Pues cosas muy confusas. En 1921 se organizó un simposio de expertos para intentar ponerse de acuerdo en una definición de la inteligencia. Los resultados fueron decepcionantes. En 1986, Robert Stenberg, un prestigioso psicólogo, decidió repetir la experiencia y convocó a un nutrido grupo de especialistas para ver si se había progresado. Tampoco se consiguió llegar a un acuerdo. Incluso algunos psicólogos propusieron que se abandonase el concepto de inteligencia por su vaguedad.

Hay, por supuesto, rasgos en los que se está más o menos de acuerdo. La inteligencia es la capacidad de adaptación a la novedad, la habilidad para resolver problemas o el conjunto de operaciones de nivel superior: lenguaje, razonamiento abstracto, representación, aprendizaje, etc. Pero esta coincidencia es demasiado vaga para convertirse en una definición.

Creo que nuestra cultura ha enfocado mal el estudio de la inteligencia. Se ha sentido fascinada por su aspecto cognoscitivo, lo que nos ha hecho menospreciar elementos importantes del comportamiento inteligente. Hemos separado la inteligencia de la acción y no hemos sido luego capaces de reunirías de nuevo. Admitimos como una verdad evidente que la culminación de la inteligencia es el conocimiento científico, cuando en realidad la culminación de la inteligencia es la buena conducta.

Lo que acabo de decir puede parecer una arbitrariedad o una majadería. ¿Qué tendrá que ver la bondad con la inteligencia? Comenzaré por el principio. El ser humano nace con necesidades que tiene que satisfacer. La vida es una sucesión interminable de problemas. Llamamos inteligencia al conjunto de operaciones que nos permiten salir adecuadamente de la situación. Algunas de esas operaciones son cognoscitivas -ver, relacionar, comparar, inferir, recordar—, y en general las compartimos con los animales superiores, que también aprenden, relacionan y forman conceptos. Otras operaciones son evaluativas, nos ponen en contacto con valores que nos afectan, atraen o repelen. Constituyen el poderoso campo de la experiencia afectiva y las compartimos igualmente con los animales. Al conjunto de operaciones que manejan información cognoscitiva y evaluativa, lo denomino «inteligencia computacional». La gran diferencia entre nuestra inteligencia y la de los animales no se da en este nivel, sino en un nivel superior. El ser humano ha conseguido controlar esas operaciones para dirigirlas a un fin. Nuestra inteligencia es una inteligencia computacional que se autodetermina. Y esta habilidad de haber interiorizado los sistemas de control produce una sorprendente transfiguración de todas las facultades. La mirada se vuelve inteligente al ser dirigida por proyectos inventados.

Aprendemos como el animal, automática e incidentalmente, pero también podemos decidir lo que queremos aprender: chino, ajedrez, cálculo diferencial o las reglas del mus. La atención no está ya dirigida por el estímulo, sino por mecanismos subjetivos. Y así las demás operaciones.

Una persona inteligente no es la que saca buenos resultados en un test, que es al fin y al cabo una situación anormal, impuesta, estimulante o estresante, sino la que los consigue en situaciones que ella misma tiene que hacer interesantes. Es la inteligencia la que permite, mediante una poderosa conjunción de tenacidad, retórica interior, memoria, razonamiento, invención de fines, control de la impulsividad, gestión del sistema motivacional -en una palabra, gracias al juego libre de las facultades—, que veamos una salida cuando todos los indicios muestran que no la hay. Inteligencia es saber pensar, desde luego, pero también tener ganas o valor para ponerse a ello. Consiste en dirigir nuestra actividad mental para ajustarse a la realidad y para desbordarla.

Esta definición de la inteligencia tiene dos consecuencias importantes. Borra la insostenible separación entre inteligencia y voluntad. La inteligencia humana se separa de la animal por el aprendizaje de la autodeterminación, asunto que he tratado con detenimiento en El misterio de la voluntad perdida (Anagrama). De la segunda consecuencia ya he hablado: la culminación de la inteligencia no es la ciencia sino la ética.

Creo que esta idea de inteligencia abre nuevos horizontes culturales. En cada momento histórico, una sociedad define la inteligencia eligiendo entre sus creaciones la que considera más importante. Para la escolástica medieval, la gran manifestación de la inteligencia era la sabiduría que llevaba a Dios; la modernidad pensó que la ciencia era la gran obra intelectual, e identificó la inteligencia con la razón; la posmodernidad nos ha dado una visión esteticista del ser humano, y ha considerado que la invención era la propiedad fundamental de la inteligencia. Me gustaría pensar que entramos en la época «ultramoderna», caracterizada por una concepción ética de la inteligencia. La inteligencia no es un conjunto de operaciones mentales sino, también, el uso que se hace de ellas, la mayor o menor eficacia con que conocemos la situación, diseñamos planes, los evaluamos y los llevamos a la práctica. Aceptar esta idea de inteligencia nos libraría de los excesos de la modernidad y de la esterilidad de la posmodernidad. Les invito, pues, a ser ultramodernos.

Filósofo, pedagogo, reconocido ensayista. Con una extensa obra publicada, merecedora de los más prestigiosos galardones, su último libro es «El deseo interminable. Las claves emocionales de la historia», en Ariel.