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El ideal de una comunidad humana universal en paz y prosperidad ha sido por centurias el sueño dorado de intelectuales y poetas. El cosmopolitanismo defendido por los estoicos, la vieja aspiración romana de un imperio sin fin, recogida magistralmente en la Eneida, el ideal cristiano de un mundo unido por los lazos de la caridad, el anhelo dantesco de una monarquía universal o el proyecto kantiano de la paz perpetua, han alimentado sin pausa el sentimiento común de que todos los hombres, por muchas y variadas que sean las diferencias culturales, étnicas o ideológicas, formamos parte de una misma comunidad política universal.

El colapso de la sociedad internacional tras la trágica eliminación de más de 60 millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial puso en evidencia la debilidad del orden jurídico internacional nacido en Westfalia en 1648 y confirmado en Utrecht en 1713. Este ordo iuris se apoyaba en dos principios entonces válidos y hoy en día del todo obsoletos, a saber: que el Estado nación es el único sujeto del Derecho internacional y que la guerra como tal es un instrumento jurídico para la resolución de conflictos internacionales, una vez agotada la vía diplomática. Así, la multisecular tripartición del derecho en «personacosas-acciones» fue transformada por el orden internacional en una nueva compuesta por «Estados-relaciones entre Estados-guerra».

La Declaración Universal de Derecho Humanos de 1948 constituyó un hito en la historia de la humanidad en la medida en que contribuyó decisivamente a la construcción de una comunidad internacional no basada exclusivamente en el self-interest de los Estados soberanos sino en la dignidad de la persona humana, verdadera protagonista del derecho. A finales del siglo XX, con el surgimiento de una mayor interdependencia global y el consiguiente aumento de una generalizada vulnerabilidad, las viejas utopías de unidad humana se transformaron, en veinticuatro horas, en auténticos imperativos políticos. En nuestro mundo globalizado del siglo XXI, ya no existe una comunidad política por pequeña o grande que sea (local, provincial, regional, nacional, supranacional) que pueda considerarse totalmente autosuficiente o que sea capaz de garantizar completamente la justicia humana. Lo que pasa en Hamburgo, Singapur o Buenos Aires repercute de tal manera en Tokio, Washington DC, Honolulu o Cuenca que la autarquía como sistema ha quedado enterrada para siempre. Por eso, el reto actual de gestionar y resolver globalmente los problemas que afectan a la humanidad en su conjunto no es ya solo una simple opción entre varias sino un deber moral y político acuciante e inexcusable, con importantes implicaciones jurídicas.

LA HUMANIDAD COMO COMUNIDAD POLÍTICA

El nacimiento de la humanidad como comunidad política no ha sido fruto de un acuerdo social, sino, como digo, de un hecho social incuestionable: la globalización. La «desunited multitude» de seres humanos, como llamó Hobbes a la humanidad, empieza a parecerse cada vez más a una asamblea multitudinaria unida por el «consenso en el Derecho» y «la utilidad del bien común», si empleamos conocidas expresiones de Cicerón en su diálogo De re publica. Tras el hecho social, viene el Derecho que lo regula, no viceversa. Son los hechos, los nova facta, los que obligan al jurista a buscar nuevas respuestas ante los retos que se plantea la sociedad. Pensar otra cosa es convertir el Derecho en problema, no en solución.

Desde una perspectiva jurídica, la humanidad como tal, no la vieja sociedad de Estados, es una comunidad política emergente que, parafraseando a los juristas romanos, podríamos llamar incidental (communio incidens), origina-da sin acuerdo explícito previo, pero no por ello menos comunidad, ni menos llamada a desarrollarse como tal, pues ha nacido «por necesidad». De ahí la urgencia de institucionalizar jurídicamente el nuevo «contrato social global». En su Leviathan, Thomas Hobbes diferenciaba con acierto dos formas de creación de las comunidades: por institución y por adquisición. Aplicado a la humanidad, se puede afirmar que la humanidad o bien se institucionaliza como comunidad política mediante una suerte de consenso mundial o bien acabará siendo dominada, conquistada, adquirida por la fuerza, por plutocracias imperialistas o criptocracias económicas sin escrúpulos. La reciente crisis económica mundial ha confirmado con creces el peligroso alcance y las tremendas consecuencias de este posible fenómeno adquisitivo.

A duras penas podemos vislumbrar en la hora presente las enormes repercusiones del establecimiento de la humanidad como comunidad política. En mi opinión, ya de entrada, esta novación comunitaria es la que justifica el tránsito del Derecho internacional hacia un nuevo derecho global, como siglos atrás, tras el nacimiento de los Estados nación, se produjo la transformación del Derecho de gentes en un Derecho internacional. Toda comunidad establecida necesita de un Derecho, de unas reglas de juego garantes de la justicia y la paz. Se trata de una emanación del principio más elemental de justicia: ubi societas ibi ius. Y donde hay una comunidad, a la postre, debe existir un ordo iuris, un ordenamiento jurídico integrador del derecho privado y público, elaborado a partir de un paradigma constitucional. En efecto, el paradigma del de-recho global es, por definición, de naturaleza constitucional y cosmopolita. Lo cual no significa, ni mucho menos, que el mundo requiera una constitución escrita. Ni nada que se le parezca.

La principal consecuencia jurídica que tiene la conversión de la humanidad en una comunidad política es la necesidad de establecer un ordenamiento jurídico global que la regule y organice en aquellas materias que tocan a todos los seres humanos. Ni más ni menos. Este ordenamiento jurídico sui generis ha de integrar, en la medida en que los afecte, todos los ordenamientos jurídicos existentes en el planeta, sin mermar la rica variedad de tradiciones jurídicas y contenidos normativos. Así, la contraposición entre monismo y dualismo, tan actual como estéril en el debate constitucional contemporáneo, pierde su razón de ser con el nuevo paradigma global, capaz por si mismo, gracias a su carácter constitucional, de unir sin uniformar, de armonizar sin igualar, de integrar sin equiparar: plures in unum. El derecho global es, por naturaleza, plural. La humanidad, siendo de suyo incluyente, por ser única, permite una diversidad interna muy superior a la ofrecida por la sociedad de Estados. Esta dimensión incluyente de la humanidad ha de ser tenida en consideración por el Derecho con el fin de evitar cualquier atisbo de imperialismo jurídico.

El Derecho, siempre personal, o corresponde a una persona determinada (dimensión individual), o se refiere a un grupo de personas (dimensión social) o a la totalidad de las personas, es decir, a la humanidad como tal (dimensión total). Esta tridimensionalidad tiene relevancia jurídica por sí misma, en el sentido de que no es lo mismo aplicar el Derecho individual, social o totalmente. Cuando el Derecho se aplica tridimensionalmente alcanza su plenitud, y puede hablarse en sentido estricto de un ordenamiento jurídico completo. Por eso, en tanto los Estados no asuman el derecho global, el ordenamiento jurídico estatal seguirá siendo incompleto por cuanto no tendrá en cuenta a la persona como integrante de la humanidad, como comunidad política superior. Así, el yo (ego) de la dimensión individual, el nosotros (nos) de la dimensión social y el todos (omnes) de la dimensión total tienen efectos jurídicos diferentes, ya que afectan al Derecho de forma distinta. Las tres dimensiones están interrelacionadas por ser esencialmente personales, pero son cualitativamente distintas. Cuando la dimensión jurídica individual no considera la social, se cae en el individualismo jurídico, y el Derecho se cierra a la solidaridad. Cuando la dimensión social no tiene en cuenta la dimensión total se desemboca fácilmente en el imperialismo, que busca imponer el criterio propio de una comunidad política en la comunidad global. Si la dimensión total desatiende las otras dos dimensiones, se asfixian los derechos personales y se congela el autogobierno de las instituciones convirtiéndose el mundo en una jungla incompatible con el imperio de la ley y la autoridad del derecho.

BIENES PÚBLICOS GLOBALES

En el nuevo paradigma global, las «cosas» (res) ya no se refieren exclusivamente a las «relaciones entre Estados», como en el paradigma clásico internacional, sino a aquellos asuntos que realmente afectan a la humanidad en su conjunto, y que se materializan en bienes públicos globales que han de ser protegidos universalmente. Los bienes públicos globales son relativamente pocos y cambiantes. Serían, entre otros, a modo de ejemplo, aquellos referidos fundamentalmente a la protección del planeta (por ejemplo, el cambio climático o la conservación del medio ambiente), a la supervivencia de los seres humanos (la erradicación de la pobreza, la prevención y reparación de desastres naturales, la supresión del armamento nuclear) y a la seguridad mundial (el terrorismo internacional o la persecución de delitos de lesa humanidad). La protección de los derechos humanos ocuparía un lugar prioritario, pero solo en la medida en que estos no estuvieran suficientemente amparados por los ordenamientos jurídicos de las distintas comunidades políticas. La determinación y la protección de los bienes públicos globales deberán estar siempre informadas por los principios de subsidiariedad y solidaridad.

El nuevo paradigma del derecho global apuesta por un marco competencial de carácter material, ya que lo territorial y lo personal forman, por naturaleza, parte constitutiva de la comunidad global. Los bienes públicos globales deben gozar de una suerte de reserva de globalidad y estar sometidos al dominio jurídico global (global legal domain).

La protección de los bienes públicos globales debe ser gestionada desde instituciones globales creadas ad casum, cuya labor ha de ser judicialmente controlada por tribunales pertinentes. El Derecho, sin duda, ha ido en esta dirección en los últimos años, pero falta consolidarla, de modo que la excepción no sea la norma general, como sucede en nuestros días, en los que todavía nos empeñamos en aplicar el viejo paradigma estatal clásico.

GLOBAL RULE OF LAW

El tercer elemento conformador del paradigma global sería el global rule of law, que vendría a sustituir a la guerra en el paradigma estatal y a completar el concepto romano de actio del paradigma clásico, ya superado, tanto teórica como prácticamente, por la ciencia del Derecho. La diversidad de conflictos jurídicos y la variedad de sistemas de resolución de disputas en el ámbito trasnacional nos conducen indefectiblemente hacia un concepto más general de aplicación del Derecho como garante de las libertades y del orden social. Este concepto debe ser, en mi opinión, el de supremacía del derecho global o «global rule of law». De esta manera, tanto la comunidad humana global como los bienes públicos globales deben estar sujetos al derecho global (global rule of law), formando así el núcleo constitutivo de un ordenamiento jurídico global, que armoniza en razón de la materia a todos los ordenamientos jurídicos del mundo.

La gran ventaja que ofrece el global rule of law frente al concepto de Estado de Derecho (Rechtsstaat) es que, históricamente, es anterior a la idea moderna de Estado. De ahí que no sea demasiado difícil imaginar un concepto de rule of law más allá del Estado, y sí, en cambio, un Estado de Derecho (Rechtsstaat) más allá del mismo Estado. Por lo demás, la construcción de un Estado mundial sería, en palabras de Hanah Arendt (Men in Dark Times, pág. 81), «no solo una pesadilla amenazante de tiranía, sino el final mismo de la vida política tal y como la entendemos». Concretaré en tres puntos lo que supone el global rule of law. En primer lugar, reclama la absoluta supremacía o preponderancia del derecho global sobre cualquier influencia de un poder arbitrario; en segundo lugar, exige la igualdad ante el derecho global, es decir, la idéntica sujeción de toda la comunidad política global a los tribunales de justicia pertinentes. Por último, exige que el derecho global sea parte integrante y constitutiva de todos los ordenamientos jurídicos existentes en el orbe por cuanto todos los seres humanos formamos parte de la comunidad humana global.

El global rule of law exige, por tanto, la plena integración y armonización de los distintos ordenamientos jurídicos. Pero sobre todo parece demandar una autoridad por encima de los Estados que esté, ella misma también, sujeta al Derecho. De lo contrario, no puede desarrollarse adecuadamente el rule of law como tal, más pensado para una estructura jurídica vertical que horizontal. Esta autoridad política global no sería otra que un parlamento global, por ser la institución democrática por excelencia y la única capaz de cumplir a pie juntillas lo que considero, siguiendo la terminología de Herbert Hart, la «regla de reconocimiento» del nuevo derecho global: «quod omnes tangit ab omnibus approbetur»: lo que afecta, y solo lo que afecta y en la medida en que afecta, a todos, es decir, a la humanidad, debe ser aprobado por todos, es decir, por la humanidad. Naturalmente, este parlamento sería de composición y naturaleza totalmente diferente a la de los parlamentos nacionales, pero, al fin y al cabo, un parlamento, pues ese es el hábitat natural en el que los hombres resolvemos las cuestiones políticas de mayor calado. Esta y no otra es la forma de democratizar hasta sus últimas consecuencias el nuevo paradigma jurídico global. Y de tomarnos en serio la globalización. Lo queramos o no, la fuerza del destino ha congregado a la humanidad.

Jurista y catedrático, especialista en Derecho romano, Derecho comparado, Derecho global, derecho y religión, y teoría del derecho. Actualmente, Domingo Oslé es titular de la Cátedra Álvaro d’Ors de la Universidad de Navarra. Coedita el «Journal of Law and Religion» (Cambridge University Press) y la colección «Raíces del Derecho» (Aranzadi).