Tiempo de lectura: 4 min.

Los dones recibidos son para compartirlos. En primer lugar porque, como bien decían los santos padres, aquellos bienes que consideramos propios (y no tenemos motivos para limitarlos únicamente a los materiales), en realidad, no nos pertenecen. Pues por alguna circunstancia al margen de nuestro control —lugar de nacimiento, pertenencia a una familia determinada, razones históricas relacionadas con cuestiones étnicas, etc. — hemos sido colmados de privilegios materiales, inmateriales y espirituales, para hacer con ello una buena administración.

Miremos hacia nuestro interior, al modo agustiniano, y con la sinceridad inherente a esa dimensión, preguntémonos por qué los europeos hemos tenido que ser favorecidos, frente a tantos pueblos, con un acceso sencillo y directo al conocimiento, a la cultura, al saber; y, desde esa situación de privilegio, qué deberes contraemos para aquellos que, no teniendo menos derecho a ellos que nosotros, se han visto abocados por circunstancias sobre las que no tienen dominio a las carencias más generalizadas: carencias en los bienes indispensables para el sustento biológico, carencias en las vías de acceso a la instrucción más elemental, y, por tanto, impidiendo cualquier rasgo de acercamiento a la cultura; unos déficit de tal naturaleza que, de no resolverse, conducirán sin remedio no sólo a la marginación (pues a la postre el marginado aún existe) sino a la exclusión, con olvido de su misma persona. Y, todo ello, porque no tuvo la fortuna de nacer en un lugar y en una comunidad adornada de abundantes bienes.

Europa —o si se quiere mejor, la Unión Europea— ha defendido un modelo que, con algunos sesgos, lo ha desarrollado para sí misma con frutos bien apreciables. Es un modelo, en el seno de la Unión, basado en la apertura y la cooperación. De modo gradual, aquellos seis países que iniciaron el experimento han ido incorporando nuevas adhesiones hasta situarse en el umbral de los veinticinco. Pero siguen siendo veinticinco países europeos, dispuestos a mejorar, a crecer económica, política y socialmente, mientras tantos otros —y nuestra sensibilidad se sitúa en los que conforman América Latina y el Caribe— permanecen sustancialmente ajenos a nuestra consideración.

Programas de movilidad estudiantil y profesoral son motivo de especial atención en el seno de la Unión Europea. Los así llamados Erasmus/Sócrates han enriquecido a nuestros estudiantes, abriendo más aún los ya amplios horizontes en los que se desenvolvían. Sólo en el curso 2002-2003, siguieron estudios en universidades europeas, fuera de España, 18.258 estudiantes, mientras en ese mismo año, 21.289 universitarios de otros países de la Unión desarrollarían sus estudios en universidades españolas.

Ámbito académico y ámbito relacional, pues, presentes en la tenaz formación de los europeos del siglo XXI. Europa, sin embargo, habrá perdido el signo distintivo de su civilización si se encierra en su propia configuración, en sus intereses a corto plazo, hasta el punto de llegar a negarse a sí misma, perdiendo sentido su propio proyecto.

La globalización es un hecho que demanda humanidad y generosidad. Esta no puede quedar reducida al simple movimiento de mercancías y de flujos financieros. El fruto verdaderamente esperado, y que justifica la globalización, es el de la permeabilidad humana, el de la cohesión social. Esta mayor cercanía entre los pueblos todos, exige esfuerzos y consideración por parte de los que tienen capacidad para ello.

El que se está reclamando a voz en grito es el de la movilidad estudiantil en los niveles de pregrado y la cooperación educativa, entre los países del Nuevo Mundo y los de la vieja Europa.

Con éxito desigual se han desarrollado programas de cooperación europea, en proyectos de investigación mediante la constitución de redes formadas por Instituciones de Educación Superior (programa América Latina-Formación Académica: ALFA), así como iniciativas de movilidad mediante becas para estudiantes de postgrado y estudios de especialización profesional (Programa de Becas de Alto Nivel de la Unión Europea para América Latina: ALBAN).

Desatendida queda, sin embargo, salvo convenios bilaterales entre universidades, la etapa más delicada del proceso formativo: los estudios conducentes a los niveles de grado. En ella, el estudiante, por edad, por madurez y por ansiedad de horizontes, es terreno fértil para que los esfuerzos dirigidos a su formación cosechen los mayores éxitos. Medidos en el tiempo y encaminados al regreso al país de procedencia, al que debe enriquecer, el estudiante iberoamericano tiene derecho a que Europa abra sus puertas, cumpliendo su proclamación de principios, para ofrecer un entorno de crecimiento en el saber y de enriquecimiento en la diversidad.

A su vez, los estudiantes europeos no pueden cerrar los ojos a esa rica diversidad que ofrece América Latina para la convivencia, para la visión real de lo que para la persona significan los bienes permanentes —los del espíritu— y, en definitiva, el aprovechamiento de la ocasión para ejercer la virtud del compartir aun cuando poco haya para compartir o, quizá, precisamente por eso resulta más factible sentarse a la mesa común. Los jóvenes europeos no deben encerrarse en el círculo de la riqueza, moviéndose de un lugar opulento a otro que también lo es; apostaríamos sin duda por el signo más evidente de pobreza.

La exigencia es urgente. No habrá desarrollo sin educación. No habrá capacidad de entendimiento, no habrá posibilidad de convivencia universal, si no se rellenan los vacíos existentes que afectan al conocimiento, a las habilidades, a las capacidades y competencias para el ejercicio de la función social que cada uno tiene asignada en la comunidad.

En el marco del presupuesto comunitario y con la mayor descentralización orgánica posible, ausente de trabas administrativas, se impone el diseño de programas de movilidad e intercambio generosos con los estudiantes universitarios de los países iberoamericanos. El resultado que éstos han tenido en el seno de la Unión Europea, permiten ser optimistas acerca del que se puede esperar de una nueva experiencia.

Europa debe abrirse hacia fuera. La comunidad internacional así lo demanda y los países que sienten con mayor apremio esa necesidad, así lo reclaman. Sin duda habrá que hacer reformas importantes en la configuración de las estructuras de los estudios —atenuadas por el interés que en aquéllos ha despertado la configuración del Espacio Europeo de la Educación Superior—, así como en los propios contenidos de los programas. Ello, sin embargo, no debe ser óbice para afrontar tan apasionante tarea.

Nos atrevemos a levantar la voz para decir que es nuestra responsabilidad; la responsabilidad del buen administrador de los dones recibidos. Un ejercicio de la solidaridad, de compartir lo que se nos ha concedido, se impone como preferente frente a un discurso solidario, por novedoso que éste pudiera ser.

Que las tareas diarias, no nos impidan ver nuestro quehacer en el futuro de la humanidad.

Catedrático de Economía Política y Hacienda de la Universidad Complutense.