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La actual situación de la economía española, desde el punto de vista coyuntura!, podría describirse en los siguientes términos: se ha desacelerado notablemente la tasa de crecimiento de la demanda nacional; también lo ha hecho, aunque en menor proporción, la tasa de crecimiento del PIB; los déficit comercia! y corriente han frenado su deterioro y tienden a evolucionar hacia una situación menos deficitaria, y los agregados monetarios también han ido moderando paulatinamente sus elevadas tasas de crecimiento. Esta evolución favorece el proceso de convergencia con las economías comunitarias. Por el contrario, continuamos sin avanzar prácticamente nada en la reducción de la tasa de inflación, a pesar del reducido crecimiento de los precios alimenticios y del efecto deflacionista de los precios de importación; y. lo que puede ser gravísimo, ha desaparecido el ahorro publico de los últimos años —diferencia entre ingresos y gastos corrientes—, al tiempo que repunta claramente al alza tanto el déficit de la Administración central como, sobre todo, el de las Autonomías y Ayuntamientos.

En este contexto, y una vez más, el Gobierno ha elaborado un conjunto de actuaciones que desea negociar con los partidos políticos y los agentes sociales: el denominado Pacto de Competitividad. El objetivo perseguido, aumentar la competitividad de la economía española, cuenta, lógicamente, con el beneplácito de todo el mundo. Otra cosa muy distinta es no sólo el contenido del pacto elaborado por el Gobierno, sino incluso la eficacia de esa vía para aumentar la competitividad de la economía española y poder así incorporarnos sin grandes traumas, en 1993, a una CEE en la que los capitales circularán libremente, los aranceles intracomunitarios habrán desaparecido y será una realidad la libertad de establecimiento de todo tipo de instituciones financieras.

Pactos de la Moncloa

Dejando a un lado las servidumbres manifiestas de una Constitución elaborada por consenso —baste pensar en la existencia de 17 comunidades autónomas y en los gigantescos problemas de todo tipo que ese diseño ha creado—. merece la pena analizar hasta qué punto la política de pactos fue eficaz para la modernización de la economía española, tanto a raíz de la primera crisis del petróleo (1973) como de la segunda (1979). En términos macroeconómicos, los Pactos de la Moncloa consiguieron una reducción sustancial de los desequilibrios básicos en su primer año de vigencia; pero a partir de ese período el avance fue penoso y lento basta 1983, De los distintos acuerdos entre los agentes sociales en los ochenta, con o sin el Gobierno, se podría decir lo mismo. Se consiguieron resultados positivos, pero por una vía costosamente lenta.

Visto con cierta perspectiva, creo que se debe señalar que fue la política monetaria restrictiva y una política de cierta contención del gasto público las que jugaron un papel decisivo era la recuperación de los desequilibrios básicos y en el saneamiento de la economía española entre 1977 y 198IJ, El efecto positivo de la moderación salarial en el primer año de vida de los Pactos de la Moncloa —cuya clave consistía en fijar los incrementos de salarios no en función de la inflación pasada, sino de la prevista— fue perdiendo fuerza y eficacia de modo paulatino según transcurrían los años. Y si bien es verdad que desde 1977 hasta hoy la moderación de que hicieron gala los sindicatos, a través de los distintos acuerdos, tuvo efectos positivos en la lucha contra la inflación y contra el déficit exterior, tampoco se puede negar — porque es un hecho comprobable— que algunos años la moderación fue un hecho de especial intensidad, a pesar de no haber existido ningún tipo de pacto o acuerdo ni con los empresarios ni con el Gobierno.

A todo esto habría que añadir, para la década de los ochenta, un factor nuevo pero de importancia decisiva: el excesivo y rápido crecimiento tanto de la presión fiscal como del gasto público. Se puede aceptar perfectamente que se ha generalizado la asistencia sanitaria, si bien la masificación y la pérdida de calidad es un hecho visible y fácilmente comprobable, si se tiene en cuenta la tendencia creciente del número de españoles que contratan esa asistencia con instituciones privadas. Lo mismo podríamos decir de las pensiones: nadie puede negar el incremento impresionante registrado por el número de pensionistas en España; pero también habría que añadir que cada vez se pone más en duda la capacidad económica del Estado para atender en el futuro el cumplimiento puntual de esas prestaciones. Si buscamos la contrapartida del fuerte crecimiento de la presión fiscal en otros servicios públicos: ferrocarriles, carreteras, calidad de la enseñanza en todos sus niveles, etc., parece clara la insatisfacción generalizada de los ciudadanos.

Ahora bien, no se puede negar que en la década de los ochenta la economía española ha conocido unas tasas de crecimiento y de creación de empleo que modernizaron nuestro aparato productivo y casi compensaron la destrucción de trabajo que tuvo lugar en los años anteriores. Los hechos positivos de este proceso están a la vista. Pero quedarse en esto sería cerrar los ojos a la realidad, ya que es necesario hacerse una pregunta muy elemental: la relación entre coste —humano y económico— y resultados obtenidos. La devoción por las políticas de pactos, acuerdos y consensos supuso, en todos los casos, y casi por definición, no enfrentarse nunca decididamente al fondo del problema. Esto se tradujo en la plasmación del deseo inicial de buscar la menor reducción posible del número de empleos, de salvar sectores, empresas o líneas de producción, con la esperanza de que el ajuste efectuado fuese suficiente para iniciar y sostener el proceso de saneamiento.

Los hechos han demostrado que, con el paso del tiempo, la falta de decisión inicial firme se tradujo a la vuelta de los años en más desempleo del que habría sido necesario y en unas necesidades financieras, tanto públicas como privadas, también muy superiores. Esto se puede afirmar, prácticamente, de cualquier sector que haya llevado a efecto su reconversión por ese sendero del pacto o de la falta de decisión inicialmente: siderúrgico, naval, textil, electrodomésticos, bancario, etc. Hoy día nuestra siderurgia integral esta lejos de haber sido saneada y de ser competitiva. Peor le ha ido al sector de aceros especiales: de sus muchos miles de trabajadores —excepto alguna empresa que no entró en ese proceso— quedan poco más de 3.000 metidos en Acenor —que se ha fusionado contra toda lógica con Foarsa— y ahora sus directivos estiman necesaria una regulación de empleo que afecte a más de la mitad de los trabajadores y una nueva inversión de unos 60.000 millones de pesetas para conseguir los objetivos perseguidos. A tanta tardanza le está poniendo límite temporal la CEE. l

Un precario consenso

Se podrá decir que a partir de 1982 desapareció el consenso parlamentario y, por tanto, sería injusto cargar todas las culpas sobre los pactos o el consenso. Y esto es verdad por lo que se refiere al Parlamento, en donde funcionó el «rodillo» socialista: pero no lo es en cuanto a los pactos económicos y sociales que tuvieron lugar entre sindicatos, empresarios y Gobierno. Al Gobierno socialista le faltó valentía para solucionar racionalmente el proceso de reconversión tanto en el sector industrial como en otros sectores, presionado por razones de prestigio o por su ideología socialista. o bien por los sindicatos. El resultado fue que lo consensuado o pactado funcionaba — como sucedió en el caso de las autonomías— como una especial fórmula de «café para todos». De alguna manera era como volver a las «acciones concertadas»: los agentes sociales «transferían» la responsabilidad a la Administración.

Productividad

Lo que se pretende ahora: aumentar la competitividad de la economía española, no puede desligarse de la evolución de la productividad, y ésta evoluciona de modo muy distinto de unos sectores a otros, y, dentro de cada sector, de unas empresas a otras. Por tanto, es tan irracional que el ministro Solchaga garantice el mantenimiento del poder adquisitivo de los salarios como que pretendiese garantizar que ninguna empresa tendría pérdidas. El problema de la productividad y, consecuentemente, de la evolución de todo tipo de rentas de la empresa, es una cuestión entre el empresario y los trabajadores. El papel del Gobierno debe limitarse a dar a conocer la política macroeconómica que va a seguir y a crear un marco legal —en materia fiscal, presupuestaria, financiera, laboral, etc.— que, como mínimo, no obstaculice los acuerdos y las decisiones que adopten el empresario y los trabajadores de cada empresa concreta. De lo contrario, los agentes sociales tenderán a no asumir toda la responsabilidad que les corresponde —escudándose en lo pactado por el Gobierno, partidos políticos, dirigentes empresariales y sindicales. En resumen, el pacto y el consenso seguirán constituyendo, de hecho, un gravísimo obstáculo para el tan necesario desarrollo de la sociedad civil en España.