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¿Capitalismo o liberalismo económico? La cuestión parece necia, pero quizá no lo sea. La razón estriba en que el capitalismo, propiamente dicho, configura un sistema determinado, en un momento histórico y, frecuentemente, en un lugar concreto.

Llamamos capitalismo, como Karl Marx (Das Kapital, vol. I, 1867), al sistema que dio origen a la Revolución Industrial, una revolución que se vio como un conflicto entre capitalistas y trabajadores. Werner Sombart (Der moderne Kapitalismus, Munich 1902), marxista en sus orígenes, distingue tres fases en el desarrollo del capitalismo: el Vorkapitalismus, que sería un precapitalismo, y que termina en el Renacimiento; el Frühkapitalismus, que correspondería al capitalismo temprano extendido hasta 1760; y el Hochkapitalismus, que corresponde al apogeo del capitalismo, y termina en la Primera Guerra Mundial (1914).

En ocasiones, quizá de forma impropia, se ha hablado del Capitalismo de Estado, siempre en un escenario ausente de libertad. También el que, en ocasiones, he denominado Capitalismo de Clase, de carácter privado, frente al anterior público, pero que nace y se desarrolla mediante concesiones públicas, a personas físicas o jurídicas. No olvidamos al Anarcocapitalismo, de finales del siglo XX…

¿Podríamos hoy considerar “capitalista” a quien, producto de sus ahorros, tiene una insignificante participación en un fondo de inversión?

¿Podríamos hoy considerar capitalista -titular del capital-, a quien, producto de sus ahorros, tiene una insignificante participación en un fondo de inversión, que, a su vez, tiene una participación minoritaria en el capital de una gran corporación?

Por esta imprecisión, he optado siempre por estudiar la relación entre Doctrina de la Iglesia Católica y actividad económica del hombre, basando el estudio en la variable subyacente: la natural libertad de acción del hombre como agente económico. Esa libertad, descrita con tanta elocuencia en Adam Smith (An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Londres, 1776), será la referencia en las líneas que siguen, porque también, en el llamado liberalismo económico, hay matices y diferencias apreciables.

En otras palabras, asumo plenamente en esta colaboración a San Juan Pablo II, cuando dice: “Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre».” (Carta encíclica Centesimus annus núm. 42).

EL ORDEN TEMPORAL

Bajo este prisma, no podemos obviar que estamos relacionando dos ámbitos: de un lado la actividad económica, perteneciente al orden temporal, y de otro, la moral católica que concierne al orden espiritual. Ambos órdenes, insertos naturalmente en el hombre.

La moral marca orientaciones que los hombres (también agentes económicos) deberían seguir en el camino a su fin último –la salvación–

 La moral marca orientaciones que los hombres (también agentes económicos) deberían seguir en el camino a su fin último –la salvación–, mientras que la actividad económica se desarrolla por pecadores que buscan el aprovechamiento de los recursos y, con mayor o menor desprendimiento (virtud), su distribución. Ambos órdenes confluyen en un mismo hombre, por lo que su encuentro será armónico y no conflictivo.

El hombre es un ser libre por su propia naturaleza. Su libertad procede de la voluntad del Creador. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Génesis, 1:26). Tan libre crea Dios al hombre que puede llegar a negarle. “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás” (Génesis 2:16-17); y el hombre, comió.

Aun así, dirá el Concilio Vaticano II que “la orientación del hombre hacia el bien solo se logra con el uso de la libertad… La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre… La dignidad humana requiere… que el hombre actúe según su conciencia y libre elección” (Constitución Pastoral Gaudium et spes, núm. 17).

Es ese hombre, en libertad, el que “en particular pone todo su cuidado en buscar el medio más oportuno de emplear con mayor ventaja el capital de que puede disponer” (Adam Smith: Investigación de la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones. Bosch, Barcelona, 1983, Vol. II, Lib. IV, pág. 189).

Para evitar confusiones, imputando a Smith el egoísmo del sistema como objetivo, conviene apuntar que la obra citada no tiene contenido normativo sino positivo; es la descripción de lo que hacen los hombres en libertad – aprovechamiento máximo de recursos escasos–, no de lo que deben hacer. También en San Mateo vemos el premio al aprovechamiento cuando, al regresar el señor, el criado que había recibido cinco talentos le presenta otros cinco ganados negociando, y el señor le dijo: “Bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco… entra en gozo de tu señor” (Mt 25:21). Tanto el criado en San Mateo, como el individuo en Smith, buscan conseguir el mejor resultado, en un escenario de libertad.

EL INTERÉS PARTICULAR

De hecho, Smith, en otra publicación, dirá: “El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También… a que el interés de ese estamento o grupo sea sacrificado al interés mayor del Estado… Debe… estar igualmente dispuesto a que todos estos intereses inferiores sean sacrificados al mayor interés del universo, al interés… de todos los seres sensibles e inteligentes, de los que el mismo Dios es inmediato administrador y director” (Adam Smith: La teoría de los sentimientos morales. Alianza Editorial, Madrid 1997, p. 421).

Es evidente que, en ese individuo, calificado de sabio y virtuoso, no existe espacio para el egoísmo; su desprendimiento, además, se produce en libertad. Solo la acción libre, puede ser juzgada y valorada moralmente.

La doctrina de la Iglesia es abundante en la acción económica desarrollada en libertad. El papa León XIII nos dirá: “No hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el hombre es anterior a ella y, consiguientemente, debió tener por naturaleza, antes de que se constituyera comunidad política alguna, el derecho de velar por su vida y por su cuerpo” (Carta encíclica Rerum novarum», núm. 6).

También su sucesor –Pío XI– en momentos de la Gran Crisis (1931) establecerá que: “Como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo… quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y… dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad… debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos” (Carta encíclica Quadragesimo anno, núm. 79). Un principio de subsidiariedad, presente también en el libro V de la Riqueza de las Naciones.

La apelación a la subsidiariedad será una constante en la doctrina de la Iglesia. Benedicto XVI la considerará como “expresión de la inalienable libertad humana”

La apelación a la subsidiariedad será una constante en la doctrina de la Iglesia. Benedicto XVI la considerará como “expresión de la inalienable libertad humana. La subsidiaridad… favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros” (Carta encíclica Caritas in veritate, núm. 57).

PROTAGONISTAS DE LA ACCIÓN

El hombre aparece pues, en la Doctrina de la Iglesia, como el protagonista de su acción; de toda acción, también de la económica. Así, afirmará San Juan XXIII que, “las autoridades deben de cuidar… que los ciudadanos… se sientan protagonistas de su propia elevación económica, social y cultural. Porque el ciudadano tiene siempre el derecho de ser el autor principal de su progreso propio” (Carta encíclica Mater et magistra, núm. 151].

Ya había dicho León XIII que, “quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos, necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas” (Carta encíclica Rerum novarum, núm 11]. Y, el propio San Pablo VI establecería que, “los que gobiernan deben cooperar… haciendo que de la ordenación y administración… del Estado brote espontáneamente la prosperidad” (Carta encíclica Populorum progressio, núm.15). Espontaneidad que garantiza espacio al ingenio y habilidad de los individuos.

Papa Francisco: “El trabajo debería ser el ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego… la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores…”

En la misma línea, San Juan Pablo II dirá: “Donde la sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o incluso eliminando el ámbito en el que se ejercita legítimamente la libertad, el resultado es la desorganización y la decadencia progresiva” (Carta encíclica Centesimus annus, núm. 25). También el Papa Francisco, retomando a San Pablo VI cuando afirmaba que el ser humano es “capaz de ser por sí mismo agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual” (Carta encíclica Populorum progressio, num. 34), dirá que “El trabajo debería ser el ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego… la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores…” [Carta encíclica «Laudato si» sobre el cuidado de la casa común, núm. 127].

Así, el punto de encuentro, no de conflicto, lo encontramos en la acción libre de aquel individuo sabio y virtuoso; consciente de la escasez de los recursos y guiado por los valores morales – virtudes – que le encaminan a su fin último y al bien de la sociedad.

Catedrático de Economía Política y Hacienda de la Universidad Complutense.