Tiempo de lectura: 6 min.

El pasado 29 de junio entró en vigor la nueva Ley de Partidos Políticos. Una ley que nació de las reuniones del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, firmado entre las dos principales formaciones políticas del arco parlamentario: PP y PSOE. Ambas consiguieron atraerse el voto de Coalición Canaria y CIU, y conformar una mayoría que permitió a la nueva ley salir a la luz con un alto grado de consenso.

La redacción del articulado de la ley apuntó directamente a Batasuna, formación que desde sus anteriores siglas (Herri Batasuna y Euskal Herritarrok) ya vino desafiando al orden constitucional y democrático al amparar y apoyar la, para ellos, «lucha armada» de ETA, que no es otra cosa que la eliminación del rival político por el asesinato y la amenaza permanente. La democracia española se acabó de dotar de una ley que podría permitirle ilegalizar una organización presente en la vida política desde la Transición. ¿Por qué ahora y no antes?

Siempre existió, y aún existe, el convencimiento de que el mundo de ETA necesitaba tener una expresión política que permitiera, con el tiempo, su integración en la vida democrática y, de esta manera, dejar las armas. Incluso, algunos confiaron en que la propia formación política hiciese de interlocutora en un posible proceso de paz. Esto es lo que se ha conocido como el modelo irlandés que, como su propio nombre indica, de momento sólo ha servido para Irlanda.

Tanto en las conversaciones de Argel como después de la tregua de 1998, ETA siempre ha dejado muy claro que no tiene interlocutores interpuestos y siempre ha negociado directamente. Su brazo político tan sólo es eso, un elemento más de toda la estrategia que dirige la organización terrorista: desde organizaciones sindicales hasta medios de comunicación y organizaciones juveniles. Todo un entramado dirigido al agitprop de los fines de la acción terrorista. Tras la firma del Pacto de Estella, el nacionalismo moderado esperaba que, aceptando los fines políticos de ETA, ésta dejara de matar y permitiera a Euskal Herritarrok (en aquel momento) incorporarse de pleno a la vida democrática. El espejismo de Otegi como el nuevo Gerry Adams duró exactamente lo que ETA tardó en obligarle a dar marcha atrás en sus muchas manifestaciones. El 3 de diciembre de 1999, ETA ponía fin a la tregua, y el 21 de enero de 2000, mataba en Madrid al teniente coronel Pedro Antonio Blanco. Y Arnaldo Otegi volvía a ser el de siempre.

La frustración que provocó, tanto en el País Vasco como en el resto de España, que ETA volviera a las armas empezó a dibujar lo que hoy se ha propuesto desde las instituciones y desde las instancias judiciales: que un partido político no puede vivir de espaldas a los principios y a las normas constitucionales que le permiten existir como tal.

El 4 de agosto estallaba un coche bomba frente a la casa cuartel de la Guardia Civil en Santa Pola (Alicante). ETA volvía a atentar en una de las localidades más turísticas de España, sólo que esta vez la explosión se llevaba por delante la vida de una niña de seis años, hija de un guardia civil, que jugaba en su habitación, y la de un jubilado que esperaba el autobús en la parada de enfrente. La indignación volvió a palparse en las calles de la ciudad el día de los funerales y toda la atención se centró en la reacción de los portavoces de Batasuna, con la nueva Ley de Partidos ya en vigor. Como era de esperar, no hubo condena del atentado, que se volvió a interpretar (a justificar, en definitiva) como una consecuencia del «conflicto político que vive Euskal Herria» y que el presidente del Gobierno era el «responsable en primera persona», ya que en su mano está el solucionarlo, « (construyendo) una alternativa sin vencedores ni vencidos».

El debate, pues, estaba y está servido. ¿Sirve o no sirve una supuesta ilegalización para la lucha antiterrorista? ¿No es un riesgo que el Congreso de los Diputados inste un proceso que puede ser interrumpido en cualquiera de sus instancias judiciales: Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional y Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo? ¿Cuál será la reacción de los ciudadanos del País Vasco? ¿Contribuirá esta medida a ahondar aún más las diferencias de percepción entre ellos y el resto de España?

Que la ¡legalización de Batasuna no va solucionar el problema de forma definitiva, es evidente. Lo ha reconocido el propio Gobierno y es bueno que así lo haga, para que no se generen falsas expectativas. Pero no todo debería evaluarse en términos estrictamente de utilidad. El proceso abierto tiene mucho de reivindicación ética de la democracia ante el atropello terrorista. Carlos Martínez Gorriarán decía en Abe que «la justicia democrática no es solamente algo que administran los magistrados sobre la base de las leyes parlamentarias, sino también una acción constante por la equidad y la libertad generales que debe concernir a todos los ciudadanos».

La lucha contra el terrorismo es demasiado compleja como para que existan fórmulas mágicas que, en un momento dado, surtan un efecto fulminante. La ilegalización no es la panacea, pero tampoco es inocua: el 13 de agosto, ETA salió en defensa de su brazo político, justificó el atentado de Santa Pola y amenazó a todos los grupos políticos que votaran a favor en el pleno que tendría lugar trece días más tarde. Más que perder un interlocutor (ya vimos que ETA siempre negocia directamente) es posible que con la ilegalización de Batasuna se gane margen de negociación. Según expertos en seguridad, este tipo de conflictos siempre acaba en una mesa de negociación: bien para rendirse, bien para negociar de igual a igual, o bien para aceptar la rendición del contrario. Que ETA pierda su brazo político y que cualquier intento de volver a engendrar un partido político esté amenazado con la ilegalización mientras se complemente con la estrategia terrorista, puede convertirse en un elemento de desgaste importante a largo plazo. Como ha dicho Kepa Aulestia estos días en La Vanguardia, «la responsabilidad última de la continuidad de la izquierda abertzale corresponde a ella misma».

A la iniciativa votada por el Congreso de los Diputados el pasado 26 de agosto se le sumó el mismo día un auto del juez Garzón por el que suspendía las actividades de Batasuna por un periodo de tres años al hallar fuertes conexiones de este partido y algunos delitos terroristas. Las posteriores providencias emitidas por el juez limitando la capacidad de manifestarse de este partido político, han desatado las críticas sobre las acciones del juez de la Audiencia Nacional. Sea como fuere, la instancia del Gobierno ante el Tribunal Supremo por encargo del Congreso y la acción judicial llevada a cabo por Garzón se complementan en un acoso sin precedentes contra todo el mundo legal que apoya y ampara a ETA. Es evidente que existen riesgos de que algún recurso salga adelante y que el proceso sufra vaivenes. Ello dependerá de la pericia con que se hayan conducido las instancias ministeriales y judiciales. Pero desaconsejar que el Congreso sea quien impulse al ilegalización de un partido por miedo al éxito del proceso supondría pasar por alto el valor intrínseco de una iniciativa votada por el 88% del Parlamento, es decir, de la institución donde están representados todos los ciudadanos.

Tampoco hay que olvidar que no es la única ley europea. Además de la última ilegalización decretada en Francia, la del partido al que pertenecía el terrorista que atentó contra Jacques Chirac, está la propia Constitución alemana; la única carta magna que prevé la posibilidad de prohibir partidos «que, por los objetivos o la actitud de sus partidarios, intentan atentar contra el orden fundamental, liberal y democrático, o invertirlo o comprometer la existencia de la República Federal de Alemania».

La buena noticia es que, desde los procesos abiertos contra Batasuna comenzaron su curso, la llamada a la movilización por sus líderes apenas ha surtido efecto. Quizás es la consecuencia de una sociedad que, además de hastiada por una situación que dura casi más de treinta años, sigue viviendo al margen de la política. Cuando se declaró la tregua en 1998, había una opinión generalizada que recorría las calles del País Vasco: «Ahora, que lo solucionen los políticos». Bien es verdad que esto se producía después de las movilizaciones sin precedentes que tuvieron lugar desde el secuestro de Julio Iglesias Zamora y que alcanzaron su momento álgido con el asesinato del concejal de Ermua, Miguel Angel Blanco. Pero la polarización política que se abre con la deriva soberanista del PNV al abrazar la estrategia de Estella, la tregua que se rompe unos meses antes de las generales del 2000 y la tensión que estalla definitivamente en las autonómicas de 2001 entre el bloque nacionalista y el no nacionalista, sume a la sociedad vasca, de nuevo, en una patente apatía.

Las diversas encuestas publicadas sobre los efectos de la medida instada contra Batasuna revelan, una vez más, la profunda sima que se abre entre las opiniones recabadas en el País Vasco y las del resto de España. Es una mala noticia, por supuesto, pero perfectamente entendible si nos atenemos a sus condicionantes. En el País Vasco, es difícil encontrar posiciones que respalden una política de abierto enfrentamiento con el mundo de ETA. Más cerca o más lejos, un gran número de familias conoce o le afecta directa o indirectamente la situación de algún pariente, familiar o amigo que está encarcelado por motivos terroristas. La presencia del conflicto dentro de las propias familias amenaza, en ocasiones, con dividirlas. Por eso, por el hecho de que la familia, o la cuadrilla de amigos son formas fundamentales de estructuración social, donde los elementos emocionales están por encima de los racionales, se tiende a evitar lo que es motivo de conflicto o lo que puede avivarlo. De ahí aquello que decía María San Gil, teniente de alcalde de San Sebastián y presidenta del PP vasco: «en el País Vasco, por encima de todo está la vida cotidiana. Aquí te haces autista de los problemas del mundo». Para los más interesados, es muy recomendable la reflexión que ofrece sobre las consecuencias de la violencia en el entorno familiar y social la excelente película American History X, sobre los grupos neonazis en Estados Unidos.

No estamos ante un proceso fácil ni breve. Entretanto, es posible que la izquierda abertzale busque una forma de reorganizarse que le permita presentarse a las elecciones locales de mayo. Le van muchas alcaldías en ello. Veremos, sobre todo, si el artículo 9.4 de la nueva Ley de Partidos se lo impide o no. Será entonces cuando podremos hacer un primer balance.

Periodista y crítico musical