Se votó por unanimidad que era hermosísima.
La plebe opinaba lo mismo que la nobleza,
y la clase media era de igual opinión.
Leopoldo Alas, Clarín, La Regenta, cap. 5.
Tengo una prima segunda, Raquel, que vive en mi bloque y vale un montón. Es secretaria del jefe de ventas de una importante firma industrial; en su casa, lleva a César, su marido, de muerte. Elena y Mario, sus niños, son tiernos, luminosos, avispados: dos soles gracias a ella más que a él, me da la impresión. El otro sábado, salía yo a la calle, a eso de las diez, y vi a mi prima Raquel regresando ya del súper. Andaba como entablada, su paso no era elegante: venía muy cargada, pero hermosa como siempre: morena, esbelta, con el pelo recogido por arriba, la nuca libre.
—No sabes qué disgusto el martes, no te puedes hacer ni idea—me dijo, depositando las bolsas en el suelo—. Cinco horas de atasco en la autopista de La Coruña.
—¿Lo del volquete que arrambló con el paso elevado de peatones?
—Exacto; bueno, a mí me pilló a diez kilómetros de allí, pero estuve cinco horas sin moverme y ¡he perdido mi plus de puntuliadad!
—¿Cómo tu plus de puntualidad?
—Sí, en mi empresa existe un plus que llaman de «asistencia perfecta», que te dan si llegas puntual a la oficina.
—¡ Vaya sistema! ¿Y cuánto te pagan por ser puntual?
—Pues mira: cuatro mil pesetas si fichas a tiempo todo el mes; ocho mil si lo consigues tres meses seguidos, y doce mil si lo logras seis meses, uno detrás de otro sin fallar uno. Imagínate, yo llevaba ya nueve meses entrando en la oficina como un clavo; en la oficina Gonzalo, el de contabilidad, me llamaba el ama de llaves de Kant, no sé por qué, la verdad, pero así era: nueve meses a la oficina como un clavo y cada mes, ¡zas! —mi prima hizo sonar la palma de una mano contra el torso de la otra—: doce boniatos. César y yo estábamos planeando el verano, pero de repente al maldito volquete se le aflojan no sé qué muelles. ¡Todo perdido! Así que marcador a cero y vuelta a empezar. El ama de llaves de Kant…; imagínate la moral por dónde me llega.
Yo soy bastante tímido, la verdad, pero llegado real do a cierto punto exploto hacia afuera y no puedo evitar consolar a los demás, aunque diga falacias.
—¡Cómo se reparten el pastel estos ladrones! —le dije yo a la muy deprimida Raquel, los dos a pie de bloque—.Todo el día sudando uno el eskái para que ellos vayan y presenten sus balances a la junta; uno venga a integrarse en los equipos, pendiente del on de la cafetera, para que luego te dejen sin veraneo por un maldito accidente en la autovía. Oye —iba a apurar mi argumento— pienso que se lo voy a comentar a Rosi, tú sabes bien que mi señora, cuando se trata de echar una mano, se arremanga la primera.
—No creo que la cosa llegue a tanto, la verdad, gracias—me contestó ella—. Otro año sin estrenar bañadores, de ahí no pasará. ¿Sabes tú qué me ha aconsejado Gonzalo, el de contabilidad? Me ha dicho que me lea Lo real, de Gopequi.
—¿Lo real? ¿Qué es Lo real?
—Es una novela que, según me ha dicho él, trata de nosotros y de ellos, de la bolsa o la vida, vamos: del plus de asistencia perfecta.
—No sé yo si sabrá ésa de que va nuestra fiesta…; lo que es a mí, estoy tan harto ya del sistema, te lo juro, que no le vuelvo a afilar el lápiz bicolor al jefe así me ofrezca el plus del afilado perfecto: ni por un salario Nescafé, fíjate bien, ni por un salario Nescafé me pongo yo más al sacapuntas.
Así se consolaban estos dos representantes típicos de la clase media madrileña una calurosa mañana de mayo, cuando el sol empezaba ya a ablandar el alquitrán al borde de los parches de asfalto. Sus padres, los unos habían llegado de un pueblo de Jaén, los otros de Langreo, a aquel Madrid provinciano de los años cincuenta. Los cuatro tuvieron niños y, en la década siguiente, los cuatro medraron: jubilaron las alpargatas tradicionales y empezaron a viajar a Jódar unos, a Langreo otros, en seiscientos. Porque en aquella época había arrancado con muchísima fuerza la sorprendente, afortunada transición económica en España, tanto o más milagrosa que la alemana, que ya es decir. Treinta y cinco o cuarenta años que nos costó concebir a golpe de planes de desarrollo («a Dios rogando y con el mazo dando») al gran protagonista de final del siglo pasado en Madrid, en Barcelona, en las grandes ciudades, en toda nuestra geografía, en toda Europa, pues en todo el Occidente reina, soberana, la clase media.
Notorio es, desde luego, que de aquellos padres que trineaban en las faldas de la Bola del Mundo en Segovia procedan estos hijos que esquían ahora en Baqueira; que de aquellos empleados que lavaban su Gordini bajo las encinas de la Casa de Campo, procedan estos hijos que hacen lavar sus Seat Toledo en túneles automáticos mientras ellos se enfrentan al par del campo en el Golf de la Herradura, todo esto en Benalmádena, me refiero. Cuarenta millones de individuos que disfrutan 14.200 dólares de renta per cápita: eso es España, al margen de sus accidentes geográficos.
Así que se acabaron hace tiempo los aristócratas guerreros servidos por lacayos fieles —los Pelidas tan admirados o temidos por los hombres como envidiados por los seres del Olimpo— y toda su progenie. En las clases medias no nos quedan héroes, oiga, nadie que, por sus energías sobrehumanas reputemos hijo de algún dios, es decir, él mismo divino. Ni nos queda nobleza tampoco. Los hombres y las mujeres de clase media somos corrientes y vulgares, nuestros placeres y nuestros vicios ni se exceden ni se extinguen. Sabemos también compadecernos, claro está, de nosotros mismos sobre todo. ¿Quién como nosotros puede protagonizar, si no, las tediosas encuestas del CIS?
Ésta es la realidad que Gopequi ha osado novelar en Lo real. En La escala de los mapas (1993), su primera novela, la autora presentaba la cartografía de un alma individual: la de un hombre tímido zarandeado por las olas sucesivas del amor y del temor, exaltado por la pasión pero bloqueado progresivamente por el temor a la vergüenza, al desengaño, a la medianía —a esos cartuchos verdes y rojos que, como después de una cacería, se nos caen de la canana tras el amor, entre restos de piel de conejo y cenizas de pasión—. En La conquista del aire (1998) apareció el Kammerspiel, el juego de las tres parejas —Santiago-Sol, Marta-Germán, Carlos-Ahinoa—, más algunos comodines, que se enredan entre sí mientras cantan uno, dos, tres, cuatro, ocho, diez de ellos, uno a uno, dos a dos, tres a tres o más, un coro, como en Las bodas de Fígaro, como en Cosí fan tutte. Y ahora, en Lo real (2001), Gopegui ha cambiado definitivamente de escala y se atreve con una representación colectiva, geológica: marxista, casi podríamos decir, si nos atenemos a la dimensión universal que Gopegui ha pretendido para sus personajes. Pues en su novela se escucha la voz de la clase media, unas intervenciones periódicas de un «Coro de los Asalariados y Asalariadas de Renta Media», como lo llama ella, que aparece en letra cursiva en los puertos de montaña de la novela.
Nótese la condición social de los protagonistas de la realidad, según Gopegui: no el monarca guerrero que rasga con su embarcación la delicuescente espalda del mar para recuperar la posesión de una amada; no su continuación empobrecida, el caballero armado al servicio de un rey por quien emprende formidables combates, aún noble no obstante no hallar otro consuelo que los brazos de una campesina soñada, sudorosa; ni tampoco el pacífico terrateniente, ni la magnífica, cultivada Bolkonskaia, infatigable cazador él, excelente amazona ella en las tierras de su propiedad o en las del terrateniente vecino; no es el desposeído aventurero —Crusoe—, no el desposeído intelectual —Raskólnikov—, no el desposeído creador —Leverkühl—, sino los hombres y las mujeres asalariados, la clase media, antihéroes de desayuno a las once con dónuts y, a lo más, ingestión de paella en la misma Benalmádena de la que hablábamos líneas arriba.
Hombres y mujeres de todos los tamaños, de todos los colores y razas, de más fealdad que belleza componen ese coro que, como en las tragedias antiguas, interviene como contrapunto de la acción y las pasiones de un único, extraño «héroe», del que pronto hablaremos. No sé de ninguna novela contemporánea que haya contado con un personaje coral, colectivo, como lo ha hecho esta vez la de Gopegui. He ahí uno de los inequívocos logros de esta novela, haber incorporado al curso de la acción un personaje colectivo como el de Las suplicantes de Esquilo, como el de Murder in the Cathedral de Eliot.
Los asalariados de renta media de hoy, no obstante, no son los desposeídos londinenses, parisinos, madrileños, bilbaínos del primer capitalismo; los hijos de los hijos de los hijos de los hijos de Oliver Twist viven en libertad, cada mañana la adquieren al bloquear la maquinaria que revienta sus sueños. Lo de Mariano y las siete.
Pero este cuarto estado definitivamente mejorado, esta burguesía parisina globalizada paga un alto precio en el nuevo sistema. Ésta es la peculiar metamorfosis de la sociedad de asalariados, de asalariadas: que cada uno, cada una se acuesta siendo uno, una misma pero se levanta siendo un individuo intercambiable con cualquier otro. Los miembros del coro de la clase media no somos hombres ni mujeres singulares, somos sólo hombres y mujeres-permuta, trabajadores prescindibles, seriables; peones con los que hoy juega al ajedrez el capital y que mañana aparecen apilados en el fondo de una caja de fichas con raíles por donde avanza suavemente una cubierta, hasta que, allá en el fondo, en contacto con el plástico, se devoran entre sí la negrura, nosotros, las figuras vencidas y el silencio. La monda, eso somos la clase media.
Lo permanente, lo inalterable, la esencia idéntica a través de los cambios es el puesto, la jerarquía, el organigrama. El mercado laboral forma la masa humana destinada a ser carne incolora de freiduría, redondeada, enhuevada, empanada. El mercado es un túnel que se recorre con el orgullo y el respeto a sí mismo en sordina como un revólver cuando cruzamos un puesto de aduana, arrebujado entre la ropa sucia que sólo extenderemos frente a la lavadora, en casa.
«Supongo —dice uno de los personajes de Gopegui— que todos queremos hacer algo más que ir a una oficina de ocho a tres hasta que nos muramos. Todo el mundo tiene la fantasía de ser alguien». Pero justamente se trata de una fantasía: lo fáctico, lo real, somos los individuos de clase media que consumimos la flor de nuestras vidas —nuestras vidas enteras, vaya— en lograr un medio de vida.
Un inevitable, según Gopegui, desdoblamiento sojuzga a los miembros de estas clases. Por una parte está la autoridad, el sistema, los circuitos, las pomadas que controlan, que aplican los few happy; por otra, vivimos el acatamiento, la sumisión, la renuncia a la libertad en nombre de una cierta bondad, de un cierto miedo que nos impide reflexionar y que llevamos tintineando en el bolsillo, como dinero suelto. Poned ese deseo de libertad, ese anhelo de estar a bien con uno mismo, el sueño de gobernar el propio destino sin dejar siembra de muertos, en una columna; las letras de vida que firmamos para alcanzar ese destino y que, querámoslo o no, se nos adhieren como grasa ocre al riñon, a los muslos, al cuello de nuestra existencia: poned estas otras consecuencias no queridas en otra columna; sumadlos y restadlos, hechad cálculos, decidnos: aquellos medios que queríamos emplear sin ensuciarnos las manos, ¿no han llegado a ser los fines de nuestra vida? Contestadnos, coro de Asalariados y Asalariadas: cuando por fin sabemos que subsistir es posible, que hoy no moriremos, ¿conocemos en qué podemos emplear el resto de nuestra vida, esa subsistencia tan costosamente adquirida?
Hubo un ser que alzó su voz contra el garrote vil que le aparejaba el destino. Se cuenta la historia de un joven que no se avino a ser pieza del Lego, que deseó gobernarse a sí mismo. Un trabajador de clases medias que soñó que iba y vengaba a los suyos, que boicoteaba las entradas y salidas del constructo social, que tapaba las gateras por donde se escapa el gato que caza ratones, el felino real. El típico producto de nuestras clases medias decidió emprender él solo la ruta hasta el otro valle, hasta las fuentes del Nilo. Si es que existes, ¡oh musa de la clase media!, canta la cólera de Gómez Risco, ese hijo de nuestro tiempo que eligió para sí el destino del parricida.
EL PROBLEMA COSMOLÓGICO
Un intento como el del héroe de Lo real sólo puede ser ensayado en un universo que se piensa sujeto a unas leyes especiales. Lo real —cósmico o social— ha de concebirse libre de casualidad, de azar, no sometido al hado o al infortunio. Quien desea ser dueño de su destino ha de suponer que en el cosmos —en el caos— vence siempre la inteligencia. El universo antiguo, homérico, senequista, mostraba flancos para la arbitrariedad, para el milagro, para la feliz o infeliz casualidad. Los hombres eran beneficiados o castigados por los dioses en un instante, imprevisiblemente: los habitantes del Olimpo eran seres veleidosos, enemigos entre ellos y rencorosos con los hombres sobresalientes. El mundo sublunar, además, no se regía por la férrea causalidad que somete las siete esferas superiores, donde habitan los eones. Aunque los dioses antiguos no dejaran al hombre ser libre, señor de su voluntad, la casualidad y el azar sí podían transformarle en bien o en malhadado, en un hombre venturoso o infeliz. Dioses imprevisibles, conjunciones azarosas, serpientes mitad tierra mitad océano, tal como fueron transmitidos hasta los tiempos de Simbad, habitaban las mentes de los antiguos..
Más libres que el ciudadano ateniense eran el aristócrata del universo cristiano o el oligarca romántico. Byron, Tolstói, el señorito James viajan por todo el mundo, nada había en la tierra —ni trabajo ni patria ni un amor al que ser fiel— que pudiera fijar su voluntad. Calculaban, además, que el ser del cielo no concupiscía, que no era envidioso, que aplazaba su venganza; que era creador de una tierra y de una estructura social transformables, revolucionables, azarosas. «Trabajad la tierra y sometedla», les dijo para hacerles hijos y herederos, señores del universo.
Pero «ya no hay héroes», repite resignado el Coro de Hombres y Mujeres de Clase Media. Lo que por azar podía acaecer a un ser aislado —Héctor enamorarse de la mujer más bella de su tiempo; Ulises naufragar y alejarse del hogar no afanoso de aventuras, sino acosado por los dioses—, ello no puede ocurrir en la gran masa trabajadora, semiposeedora, consumidora, de los hombres y las mujeres contemporáneas. Si aisladamente uno de los trabajadores, de las trabajadoras de las sociedades posindustriales; si incluso unos cuantos de ellos pudieran librarse de su destino por obra del azar, de la lotería, nada probaría en contra de esta geografía, de esta realidad social, pues lo que cuenta aquí son, digámoslo así, las placas tectónicas, el magma social: en ningún caso las piedras desprendidas de los altos macizos y echadas a rodar al albur.
Pero Gómez Risco es otra cosa. Una experiencia personal permite a este héroe de nuestro tiempo renunciar para siempre a la casualidad, al guardarse las espaldas, al «por si acaso». «Se le había muerto el azar —escribe de este nuevo Pechorin su autora— y él era viudo: ya nunca más caería en la tentación de dejarse llevar y cada día, de ahora en adelante, lo gastaría en construir su plataforma, su itinerario».
EL PROBLEMA MORAL
No es fácil elegir una senda, marcarse un itinerario y seguirlo sin tener una «idea», una síntesis de cosecha propia con la que uno se sienta comprometido. El Raskólnikov de Dostoyevski, el bastardo protagonista de El adolescente, lo mismo que Aliosha Karamazov: todos los personajes de Fiódor Mijáilovich tienen su propia «idea». Me refiero a una convicción intelectual acerca de lo que «hay que hacer», de lo que «debe» o, en su caso, «puede» ser hecho. Las facultades y los límites que traspasará o no traspasará la energía individual, para quien tiene una idea, en absoluto vienen determinados por el entorno social, por los hábitos medios. Todo depende de la capacidad individual para autoanalizarse y analizar la estructura mental y moral de los seres que conforman nuestro entorno, y para sacar conclusiones. Sólo hombres y mujeres lúcidos pueden profesar una convicción intelectual que les permita obrar de modo singular; una convicción que, al menos, les sostendrá cuando cante el gallo por tercera vez al amanecer y, en la hora fatal de la estupidez, sientan el aliento aguardentoso del traidor junto a su mejilla y luego, sobre ella, la humedad de un beso.
Todos los personajes de Dostoyevski son moralmente autónomos en este sentido. No les legitima el consenso social sino su propio sentido moral, su inteligencia del bien y del mal. Pero es esencial que esa inteligencia del bien y del mal se «pruebe» en la realidad. Lo importante no es «pensar» qué es bueno y qué es malo, analizar teóricamente los límites que se puede y que no se puede traspasar en la acción: el banco de prueba de toda idea es su ejecución. Esconderse un hacha en la manga del abrigo, pues, y acudir a casa de una vieja usurera para matarla y probarse a sí mismo que uno no es un vulgar asesino; ser capaz de ayunar un día y otro como lo haría un monje austero, pero atender no obstante las obligaciones sociales, emprender una frenética actividad de éxito en el mundo; amar al prójimo sea éste quien sea, también a un viejo corrompido y sensual que dilapida la fortuna en satisfacer su cruel lascivia y que resulta ser tu padre: todo eso se lo tienen que probar a sí mismos los lúcidos personajes de Dostoyevski, después de haber pensado.
También a Gómez Risco hasta tal punto le preocupaba «renunciar, conformarse —señala la autora—, que resolvió pasar a la acción. Mejor, se dijo, el ridículo que la vida interior. Mejor echar a correr y tropezar que permanecer quieto, impasible la cara, el cuerpo amodorrado en la silla o tal vez arrastrando los pies por el pasillo mientras en su pensamiento ese mismo cuerpo imaginado devora los kilómetros, arrasa los estadios, corre los cuatrocientos metros en volandas».
La idea de Gómez Risco es, por así decirlo, negativa: la piedad no existe, la compasión nos pierde. El protagonista se declara un «ateo del bien». No un «ateo de dios», porque la gente piensa que los ateos se dan cuando no existen dioses, y no es así, según Gopegui: «Los ateos se producen porque hay dioses, nacen en épocas de dioses y actúan en su contra».
La compasión, el sentido del bien, no es tanto el opio del pueblo como la adormidera de la clase media. «Entre estas dos ideas —escribe la autora a propósito del héroe de las clases medias— parecía como tercero en discordia la figura de un hombre vestido de azul marino y con ella el recelo de Edmundo hacia sus buenos sentimientos, hacia la pereza que delataban: confiar para no seguir analizando o dar algo por bueno para dejar de pensar».
Para romper el maléfico círculo, para atreverse a usurpar las posiciones elevadas, sólo hacer falta convencerse, al parecer, de esto: que el bien no es un valor absoluto, que la verdad no lo es, pero sí la inteligencia. Que Edmundo fuera un «ateo del bien» significaba, según su autora, que era un ateo de la ley que apela siempre al bien.
Gómez Risco es la versión en clase media del proletario —proletarizare— Raskólnikov. Se trata de hacerse fuerte, intelectualmente fuerte. No confiar en la bondad, no descansar en la belleza: «Cada poema, un dios doméstico —dice la autora—; y el hombre que los ha leído cree salir a la calle escoltado por ese dios pero, como siempre, ese dios no le hace más fuerte sino más débil».
Y ser capaz de arrastrar tras de sí a otras personas. Con sobria elegancia enhebra Gopegui la voz personal de la narradora, Irene Arce, y de su historia, con la Edmundo, hasta que ambas emprenden mano a mano la travesía «de los no inocentes». La profesional madura, la mujer casada hace tiempo decide sumarse a la sociedad secreta de Edmundo para explotar el árbol bello a la vista, los frutos prohibidos y el vigorizante, totipotente zumo del mal.
«Yo he robado —confesará— para quemar mis naves, para decir en alta voz que el bien que nos pedían es un cuento… Robar porque en el nombre del bien marcaron nuestras vidas. Robar para acabar con ese nombre». Los que roban a los que detentan «el monopolio del chantaje legítimo», esos ladrones no necesitan años de perdón a crédito.
EL PROBLEMA EXISTENCIAL: LA CONCIENCIA DEL SER POSIBLE
Esta renuncia al bien es necesaria, según Gómez Risco, para destruir el esencial desdoblamiento a que la estructura social ha sometido al ser humano. «La gente nace y se muere —asegura— siendo dos cosas al mismo tiempo, siendo lo que es y lo que sueña que es: así logra tener ratos felices». Felices porque sus sueños rebosan romanticismo, sublimidad, fantasía de un bien que no son pero que siempre pueden oponer, siquiera como ficción, siquiera como ideal, a la fealdad, a la innobleza, a las limitaciones de la empiria, de la realidad.
La única alternativa posible es la ambición: no sueños, no versiones oficiales, no más certificados, no más arrepentimiento. También los que mandan mintieron, también los del pelotazo robaron, también los del poder se corrompieron. ¿Sería Bonaparte emperador si le hubiese temblado la voz al enviar a la muerte a los tres primeros franceses? Quien no teme, se atreve a más, a todo lo demás: a engañar a los que le engañan, a influir en los que influyen, a amedrentar a los que amedrentan. Atreverse a democratizar la mentira, eso busca Gómez Risco.
No considerar la diferencia entre la voluntad buena y la voluntad mala, sino sólo entre la voluntad y la voluntad acompañada del poder para ejercerla. En eso consiste la verdadera libertad: una cumbre que podemos escalar si primero descendemos a los infiernos de la organización social y desde allí afrontamos la ladera que pocos han ascendido, los pocos osados que en el mundo han sido.
El coraje, el poder, la ambición no son, sin embargo, la última palabra en la vida de Gómez Risco. Inevitablemente, mal que nos pese, la vida humana acaba afrontando un problema apenas soluble, sostiene Gopegui. Ni la fuerza de la inteligencia ni la energía de la voluntad ni la extinción de la piedad logran derrotar a la potencia metafísica, a la oscura materia, a lo posible. Todo lo real es posible, claro está, pues si no, no sería real; pero lo real ¿es algo más que un mero ser posible? Parece que acabamos sintiéndonos cómodos en la casa que con indecible esfuerzo hemos construido; para asentarnos más en lo real, sacamos además tarjetas de crédito y suscribimos un seguro para la bici y blindamos la chimenea, con afán de expulsar de nuestro lado a lo posible. Pero ello pugna por entrar, como las cucarachas en verano, y sus posibilidades son infinitas. El colapso es un ciempiés, es un milpiés que se cuela por el desagüe del fregadero y pone sus huevos bajo el somier de nuestra cama con la seguridad de que en la casa reinará otra vez su estirpe.
Toda nuestra energía no alcanza a derrotar al azar, a lo no real, a la nada. El lobo es más astuto y fuerte que los cerditos siempre. Algunos ilustrados prometieron que la ciencia —natural, histórica, económica— extirparía la sinrazón de la humanidad; que consulten ahora cualquiera de nuestros archivos. Los que, como Gómez Risco, aprenden a controlar con su mente el universo de conexiones sociales en la que viven, se encuentran que un doce, un trece de marzo cualquiera se introduce en su vida el azar, la arritmia, el descontrol. Sabían muy bien los trágicos antiguos que el horror de haberse casado uno con su propia madre puede ocurrirle a cualquiera, que hay azar e infortunio, que no es extraordinario que en los seres húmanos se cebe la desgracia.
El descalabro de Almudena, la mujer de Edmundo, obliga a nuestro héroe a enfrentarse con la otra cara de lo real, que es, ya está dicho, lo posible. Si morirse es posible —y lo es, porque sucede— entonces vivir no es más que otro posible. La existencia real de los seres humanos está preñada de noexistencias posibles. «Morir es lo posible —asegura Irene Arce—. Existir es, si quieres, la posibilidad de lo posible». Existir es, si quieres, ser consciente de ser un aborto consciente mientras permanece por casualidad nuestra vida. Cuando hemos sido capaces de desarrollar apenas unos pocos, elementales movimientos que nos mantienen a flote en la existencia, planea sobre nuestra cabeza el fórceps del azar, unos guantes de látex con talco nos oprimen el cuello y, de un tirón, sin entenderlo, nos vemos arrojados al container de detritus sobre el que una gata con el rabo tieso, bien alto, pulveriza orina, celosa de su reino.
UNA NUEVA CIENCIA PRÁCTICO-POLÍTICA: LA NARRATIVA
Como quiera que se acepten las conclusiones existenciales de Gómez Risco, el relato de la cólera que le ha puesto en movimiento viene a demostrar esto: que la más fecunda ciencia de este siglo va a ser la narrativa.
Lo será, en primer lugar, por su concreta universalidad. «Una golondrina no hace verano», observaba Aristóteles, ni un individuo aislado es objeto de ciencia. Son todos o la mayoría de los individuos de un género los que constituyen la materia o sujeto a la que la razón científica atribuye predicados, características, esencias. Consideramos científicas atribuciones del tipo «Todos los hombres son bípedos implumes» o «Los ángulos de todos los triángulos suman 180», pero nunca «Sócrates es ateniense» (pues eso ha de probarlo el registro civil, no la ciencia) o «Este triángulo es amarillo» (pues eso ha de probarlo la sensación visual, no la ciencia).
Pero la novela contemporánea ha mostrado que también ella es capax universi, como la vieja filosofía. Se ha dicho ya que toda una clase social protagoniza la novela de Gopegui: el coro y el que se sale del coro, los espectadores y el héroe en el que aquéllos se contemplan. Es extraño, señala el coro de Gopegui, que un autor se haya atrevido a «tomar nuestra vida y referirla como si fuera una historia», pero así es: la novela se ha atrevido a afrontar el destino y el temor, la conciencia y el amor característicos, típicos, de la clase media.
Además de esta generalidad, de esta democraticidad, ¿es la narrativa capaz de explicación causal, de atribución de necesidad, como la ciencia? El discurso científico —determinado tipo de él, al menos— atribuye «causas formales» a sujetos universales. Entendemos que es «forma» aquello que «causa» en los hombres ser lo que son y no otra cosa: la forma del hombre es la «animalidad racional», pues esa generalidad animal con esa especificidad propia explica lo que el hombre es sustancialmente. De ahí que podamos tomar una definición según la causa formal: «Todos los hombres son animales racionales», como principio o premisa de una demostración, y concluir silogísticamente que todos los hombres concupiscen, por ejemplo. Así avanza el conocimiento filosófico (el aristotélico lo mismo que, en gran parte, el hegeliano), demostrando las características de los géneros y subgéneros de cada tratado o ciencia, por medio de la causa formal.
Lo mismo sucede con la ciencia aritmética. Sea A un número divisible por B si y sólo si existe un C tal que A= B x C, definimos formalmente. Sea D un «número primo» si y sólo si es divisible solamente por sí mismo o por el 1, volvemos a definir formalmente. A partir de estas definiciones concluiremos que el conjunto de números primos tiene una propiedad esencial, la de ser infinito, y contamos con la vieja demostración de Euclides que sigue, no obstante su antigüedad, tan tersa y nueva como el primer día, para estar absolutamente ciertos de lo que afirmamos.
En ambos casos nos hallamos ante demostraciones por la causa formal. Pero la causalidad se dice pollachos —de muchas maneras—. Hay causalidad formal, pero también la hay material, eficiente y final. El conocimiento narrativo emplea la causalidad, claro está, pero no lo hace conforme a la causa formal, como los discursos científicos. Sostengo concretamente que el discurso narrativo establece atribuciones según la causa eficiente. Quien narra no se propone señalar qué es o cómo se define el sujeto del que va a tratar, como lo hace con los suyos la ciencia demostrativa. «El narrador quiere saber», concluía Gopegui su prólogo a La conquista del aire: el narrador quiere saber qué es lo que hace o padece ese sujeto (típico), cómo se transforma en contacto con otros seres, con las fuerzas que dominan su ambiente. De ahí que el narrador, el novelista no emplee el verbo «ser» como medio de atribución de predicados (esenciales, formales) a sujetos (géneros), sino verbos de acción y de pasión, cuando como dice: Gómez Risco comió, bebió, hizo el amor, se encolerizó (de modo análogo, eso sí, o similar o disimilar a como lo hacen los individuos de su misma clase en similares circunstancias, pues él es un tipo —en este caso un contratipo—).
Por eso dice la autora que al héroe de Lo real no era «la descripción de la riqueza, sino su narración» (el subrayado es mío), lo que producía su cólera. «La narración, el antes y el después y el fundamento», explica Gopegui. De otro modo lo dicen los que enseñan cine cuando sostienen que un guión ha de contar con «un comienzo, un nudo dramático y un desenlace». Y mucho antes que ellos, el más sabio de todos, Aristóteles, observó que la fuerza de lo dramático no provenía de que un acontecimiento sucediera a otro (que algo ocurriera después de otra cosa —«el antes» y «el después» de Gopegui), sino de que algo ocurría porque antes había sucedido otra cosa: la acción o la pasión de otro individuo, el peso de las circunstancias, el peso de lo social, el azar: lo que Gopegui llama «el fundamento», y nosotros, más arriba, causa eficiente.
En esto consiste la ciencia narrativa: en atribuir a un sujeto determinadas acciones y pasiones que, experimentadas, necesaria o verosímilmente traen consecuencias que, a su vez, determinan nuevas acciones y pasiones, en un proceso que avanza constantemente y que no tiene vuelta atrás. Si el padre de Gómez Risco no hubiese sido traicionado, el muchacho no hubiese sentido vergüenza; si el muchacho no la hubiese padecido, no se habría construido un mundo interior, un refugio; si no lo hubiese querido construir, no hubiera mentido: pero como el padre fue encarcelado, el muchacho se avergonzó y ensimismo y decidió hacerse fuerte y, para ello, resolvió «construir una mentira donde nadie pudiera penetrar». Todo eso no es sólo lo pasado a Gómez Risco, sino sobre todo lo vivido, lo que lo que por haber sucedido condujo necesaria o verosímilmenteal estadio siguiente: esa es la experiencia del héroe lo que no tiene vuelta atrás, son las naves quemadas por propia mano, la vida vivida que el tiempo no devolverá más, salvo que un relator —el novelista— nos la cuente.
El discurso narrativo está llamado a jugar en la sociedad de clases medias el papel que en la aristocracia terrateniente desempeñaba la tragedia. «Narrar —concluye Gopegui— para que podamos hablar en plural, en vez de narrar para que tú y yo hablemos». Narrar, añado yo, para devolver a la clase media su conciencia. Un discurso que, como la filosofía política o como la utópica, está ahí para señalar los peligros del camino que ha emprendido la sociedad. «Por el momento los de fuera —concluye Gopegui— somos menos, aunque quién puede asegurar que no hemos escogido el modo de desplazamiento más adecuado. A lo mejor la nuestra no es una posición residual, un resto que se extingue, y sí es en cambio lava que emerge del volcán y se lleva consigo sedimentos, grupos empresariales, momentos de gloria. Quién puede asegurar que el próximo periodo geológico no se cimentará sobre nuestras muy pocas verdades emergentes».
¿Experimentará nuestra carne esa vida futura que preconiza la novela, o lo soñaremos solamente? Quién lo sabe, pobre Edmundo, asombro de las clases medias. Otra víctima, como tú, el noble Segismundo, estaba persuadido de que algo mitad real, mitad posible, nos está aguardando:
A reinar, fortuna, vamos;
no me despiertes si duermo,
y si es verdad, no me duermas.
Mas sea verdad o sueño,
obrar bien es lo que importa;
si fuera verdad, por serlo;
si no, por ganar amigos
para cuando despertemos.