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DE VERDADES, LUGARES Y HOMBRES QUE PIENSAN

               

Londres, 13 de octubre de 1992, Main Theatre del Imperial College

Una criatura sarmentosa, encorvada, replegada casi sobre sí misma, que parece salida de una de las novelas de Tolkien, comienza a hablar desde el puesto principal de una mesa reservada para los grandes ponentes y las grandes ocasiones. Su figura sólo resulta visible por la disposición anfiteatral de un auditorio escalonado: tan increíblemente pequeño era. Estábamos congregadas dos mil y una personas, es decir, la que hablaba y unas dos mil que escuchábamos. Y allí nos tuvo una hora y media al filo de los asientos. No llevaba papeles, según pude saber posteriormente, por dos razones fundamentales: la primera porque no los necesitaba; la segunda porque no habría sido capaz de leer una sola letra con su visión tan disminuida por la vejez.

Recuerdo muy bien muchas cosas de aquel día. Entramos en el Imperial con un sol radiante y, a la salida, nos esperaba una lluvia tan molesta y persistente como sólo en Londres puede darse, y es que, en la capital del mal tiempo, únicamente se conocen dos situaciones meteorológicas: a) está lloviendo; b) va a empezar a llover. Pero, sin necesidad de salir al exterior, ya nos había caído dentro el mayor de los chaparrones: pienso que no me equivoco si digo que la conferencia de sir Karl Popper, que así se llamaba, dejó a sus oyentes con la misma sensación que cuando se recibe la inesperada descarga de una enorme tormenta sin encontrar el más mínimo escondrijo que sirva de alivio. Tanto fue así que, cuando Popper terminó su intervención sin ningún tipo de aviso, o sea, simplemente dejó de hablar — como acostumbraba, según quienes le habían escuchado otras conferencias—, fuimos incapaces de arrancar a aplaudir.

La tormenta cesó de golpe, exactamente de la misma forma que empezó. Sólo el amago de los dos acompañantes del conferenciante en la mesa nos recordó que debíamos cumplir con la cortesía. Pero el aplauso me pareció espasmódico, irregular, impropio de quienes acaban de padecer un maravilloso espectáculo. Pienso que nos quedamos aturdidos y confusos o, al menos, yo lo estaba, y esa era la clara percepción que tenía sobre el estado de ánimo de los que llenábamos la sala hasta rebosar. Así nos encontrábamos quienes asistimos a la última lección magistral del más importante teórico sobre la metodología de las ciencias sociales del siglo XX.

«Con Hegel perdimos la vergüenza». Fue, según mis recuerdos y la reconstrucción escrita que posteriormente hice de la conferencia, la primera frase pronunciada por Popper, inmediatamente después de dar las gracias al preboste de la Universidad de Londres, a quien cayó en suerte la imposible tarea de presentarlo al público. Para ser exactos, habría que decir que Popper se limitó a repetir algo que había escrito hacía bastantes años en su fundamental obra The Open Society and Its «Hegel made us loose all decency».

Esto me sirvió para practicar más adelante un ejercicio de contemplación intelectual, aunque desde una posición bien diferente, ya que, como se comprenderá enseguida, esta vez no fui testigo del hecho que la provocó. Es el propio Hegel quien hace la evocación y la representación en una carta a Niethammer, su mejor y más duradero amigo, protector poderoso y, como él, masón. Es el 13 de octubre de 1806. Las tropas de Napoleón han hecho literalmente trizas en los alrededores de Jena a las de la alianza austroprusiana y han ocupado la ciudad. El entonces joven «Privatdozent» —es decir, su retribución procedía exclusivamente de lo que los alumnos que libremente querían matricularse con él pagaban por su asignatura— de la Universidad de Jena escribe:[[wysiwyg_imageupload:1652:height=169,width=200]]

«He visto al emperador, esta alma del mundo («Weltseele»), cabalgar a través de la ciudad. Se experimenta ciertamente un sentimiento prodigioso al ver a semejante individuo que, corriendo aquí, en un punto, montado sobre un caballo, abraza al mundo y lo domina. En cuanto a los prusianos, todo parecía inclinarse a su favor; la victoria de los franceses ha sido mérito exclusivo de este hombre extraordinario, que es imposible no admirar».

La referencia a Napoleón como alma del mundo alcanza su plenitud de sentido si se toma en consideración el contexto filosófico hegeliano: el periodo de Jena, que culmina con la Fenomenología del Espíritu, que su autor terminó de escribir, precisamente, la noche anterior a la célebre batalla. Las palabras son muy importante. Hegel no se refiere a Bonaparte como espíritu ya que, en tal caso, hubiera escrito «Weltgeist», sino como alma (Seele, con la misma raíz sajona que el inglés «soul»), o sea, como principio activo inmediato. Esta distinción, como I. Berlin tan lúcidamente explica en The Hedgehog and the Fox, está profundamente arraigada en el idealismo alemán y sólo se comprende bien si vamos a quien inicialmente la enunció, que no fue otro que Schelling: «El verdadero conocimiento no puede obtenerse mediante el uso de la razón, sino sólo mediante una especie de autoidentificación imaginativa con el principio central del universo —alma del mundo—, al modo como lo hacen los artistas y pensadores en momentos de divina inspiración». La consecuencia es clara: Napoleón es el Espíritu subjetivo (alma) que da sentido al Espíritu objetivo, que constituye el Derecho y la Política como órdenes de lo social y que resumen, según Hegel, toda la moralidad. Y así andamos desde entonces, bebiendo una vez y otra, para la gestión cotidiana de los asuntos sociales, del venero conceptual abierto por quien fue finalmente derrotado en los campos de batalla pero exaltado e inmortalizado moralmente por la mayor lumbrera intelectual de las tres últimas centurias.

BREVE HISTORIA DE MI TRIBU

Al principio había un conjunto más o menos informe de leyes y, sobre todo, de reglamentos. Para intentar poner orden, la mayoría de los nuestros se fueron, sobre todo, a Francia o a Italia, y algunos, aunque pocos, también a Alemania. Algo se empezó a sacar en claro, y enseguida se formularon conceptos con los que explicar y sistematizar realidades dispersas. Esto sirvió de mucho. Una disciplina arisca, mal organizada y rudimentariamente pertrechada consiguió, por obra de algunos de sus representantes más destacados, que un Estado autoritario aceptase el sometimiento razonable a ciertas pautas procedimentales. Así se materializó una gesta tan pacífica como real y eficaz. Fue la época de la leyes de los cincuenta: la de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, la de Procedimiento Administrativo, la de Expropiación Forzosa y de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, por destacar algunas entre un manojo de excelentes producciones normativas de cuya enumeración expresa y pormenorizada me siento disculpado.

 A partir de aquí, el prestigio de los administrativistas fue en imparable aumento. Algunos de los más destacados fueron llamados para hacerse cargo de responsabilidades políticas de alto nivel. El buen manejo de una disciplina relativamente nueva y, en general, mal conocida, empezó a llevar asociado ciertas cuotas de poder extraacadémico y de influencia social. Los administrativistas catalizaron una parte importante de la versión franquista del gran salto adelante: frigoríficos, Seat 600, guateques ye-ye y suecas en bikini. Pero lo mejor estaba todavía por llegar.

Con la transición a la democracia, los conformadores del moderno Derecho administrativo español contaban, tal vez, con la mejor y más pulida masa crítica dentro del panorama de las ciencias sociales, y esto les hizo ser los principales muñidores de la Constitución del 78 y de su desarrollo legislativo e institucional. Entre ellos hay que destacar a García de Enterría, tan excepcionalmente dotado para las tareas intelectuales como para la formación de un equipo cohesionado de administrativistas jóvenes, brillantes y preparados. Los administrativistas no sólo fueron ministros y altos cargos —eludo conscientemente dar nombres porque mi flaca memoria puede herir a los preteridos—, que es el paradigma celtibérico del «touching power», sino que los nombraban o, mejor dicho, eran preguntados sobre a quiénes nombrar, lo cual supone un poder menos tangible y, precisamente por eso, más vigoroso y duradero.

En pocos años, se dio lugar a una suerte de casta cuasi-sacerdotal, un munus leviticus al servicio doméstico de la nueva organización política legitimada democráticamente. Las manos que mecían la cuna se aposentaban en las cátedras de Derecho administrativo. Doy fe, en primera persona, del arrebatador atractivo que, para un estudiante de la licenciatura de Derecho, tenía una posición semejante, aunque sólo se disfrutara de ella desde los más lejanos aledaños. El Derecho administrativo no era simplemente el Derecho público sino, en muchas ocasiones, el Derecho mismo. La capacidad de llegada era sorprendente: dictámenes, informes, conferencias y tiberios, viajes, cargos públicos, despachos, asesoría de empresas y Administraciones y un largo etcétera de manantiales de dinero y de plumeros.

El tiempo pasa, pero de nosotros depende que pase o no en balde. A semejanza del arte de torear, cuando los maestros se recrean demasiado en la suerte, sus faenas terminan resultando previsibles y anodinas, como el sabor de los berberechos en lata. Limítese a citar a quienes le han precedido, le ungieron y le dieron la alternativa o, como mucho, haga una síntesis de las síntesis. Muchas de las memorias de doctorado de mi disciplina son, en esencia, algo así como El dominio público y el espacio extraterrestre o, a lo sumo, Servicio público y medio atmosférico: naturaleza y régimen jurídico. Los mismos personajes en situaciones diversas, así son los Tintines del Derecho administrativo. Es difícil oír algonuevo, ni aunque te comprometas públicamente a pagar la comida enlugar del doctorando o doctoranda. Hemos consolidado una modalidad de primeras comuniones —algunas con recordatorio y todo—, pero por lo civil o, mejor dicho, por lo jurídico-administrativo.

Consecuencia: cada vez son menos los que nos prestan atención porque cada vez tenemos menos cosas que decir. La gente no es tonta. Hemos tocado fondo y por él nos arrastramos.

INICIO DE UN ADULTERIO NOVELADO

«Todas las familias felices tienen algo en común. Las desdichadas, en cambio, lo son cada una a su manera». Así comienza León Tolstói su Anna Karénina en la que, como saben, cuenta la historia de un adulterio. El inicio de esta magistral novela me va a servir para explicarles con más claridad lo que pienso. Las sociedades prósperas, libres, grandes y abiertas tienen una cosa en común: han sido capaces de generar instituciones de manera espontánea, instituciones que configuran un orden no impuesto o establecido por quien se considera poseedor de unavisión privilegiada sobre el mundo. Por su parte, las sociedades estancadas, atrasadas, permanentemente en vías de subdesarrollo, presentan patologías ricas y variadas: padecieron diversos redentores, tuvieron o tienen estructuras políticas más o menos sofisticadas, o ni lo uno ni lo otro. Por citar ejemplos que nos resultan culturalmente cercanos, se me ocurre pensar en el rampante indigenismo latinoamericano, con una historia de eficiencia y cotas de libertad absolutamente desconocida, por inexistente.

En The Fatal Conceit. The Errors of the Socialism, Hayek dedica un capítulo completo, titulado «Poisoned Languaje» — el lenguaje envenenado o contaminado— a explicar en qué medida el dominio de las palabras conlleva el dominio del pensamiento y, con él, del hombre mismo. Una de las palabras a las que más atención dedica es la palabra orden. Para la mayoría de la gente, todo orden es un orden impuesto o, mejor dicho, puesto por alguien. Esto quiere decir que quien ordena es distinto del objeto de la ordenación y que antes de la realización de una acción de ordenación, no existe el orden, sino el caos.

 Hayek tuvo, entre otros muchos, el mérito de demostrar que hay un orden espontáneo y extenso, donde se insertan los órdenes impuestos y domésticos. La economía o taxis es,  precisamente, el orden que se establece en la casa o en la tribu, el cosmos es el orden general del mundo que se conoce. La actuación sobre órdenes extensos ha de estar presidida por la cautela propia de quien entiende que es mucho mayor el daño que puede causar que el bien que pretende hacer. Pero el revolucionario no juega con la historia, es jugado por ella. Esta es una de las conclusiones más enfáticamente proclamadas por Popper en suMiseria del historicismo y que expuso con una voz aguda, molesta e hiriente en la conferencia que recordaba al principio.[[wysiwyg_imageupload:1653:height=125,width=200]]

Aprendí a lidiar con lo que se reputa imposible, a explorar los vastísimos baldíos dejados por la sabiduría convencional — en expresión que tomo prestada de J. K. Galbraith— del único abogado que, hasta el momento presente, ha recibido el Premio Nobel de Economía, R. C. Coase. Fue con ocasión de una controversia famosa, de las que despiertan en los heterodoxos nuestra pasión más irrefrenable. Otro Nobel de Economía (en 1970), P. A. Samuelson, había dejado escrito en la primera edición de su Manual de Economía Política (1964), en el lugar recóndito de una nota a pie de página, algo que hacía referencia a lo que estaba tratando en el texto principal, que no era otro asunto que el de los bienes públicos, del que ponía como ejemplo, fiel a la tradición de los economistas, los faros costeros. A l tratarse del arquetipo de bien público, los faros carecen, por sí mismos, de las condiciones propias de los bienes que pueden ser objeto de comercio; de este modo, dice Samuelson en la nota al pie, «resulta imposible encontrar un hombre lo suficientemente idiota como para intentar hacer fortuna dedicándose a construir y gestionar faros costeros». El olfato de Coase para centrar los objetivos de su disidencia intelectual es infalible. Coase no fue lo suficientemente idiota como para dedicarse al negocio de los faros costeros, pero sí lo suficientemente idiota —siempre según Samuelson — como para estudiar con una profundidad inusual el modo en que se construían y gestionaban los faros y las señales costeras en la historia de Inglaterra. Esta impresionante indagación dio lugar al siguiente resultado: hasta 1830 toda la red de faros del territorio británico fue construida, financiada y gestionada por las compañías navieras, entre otras cosas porque ellas mismas así lo quisieron por su propia conveniencia, de manera que promovieron la imposición de un arancel a todos los propietarios de barcos a partir de un determinado tonelaje, es decir, a ellas mismas, para erigir, mantener y mejorar un sistema de señalizaciones del que las compañías navieras eran propietarias. En 1830, el Gobierno británico decidió constituir una entidad titular en régimen de monopolio, llamada Trinity House, de la red de señalizaciones marítimas, que adquirió todos los faros de las compañías navieras mediante el pago de unas cantidades auténticamente astronómicas. Aquí lo tenemos: un nutrido y bien organizado grupo de idiotas samuelsonianos se dedicaron a hacer la mayor fortuna de la historia del siglo XIX, precisamente con el negocio de los faros. Todo esto está genialmente narrado y adobado por un formidable aparato crítico en el trabajo de Coase «The Lighthouse in Economics», publicado en 1974 en el Journal of Law and Economics. Una de las conclusiones, tal vez la más importante, que saqué del seguimiento de la controversia entre Coase y Samuelson fue que la idiotez es una cualidad bastante bien repartida, ya que alcanza el amplísimo abanico que va desde el colectivo de los guardianes de faros hasta el de los premios Nobel de Economía. La segunda, no menos importante, es que la fusión entre talento y humildad es un bien escasísimo, pero que brilla con más deslumbrante esplendor cuanto más violento es el azote de los presuntuosos.

Gobernanza sin administración o sin gobierno. Hay vida social antes, durante y después del Estado. El hombre es, originariamente, un ser relacional y, como tal, capaz de resolver mediante herramientas convencionales muchos de los problemas que plantean las llamadas externalidades o costes sociales. Tal es el teorema de Coase: «La asignación inicial o de partida de los derechos de propiedad no es relevante para la justicia y eficiencia de los intercambios, con tal de que no concurran costes de transacción significativos». En definitiva, «laisseznous faire!», déjennos hacer: el verbo está en imperativo, no en infinitivo, es una exigencia y una queja a la vez. Sólo cuando aparecen costes que impiden o dificultan en extremo las transacciones, es necesario recurrir a decisiones centralizadas o adoptadas en sede gubernativa. La sabiduría convencional de nuestro Derecho público tiene una única respuesta: ante los problemas causados por la intervención administrativa, más intervención.

Déjenme presentarles la plataforma teórica del institucionalismo. Su origen directo está en Coase, como O. E. Williamson —que fue quien acuñó formalmente el término— explícitamente reconoce, pero Coase bebió, y de qué modo, en F. A . Hayek (Nobel de Economía en 1973) y éste, a su vez, en L. von Mises y F. Bastiat. Le correspondió a D. North el honor y el mérito, respaldado por una obra escrita verdaderamente monumental, de recibir el Premio Nobel de Economía en 1993 «por sus decisivas contribuciones al estudio de la dinámica de las instituciones y de las organizaciones». En su discurso de recepción del Nobel, North no pudo dejar de referirse a quienes le habían precedido en la conformación del institucionalismo.

Hayek recibe de Von Mises —su maestro en la Viena de entreguerras— y de Bastiat, a quien leyó con fruición y tradujo del francés al inglés, la idea de que la misión principal de las ciencias sociales radica en prever los efectos no queridos de acciones conscientes dirigidas a provocar efectos explícitamente propuestos. Las ciencias sociales son un juego —idea esta fundamental en el pensamiento de Hayek— en el que hay que intentar ver lo que no se ve, por emplear una expresión de Bastiat particularmente querida por él. Lo más importante en las instituciones no son los efectos explícitos y directos, sino los indirectos, secundarios o no explícitamente deseados. ¿Cuál es el motivo? Dirá North: la matriz de incentivos insertada en el núcleo de toda institución. Por explicarlo con una referencia que nos resulta familiar: entre el «te pago porque no tienes trabajo» al «te pago para que no trabajes» hay mucha menos distancia de la que pensamos. En efecto, las inercias, la mecánica de los estímulos y, a su vez, de los estímulos desviados o, por seguir a North, contraincentivos.

HAGAME UNA REFUTACIÓN QUE NO PUEDA RECHAZAR

Nada más lejos de mi intención que proponer la sustitución del gobierno de los hombres por la administración de las cosas. Esta utopía mecanicista fue formulada por Marx, aunque concebida originariamente por Saint-Simon y Comte, como demostró Hayek. Y gobernar es servir a otros, ser instrumento, que es tanto como decir que se es esencialmente prescindible. Defiendo la gobernanza, pero eso no significa defender a los que gobiernan a otros y, mucho menos, a quienes se consideran asistidos por un conocimiento privilegiado de lo que conviene o no a los demás. El interés general, la Administración pública democrática, he aquí lo más granado de nuestro vocabulario animista y tribal, comadrejas lingüísticas que se cuelan sin coto en sentencias judiciales, manuales y tratados, artículos, ensayos y libros.

En modo alguno niego la necesidad de someter a una revisión severa y profunda las técnicas de control de la Administración, incluido ese romo instrumento que es la jurisdicción contenciosa, ante la que se libran simulacros de procesos judiciales, ya que no otra cosa es un proceso sin actio. El Tratado de Muñoz Machado, cuyo segundo volumen acaba de ser publicado, me parece, si perdonan la apresurada valoración de un trabajo de gran rigor y envergadura, una excelente prueba de que tenemos administrativistas con capacidad de respuesta desde dentro del sistema.

Tampoco quiero dejar de mencionar, por indispensables, las aportaciones de Ariño, que con tanta solvencia ha sido capaz de tender puentes por los que circular desde las posiciones más clásicas hacia la doctrina de la regulación. Simplemente digo que un replanteamiento a fondo tiene que incluir la limitación drástica de la esfera de acción de las Administraciones públicas, o sea, de todas y cada una de ellas, y no sólo del Estado o de lo que, al menos aquí, va quedando de él. Digo esto porque en la piel de toro nadie impugna el califato: todos quieren ser califas en lugar del califa. A la vista de todos empieza a estar la capacidad destructiva de libertades y de bienestar que tienen en su mano los nuevos «Mambo Kings», esos estadillos, reposición jurásica de taifas sarracenos que, con su mayor proximidad a los ciudadanos, hacen más insoportable y apretado el yugo que les calzan.

Profesor titular de Derecho Administrativo. Universidad de Málaga