La perplejidad que me produjo una respuesta de Felipe González, en diciembre de Í976, en una reducida reunión organizada por un semanario a la que tuve la suerte de ser invitado, aún subsiste. La única pregunta que le hice al hoy presidente González —entonces en pleno furor de federalismo, autonomías y autodeterminación— fue la siguiente; «¿Qué sistema de financiación ha diseñado el PSOE para ese Estado federal?». Felipe González, después de unas breves palabras en voz baja con Miguel Boyer, que le acompañaba, me respondió: «Ésa es una cuestión técnica de carácter secundario». El tiempo ha demostrado, como es de sentido común, que ni la cuestión es solamente técnica ni mucho menos secundaria.
Hace unos meses se intentó zanjar el problema del endeudamiento en las entidades locales asumiendo el Gobierno central la deuda acumulada. Ha pasado el tiempo, y no sólo los Ayuntamientos y Diputaciones han vuelto a atcanzar unos niveles de déficit y de endeudamiento alarmantes, sino que las autonomías han seguido igual camino y con mayor rapidez. Las cifras no dejan lugar a dudas: según datos del Banco de Crédito Local, la deuda de las autonomías —incluyendo la que tienen con la Banca pública y privada, la contraída en el extranjero y la procedente de sus emisiones— ha pasado de 226.945 millones de pesetas en 1985 a 872.899 millones el pasado año. Con la excepción del año 1987, en que su incremento sobre el año anterior fue del 7,8%, y del año siguiente, que se acercó al 22%, en el resto de los años los incrementos anuales de esa deuda oscilaron entre el 35% y el 53%. En concreto, en 199(1 el incremento fue del 41%.
No es mejor la situación en la que se encuentra la deuda de las corporaciones locales, También según el Banco de Crédito Local, la deuda total de estas entidades se situaba al terminar el pasado año en 1.370.600 millones de pesetas, es decir, un 20% más que en 1989. El grueso de la misma, en torno a un billón de pesetas, corresponde a los Ayuntamientos. Evidentemente, este proceso de endeudamiento creciente es una locura. En mi opinión, los factores políticos, que quizá en muchos casos habría que calificar simplemente de partidistas, tienen buena parte de la culpa del endeudamiento autonómico y local. En el caso concreto de los Ayuntamientos, la desafortunada supresión de la «advertencia de ilegalidad» del secretario ha sido un factor determinante del descontrol presupuestario, por no decir de la vuelta a un caciquismo de la más rancia tradición española. Por muchas inexactitudes o exageraciones que haya en las informaciones sobre tráfico de influencias, comisiones y la larga lista de irregularidades que ustedes quieran, es evidente que el despilfarro del gasto público no central se ha generalizado por España como una epidemia en el último decenio.
Realmente, el Gobierno socialista no puede llevarse las manos a la cabeza, por muchas que hayan sido las tensiones entre el ex-secretario de Estado, Borrell, y los responsables económicos de las Administraciones de las Autonomías y de las Entidades locales en los dos últimos años. El respeto a la verdad es siempre inexcusable, y nada mejor que los textos escritos. Las resoluciones de los Congresos del PSOE están ahí, (os cantos a las nacionalizaciones y el mantenimiento del programa máximo de Pablo Iglesias también; la insistencia en los efectos benéficos del déficit público por parte de los socialistas y los comunistas figura abundantemente en los diarios de sesiones del Congreso, etc. Y no estoy hablando de la prehistoria: las afirmaciones a que me refiero son todas posteriores a 1975 y pueden encontrarse en boca de hombres como Boyer, Solcbaga, Nicolás Redondo, los comunistas, por supuesto, y, naturalmente, de Felipe González y Alfonso Guerra.
Todavía hoy sigue en pie por parte del Gobierno la defensa del «Estado del bienestar», no sé si en su pura o en su aguada versión socialista. Para comprobarlo bastaría acudir a las hemerotecas y ver la defensa del principal responsable directo del sistema fiscal español, tanto por el lado de los ingresos como por el de los gastos, el ex-secretario de Hacienda, Borrell. Veamos algunos datos tomados de la publicación de la OCDE The public sector issues for the 1990. Entre 1979 y 1989 España ha sido el país, con la excepción de Grecia, en que más ha crecido la participación del gasto público en el PIB. En 1979 nuestro gasto público se situaba cerca de 15 puntos porcentuales por debajo del promedio de la OCDE. mientras que diez años después esa diferencia se había reducido a 3,7 puntos. Al mismo tiempo, nuestros gastos corrientes, en términos de PIB, crecían casi tres veces más que los destinados a inversión, siendo sólo superados en esta errónea evolución por Italia —paradigma del despilfarro público—, Dinamarca y Grecia. Naturalmente, este crecimiento desaforado del gasto público sólo ha podido financiarse en parte —ya que hemos rozado tasas de déficit público del 7% de! PIB— mediante un crecimiento acelerado de la presión fiscal en este decenio, que pasó del 28,5% al 38,5% del PIB. Es decir, un aumento de 10,1 puntos en diez años, frente a casi 3 de media en la OCD E y algo menos en los países europeos de la organización.
Los servicios públicos
Evidentemente, se ha extendido el número de beneficiarios de la existencia sanitaria o la educación, aunque nadie ponga en duda que ha empeorado notablemente la calidad de las mismas. También ha aumentado considerablemente el número de pensionistas y el de perceptores del seguro de desempleo, aunque también en este caso haya que reconocer que al menos las percepciones de los jubilados son a todas luces insuficientes.
Si nos fijamos en otros servicios públicos: carreteras, ferrocarril, correos, teléfonos, etc., me parece que los comentarios sobran, ya que de una u otra manera lodos nos hemos formado nuestra opinión como usuarios de los mismos. Estos razonamientos apresurados no son más que apuntes en los que baso la siguiente afirmación: España es un país industrializado, pero cuyo PIB per cápita hace imposible que el Estado pueda seguir manteniendo el monopolio o cuasimonopolio de esos servicios públicos que he citado. Y los datos, en este caso, tampoco dejan lugar a dudas: el PIB por habitante en España se situaba en el 59,2% del correspondiente a la media comunitaria en 1%0, subía hasta el 80,4% en 1975, descendía hasta el 71,8% diez años después y volvía a crecer hasta el 76% al final del boom económico en 1989. En resumen, si se tiene en cuenta este dato a 1a hora de analizar la presión fiscal en España y/o la capacidad y posibilidades de nuestro sector público para conseguir un nivel de servicio sociales, prestados exclusiva o casi exclusivamente por el mismo, similar a los de la media de la CEE , conducirá a concluir que resulta imposible.
Este dato es una realidad de la que no se puede prescindir. Y si insisto tanto en la incapacidad del sector público español, por la distancia que nos separa de la media de) PIB por habitante en la CEE , es porque, básicamente, el mismo planteamiento vale para el desarrollo económico y social de cada una de nuestras diecisiete autonomías. Esto no supone negar las posibilidades que ofrece a las mismas la entrada en vigor del Mercado Único tanto por la vía de unas transferencias mucho más intensas de fondos estructurales como por la reconversión de la política agraria comunitaria, tendente a ser competitiva en los mercados internacionales y a elevar el nivel de vida de los agricultores comunitarios por la vía de las rentas. Ahora bien, el proceso de desarrollo económico convergente será imposible de conseguir si no se sustituye «al tópico y a la intuición en el análisis y en Sa discusión colectiva de los criterios que deben informar la política regional española en el marco de los objetivos de conexión social de la Europa comunitaria» (Papeles de Economía, n.u 45, 1990). Esta publicación constituye una auténtica joya para el análisis económico de las autonomías en España, y de ella procede la mayoría de los datos y los gráficos que acompañan a estas líneas.
Reflexión final
Finalmente, tres consideraciones. Primera: la reducción del papel del sector público, la desregulación de la economía y la reforma fiscal, en línea con las que se han realizado en la década de los ochenta en los países más desarrollados, son condiciones indispensables tanto para la economía española como para las autonomías. Al «sector mercado», como al campo, una vez que se suprimen las limitaciones a su actividad, no se le puede poner puertas. Inútil, por tanto, la pretensión de España, Francia e Italia de una libertad de movimientos de capitales que no afecte a sus respectivos sistemas fiscales.
Segunda: personalmente pienso, a la vista de la experiencia de estos últimos años, que mientras la economía española no alcance un PIB por habitante similar, como mínimo, a la media de la CEE, la financiación de una estructura autonómica o federal será imposible y tenderá al deterioro económico y financiero de las distintas autonomías.
Y tercera: que las previsiones de déficit público global para este año empeorarán notablemente y superarán a las de 1990. Por una parte, porque es muy dudoso en este momento que el déficit de caja del Estado se quede en el 0,9% del PIB, y, por otra, porque el déficit de las Administraciones autonómicas y locales, que ya superó el 1% del PIB el pasado año, volverá a agravarse en el actual. Ha sido un error del Gobierno socialista gastar tanta pólvora en algo que es cierto en los Presupuestos de las Administraciones centrales: que el gasto de las mismas crecerá este año lo mismo que el PIB nominal, y decir con ia boca pequeña, o no decirlo, que el gasto público consolidado total crecerá en torno a dos puntos más que el PIB en términos corrientes: 10,8% del gasto frente a 8,9% del Producto Interior Bruto.