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La revista The Economist correspondiente al 8 de noviembre lleva a su portada la imagen de Barack Obama junto con el título de una conocida novela de Dickens, Great Expectations, que en español se ha venido traduciendo como Grandes esperanzas. Jugando con otra posible traducción castellana de la palabra expectation, cabe preguntarse qué sentimiento prevalece ahora en Estados Unidos y en el mundo, si la expectación o la esperanza. Menos comprometido, sin duda, es escribir sobre la gran expectación que existe en torno a la toma de posesión el próximo mes de enero de Obama como presidente de los Estados Unidos. A este aspecto casi cinematográfico, y propio del moderno estado-espectáculo, se refirió el todavía presidente Bush al día siguiente de las elecciones, en las palabras que pronunció desde la rosaleda de la mansión presidencial: «Será una escena conmovedora cuando Barack Obama, su mujer, Michelle, y sus dos guapas hijas, atraviesen el umbral de la Casa Blanca».

¿Qué decir de la esperanza? Convendría empezar distinguiendo los dos grandes papeles que corresponden al presidente de los Estados Unidos: el de jefe del poder ejecutivo y el de líder moral del pueblo americano. El ejercicio del poder ejecutivo, tal como lo prevé la constitución de los Estados Unidos, es una carrera de obstáculos, y ello incluso —como va a ocurrir en el caso de Obama— cuando hay una mayoría favorable en el Senado y en la Cámara de los Representantes. Como es sabido, el paso de una mayoría en principio disponible a una mayoría dispuesta a respaldar iniciativas presidenciales requiere siempre, y caso por caso, una negociación de la Casa Blanca con senadores y representantes. La reciente imagen del secretario del Tesoro, Henry Paulson, doblando la rodilla ante Nancy Pelosi, speaker de la Cámara de los Representantes, en súplica de apoyo para el plan presidencial contra la crisis financiera, vale por muchas lecciones de derecho constitucional e ilustra bien lo menesteroso del poder ejecutivo al otro lado del Atlántico.

En este sentido, lo laborioso de la obtención de mayorías en el Congreso, el precio que hay que pagar por cada una de ellas, la gran descentralización federal americana, el activismo de los tribunales, y lo pujante de su sociedad civil, hacen que el gobierno estadounidense traslade con frecuencia una sensación de confusión, especialmente a europeos acostumbrados a la disciplina del parlamentarismo. Churchill, que era un buen conocedor de los Estados Unidos, los describía así en 1938, con su acostumbrado talento literario: «Una esfinge que, bajo una máscara de locuacidad, afabilidad, sentimentalismo, dureza mercantil, política mecanizada […], vigor y debilidad, eficiencia y embrollo, conserva sin embargo el poder de pronunciar una palabra solemne y formidable».

Pronunciar esa «palabra solemne y formidable» no siempre está al alcance de los presidentes norteamericanos y, en todo caso, necesitan para ello el respaldo del Congreso. Por otra parte, carisma presidencial y capacidad de persuasión de los ocupantes de la colina del Capitolio son cosas distintas. Pocos presidentes ha habido tan carismáticos como John Kennedy y, sin embargo, la aprobación de su gran programa reformador tuvo que esperar al mandato de su sucesor, el veterano Lyndon Johnson, para quien el Senado no tenía secretos. ¿Sabrá Obama entenderse con el Congreso? Es pronto para decirlo, pero parece significativo que su primera selección de colaboradores haya recaído sobre personas muy experimentadas en la brega política.

Convertirse en un líder moral del pueblo norteamericano es, por supuesto, aún más difícil que ejercer eficientemente el poder ejecutivo. La tarea tiene, sin embargo, la ventaja de poder emprenderse sin trabas constitucionales, en comunicación directa con los ciudadanos. Se diría que el presidente electo Obama dispone de un amplio repertorio de talentos que le permite optar a ese liderazgo: elocuencia solemne e inspirada, serenidad y gravitas, convicción de ser portador de una misión, capacidad para eludir los estereotipos que han servido hasta ahora para clasificar a los políticos americanos… ¿Y a dónde conducirá el liderazgo del presidente Obama? Su pensamiento no permite identificar puntos de destino muy concretos. Sí cabe, en cambio, referirse de forma general a la América que Obama quiere y, paradójicamente, no hay mejor fórmula para describirla sintéticamente que una acuñada por George Bush, padre: a kindler, gentler America, una América más amable y benévola, tanto en su ámbito interno como en las relaciones con los demás países.

LETRADO MAYOR DEL CONSEJO DE ESTADO