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La desinformación, a juicio: los retos jurídicos que plantean las «noticias falsas»

© Shutterstock.

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NIHIL NOVUM SUB SOLE (ECL 1,10)

(NO HAY NADA NUEVO BAJO EL SOL)

Que el hombre masa orteguiano impera en la sociedad occidental es un hecho incontestable, mensurable objetivamente e inédito en nuestra historia, al menos en las actuales cotas, de igual modo que lo es la consecuente democratización de funciones antes atribuidas a una minoría.

Una de sus manifestaciones más claras se aprecia en el ámbito de la información, y más concretamente en el de la desinformación, que anglófonos y anglófilos, estos últimos tan numerosos en nuestra tierra, vienen denominando fenómeno de las fake news.

En efecto, la revolución digital ha provocado, entre otros extremos:

Todo ello ha generado en los últimos tiempos una creciente preocupación política y jurídica, especialmente en periodos electorales, si bien cabe señalar que el uso de estrategias de desinformación basadas en el empleo de noticias falsas no constituye una novedad en absoluto, aunque sí lo sean los medios empleados para llevarlas a cabo, sus potenciales efectos negativos y, por supuesto, su denominación.

Así, desde las exageraciones, rumores y bulos formulados por Suetonio en su Vida de los Césareso por Procopio de Cesárea en su Historia Secretaconsiderada académicamente como una diatriba injuriosa contra el emperador Justiniano, hasta la hiperbólica propaganda antiespañola impulsada por Guillermo de Orange en el siglo XVI, que dio lugar a la Leyenda Negra que todavía hoy nos persigue, las falsas noticias han sido una constante en la Historia de la humanidad, y su impacto cultural todavía es, en muchos casos, patente.

Atiéndase, a título meramente ilustrativo, al mito decimonónico de la Tierra Plana, atribuido al autor de los Cuentos de la Alhambra y presente en la cultura popular gracias a las viñetas de Hergé, por virtud del cual la redondez de la tierra no se hubo descubierto hasta que Colón arribó a América. Cuando lo cierto es que este hecho era conocido desde que Aristóteles y Eratóstenes calcularon su circunferencia, dándose por sentada su veracidad en la Edad Media, como manifiestan, entre otros, los textos de san Isidoro de Sevilla y santo Tomás de Aquino, así como abundantes obras de arte religioso, en las que la Tierra es representada como un orbe esférico y no como un absurdo plato.

Si bien los ejemplos de noticias falsas son tan abundantes como hirientes a nuestra concepción cartesiana de lo real, no es el objeto de este texto dilucidar si José I Bonaparte era un bebedor impenitente o si Calígula nombró cónsul a su corcel Incitatus, sino dar cuenta del tránsito de la preocupación a la reacción que, en el plano jurídico, genera este fenómeno.

OMNIA LICENT SED NON OMNIA ÆDIFICANT (1 COR 10,23)

(TODO ES LÍCITO , PERO NO TODO CONVIENE )

Sin embargo, con carácter previo, debe realizarse una breve referencia a las instituciones de la libertad de expresión e información, en tanto su correcta delimitación constituye la base de cualquier potencial regulación que tenga por objeto a las noticias falsas.

Así, ambas figuras se encuentran reconocidas en nuestro ordenamiento, con el carácter de derechos fundamentales, en el art. 20.1 de nuestra Lex Superior, cuya letra a) define la libertad de expresión como el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción.

Es decir, que dicho precepto reconoce y protege la libertad de todo ciudadano consistente en expresar y difundir pensamientos, ideas, opiniones, apreciaciones, creencias y juicios de valor frente a las injerencias de los poderes públicos, incluido el legislativo, sin más limitaciones que las establecidas en el propio texto constitucional.

Por su parte, la libertad de información se define en la letra d) del antedicho artículo como el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.

De lo cual se deduce que nuestra Constitución reconoce en realidad dos figuras: el derecho a comunicar información veraz y el derecho a recibirla, pudiendo considerarse el segundo como la consecuencia lógica de la anterior, si bien el Tribunal Constitucional (stc 6/1981) considera acertada la distinción de ambos en orden a ampliar la legitimación de sujetos titulares de la libertad que nos ocupa, la cual corresponde a todo ciudadano y no solo a los medios de comunicación o a profesionales de la in- formación, de igual modo que sucede con la libertad de expresión (stc 168/1986).

Por ello, la verdadera diferencia entre ambas figuras radica en su objeto, en tanto la primera recae sobre cualquier concepción intelectiva no susceptible de una demostración de exactitud, mientras que la segunda ampara solamente la «información veraz» que, según reiterada doctrina del Constitucional (stc 24/2019), podría definirse como todo hecho verdadero y noticiable.

El art 20.1 de nuestra Lex Superior protege la libertad de expresión de todo ciudada­no frente a las injeren­cias de los poderes públicos

A este respecto conviene resaltar las siguientes matizaciones:

Una vez sentado lo anterior, se podría concluir que las noticias falsas, entendidas como hechos difundidos con apariencia de realidad demostrable y no como juicios de valor, no se encuentran amparadas en ningún caso por la libertad de expresión, siendo de aplicación el régimen de la libertad de información.

Desde esta perspectiva habría que distinguir, en primer lugar, si la falsedad de la información es producto de la mentira o del error, es decir, si la discordancia entre la realidad y la manifestación es deliberada o inconsciente. En el primer caso, la libertad de información no amparará al difusor y, en el segundo, solo operará si concurren los requisitos de veracidad y trascendencia antes analizados.

Por lo tanto, el fenómeno de las noticias falsas solo debe entenderse integrado por estos casos ajenos al ámbito de protección de la libertad de información, respecto de los cuales, por ende, cabe reaccionar jurídicamente, sin perjuicio en todo caso del necesario respeto al principio de proporcionalidad, con considerables dosis de intensidad e incisividad.

OPPROBIUM NEQUAM IN HOMINE MENDACIUM (ECLO 20,26)

(LA MENTIRA EN EL HOMBRE ES UN OPROBIO VIL )

Las reacciones generadas por la desinformación masiva se han orientado bien hacia la autorregulación, la educación ciudadana y el fomento, bien hacia la imposición de obligaciones jurídicamente exigibles, definiendo, por consiguiente, dos modelos de intervención pública, que pudieran calificarse como «suave» y «coercitivo», respectivamente.

Al modelo «suave» responde paradigmáticamente el Plan de Acción contra la Desinformación, aprobado por la Comisión Europea el 5 de diciembre de 2018, que, tras caracterizar a la desinformación como la información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y difunde para obtener un beneficio económico o para engañar intencionadamente al público, y que puede causar daño público, diseña una respuesta coordinada a nivel de la Unión Europea contra la desinformación basada en los cuatro pilares siguientes:

Así pues, el mencionado Plan, saludado por no pocos con decepción, se mueve en el ámbito de las medidas no coercitivas, siendo significativo al respecto que en la acción número 6, relativa al citado Código de Buenas Prácticas, se señale que, en el supuesto de que la ejecución y el impacto del mismo sean insatisfactorios, la Comisión se reserva la posibilidad de proponer acciones adicionales, incluidas las de naturaleza regulatoria.

Por lo demás, los Estados miembros han comenzado a ejecutar el Plan de Acción. En el caso español, el Consejo de Ministros, en su reunión del día 15 de marzo de 2019, acordó la puesta en marcha del Sistema de Alerta Rápida para informar instantáneamente sobre campañas de desinformación e intercambiar datos y tomar decisiones entre los Estados miembros; habiéndose constituido igualmente la denominada Comisión Permanente contra la Desinformación y habiéndose configurado la Secretaría de Estado de Comunicación como el Punto de Contacto Único con la Unión Europea.

Por su parte, la Asamblea de la República Portuguesa aprobó el 6 de marzo de 2019 una recomendación al Gobierno para que se adopten medidas encaminadas a la aplicación en Portugal del Plan de la Comisión Europea, mencionándose, entre otras, las dirigidas a asegurar la transparencia de los algoritmos empleados por las plataformas digitales.

Dos leyes en Francia prevén diversas medi­das encaminadas específicamente a ase­gurar la limpieza de los procesos electorales

Las Leyes alemana y francesa sobre la materia, de 2017 y 2018 respectivamente, son, por su parte, conspicuos exponentes en nuestro entorno del modelo «coercitivo» de respuesta.

La Ley alemana contra la publicación en redes sociales de discursos de odio, pornografía infantil, artículos relacionados con el terrorismo e información falsa, de junio de 2017, se aplica a las empresas operadoras de plataformas en Internet con fines de lucro cuyos usuarios puedan compartir o poner a disposición del público cualquier contenido (esto es, las redes sociales), siempre que cuenten con más de dos millones de usuarios registrados. En concreto, se imponen a tales empresas, entre otras, las obligaciones siguientes:

Un enfoque distinto es perceptible en las dos Leyes, orgánica y ordinaria, francesas de 22 de diciembre de 2018 relativas a la lucha contra la manipulación de la información, que adoptan diversas medidas encaminadas específicamente a asegurar la limpieza de los procesos electorales, de forma que las mismas son aplicables durante los tres meses anteriores a aquel en el que tienen lugar las elecciones y hasta el fin del escrutinio, comprendidas las siguientes:

Por otra parte, se impone a los antes aludidos operadores de plataformas en Internet las obligaciones de incluir en las mismas dispositivos fácilmente accesibles y visibles que permitan a los usuarios señalar informaciones falsas susceptibles de alterar el orden público o la limpieza de los procesos electorales, así como de adoptar medidas que aseguren la transparencia de los algoritmos por ellas empleados y de luchar contra las cuentas que propaguen masivamente informaciones falsas.

¿QUID EST VERITAS? (JN 18,38)

(¿QUÉ ES LA VERDAD? )

La simple enunciación precedente de algunas de las reacciones que las campañas sistemáticas de desinformación han generado en nuestro entorno más próximo permite forjarse una idea cabal de la complejidad de las decisiones a adoptar y de la enorme dificultad de lograr un consenso amplio —por lo demás, imprescindible— sobre las mismas.

Ante todo, ha de determinarse cuál es la naturaleza de la intervención pública que se desea. ¿Basta con incentivar la adopción voluntaria de medidas autorreguladoras por parte de los operadores de plataformas en Internet y demás sujetos implicados o, por el contrario, es imprescindible una heterorregulación susceptible de ser impuesta coercitivamente por los poderes públicos? ¿Basta con promover la constitución de empresas que se dediquen a la verificación independiente de hechos o es necesario que sean los poderes públicos, a través de procedimientos formalizados, quienes determinen cuándo una comunicación difundida masivamente a través de Internet se aparta tan ostensiblemente de la verdad y es susceptible de tener un impacto tan grave como para justificar la adopción de medidas coactivas? ¿Bastan las campañas de educación ciudadana o no es posible esperar a que las mismas surtan efectos? En suma, ¿se confía en que los ciudadanos son capaces de autoprotegerse o es necesaria la tutela pública?

Por otra parte, si se opta por un modelo de intervención coercitiva, habría igualmente de decidirse si la respuesta es de naturaleza jurídico-penal —la última ratio— o, por el contrario, es suficiente con que el respaldo punitivo sea simplemente sancionador administrativo.

Asimismo, será necesario definir el bien jurídico a proteger. No es lo mismo, ciertamente, limitar el ámbito de aplicación de las medidas que pudieran adoptarse al fin de preservar la pureza de los procesos electorales que extenderlo a la protección de determinados grupos o incluso de individuos. En relación con este extremo, no puede olvidarse que nuestro ordenamiento, al igual que todos los de nuestro entorno, dispone desde antiguo de enérgicas técnicas de reacción frente a las comunicaciones que entrañan deshonra, descrédito o menosprecio para las personas. Naturalmente, la delimitación del bien jurídico que se desea tutelar determinará, entre otros extremos, el ámbito temporal de aplicación de las medidas susceptibles de adoptarse. Finalmente, será preciso identificar a los destinatarios de tales medidas. ¿Han de ser quienes emiten a través de las redes sociales las comunicaciones constitutivas de la desinformación o, supuesta la imposibilidad en muchas ocasiones de identificarlos o de hacer efectivas medidas coactivas contra los mismos, han de ser las empresas titulares de las plataformas en Internet o quienes las financian? Por otra parte, ¿deben responder solo las personas jurídicas o también las personas físicas que asumen la titularidad de sus órganos de administración y dirección?

Cuestión capital es, naturalmente, la relativa a quién adopta las medidas encaminadas a la suspensión de la difusión de contenidos desinformativos. ¿Han de ser las empresas privadas titulares de las plataformas en Internet y, en caso afirmativo, con con- trol judicial? ¿Debe serlo una autoridad administrativa de las calificadas como independientes, con control judicial en su caso? ¿O debería ser siempre y necesariamente un juez quien adopte la decisión? Esto es, ¿quién define la verdad? No hace falta, ciertamente, recordar la pesadilla orwelliana para ponderar la trascendencia de esta decisión.

Nos hallamos ante un reto formidable al que nuestro ordenamiento ha de hacer necesa­riamente frente, y ha de hacerlo con rapidez

Basta la simple formulación de las cuestiones precedentes para concluir que nos hallamos ante un reto formidable al que nuestro ordenamiento ha de hacer necesaria- mente frente, y ha de hacerlo con rapidez. No debe, claro está, sucumbirse a tentaciones alarmistas ni incurrir en el error, no infrecuente, de legislar bajo el impacto del último acontecimiento. Pero, si en alguna ocasión se llegara a extender una duda sólida sobre la legitimidad de los resultados electorales por razón de la posible influencia que en el cuerpo electoral hayan podido tener campañas de desinformación masiva, la democracia misma, que tanto nos costó conseguir y que tan inconscientemente se desprecia a veces, podría estar en riesgo. Y ése es un riesgo que no nos podemos permitir.

(Este artículo ha sido escrito por Juan José Lavilla Rubira y Juan José Lavilla Ezquerra)

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