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El famoso financiero está cubierto de dinero, pero está desnudo de ideas. Se inventa un fantasma y sostiene: « El fundamentalismo del mercado es una amenaza mayor para la sociedad abierta que cualquier ideología totalitaria».

Afirma que los mercados financieros son inestables, pero cree que las regulaciones no tienen nada que ver con ello y no titubea en pedir más intervención: «El mantenimiento de la estabilidad en los mercados financieros debería ser el objetivo de la política pública». En ningún caso explica que no es casual que el mercado financiero sea inestable y el de los helados de fresa no. Las finanzas están ampliamente reguladas y protegidas en todo el mundo, pero la confianza de Soros en las autoridades es total: «La ruptura del sistema capitalista global podría impedirse en cualquier momento mediante la intervención de las autoridades financieras internacionales».

A pesar de que propone «una especie de banco central internacional », en ninguna parte alude a la fecha crítica de agosto de 1971, y a la pérdida del ancla del oro. Su sugerencia pasa por una Corporación Internacional de Seguro del Crédito, que inyecte dinero en el Tercer Mundo, y que ampare la capitalización de su deuda. No está claro que eso resuelva la inestabilidad del sistema, que es el motivo del libro.

Su ceguera frente a las debilidades del Estado es paralela a su ignorancia a la hora de describir el liberalismo, al que presenta obstinado en creer que los mercados son perfectos y que «la búsqueda sin trabas del interés personal produce el mejor de los mundos posibles». Por supuesto, nunca el liberalismo ha defendido esa búsqueda sin trabas. Lo interesante del caso es que Soros recurre a nociones como las consecuencias no deseadas o las limitaciones del conocimiento humano, que forman parte relevante del pensamiento liberal.

Si la economía de Soros es deficiente, tampoco es diestro en ética o política. Moralista a la violeta, se queja de «la malsana sustitución de los valores humanos intrínsecos por los valores monetarios… uno de los grandes defectos del sistema capitalista global es que ha permitido que el mecanismo del mercado y el afán de lucro penetren en esferas de actividad que no les son propias». Como suelen clamar los intervencionistas, transmite la idea de que el gasto público se ha recortado radicalmente: una pura fantasía.

Afirma que, como el mercado no es una comunidad, entonces la moral es un estorbo, los valores se subvierten y los peores aparecen en la cumbre. Es curioso que la realidad parezca ser justo la contraria. La civilización progresa precisamente cuando los seres humanos dejan la tribu y entablan relaciones más extendidas en los mercados, pero nunca quebrantando la moral. En los mercados la moral se fomenta: en el mercado importa mucho si un agente miente o estafa, entrega un buen producto o presta un buen servicio. En cambio, en el mundo de la intervención del Estado, la moral cuenta menos, y cuenta más el cabildeo, la obsecuencia y la mentira. Soros piensa que el liberalismo económico socava la democracia. No lo parece. En cambio, el intervencionismo sí, porque exige mayor poder político y un debilitamiento de los checks and balances característicos del Estado de Derecho.

El intervencionismo suele comparar la realidad del mercado con los resultados de un mundo intervenido ideal: «En la toma de decisiones colectivas debemos anteponer el interés común a nuestros intereses individuales… en lo que se refiere a las decisiones colectivas, deberíamos guiarnos por los intereses de la sociedad en su conjunto y no por nuestros intereses personales estrechos » . El Estado, por supuesto, es un ente benéfico y perfecto; no tiene ningún problema de hipertrofia, puesto que su ámbito apropiado es «decidido por el pueblo».

Como se inventa categorías nuevas para expresar ideas viejas, el libro es difícil de leer (y la traducción  no ayuda). Su falta de rigor es siempre visible, y nunca como en la página 61. Dice al principio: «Existe la creencia generalizada de que los asuntos económicos están sometidos a irresistibles leyes naturales comparables a las leyes de la física». Y quince líneas más abajo: «Todo el mundo sabe que el análisis económico no tiene la misma validez universal que las ciencias físicas».

En fin, Soros eventualmente da en la diana: «Me pregunto si usted estaría leyendo este libro si yo no me hubiese labrado una reputación como mago de las finanzas». Buena pregunta, sí señor.

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, Universidad Complutense