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Ver productosEl prestigioso historiador estudia las revoluciones políticas y económicas desde el s. XVII al XX.

9 de diciembre de 2025 - 10min.
Gabriel Tortella es catedrático emérito de Historia Económica. Tiene el Premio de Economía Rey de España. Es autor, entre otros títulos, de Capitalismo y revolución.
Avance
El nuevo libro del profesor Tortella tiene una tesis que él mismo considera sorprendente o contraintuitiva. La revolución proletaria, por oposición a las revoluciones burguesas, que fueron casi siempre violentas, fue esencialmente pacífica. Cuando habla de revoluciones proletarias, no piensa en las comunistas, la rusa de Lenin y la china de Mao, sino en la revolución socialdemócrata de las primeras décadas del siglo XX. Así, distingue entre las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII (alargadas en algunos casos hasta el XIX); las comunistas citadas, de la primera mitad del siglo XX, y la proletaria o socialdemócrata, que ha instaurado la mejor sociedad históricamente conocida, cuyos logros se plasman en el llamado Estado de bienestar y que considera «deber de científicos sociales y agentes políticos el trabajar constantemente para corregirlo y mejorarlo».
En su libro más reciente —Las grandes revoluciones— hace un repaso de todas ellas, incluyendo un análisis de la Revolución industrial y reflexionando sobre las causas y el posible futuro de esas discontinuidades históricas, ese modo «un tanto traumático de pasar de una etapa social a otra». Al estudiarlas y ayudar a conocerlas, no oculta un propósito de colaborar a prevenirlas o suavizarlas, para fomentar en su lugar «la transacción entre unos grupos y otros, y evitar así episodios de violencia e incertidumbre».
Admirador confeso del socialdemócrata alemán Eduard Bernstein, sostiene que la historia ha terminado por darle la razón a él, quitándosela a dirigentes comunistas, hoy justamente en el basurero de la historia, cuyas ideas si son seguidas todavía por algunas minorías es por «arcanos de la naturaleza humana».
ArtÍculo
Cumplidos ya sus ochenta años, el profesor Gabriel Tortella publicó Capitalismo y Revolución. Un ensayo de historia social y económica contemporánea, trabajo que recogía, según sus propias palabras, «las conclusiones de lo leído y pensado en muchos años». Ahora, cercano ya a los noventa, publica Las grandes revoluciones, otro libro de madurez y de síntesis, aunque interpretativo y con una tesis llamativa, muy apto para un público amplio, y que deriva en parte del anterior. Obsesionado, como se reconoce, por las revoluciones, las discontinuidades históricas, ese modo «un tanto traumático de pasar de una etapa social a otra», se centra en estas en el nuevo título. Conocerlas, dice, «puede ayudarnos a prevenirlas o suavizarlas… [y] contribuir a fomentar la transacción entre unos grupos y otros, y evitar así episodios de violencia e incertidumbre».

Así, tras un capítulo histórico sobre el hecho revolucionario, se ocupa de las revoluciones burguesas (Países Bajos, Inglaterra, Estados Unidos y Francia), de la revolución económica (industrial) en un amplio capítulo, de las dos comunistas (Rusia y China) y de la revolución socialdemócrata, antes de concluir con breves capítulos dedicados al caso español y a conclusiones.
La tesis más importante y llamativa del libro, expresada ya anteriormente por el autor (diríamos que un socialdemócrata avant la lettre, admirador de Eduard Bernstein) es que la auténtica revolución proletaria es la revolución socialdemócrata, ocurrida en las sociedades avanzadas de Europa Occidental, de Norteamérica y de Asia en los años 20 y 30 del siglo XX. Las tenidas por revoluciones proletarias, las comunistas de Rusia y China, además de que no fueron proletarias porque fueron esencialmente campesinas, le parecen directamente aberraciones («la aberración leninista», titula el capítulo correspondiente) que no han causado un progreso real. La rusa le parece una «malhadada revolución» y «una de las aberraciones históricas más disparatadas, criminales y escandalosas de la Edad Contemporánea», en la que sobresale el rotundo fracaso de la agricultura soviética. «La convicción a priori de que el mercado y la propiedad privada son malos, y la planificación estatal y la propiedad colectiva son buenos, ha hecho un daño incalculable en el siglo XX, y en ningún lugar más daño que en la Unión Soviética y en ningún sector más que en la agricultura», escribe Tortella. Y si reconoce el éxito en la industria, el «desarrollo espectacular» que esta experimentó en los años 30, coincidiendo con la crisis capitalista, así como los «logros innegables» de popularizar la educación y democratizar la medicina, constata que nada de eso se tradujo en mayor esperanza de vida, el gran índice de progreso.
En cuanto al caso de China, el balance no es mejor. Mao cometió «crímenes, disparates y arbitrariedades» que causaron «desastres y catástrofes», entre los que destaca el desastre económico del Gran Salto Adelante. Solo cuando se impusieron los reformistas (partidarios de que el gato cazara ratones independientemente de su color) sobre los revolucionarios y se abandonó el comunismo económico, ya que no el político (la dictadura de partido se mantiene), se produjo el «despegue económico espectacular» que ha llevado a China a disputarle la hegemonía mundial a Estados Unidos.
En definitiva, para Tortella, «los valores humanistas que el comunismo haya podido atesorar en algún momento histórico han pasado claramente a un segundo plano tanto en Rusia como en China»; y si las revoluciones de ese tipo tienen todavía imitadores, se debe a «arcanos de la naturaleza humana».
La revolución buena, menos publicitada y menos reconocida, además de la auténticamente proletaria, fue la socialdemócrata. Una revolución que, en buena medida, pasó inadvertida, dice Tortella, por haber sido pacífica, gradual. Si la oleada de revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII constituyó una Primera Gran Revolución Mundial, las revoluciones proletarias o socialdemócratas constituyeron una Segunda Gran Revolución Mundial. La Primera Guerra Mundial marcó una divisoria entre el final de la era liberal y el comienzo de esa nueva revolución mundial, comparable en su importancia a la burguesa anterior. Entonces nació el orden socialdemócrata que sigue dominando nuestro mundo. En un país tras otro se fue aplicando el programa socialdemócrata, cuyo eje es una legislación protectora de los trabajadores y cuya premisa es el sufragio universal. Y así como en el orden liberal, aristocracia y burguesía compartieron el poder, ahora los grandes grupos sociales comparten el poder dentro de un sistema mixto de capitalismo y socialismo. La revolución socialdemócrata se plasma en la introducción del Estado de bienestar, «un juego de engranajes, frenos y desvíos adherido a [la economía capitalista] con el fin de conducir el carromato capitalista por un sendero más aceptable socialmente». Hoy prima una economía mixta en la que las grandes decisiones se toman de modo tripartito: gobierno, patronal y sindicatos; y el paradigma económico ha pasado del liberal clásico al keynesiano. La socialdemocracia, añade Tortella, ha resultado ser un sistema social adaptable, duradero y productor de niveles de prosperidad hasta ahora desconocidos.
En su opinión, Marx —el «Marx más sereno y racional», en el que se inspiró su admirado Eduard Bernstein, buen representante de «la naturaleza cuerdamente reformista de los partidos socialistas»— acertó en prever que la revolución real tendría lugar en la Europa adelantada, aunque no en el hecho de que sería pacífica.
Un hecho histórico crucial en el proceso de la revolución socialdemócrata es el apoyo de los partidos socialistas a sus gobiernos en la Primera Guerra Mundial. Eso les convirtió en partidos respetables, que, además, fueron atraídos al gobierno para que compartieran las decisiones impopulares que hubo que tomar. La guerra, por otro lado, hizo que se entendiera la necesidad de intervenir en la economía, algo tabú para el liberalismo clásico.
Los objetivos políticos de los partidos de izquierda se fueron cumpliendo aceleradamente, y el autor del libro va viendo los casos principales, destacadamente el alemán, país iniciador de la revolución democrática y en el que los socialistas se convirtieron en el partido clave de la nueva república, tras el final de la guerra, llevando a cabo una completa renovación de las instituciones socioeconómicas y haciendo crecer la intervención del Estado. Sigue con Inglaterra, Francia y Suecia, que llevó a cabo el programa más completo y radical de Estado de bienestar en el mundo.
«La introducción de la socialdemocracia en lugar del liberalismo económico puro, por medio de un proceso evolutivo y democrático, constituyó el gran triunfo de las sociedades avanzadas de Europa Occidental, de Norteamérica y de Asia», concluye Tortella.
Y en estas sociedades socialdemócratas, sostiene, los dos grandes partidos, el conservador (cristianodemócrata) y el socialista son, en realidad, igualmente socialdemócratas; uno, en versión moderada, y el otro en versión más radical. Por lo que se refiere a España, no hubo una gran revolución, aunque no faltaran en el siglo XIX episodios revolucionarios. La verdadera revolución española se sitúa en el XX y en la Transición, que, para él, acaba en 1986. Y, como siempre, el gran indicador del nivel de bienestar y desarrollo es el aumento de la esperanza de vida.
Por oposición a la revolución proletaria, y de modo contraintuitivo, las revoluciones burguesas fueron violentas. Las páginas que el autor les dedica son menos novedosas para un lector conocedor del tema, pero no carecen de interés como síntesis y primer acercamiento para uno menos experto. Tortella caracteriza el caso de los Países Bajos, en los siglos XVI y XVII, como una revolución incompleta, un ensayo general de revolución burguesa, cuyo modelo o paradigma será la inglesa. Aparejada, además, a una guerra de independencia con mucho de guerra de secesión, no dio lugar a un régimen parlamentario, pero fue un proceso revolucionario porque conllevó una transformación social y económica para la que el dominio absolutista español era un obstáculo. Por el contrario, en Inglaterra, escenario de la primera revolución completa de la era moderna, el Parlamento no fue la consecuencia, sino más bien el motor de la revolución. Ya Enrique VIII lo había fortalecido para que le ayudara a implantar la Reforma, y durante el siglo XVII, un Parlamento poderoso fue un dique importante frente al poder absoluto de Jacobo I y Carlos I. Su poder se consolidó legalmente tras la última etapa de la revolución en 1688 y la aceptación por parte de Guillermo de Orange de la Carta de Derechos (Bill of Rights). Además, la revolución política se vio completada por otra de tipo económico.
La de Estados Unidos fue una revolución poco revolucionaria, en la que las colonias lucharon por su independencia particular más que por la del conjunto, y en la que no se trató de obtener la libertad, sino de preservar las libertades que ya tenían unas colonias que se habían ido dotando de instituciones parlamentarias (asambleas coloniales). El propósito de los redactores de la constitución no fue tanto democratizar el país como luchar contra un exceso de democratización. La liberación de los esclavos fue una medida más revolucionaria que todas las anteriores. Finalmente, como ha dicho otro historiador, «la Revolución industrial cambió más a la sociedad americana que la Revolución americana».
A esa otra revolución de tipo económico, la conocida como Revolución industrial, le dedica también Tortella, historiador económico, un capítulo; ya que «el motor de los cambios sociales que exigen esas transformaciones políticas que toman la forma revolucionaria es el crecimiento o desarrollo económico». La caracteriza como un fenómeno europeo, pero en el que Gran Bretaña tuvo un protagonismo destacado. Fue allí donde se dieron las dos invenciones más espectaculares y decisivas: las máquinas de hilar y tejer algodón y la máquina de vapor. Junto a ellas, hay que considerar las innovaciones que permitieron abaratar y aumentar la producción de hierro, metal básico en la industria.
La Revolución industrial tuvo una innegable «contrapartida de trabajo y sufrimiento». Pero este socialdemócrata optimista que es Gabriel Tortella achaca ese sufrimiento a la inexperiencia e incomprensión del sistema durante los primeros años ingleses. «En los países seguidores, la industrialización no causó tantos trastornos» porque «del ejemplo inglés se aprendió». E igual que el conocimiento minimizó los daños, «el antagonismo radical entre burguesía y proletariado, que Marx y Engels postulan tan rígidamente en El Manifiesto Comunista, a la larga se fue suavizando gracias al crecimiento económico». En esas palabras está el núcleo del pensamiento del autor y de la tesis de este libro que puede calificarse de elogio sin reproches de la socialdemocracia. «Marx y Engels tenían una percepción extraordinaria para ver los aspectos predatorios del capitalismo y un punto ciego en su retina intelectual para apreciar sus posibilidades redistributivas», escribe. Y son esas posibilidades las que también están en la base de la revolución socialdemócrata que dio origen al Estado de bienestar, que califica como el mejor modelo conocido, y del que, dice, es deber de científicos sociales y agentes políticos el trabajar constantemente para corregirlo y mejorarlo.
La imagen que ilustra el texto muestra la Avenida Nevsky durante la revolución de febrero de 1917. Es una nueva toma de George Shuklin de una foto de autor desconocido. Fuente: Wikimedia Commons. Se puede consultar aquí.