El primero de los recientes pronunciamientos del Constitucional sobre la libertad de expresión es la STC 190/2020, de 15 de diciembre, del Pleno, en la que, por una ajustada mayoría (formularon votos particulares discrepantes cinco de los once magistrados), el supremo intérprete de la Constitución denegó el amparo solicitado por el dirigente de un sindicato nacionalista gallego que había sido condenado a una pena de multa de 1.260 euros por la comisión de un delito de ultrajes a España tipificado por el art. 543 del Código Penal [1] (CP). Los hechos que los Tribunales penales habían reputado incursos en dicho tipo delictivo consistían en que, en el contexto de una reivindicación laboral, el recurrente, valiéndose de un megáfono, pronunció ante las puertas de un establecimiento militar, durante la ceremonia solemne de izado de la bandera nacional, las frases siguientes: «aquí tedes o silencio da puta bandeira» y «hai que prenderlle lume á puta bandeira».
Las tres sentencias reiteran la doctrina jurisprudencial relativa a la trascendencia, al contenido y a los límites del derecho fundamental a la libertad de expresión reconocido por el art. 20.1 de la Constitución
El segundo es la STC 192/2020, de 17 de diciembre, también del Pleno, en la que, por una mayoría más holgada (en este caso fueron tres los magistrados que emitieron votos particulares discrepantes), se denegó el amparo solicitado por una persona que había sido condenada a una pena de seis meses de prisión como autora de un delito contra los sentimientos religiosos del art. 523 CP (2). El recurrente había entrado en una iglesia en la que se estaba celebrando una misa y había interrumpido durante dos o tres minutos el oficio religioso, arrojando pasquines, gritando la consigna «avortament, lliure i gratuït» y exhibiendo una pancarta en la que se leía «fora rosaris dels nostres ovaris».
El tercero es la STC 93/2021, de 10 de mayo, de la Sala Primera, en la que, con el voto particular discrepante de uno de los seis magistrados que formaban aquella, se denegó el amparo impetrado por una concejala de un Ayuntamiento que había sido condenada por los órganos del orden jurisdiccional civil a abonar una indemnización de 7.000 euros, en concepto de daños morales, a los familiares de un torero fallecido como consecuencia de una cornada sufrida en una plaza de toros, por la ilegítima intromisión en el derecho al honor de aquel. La recurrente había publicado en su cuenta de una red social, a las pocas horas de la muerte del diestro, un texto en el que manifestaba (i) que «se podía tratar de ver el aspecto positivo de las noticias para no sufrir tanto […] Ya ha dejado de matar»; (ii) que «el negativo» es «que a lo largo de su carrera ha matado mucho»; y (iii) que no podía «sentirlo por el asesino que ha muerto más que por todos los cadáveres que ha dejado a su paso mientras vivió», refiriéndose a cadáveres de toros adultos y de novillos.
Desde el punto de vista jurídico, la libertad de expresión goza entre nosotros de una excelente salud, asegurada por el cuidadoso sistema de garantías jurisdiccionales ideado para su defensa
Las tres STC reiteran la doctrina jurisprudencial relativa a la trascendencia, al contenido y a los límites del derecho fundamental a la libertad de expresión reconocido por el art. 20.1.a) de la Constitución (CE).
Así, se pone de relieve que dicho derecho es «garantía para “la formación y existencia de una opinión pública libre”, que la convierte “en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática”», lo que determina que la libertad de expresión ocupe en nuestro ordenamiento una «posición preferente […] como sustento del pluralismo y del orden político». De ahí se infiere «la necesidad de que dicha libertad “goce de un amplio cauce para el intercambio de ideas y opiniones”, que ha de ser “lo suficientemente generoso como para que pueda desenvolverse sin angostura; esto es, sin timidez y sin temor”».
Por otra parte, la libertad de expresión comprende «la crítica de la conducta de otro, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige», de modo que, como señala el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), «vale no solo para la difusión de ideas u opiniones “acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que contrarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte cualquiera de la población”».
Ahora bien, no obstante, su relevancia y la amplitud de su contenido, la libertad de expresión está sometida a límites, «no solo derivados del necesario respeto de los derechos fundamentales de los demás, sino inherentes a su propia naturaleza y sentido». Así, quedan fuera de la protección del art. 20.1.a) CE «las expresiones que en las concretas circunstancias del caso sean indudablemente injuriosas, ultrajantes u oprobiosas, es decir, las expresiones ofensivas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para la exposición de las mismas, toda vez que el referido precepto constitucional “no reconoce un pretendido derecho al insulto”».
CONFLICTO CON OTROS DERECHOS
Tales límites, en todo caso, «deben ser siempre ponderados con el máximo cuidado, habida cuenta de la posición preferente que ocupa la libertad de expresión, especialmente cuando esta libertad entra en conflicto con otros derechos fundamentales o intereses de significada importancia social y política respaldados por la legislación penal». Más aún, cuando el ejercicio del derecho a la libertad de expresión se encuentra en relación con el derecho a la libertad ideológica, la posibilidad de limitación de aquel «ha de ser menor, de suerte que, salvo los casos de insulto, de incitación a la violencia (“discurso del odio”) y alteración del orden público protegido por la ley, debe permitirse su libre exposición “en los términos que impone una democracia avanzada”».
Hay un contraste entre una realidad jurídica en la que la libertad de expresión está judicialmente tutelada y una realidad social en la que son perceptibles fenómenos de «señalamiento» y exclusión
En realidad, las discrepancias producidas en el seno del TC el enjuiciar los casos expuestos, así como la polémica generada por las sentencias que en ellos se dictaron, no tienen por objeto tanto la configuración general del derecho, de la que queda hecho breve mérito en los párrafos precedentes y sobre la que existe sustancial coincidencia, cuanto los términos en los que la misma se aplica a los supuestos concretos considerados. En los números siguientes se exponen algunos de los extremos principales objeto de debate.
En la STC 190/2020, probablemente las más problemática de las tres, la mayoría parte de la base de la constitucionalidad del tipo delictivo aplicado (el antes transcrito art. 543 CP): «[n]inguna duda razonada cabe sobre la relevancia y legitimidad de la finalidad del tipo penal, pues se dirige a proteger los símbolos y emblemas del Estado constitucional, entre los que se encuentran las banderas, únicos símbolos expresamente constitucionalizados (artículo 4 CE)», a lo que se añade que «esta figura penal aparece tipificada, también, en códigos penales de otros Estados miembros de la Unión Europea, con semejantes o incluso con penas más agravadas que la prevista en el precepto español». Y, partiendo de ello, se concluye que las frases pronunciadas por el recurrente no están amparadas por el derecho fundamental a la libertad de expresión (con lo que ni siquiera es posible apreciar una extralimitación en su ejercicio), fundando tal criterio en las razones siguientes: (i) dichas frases no tienen vínculo o relación con la reivindicación laboral en cuyo contexto fueron proferidas; (ii) además, son innecesarias para los fines de tal reivindicación; y (iii) proyectan «un reflejo emocional de hostilidad», un «mensaje de beligerancia» hacia los principios y valores que la bandera representa, «el menosprecio hacia un símbolo respetado y sentido como propio de su identidad nacional por muchos ciudadanos», el cual «cumple una función integradora de la comunidad, que puede ser la nacional, como sucede en el caso de autos, o la de cualquier comunidad autónoma, en cuanto símbolo político que refuerza el sentido de pertenencia a ella».
Los votos particulares, por su parte[3], concretan su discrepancia fundamentalmente en tres extremos, de los que el primero es la propia constitucionalidad del tipo penal aplicado: «el recurso al derecho penal, como instrumento para perseguir el ataque a determinados símbolos, obvia la carga excluyente que esa persecución puede tener en relación con quien ve restringido el ejercicio de su libertad ideológica (artículo 16.1 CE) y de su libertad de expresión [artículo 20.1 a) CE] por no adherirse al contenido simbólico de la bandera como elemento de cohesión política. La bandera genera un determinado sentimiento en quien la respeta, pero provoca uno igualmente fuerte en quien no lo hace, lo que muestra que la misma tiene significaciones distintas que solo se precisan desde las percepciones subjetivas. Si esa significación no unívoca es la que condiciona la imposición de una sanción penal, resulta evidente que la sanción penal deviene en instrumento inadecuado para alcanzar la finalidad declarada».
Asimismo, se pone de relieve que no se produjeron conductas violentas ni alteraciones del orden público, ni tampoco riesgo alguno, claro e inminente, de las mismas.
La mayoría social cuenta ahora, como mecanismo para hacer efectiva su tendencia potencialmente excluyente, con las redes sociales y las plataformas digitales
En fin, los votos particulares aluden a la jurisprudencia del TEDH, mencionando en particular la Sentencia de 13 de marzo de 2018 (asunto Stern Taulats y Roura Capellera c. España), que condenó al Reino de España por haber castigado penalmente a quienes habían quemado una foto de SS.MM. los Reyes al finalizar el transcurso de una manifestación encabezada por una pancarta que decía «300 años de Borbones, 300 años combatiendo la ocupación española», celebrada en protesta de la visita real a la ciudad de Gerona. De forma muy expresiva, el voto particular del magistrado autor de la ponencia original, que proponía otorgar el amparo y que fue derrotada, explicita en estos términos el efecto de tal propuesta: «Ahorraba así a mi querida España una nueva condena, como las ya coleccionadas sobre cuestiones similares». Al autor de estas líneas no le parece imposible, ciertamente, que tal pronóstico se revele a la postre acertado.
EL DERECHO A LA LIBERTAD RELIGIOSA
El caso enjuiciado por la STC 192/2020 presenta respecto del anterior la singularidad de que en él estaba en juego otro derecho fundamental (el derecho a la libertad religiosa y de culto, garantizado por el art. 16.1 CE, de los asistentes a la misa interrumpida por la conducta de los recurrentes), cuyo ejercicio resultó menoscabado por estos.
La mayoría procede, en consecuencia, a la ponderación de los dos derechos fundamentales en conflicto, atendiendo a sus respectivos ámbitos, y concluye denegando el amparo por las dos razones siguientes: (i) de una parte, «el fundamento de la libertad de expresión […] es el intercambio de ideas» y, sin embargo, «cuando un grupo de fieles celebra un acto religioso en una iglesia, su lugar de reunión solo es accesible para esa finalidad, relacionada con su culto, y no existe ningún punto de conexión que permita considerar que la ceremonia esté abierta a un intercambio de ideas que reflejen una protesta ejercida por terceros»; y, (ii) de otra, «el recurrente tenía medios alternativos para comunicar su mensaje sin necesidad de perturbar a los fieles».
Por su parte, los votos particulares fundan su discrepancia en la «desproporcionalidad de la respuesta estatal al conflicto mediante la imposición de una pena privativa de libertad», invocando al respecto «(i) el contexto de debate social sobre un asunto de interés público en que se desarrolló la conducta del recurrente; (ii) la coherencia de sus actos de expresión con ese debate, que no implicaba ningún ataque directo a la confesión sino a su posición en este asunto de interés general; (iii) la forma no violenta de la actuación y la inexistencia de algún tipo de alteración de la seguridad o del orden público; (iv) la muy limitada perturbación del acto religioso, que solo fue momentáneamente interrumpido y no suspendido; y (v) la ausencia de referencia alguna a que hubiera quedado acreditada ninguna ofensa a los sentimientos de los reunidos».
Cabe preguntarse si los poderes públicos deben limitarse a una conducta reactiva o deben adoptar una posición activa, para garantizar que las redes sociales estén abiertas a todas las ideas
En fin, la STC 93/2021 se refiere a un supuesto en el que, como en el precedente, estaba en juego otro derecho fundamental (en este caso, el derecho al honor, garantizado por el art. 18.1 CE y constitutivo de un límite explícito a la libertad de expresión –art. 20.4 CE–), presentando respecto de los anteriores las singularidades consistentes en que la reacción estatal había sido civil, y no penal (lo que es relevante en trance de valorar la proporcionalidad o no de aquella), y en que la opinión cuestionada se había transmitido a través de una red social (siendo esta circunstancia la que había determinado la admisión del recurso de amparo, pues el TC estimó que era de especial trascendencia constitucional la cuestión de la relación entre los derechos fundamentales a la libertad de expresión y al honor en los casos en los que aquel se ejerce a través de una red social).
«POTENCIALIDAD LESIVA» DE LAS REDES SOCIALES
Pues bien, la mayoría sostiene, ante todo, que, siendo cierto que las redes sociales «han supuesto una trasformación sin parangón del modelo tradicional de comunicación, dando lugar a un modelo comunicativo que, entre otras notas, se caracteriza por la fragilidad de los factores moderadores del contenido de las opiniones», con la consiguiente «mayor potencialidad lesiva de los derechos fundamentales», ello no altera los criterios a aplicar para resolver los supuestos en los que se produce una colisión entre la libertad de expresión y el derecho al honor: «si la conducta es lesiva del derecho al honor fuera de la red, también lo es en ella».
Y, en aplicación de los criterios generales, y partiendo, obviamente, del reconocimiento de la legitimidad de la posición de defensa de los animales frente a los espectáculos taurinos, la mayoría deniega el amparo, sosteniendo que, «para defender públicamente sus posiciones antitaurinas no era necesario calificar en la red social de asesino o de opresor [al torero] y mostrar alivio por su muerte». «Mostrar, al amparo de la defensa de posiciones antitaurinas, alivio por la muerte de un ser humano producida mientras ejercía su profesión, y calificarle de asesino a las pocas horas de producirse su deceso, junto con la fotografía del momento agónico, supone un desconocimiento inexcusable de la situación central que ocupa la persona en nuestra sociedad democrática y del necesario respeto de los derechos de los demás. La libertad de expresión no puede ser un instrumento para menoscabar la dignidad del ser humano».
El voto particular discrepante, por su parte, defiende, en primer término, que el ejercicio de la libertad de expresión en las redes sociales exige el desarrollo de un «canon de enjuiciamiento específico», basado en la jurisprudencia del TEDH, que tenga en cuenta, entre otras circunstancias, «la cantidad de seguidores de un determinado perfil, el que este corresponda a un personaje público o privado, el hecho de que medios de comunicación clásicos o perfiles sumamente influyentes puedan llegar a generar un efecto multiplicador del mensaje y la rapidez efectiva con que se propaga el mensaje».
Y, en aplicación de tal canon específico, se sostiene que debió otorgarse el amparo, en atención a que (i) el potencial lesivo de las redes sociales, por su efecto inmediato y multiplicador del mensaje, en este caso ha sido escaso, ya que el perfil de la recurrente tenía, al momento de producirse los hechos, poco más de tres centenares de seguidores, (ii) la recurrente posee un perfil público en la red social en cuestión, en el que «comparte sistemáticamente posiciones vinculadas a su activismo animalista y feminista», y (iii) el mensaje difundido era «de contenido político».
¿Significan las tres STC mencionadas que, como se afirma en uno de los votos particulares a la STC 190/2020, debemos alarmarnos ante la «tendencia restrictiva» de la libertad de expresión en la reciente jurisprudencia constitucional? Quien suscribe no lo cree en absoluto. Desde el punto de vista jurídico, tal derecho fundamental goza entre nosotros de una excelente salud, asegurada por el cuidadoso sistema de garantías jurisdiccionales ideado para su defensa, comprendida la potencial intervención final del hipergarantista TEDH.
REALIDAD JURÍDICA Y REALIDAD SOCIAL
Lo que más bien llama la atención es el contraste entre una realidad jurídica en la que la libertad de expresión ocupa esa «posición preferente», judicialmente tutelada, declarada por el TC y una realidad social en la que en apariencia son perceptibles fenómenos de «señalamiento» y exclusión de quienes expresan opiniones discrepantes de las dominantes, los cuales podrían generar reflejos de autocensura y reducir la libre circulación de ideas en el espacio público.
No se trata, claro es, de un fenómeno nuevo. Stuart Mill alertaba ya, hace más de ciento cincuenta años, acerca de él: «no es suficiente con una protección contra la tiranía del magistrado, también es necesaria otra contra la tiranía de la opinión y los sentimientos prevalecientes, y contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos a las sanciones civiles, sus propias ideas y prácticas como normas de conducta a quienes disienten de ellas, y contra su propensión a obstaculizar el desarrollo y, si pueden, a impedir la formación de toda individualidad discordante»[4].
LAS CARACTERÍSTICAS DE LOS NUEVOS MECANISMOS
Lo nuevo es que la mayoría social cuenta ahora, como mecanismo para hacer efectiva su tendencia potencialmente excluyente, con las redes sociales y las plataformas digitales, caracterizadas, por lo que aquí interesa, (i) por ser de propiedad privada, decidiendo sus titulares, sin intervención judicial previa, quién puede acceder a ellas y quién puede mantenerse en las mismas (pudiendo decidir la exclusión de una persona determinada mediante el cierre de su cuenta), esto es, quién puede difundir opiniones en la red o plataforma y qué opiniones pueden difundirse en ellas; (ii) por su ámbito tendencialmente «universal» y «excluyente», pues sus usuarios alcanzan, según los casos, centenares o incluso miles de millones de personas, muchas de las cuales usan las redes o plataformas como fuente primordial o casi exclusiva de información y recepción de opiniones; y (iii) por la rapidez y contundencia de sus efectos, pues son capaces de producir en cuestión de minutos la «cancelación» real de una persona por haber expresado un parecer no concorde con «la opinión y los sentimientos prevalecientes».
En tal situación, parece legítimo preguntarse si los poderes públicos deben limitarse, como hasta ahora, a una conducta reactiva, controlando ex post a través de los órganos judiciales, mediante el empleo de los criterios tradicionales o mediante el diseño y aplicación de un canon específico de enjuiciamiento (uno de los debates de la STC 93/2021), los supuestos en los que se residencian ante ellos posibles casos de mensajes no amparados por la libertad de expresión o que se exceden de sus límites. O si, por el contrario, deben adoptar una posición activa, encaminada a asegurar, adicionalmente, que las redes sociales y las plataformas digitales, cauce fundamental para la formación de la opinión pública, están abiertas a todas las ideas, requisito imprescindible para la efectividad del valor superior del pluralismo político y para la subsistencia irrestricta del carácter democrático del Estado en el que España está constituida (art. 1.1 CE).
No se desconoce que, comprendiendo el derecho fundamental a la difusión de ideas y opiniones, reconocido por el art. 20.1.a) CE, el derecho a la creación de medios o soportes para proceder a tal difusión (STC 12/1982, de 31 de marzo) y no existiendo limitaciones técnicas (sí, obviamente, económicas) a la creación de redes sociales o plataformas digitales, cualquier grupo ideológico, político o social podría crear una nueva, garantizando así la difusión de sus propias ideas u opiniones. Pero lo cierto es que las redes sociales ya existentes han alcanzado una penetración tal que no parece posible, y desde luego no a corto plazo, que una parte importante de la población las sustituya por otras. Quizá pudieran traerse a colación, sin desconocer las esenciales diferencias existentes entre los supuestos considerados, las siguientes líneas, contenidas en la STC 127/1994, de 5 de mayo, desestimatoria de los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra la Ley 10/1988, de 3 de mayo, de Televisión Privada: «la estricta libertad de empresa (art. 38 de la Constitución), sin sometimiento a intervención administrativa alguna, y especialmente cuando existen inevitables obstáculos fácticos en nuestras sociedades modernas a la misma existencia del mercado, no garantiza en grado suficiente el derecho fundamental de los ciudadanos en cuanto espectadores a recibir una información libre y pluralista a través de la televisión, dada la tendencia al monopolio de los medios informativos y el ámbito nacional de las emisiones que la ley regula».
Naturalmente, el grado y la forma de una eventual intervención pública habrían de ponderarse cuidadosamente, no siendo el menor de los obstáculos para su efectividad el carácter supraestatal de las redes y plataformas objeto de aquella. La imposición de obligaciones de servicio público a sus titulares (comprendida una suerte de obligación must carry, que les obligara a permitir la difusión a través de las redes y plataformas de cualesquiera ideas, siempre, claro está, que la difusión fuera lícita), cuyo cumplimiento fuera objeto de verificación judicial expedita, podría ser acaso una fórmula a explorar (en línea con regulaciones ya existentes relativas a la lucha contra la manipulación de la información que pueda alterar la limpieza del proceso electoral).
En relación con la libertad de expresión, pues, la alarma no debería derivar de la supuesta «tendencia restrictiva» de la misma en la reciente jurisprudencia constitucional, sino de la aparentemente perceptible limitación de dicho derecho fundamental por las redes sociales y las plataformas digitales. Y, en consecuencia, la acción de los poderes públicos quizá debería centrarse en determinar si el actual estado de cosas genera o no riesgos que deben conjurarse y, en caso afirmativo, identificar la mejor forma de hacerlo. Solo así quedará asegurada la fortaleza, la solidez, de ese pilar esencial de una sociedad libre y democrática que es la libertad de expresión.
NOTAS
[1] «Las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses».
[2] «El que con violencia, amenaza, tumulto o vías de hecho, impidiere, interrumpiere o perturbare los actos, funciones, ceremonias o manifestaciones de las confesiones religiosas inscritas en el correspondiente registro público del Ministerio de Justicia e Interior, será castigado con la pena de prisión de seis meses a seis años, si el hecho se ha cometido en lugar destinado al culto, y con la de multa de cuatro a diez meses si se realiza en cualquier otro lugar».
[3]En lo sucesivo y en aras a la simplicidad, se hará referencia conjunta en el texto a todos los votos particulares emitidos en relación con cada STC, por más que las ideas expuestas en ellos no coinciden siempre entre sí, de forma que las que se mencionan en el texto se contienen en ocasiones solo en uno o varios de aquellos, y no en todos.
[4] John Stuart Mill, Sobre la libertad, Acantilado, Barcelona, 2013, pág. 14.