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Ver productosEl autor apuesta por superar la visión del deseo como mera fuerza irracional o inconsciente y sugiere una perspectiva integradora, en la que juega un papel clave el amor, entendido como donación.
2 de junio de 2025 - 13min.
Manuel Cruz Ortiz de Landázuri. Profesor de Historia de la Filosofía Antigua, Ética y Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Navarra. Autor de Hedoné (Aristóteles y el placer), Paisajes del pensamiento (Hacia una ética biográfica) y La civilización del deseo.
Avance
El autor de este libro dialoga con destacados pensadores que, desde la Grecia clásica hasta nuestros días, han reflexionado sobre el deseo como motor de la actividad humana y sobre su integración en un proyecto de vida plena iluminado por la razón.
En la primera parte se analiza qué es el deseo y cuál es su fundamento, confrontando la visión de los clásicos, Platón y Aristóteles, con la de Nietzsche que tanto ha influido en la cultura actual. Los primeros consideran que hay un logos cósmico y un logos individual que «dirigen el deseo hacia su objeto propio». Para Nietzsche, por el contrario, el deseo se convierte en voluntad de poder del individuo, es decir, de ser uno mismo sin trabas. Para lograrlo, hay que dinamitar la moral y el deber, que es «una bestia que oprime mi voluntad». En este sentido, Nietzsche sienta las bases de la actual civilización del deseo, que ha devenido mayoritaria a partir de mayo del 68 y que cada vez aparece más «vinculada al consumismo capitalista».
En la segunda parte se exponen las perspectivas de Sigmund Freud y Viktor Frankl, entre otros, sobre la génesis de los deseos. Sobre el padre del sicoanálisis apunta el autor que quizá el problema está en entender el deseo «como una fuerza instintiva que nos domina y que no entra en modelos de integración más elevados que la pura liberación o represión». Y elogia a Frankl por beber de Aristóteles y de la ética de Max Scheler y proponer el valor como brújula para encauzar el deseo y lograr que las acciones de una vida respondan a un significado. Manuel Cruz apuesta por superar la visión nietzscheana y freudiana del deseo como mera fuerza irracional o inconsciente y sugiere una visión integradora, en la que juegan un papel clave el corazón y el amor, entendido como donación.
El autor pasa revista, en la tercera parte, a las aportaciones de los epicúreos, los estoicos y el pensamiento contemporáneo postnietzscheano sobre cómo integrar el deseo en una vida plena, y plantear su propuesta sobre el arte de amar, basándose en la filosofía de Erich Fromm y en las mejores intuiciones de la tradición platónica y aristotélica enriquecida por Agustín de Hipona. El camino parar lograrlo no es otro que la renuncia a deseos particulares para dirigirse únicamente al bien del amado, reorientando la voluntad. En este sentido, el cultivo del deseo consiste en pasar de «un querer basado en el deseo a un deseo basado en el querer». Se trata, en síntesis, de «establecer una estrategia integradora que permita el cultivo del deseo sin entrar en dinámicas frustrantes, como podría ser la mera satisfacción de los impulsos o la represión combativa».
Una de las cuestiones más interesantes para diagnosticar nuestra época es —en mi opinión— la comprensión de la ética capitalista del deseo generadora de personalidades consumidoras como sustitutiva de las tradicionales éticas del bien moral en un horizonte de plenitud personal. Por eso, un libro que lleva por título La civilización del deseo. Una historia filosófica de lo querido, escrito por un docente universitario de reconocido prestigio, atrajo mi interés de inmediato. Al ojear el índice, sin embargo, me asusté un poco; en ese índice aparecían de entrada los nombres de Platón, Nietzsche, Aristóteles, Freud, Adler, Frankl, Meneceo y Foucault, elenco suficiente para pensar: esto es demasiado para mí, parece el típico trabajo de erudito solo para sus colegas y únicamente apto para que esos eruditos se citen entre sí.
Pero esa primera impresión rápidamente se mostró errónea. El libro de Manuel Cruz Ortiz de Landázuri, profesor de Ética y Filosofía del deseo en la Universidad de Navarra, publicado por ediciones Siglo XXI, es la obra de un profesor habituado a hacerse entender por sus alumnos y, por tanto, también por sus lectores. Las breves 220 páginas de esta obra son una delicia intelectual que analiza con profundidad la actual civilización del deseo, con una perspectiva filosófica que permite asomarse a lo que las mentes más lúcidas de nuestra historia han dicho al respecto, para intentar comprender —con esas aportaciones— las luces y sombras de nuestra época.
Esta es la obra de un filósofo. Por ello su estructura es un diálogo del autor con los pensadores que desde la Grecia clásica hasta nuestros días han hecho reflexiones relevantes sobre el deseo como integrante de la dinámica de la vida humana. Con mirada constructiva, el profesor Cruz no se limita a decir «este acierta y el otro se equivoca», sino que se acerca con aprecio a todos los autores cuyo pensamiento estudia para intentar entender las razones de sus ideas y lo que en ellas hay de acertado o sugestivo y aprovechable. Tampoco se limita a una exégesis histórica del pensamiento al respecto, sino que su objetivo —y lo consigue— es ayudar a reflexionar sobre nuestra época y a comprender el deseo como parte de la respuesta natural del ser humano a sus necesidades vitales que exige, como el resto de dimensiones de lo humano, su integración en un proyecto de vida plena iluminado por la razón.
El libro se estructura en tres partes. En la primera (págs. 23 a 72), se analiza qué es el deseo y cual es su fundamento, confrontando la visión de los clásicos, Platón y Aristóteles, con la de Nietzsche, que tanto ha influido en la cultura actual; en la segunda (págs. 73 a 156), el autor indaga sobre la génesis de los deseos analizando las propuestas de Freud, Adler y Viktor Frankl, con una original aportación sobre el papel del corazón, los afectos y las emociones; y en la tercera parte (págs. 157 a 214), se afronta la respuesta a la pregunta sobre cómo integrar el deseo en una vida plena analizando las ventajas e insuficiencias de las distintas estrategias que han propuesto los epicúreos, los estoicos y el pensamiento contemporáneo post nietzscheano; para concluir con una propuesta sobre el arte de amar en la que Cruz Ortiz de Landázuri suma aportaciones de Erich Fromm con las mejores intuiciones de la tradición platónica y aristotélica enriquecida por autores cristianos como Agustín de Hipona.
El autor intitula así la parte primera de su libro, en la que intenta clarificar cómo se ha llegado en la cultura actual a «una comprensión de la identidad basada en el deseo», de forma que «solo podemos ser nosotros mismos si esos deseos se realizan de forma plena» (pág. 23). Y señala que esta idea «es el punto de confluencia de las protestas de mayo del 68 (prohibido prohibir, etc.) con el desarrollo del capitalismo consumista a través del avance tecnológico que permite satisfacer necesidades y explorar nuevas experiencias de deseo».
En esa labor arqueológica, Cruz Ortiz de Landázuri se asoma al pensamiento de Platón y Aristóteles (¡siempre se acude a esa fuente con éxito!) y comprueba que para el primero no hay contraposición entre deseo y logos, pues «el ser humano es tensión hacia algo más grande que él, de modo que no se encuentra perdido al capricho de sus tendencias». La intuición platónica es profundizada (con el realismo que le caracteriza) por Aristóteles, para quien el deseo no es una fuerza ciega, sino que está vinculado a la sensación, la memoria, la imaginación y el conocimiento, pues todo deseo es deseo de algo, provocado por algún tipo de valoración (consciente o inconsciente) de la realidad: «El deseo no es una fuerza bruta, ni un puro impulso, sino que viene acompañado y mediado por nuestra interpretación del mundo. (…) El deseo se configura así mediante estructuras presentes en la cultura, pero también es posible un ejercicio de auto esclarecimiento para comprender qué es lo verdaderamente valioso para nosotros» (pág. 61).
Otra clave que aporta Aristóteles para comprender el deseo es la temporalidad de todo lo humano: somos seres que poseen sentido del tiempo, que pueden aplazar o reprimir sus deseos en vista de un bien mejor. «El ser humano es capaz de proponerse metas distanciadas en el tiempo, de aplazar los deseos sensibles, concretos, en vista de un bien mejor, más pleno para el hombre. (…) La renuncia al agrado momentáneo se realiza para vivir una vida mejor y, en consecuencia, para una actividad más alta, con su placer propio, que es distinto del sensible y específico» (pág. 65).
Estas páginas dedicadas a exponer el pensamiento de Aristóteles son de lo más interesante del libro que comento y concluyen con la siguiente síntesis: «En resumen, podríamos decir que la posición de Aristóteles respecto al placer es la siguiente: no disfrutamos cuando alimentamos nuestros deseos, sino más bien cuando realizamos ciertas actividades propias con plenitud» (pág. 69). Los deseos se orientan a paliar carencias que conozco como tales, a la vez que experimento su objeto como bueno para el vivir bien según el proyecto de persona que quiero realizar, pues no todos los deseos están al mismo nivel ni son fuerzas ciegas que satisfacer siempre y sin distinción de su objeto y oportunidad. (cfr. págs. 70-71).
Platón y Aristóteles ven que hay un logos cósmico y un logos individual que «dirigen el deseo hacia su objeto propio» (pág. 25). Por el contrario, en la actualidad esa idea clásica ha sido sustituida en un giro copernicano por las ideas de Nietzsche, que concibe al ser humano colocando en el centro de su identidad «el deseo como voluntad de poder: querer ser libre, ser uno mismo sin trabas» (pág. 43); «frente a mi propia libertad aparece el deber como una bestia que oprime mi voluntad» (pág. 51): hay que luchar contra la moral y el deber, proclama Nietzsche proponiendo como ideal «una vida que se afirma a sí misma, que vive sin preocupaciones y crea su propia moral». Aparece así el deseo como un impulso a satisfacer como requisito para la autoafirmación de la propia vida.
Frente al ideal clásico de educar nuestros deseos a la luz de un proyecto ético de buena persona, «Nietzsche asienta en cierto modo los fundamentos de una nueva cultura» que ha devenido mayoritaria «a partir de las protestas de mayo del 68. El deseo ya no es un impulso que haya que moderar…» (pág. 54). Vivimos ya en una civilización del deseo cada vez más vinculada al consumismo capitalista.
En la segunda parte del libro, nuestro autor hace un estudio de la génesis y dinámica del deseo, cómo surge y cómo lo experimentamos; y, para ello, expone críticamente la obra de Freud, Adler y Viktor Frankl, concluyendo que «la civilización del deseo se ha construido sobre la apelación a nuestros anhelos inconscientes y que el capitalismo se ha aprovechado de ello generando una sociedad de consumo. No consumimos para satisfacer necesidades básicas, sino para sentirnos poderosos, o miembros de un grupo, o para llenarnos de experiencias nuevas y originales» (pág. 74).
Respecto a Freud, nos dice Manuel Cruz que «construye una filosofía del deseo basada en el ideal de homeostasis, es decir, el equilibrio resultante de la satisfacción de impulsos. Lo importante no es construir una biografía o encontrar un sentido a las acciones que realizamos, sino vivir sin tensiones interiores debidas a deseos mal encauzados» (pág. 85). Y sugiere con tino: «Quizá el problema está en entender el deseo como una fuerza instintiva que nos domina y que no entra en modelos de integración más elevados que la pura liberación o la pura represión» (pág. 87).
De Adler valora que no se limite a la mera exploración del inconsciente, como Freud, sino que «pretende que la persona encuentre su valía y se reconduzca hacia la comunidad» (pág. 95). En Viktor Frankl aprecia el autor una más completa valoración del valor del deseo en clave humanista en la estela aristotélica («el ser humano como ser biográfico que vive en el tiempo y construye un proyecto vital», pág. 107) y de la mano de la ética de Max Scheler cuyo pensamiento analiza por su influencia en Frankl. Para este la vida es tarea en la que hay que encontrar sentido o significado a través de la realización de ciertos valores: «Somos capaces de dar significado a nuestra vida porque percibimos ciertos comportamientos como valiosos y nos conducimos hacia la realización de un valor. Esta sería la idea que toma Frankl de Scheler para elaborar su logoterapia. En el fondo lo que deseamos es darles un valor a nuestras vidas, y eso supone un esfuerzo por lograr que mis acciones respondan a un significado global» (pág. 105).
Concluye esta segunda parte analizando la dinámica del deseo y el querer de la mano de Tomás de Aquino, quien pone el acento en que «la voluntad es la capacidad de autodeterminación inteligente, ya que implica una comprensión de lo que hacemos. (…) Lo propio del acto de voluntad es la afirmación de uno mismo en una dirección, la determinación, la donación». (págs. 114-115). Desde esta perspectiva, Cruz Ortiz de Landázuri distingue entre placer y deseo y escribe: «Si el título de este libro no es La civilización del placer, es porque pienso que la cultura emerge para satisfacer necesidades y deseos, no para encontrar placeres. Esto es así porque el deseo se puede hasta cierto punto controlar o integrar, pero el placer es un regalo, una experiencia de plenitud que aparece cuando nuestras acciones alcanzan plenitud» (pág. 121). Aunque hay cierto placer en la satisfacción de cualquier deseo, el gozo es más rico cuando se cuida el conocimiento y valoración del objeto del deseo en una perspectiva ligada a la memoria, teniendo en cuenta que «somos lo que hemos vivido, pero no como puros hechos, sino como una interpretación de esos hechos, un hilo» (pág. 134); y en esa interpretación juegan un papel muy relevante los afectos: «Es posible lograr un orden afectivo en la medida en que logramos una correcta interpretación de nosotros mismos y el mundo» (pág. 137).
Como se puede ver en esta breve síntesis, el autor apuesta por superar la visión nietzscheana y freudiana del deseo como mera fuerza irracional o inconsciente y sugiere una visión integradora de todas las dimensiones de la personalidad con aquella perspectiva temporal o biográfica que Aristóteles resaltó. Y en esa línea de integración dedica un apartado (págs. 138 y ss.) a reivindicar el papel del corazón, del amor, como horizonte de valoración de los deseos y de uno mismo.
Escribe el autor: «Nuestra civilización del deseo es una civilización de las emociones porque los estímulos inmediatos y fuertes nos vuelven controlables y manipulables, perfectos consumidores. (…) Los sentimientos reflexivos apenas se cultivan, los afectos profundos se olvidan porque no tienen la fuerza de las emociones y nos hemos acostumbrado a vivir de estas» (pág. 147). Frente a esta situación, el filósofo propone una estrategia del amor, pues «si deseamos es porque amamos, porque queremos incorporar algo a nuestra vida y para elegir qué merece la pena amar hay que poner en valor la memoria, la historia, la propia biografía, pues los afectos profundos del corazón se basan en cómo comprendemos nuestra propia historia desde nuestra identidad» (pág. 148).
En la tercera y última parte del libro, Cruz hace un pequeño balance conclusivo presentando y valorando las distintas terapias que se han planteado en la historia para garantizar que el deseo encuentre su objeto adecuado y logre realizarse ayudando a la construcción de una personalidad equilibrada. Comienza presentando las propuestas epicúrea, estoica y posmoderna con sus aciertos parciales y sus insuficiencias desde una consideración integral de la persona; y concluye con su propuesta de arte de amar que permita integrar el amor en la estrategia del deseo, pues el deseo mas profundo es siempre el deseo de ser amado.
En la estela de Agustín de Hipona y de Erich Fromm, Cruz Ortiz de Landázuri nos propone el cultivo propio para tener algo que donar al amado, renunciar a deseos particulares para dirigirse únicamente al bien del amado. «La clave en el cultivo del deseo consiste en pasar de un querer basado en el deseo a un deseo basado en el querer. En vez de decir quiero lo que deseo, poder decir deseo lo que quiero» (pág. 207).
En las páginas finales (206 in finem), el autor resume su propuesta como en lápida para memorizar, y que yo sintetizo en estas afirmaciones:
—el deseo no es una mera fuerza ciega, sino integrada en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos;
—el deseo no debe ser combatido sino integrado, los deseos no marcan nuestra identidad, pero en ellos podemos reconocer lo que nos falta;
—esas carencias no siempre se solventan por la satisfacción inmediata del impulso, sino que convendrá ordenar los deseos al anhelo que es más profundo y verdadero para nosotros;
—quizá no podamos controlar nuestros deseos, pero sí podemos controlar los estímulos, el deseo antes que reprimirlo hay que comprenderlo.
En palabras del propio Cruz Ortiz de Landázuri, se trata de «establecer una estrategia integradora que permita el cultivo del deseo sin entrar en dinámicas frustrantes, como podría ser la mera satisfacción de los impulsos o la represión combativa» (pág. 214)