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«Sin gramática no es posible habitar el mundo», escribe Joan-Carles Mèlich al comienzo del ensayo que le hizo merecedor del Premio Nacional de Ensayo en 2022. Editado por Tusquets, La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario está destinado a buscar una manera nueva de mirar y habitar un mundo nuevo, un tanto ajeno y bastante hostil para todo aquel que osa si quiera justo a eso; a pararse para pensar, leer o escribir sobre estos asuntos.

Joan-Carles Mèlich: La fragilidad del mundo. Ensayo sobre un tiempo precario. Tusquets, 2021

Mèlich lo hizo en el propicio contexto en que todo paró. Del extraño paréntesis epidémico salieron reflexiones sobre el significado del mundo y de habitarlo: «El mundo no es el espacio. Tampoco es el universo, ni la naturaleza. Es una gramática. Venir al mundo es heredar una gramática», hacerse cargo, así, de un conjunto de normas, relaciones, maneras, modos de jugar con las palabras (pero no solo palabras) y servirse de ellas a la hora de entender el mundo y entenderse. Un corpus heredado que ni reniega del pasado ni lo olvida, pues lo necesita para ser, serse, en presente. Y un corpus interpretado también, abierto a lo externo y sujeto así a variaciones. Sin gramática, sin recuerdo ni memoria del mundo, ¿cómo va a ser posible entonces habitarlo? Habrá que encontrar nuevas palabras para decirlo y nuevas formas de habitarlo.

Quiebra, silencio y «activando protocolo»

El contador lo puso a cero a finales del siglo XIX y principios del XX Friedrich Nietzsche. Recuerda Joan-Carles Mèlich cómo este «había mostrado la ruptura entre las palabras y las cosas» con su crítica al concepto de verdad como correspondencia: «Se acabo la distinción tajante entre hechos y valores, entre lo fáctico y lo interpretado». Herederos de esa quiebra fueron, en primer lugar, una excelsa nómina de creadores que habitaron esa grieta y se preguntaron en sus diversas obras y disciplinas: y ahora qué. Max Weber, desde la economía, «¿tiene el progreso un sentido que vaya más allá de lo puramente económico?»; Wittgenstein apuntaba a la ciencia, pero «el impulso hacia lo místico viene de la insatisfacción de nuestros deseos por la ciencia. Sentimos que incluso una vez resueltas todas las posibles cuestiones científicas nuestro problema ni siquiera habría sido aún rozado».

Como recuerda Mèlich, Friedrich Nietzsche señaló «la ruptura entre las palabras y las cosas» con su crítica al concepto de verdad como correspondencia

En la literatura, las obras de Hugo von Hofmannsthal, en su Carta a Lord Chandos, o Robert Musil y Las tribulaciones del estudiante Törless apuntalaban las dudas y daban fe de un mundo silencioso, boquiabierto, desempalabrado que enseguida sería ocupado por nuevas fuerzas y motores con sus nuevas lenguas o neolenguas compactas, matematizadas o algorítmicas. Idiomas que «solo admiten las preguntas que aluden a los problemas o enigmas, pero no al misterio […], solo toleran los interrogantes que pueden responder ahora, clara y distintamente y de forma incontestable (al modo de “estos son hechos”, o “está demostrado científicamente”, o “son evidencias”, o “hemos activado el protocolo”». Expresiones hechas a imagen y semejanza de tranquilizadores sistemas sociales que en Occidente, a lo largo de la historia, han adoptado, sin ser excluyentes, las formas teológica, política y la económica hasta desembocar en la tecnología: «Un sistema simbólico que ha colonizado el mundo. A lo que ahora nos enfrentamos es a un desafío sin precedentes, a una nueva forma totalitaria de vida».

De la tecnología como nueva fuerza de la naturaleza

Recuerda el autor ‒el paseante, en el libro‒ que habitar no es aparecer sin más en un lugar. Moviliza la noción del cuidado. «Los seres humanos “habitan” en la medida en que “cuidan el mundo”. Cuidar el mundo es preservarlo no es dominarlo ni subyugarlo». Se cuidan los vínculos («la gramática, la tradición, la biblioteca»), las personas y las cosas porque ellas, de alguna manera, permiten (o permitían) habitar el mundo desde una determinada perspectiva existencial. Mèlich, que en este capítulo tiene muy presente en esta reflexión a Martin Heidegger, pone el ejemplo de un agricultor cuyas herramientas no solo le permiten realizar su trabajo, sino que le suponen entrar «en relación con el mundo desde una determinada perspectiva […]. El trabajo técnico está vinculado a la existencia y al sentido». Estaba, porque hoy esa relación se ha quebrado. Los objetos no nos pertenecen, sino que les pertenecemos. Ya no nos ofrecen sentido, sino que nosotros con nuestras acciones, con nuestros datos se lo ofrecemos a ellos, se lo regalamos. «Hoy ‒escribe Mèlich‒  la tecnología es una gramática, un lenguaje, y todo juegos de lenguaje es una forma de vida, como sostenía Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas. La tecnología es un sistema social que inaugura una forma de ser en el mundo y que tiene unas características muy determinadas»; la utilidad es una de ellas, la vigilancia, otra. Hay otra que hace del sistema tecnológico algo radicalmente distinto a los anteriores: se obedece, se acata por amor y por placer. Es el éxtasis de la servidumbre voluntaria y su expresión gráfica es el like.

Habitar no es aparecer sin más en un lugar, sino que moviliza la noción del cuidado: «Los seres humanos “habitan” en la medida en que “cuidan el mundo”»

Pero algo más entra en juego con el like: el empobrecimiento del mundo, porque «elimina su ambivalencia y su ambigüedad […], impone la claridad, la radical afirmación». El like es aliado y culpable, en gran medida, del desempalabramiento del mundo y protagonista de un nuevo reencantamiento que promete una vida hoy «más fácil, más seductora, más bella, más dinámica. Y si a alguien se le ocurre levantar la voz y oponerse a ella, los sumos sacerdotes de esa nueva religión le responderán inmediatamente: “Hay que estar a la altura de los tiempos”, “esto ya no tiene marcha atrás”, “esto es el futuro”. Pero para futuros el que imaginó Don DeLillo en su novela Cero K., una reflexión sobre la muerte y la técnica alrededor del intento de congelar la mente y el cuerpo hasta que la ciencia sea capaz de sanar una enfermedad por ahora incurable. En ese contexto el estadounidense escribe: «La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos donde escondernos de ella».

Menos tiempo y más espacio; menos moral y más ética

El huracán indomeñable de la tecnología barre el mundo imponiendo sus coordenadas como hechos y eslóganes. La posibilidad de hacerlo todo en menos tiempo es el nuevo Bien. Y «hoy mientras el tiempo se acelera, el espacio se hace más breve, se encoge […], es insignificante». Mèlich propone un reconocimiento del espacio que combata el «no importa donde estés». Sí, importa donde estemos, porque si no, el reverso es que tampoco importa el que está: si alguien cae a mi lado, qué más da, no voy a socorrerlo porque lo importante es ir hablando por la calle con alguien en el otro lado del mundo. No. El autor, el caminante habla de «desubjetivar el tiempo» y alejarlo de la experiencia individual. La clave es sencillamente mirar con algo de atención alrededor. Y sin prisa. En ese vistazo es por donde penetra la ética: «El tiempo es la relación con los otros, denota la incertidumbre y abre la existencia al mundo y a la alteridad, a lo que no puede ser dominado ni domesticado. Si no se comprende el tiempo desde esta perspectiva, no será posible pensar una relación fundamental para habitar el mundo: la ética». La contrapone a la moral porque esta «reduce el devenir al concepto […], supedita la acción al protocolo». Y concluye: «Los defensores del totalitarismo, en cualquiera de sus formas, también los del totalitarismo tecnológico, creen que con la moral es suficiente, que basta con ella. Pero no es así. La ética es lo que genera mala conciencia a la moral, lo que provoca vergüenza. Tendríamos que dejar de pensar la ética en términos de “bien” o de “deber” e intentar imaginarla desde el tiempo, desde la pluralidad de perspectivas, desde las sombras y desde las ambigüedades, desde la vergüenza y desde la compasión».

El autor, el caminante habla de «desubjetivar el tiempo». La clave es mirar con algo de atención alrededor. Y sin prisa. Solo así es posible que penetre la ética

El sinsentido como sentido del mundo

El desempalabramiento del mundo revela, al final una crisis de sentido. Sin palabras, sin sentido, la existencia no se detiene y el caminante, en su búsqueda, tampoco: «Ese es el reto de este ensayo ‒escribe Mèlich‒, pensar si el sentido puede ser inmanente al mundo y, si puede serlo, de qué tipo sería». Desechadas ya las respuestas (o fines) económicos, instrumentales o de mera innovación o moda, el caminante busca un sentido que permita una relación múltiple, que no se pliegue a la lógica de los sistemas simbólicos precocinados; cambiante, para acoger los distintos estados vitales; y ambigua, que admita sombras y dudas… Lo encuentra: «El sentido del mundo es el sinsentido. El único sentido al alcance de los seres finitos». Lo sitúa, está a caballo entre «el absurdo existencial, por un lado, y el sentido pleno y con mayúsculas de la metafísica, por el otro». Lo define: «No pretenderá eludir el vértigo de las relaciones con el mundo, ni convertir a los sujetos en seres que sepan resolver de forma efectiva sus problemas, no será ni consolador ni competente». Al contrario, es un sentido que recuerda la indisponibilidad del mundo y que «no todo es posible». Esta es su ética, una ética de la vergüenza bien consciente de que ni podemos disponer del mundo ni todo es posible. Y además, recuerda: «un mundo plenamente disponible es inmundo».

Para finalizar el texto, el recuerdo del aforismo de Kafka que sirve como exergo a este ensayo sobre un tiempo precario, de Joan-Carles Mèlich. «En la lucha entre tú y el mundo, defiende al mundo».

Periodista cultural