En sus primeros cien días de Gobierno, Rodríguez Zapatero no ha disfrutado de la benevolencia habitual con que se contempla el arranque de un proyecto político tras un triunfo electoral que, en el caso del PSOE en las generales de 2008, ha tenido consistencia, pero no brillo. Con el Partido Popular pisándole los talones, aunque sólo haya recortado en un diputado la distancia que le separa del Partido Socialista, y con menos apoyos parlamentarios de los que son necesarios para navegar con sosiego, el PSOE se ha encontrado con los primeros avisos sobre las dificultades que se le avecinan en la IX Legislatura de la democracia. Y aunque los cambios en la dirección del PP y el anuncio de una oposición más colaboradora, en los asuntos de Estado, por parte de Mariano Rajoy, parecían anticipar un clima de mayor sosiego, la realidad ha sido que, decibelio arriba o abajo, la oposición popular es consciente de que sólo una implacable actitud frente al rodillo socialista le será electoralmente rentable. Juntos, pero no revueltos.
Porque, además, el PSOE se ha encontrado con una dificultad adicional en la tarea compleja que es gobernar: la crisis económica. Como las elecciones son propicias a las promesas alejadas de la realidad, la explosión de pánico que acompaña inevitablemente a un brusco empeoramiento del panorama económico fue descaradamente amortiguada durante la campaña. Pero ciertos eran los toros: el rápido cambio de la situación, iniciado con la ruidosa explosión de la llamada burbuja inmobiliaria y seguido de una inflación desbocada y un paro galopante, no se había producido de golpe, sino que era algo que se venía gestando desde hacía algún tiempo. Los intentos de la oposición de llevar al debate los preocupantes indicios fueron ahogados por el triunfalismo del Gobierno. Aparentemente, la astucia de Pedro Solbes venció al ímpetu de Manuel Pizarro en el debate electoral de Antena 3. Pero los hechos han demostrado, después, que quien estaba más cerca de la verdad y tenía razón, al dar las señales de alarma, era el ex presidente de Endesa y número 2 de la lista de Rajoy, y no el vicepresidente. Sin embargo, la crisis no consiguió inclinar la balanza electoral del lado popular.
Tras las elecciones, los partidos han hecho balance y han revisado sus fuerzas. Este obligado análisis se ha realizado en los congresos respectivos. El del PSOE ha servido para cerrar filas, ahogar discrepancias, licenciar a la vieja guardia, renovar los cuadros y otorgar a Zapatero más poder que el que ha tenido nunca nadie en el partido. En el del PP, como sucede cuando se vive la incomodidad de la oposición, ha ocurrido lo contrario: se ha discutido la autoridad de Rajoy, han brotado disidencias imprevistas —como la emblemática de María San Gil— y, aunque se ha puesto al frente de la maquinaria a personas jóvenes con etiqueta renovadora, las baronías del partido siguen de cerca todos los movimientos.
Pero nada mejor para enfriar las pasiones políticas que el calor del verano. Cuando se habla de precios e hipotecas, el discurso político pierde retórica. Si sube la inflación bajan los entusiasmos. La crisis ha sido, primero, una palabra prohibida, que, según el presidente Zapatero, utilizaban los antipatriotas para desgastar al Gobierno. Pero, una vez aceptada, dicha palabra se quedó corta. La crisis era un anticipo de la recesión, algo que empezaba a ser inocultable incluso para un experto en dormir los problemas, como el vicepresidente Solbes. La «aceleración de la desaceleración» se hizo frenética e imparable. Los datos preocupantes se acumulaban cuando los españoles salían de vacaciones. Dos eran especialmente significativos: la tasa de paro rondaba el 10 por ciento y la inflación pasaba del 5.
Estimulado por la frustración de no haber conseguido desalojar a Zapatero de la Moncloa, Mariano Rajoy ha tratado de convencer a su partido de que el objetivo irrenunciable es ganar las próximas elecciones. Para ello, no queda otro remedio que cambiar de táctica y sumarse al aparente deseo común de eliminar la crispación de la vida política, que tanto hueco ocupó en la legislatura pasada. Ello ha producido cierto desconcierto en sus filas, a pesar de que el PP insiste en que sus principios siguen inalterables. Entre los desconcertados en mayor grado han figurado los militantes populares de Cataluña y el País Vasco, cuyos respectivos congresos no han estado desprovistos de tensiones, peleas intestinas y discrepancias evidentes. Pero tampoco el PSOE, que ha conseguido batir el récord de unanimidades en su 37 Congreso Federal, con votaciones que podrían dar envidia a los búlgaros que alardean de haber inventado la fórmula que transforma en adhesión inquebrantable toda discrepancia, puede presumir de celebrar sus cónclaves de manera ejemplar: lo que ocurre es que el poder actúa como aglutinante infalible. Cuando Izquierda Socialista, una de las pocas corrientes con vida propia dentro del PSOE, le hizo ver a al secretario de Organización, José Blanco, que consideraba muy grave el que ellos perdieran su puesto en la Ejecutiva, el que sería nombrado vicesecretario general del partido, puesto que no se cubría desde la retirada de Alfonso Guerra, replicó: «Si es muy grave, os envío una ambulancia». Las protestas ante el propio Zapatero no cambiaron las cosas. I.S. se quedó sin sitio en la nueva Ejecutiva.
Para serenar los ánimos, mientras las malas noticias económicas se seguían acumulando y la inmigración clandestina se vestía de tragedia, aparecieron por fin lo que alguien bautizó en el Parlamento del siglo XIX como «las imperiosas vacaciones del verano». Los políticos recogen los papeles hasta septiembre. Llegan las vacaciones del estío como una tregua en la batalla. Para el PP, cuyos nuevos responsables necesitan todavía una temporada de rodaje, las vacaciones sirven para digerir los congresos de Baleares, Cataluña y el País Vasco y reflexionar, tras la entrevista entre Zapatero y Rajoy, sobre qué posibilidades reales existen de colaboración con el PSOE en los grandes temas nacionales, sin que ello lleve a perder la identidad ni los principios. El PSOE, por su parte, precisa que el tiempo ponga algo de sordina a las propuestas salidas del último congreso, que, para no tener que ocuparse de la crisis económica, se centraron en asuntos muy polémicos, como el laicismo, el aborto y la eutanasia. A cualquier cosa que se les demande, los socialistas pueden responder, con la música de una canción: «Dímelo en septiembre».
Pero a partir de septiembre, todos, Gobierno y oposición, tendrán que ponerse sin dilación manos a la tarea de prestar atención a los problemas del país. El viento de la crisis se ha convertido en un ciclón, que amenaza con llevarse por delante el castillo de naipes, levantado sobre algunos de los delirios más inconsistentes de Zapatero. Derribar las estatuas del pasado no puede hacerse sin construir a cambio un país cohesionado y fuerte, que conserve los valores de convivencia que hicieron posible la Transición.