¿Funcionan los cordones sanitarios?

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Víctor Lapuente

Víctor Lapuente. Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford y actualmente catedrático en la Universidad de Gotemburgo. Columnista de El País y colaborador de la Cadena SER, miembro del colectivo Piedras de Papel y del consejo asesor de KSNET y chairman de Foro de Foros. Su libro más reciente es Decálogo del buen ciudadano (Península).

Avance

¿Hay que ser tolerantes con los intolerantes? Esta cuestión atraviesa como un cuchillo la historia de las democracias, tanto en su época clásica como en la modernidad. En este artículo discutiremos si las democracias se fortalecen al establecer «muros» o «cordones sanitarios» frente a los partidos y las ideas que las amenazan directa o indirectamente. Veremos, primero, si condenar al ostracismo a algunos actores políticos es moralmente correcto o no. Ofrecer una respuesta exhaustiva queda fuera del alcance del artículo, pero sí discutiremos dos cuestiones relevantes: la equivalencia ideológica (es decir, ¿es necesario aplicar el cordón sanitario a los extremistas de todas las ideologías o hay que restringirlo simplemente a la ultraderecha?) y la variedad interna de las formaciones de derecha radical (es decir, ¿podemos hablar de una única familia política o en realidad las derechas extremas europeas son partidos distintos? y ¿unos son más legítimos que otros?).

En segundo lugar, analizaremos el asunto desde una perspectiva estratégica: suponiendo que el objetivo es minimizar los resultados electorales de estos partidos (una asunción implícita a muchos estudios académicos y que, sin duda, es discutible), ¿son los cordones sanitarios efectivos sobre el terreno? Los teóricos han establecido argumentos tanto a favor como en contra. Para unos, los cordones sanitarios ahogarían las posibilidades de los extremistas para alcanzar la arena política y poder competir con el resto de partidos en los debates y campañas y, al mismo tiempo, emitirían una señal a la ciudadanía de que estas formaciones no son serias ni aceptables. Esto requiere, para empezar, unos votantes dispuestos a seguir las consignas generales de los partidos tradicionales, una premisa cuestionable siempre, pero en particular en la llamada «crisis de representación», por la cual un número creciente de personas, como mínimo en las democracias occidentales, no se sentirían identificadas con sus representantes políticos.

Es por eso que, de acuerdo a otros autores, los cordones sanitarios tendrían el efecto contrario al buscado: en lugar de deslegitimar a los partidos radicales, los legitimarían porque, a ojos de parte del electorado, serían vistos como víctimas de las élites políticas de toda la vida. Como en todos los debates científicos, se trata de una cuestión empírica: ¿qué tesis es mejor sostenida por los datos? De nuevo, el veredicto no es concluyente, pero la mayoría de casos apunta en la dirección de que los cordones sanitarios tienen efectos contraproducentes y acaban alimentando a las formaciones a las que intentan arrinconar.

Artículo

Soy un partidario de pactar con el diablo. En democracia, creo que no tenemos otra alternativa si entendemos la política como la resolución de conflictos por un vía no violenta. Y creo también que la mayoría de personas en España coincide conmigo en lo fundamental y, simplemente, lo que sucede es que no consideran diabólico al partido extremista con el que están dispuestos a pactar. Para aproximadamente la mitad del electorado, la que se encuentra entre el centro-derecha y la extrema derecha, no tiene sentido imponer un cordón sanitario a Vox porque estamos delante de un partido que, aunque heredero de algunos postulados franquistas, está comprometido con la defensa del orden constitucional y, de momento, no ha puesto en marcha ninguna medida que, significativamente, amenace la continuidad de la democracia en España. Y, para la otra mitad del electorado, la que, a grandes rasgos, sostiene a la mayoría parlamentaria del gobierno, tampoco deberíamos establecer un cordón sanitario a Bildu, porque, a pesar de sus pasadas conexiones con el terrorismo y sus titubeos en la condena de la violencia, hoy día son un partido normalizado y plenamente respetuoso con la democracia y el Estado de Derecho. Si sumamos ambos argumentos, cada uno de los cuales es sensato, la conclusión sería que no tiene sentido poner un cordón sanitario ni a los partidos de extrema derecha ni a los de extrema izquierda. En otras palabras, que hay que ser tolerante incluso con los intolerantes —al menos, mientras no impongan medidas intolerantes al resto—.

Sin embargo, ese corolario no es generalmente compartido, sino que cada uno defiende un cordón sanitario para los extremistas del «otro lado». Los argumentos a favor de excluir a determinados partidos del juego institucional se agrupan en dos bloques, que discutiremos a continuación: primero, las razones éticas, que enfatizan la inmoralidad de que quienes sostienen determinadas opiniones políticas representen al conjunto de la ciudadanía en las instituciones, sobre todo entrando en el ejecutivo o en gobiernos de coalición; y, segundo, las razones estratégicas, que aducen los efectos positivos que los cordones sanitarios pueden tener sobre las perspectivas electorales de los partidos antisistema.

Motivos éticos para el cordón sanitario

Empecemos con el que, cronológicamente, ha sido el primer objeto de las políticas de aislamiento a partidos: la izquierda abertzale. La pregunta de fondo sería: si pactamos con Bildu ¿acercamos las pistolas a las instituciones o las alejamos? Y, planteado en términos absolutos, como suele hacerse, se trata de un dilema falso. Dejemos de lado la hipocresía de que muchos (¿la mayoría?) de quienes se oponen a que el PSOE pacte con Bildu defienden los acuerdos entre el PP y Vox y centrémonos en el hecho esencial: ¿son los socialistas quienes se contaminan del pasado violento de Bildu o, por el contrario, son los abertzales quienes se contagian del pasado (en este caso, no violento) del PSOE? Porque este elemento queda habitualmente fuera del análisis. Al sentarse a la mesa a discutir detalles de los presupuestos generales del Estado o de la legislación laboral, los diputados de Bildu aceptan tácita, y también explícitamente, las reglas de buena conducta democrática. Así, no son los partidos tradicionales quienes se «ensucian» de prácticas antidemocráticas, sino los partidos antisistema (como Bildu) de las costumbres democráticas. Indudablemente, el mismo argumento se aplica de forma simétrica a los pactos con Vox.

Existe, sin embargo, un matiz relevante. Creo que es correcto llegar a acuerdos con un partido que, a ojos de la opinión pública, sostiene dudosas credenciales democráticas en todo tipo de asuntos, excepto en los asuntos… de credenciales democráticas. En esos temas, un cordón sanitario puntual puede ser sostenido desde el punto de vista de la coherencia ética. Y, ahí, tanto PSOE como PP han errado.

Por ejemplo, los socialistas deberían haberse abstenido de llegar a acuerdos con Bildu en la Ley de Memoria Democrática. En un mundo ideal, todos los partidos del arco parlamentario podrían haber negociado un texto legislativo consensuado en el que, al rigor histórico de los hechos del pasado, se sumara una reflexión productiva sobre qué lecciones sacamos todos de la historia de nuestro país para reforzar la democracia presente. Y es posible que, sentados en una misma sala de reuniones, un conjunto de expertos de todo tipo de orientaciones políticas hubiera alcanzado tal consenso. Pero, en el mundo real de la geometría parlamentaria, la Ley de Memoria Histórica es un producto de la coalición de gobierno, que se puede calificar de más o menos progresista dependiendo de la ideología de cada uno, pero que ciertamente, aun representando a la mayoría de la ciudadanía, no es representativa de forma equitativa de todos los puntos de vista. Es una Ley legítima, pero que, además, podría haber sido más consensuada.

Pero su problema no deriva del carácter mayoritario de su aprobación, sino de las cesiones hechas a Bildu para conseguirlo. Es lícito ceder a todos los socios que apoyan tus propuestas, pero las de un partido con la historia antisistema y antidemocrática de Bildu deberían haberse acotado a cuestiones no hirientes para nuestro sistema democrático. Y no fue el caso. El gobierno de coalición hizo suya una parte importante del relato justificador de ETA; en particular, que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado actuaron de forma antidemocrática hasta bien entrados los años 80. Si España no se puede definir como una democracia hasta, en concreto, el año 1983, como han subrayado los partidos abertzales desde que eran el brazo político de ETA hasta confluir en Bildu, lo que sucede entonces es una justificación automática de los crímenes —por cierto, extremadamente violentos— de ETA en los años que irían desde la muerte de Franco en 1975 o desde la aprobación de la Constitución en 1978. Dichos delitos que, de nuevo, fueron frecuentes, indiscriminados y particularmente crueles, quedarían enmarcados así en el contexto de un país donde regían normas, formales e informales propias de un estado autoritario y represor. En otras palabras, estos crímenes de sangre serían, como mínimo, comprensibles o, incluso, justificables. Algunos podrían concluir que no les quedaba otro remedio que coger las pistolas y poner bombas.

El PP ha caído de forma repetida en un error simétrico al del PSOE: pactar, en este caso con Vox, asuntos medulares, como las iniciativas de Leyes de Concordia. Afortunadamente, aquí se ha conseguido que haya críticas a nivel internacional, como las protagonizadas por los relatores especiales de la ONU. Las normativas regionales acordadas por PP y Vox suponen tres manchas a las credenciales democráticas de sus impulsores. En primer lugar, y contra la opinión de los expertos, evitan la condena del Franquismo. Esto sería inaudito en cualquier país de nuestro entorno con un pasado autoritario en el siglo XX, como Francia, Italia o Alemania. Pero es que, además, también lo hubiera sido con otro PP en el pasado, antes de que le surgiera Vox como competidor en la derecha. En segundo lugar, estas iniciativas dan pábulo a la posverdad, al alentar teorías negacionistas de la violencia durante la dictadura de Franco. Este elemento revisionista es una seña de identidad de la derecha populista occidental. Y, en tercer lugar, las Leyes de Concordia niegan también las políticas públicas de memoria histórica, ya de por sí muy tímidas, que las administraciones anteriores han puesto en marcha, de forma lenta y dolorosa, desde hace unos años. De esta forma, algunas de las nuevas legislaciones impulsadas por PP y Vox se plantean la eliminación de entidades, proyectos y actividades para mantener viva la memoria sobre las incontables violaciones de derechos humanos que tuvieron lugar en España.

En resumen, desde el punto de vista ético, es dudoso el beneficio de un cordón sanitario absoluto a las formaciones extremas (en cualquier sentido del término, siempre y cuando no defiendan fines abiertamente ilegales). En un régimen de libertades, negociar con alguien no quiere decir asumir sus (peores) ideas. Y, muy probablemente, si los radicales se sientan con los partidos tradicionales, no son estos quienes traicionan sus principios democráticos, sino aquellos quienes traicionan sus principios (potencialmente) antidemocráticos. Sólo tiene sentido rechazar acuerdos con los partidos extremos, de un lado o del otro del espectro ideológico, cuando estos menoscaben los fundamentos democráticos de la sociedad que, básicamente, se agrupan en dos pilares: por un lado, el respeto a las libertades individuales, como, por ejemplo, los derechos civiles incluidos en las leyes LGTBI; y, por el otro, el mantenimiento de una competencia real entre las fuerzas políticas, como, por ejemplo, la celebración de unas elecciones libres.

Motivos estratégicos para el cordón sanitario

Existe una preocupación lógica por el ascenso de partidos radicales en Europa, que algunos denominan ultraderecha, otros extrema derecha, y otros nacional-populistas, que es quizás la etiqueta más popular en determinados círculos académicos. No solo varía la denominación, sino la propia naturaleza de estos partidos. Aunque desde fuera parezcan animales políticos idénticos, los partidos de la extrema derecha continental pertenecen a especies distintas. En el Este y Sur, predominan los tradicionalistas, como los húngaros de Orban, Ley y Justicia en Polonia, los Hermanos de Italia, el FPÖ austríaco y Vox. Se inspiran en el credo cristiano más ortodoxo y suelen ser crecientemente anti-LGTBI. Pero, en el Oeste y Norte, formaciones como la AfD alemana, Los Finlandeses y sus otros equivalentes nórdicos y en Países Bajos han evolucionado en la dirección contraria: son más tolerantes en temas de género y sexo. Para ganar votos en unas sociedades cada vez más abiertas, se alejan de postulados antifeministas y homófobos.

El pionero fue uno de los políticos extremistas más famosos de principios de siglo, el holandés Pim Fortuyn, abiertamente gay, que introdujo un maquiavélico argumento contra la inmigración musulmana: no son peligrosos porque nos quiten el trabajo o fomenten el terrorismo, sino porque están culturalmente «retrasados» y son una amenaza para los derechos de las mujeres y el colectivo LGTBI. Esta línea fue seguida por su sucesor Geert Wilders y casi toda la extrema derecha de la Europa occidental más secularizada. Según la experta Caroline Marie Lancaster, los votantes que se han expandido más en estos años son los que llama «nativistas sexualmente modernos», que pueden superar el 40% de su electorado.

Solo hace falta mirar la división, constante y virulenta, entre los grupos de la extrema derecha en el Parlamento Europeo para darse cuenta de que, si son una familia política, es una familia mal avenida. Eso sí, les une una retórica basada en el odio y toda una serie de estudios subrayan los efectos negativos que puede tener la participación de estos partidos en el gobierno, desde un crecimiento económico por debajo de lo que sería natural para un país a un deterioro de los servicios públicos, pasando por recortes en ayudas sociales a los más vulnerables.

Pero, y esto es importante subrayarlo, la llegada de estos partidos a las instituciones representativas no siempre conlleva los perniciosos efectos que muchos anticiparon. Durante mucho tiempo los académicos alinearon, con tino, dos fenómenos: por un lado, la creciente insatisfacción de los ciudadanos con la democracia; y, por el otro, el ascenso de la derecha radical. Lo primero lleva a lo segundo. Pero lo segundo no necesariamente lleva a lo primero. Así, la irrupción de un partido de derecha radical en un parlamento no disminuye, al menos no significativamente, los niveles de satisfacción con la democracia que tienen los votantes de otros partidos; y lo que sí produce es un aumento, en este caso significativo, de la satisfacción con la democracia que tienen sus votantes. En otras palabras, la satisfacción agregada de la ciudadanía de un país con su sistema político no se ve reducida por la presencia parlamentaria de estas formaciones.

Sin embargo, dadas las consecuencias negativas que podría tener la inclusión de estas formaciones en coaliciones de gobierno, hay un lógico interés entre muchos expertos y observadores sobre cuál es la mejor estrategia para minimizar la fuerza de estos partidos. Y la discusión se ha centrado en la utilidad, o no, de imponer cordones sanitarios. Hasta hace poco más de un lustro, había muchos defensores del cordón sanitario que ponían sobre la mesa su efectividad, relativa, en dos países referentes en el sur y el norte de Europa, respectivamente: Francia y Suecia. En ambas democracias, orgullosas y con vocación (implícita y a veces incluso explícita) de iluminar a los países de su entorno con sus prácticas, los partidos tradicionales impusieron, desde finales del siglo pasado, cordones sanitarios a los partidos de la derecha extrema.

En Francia, son conocidos los pactos republicanos mediante los cuales los candidatos mejor posicionados para ser elegidos, independientemente de cuál sea su ideología, son apoyados por todos los partidos para evitar la victoria del candidato de la extrema derecha de Reagrupamiento Nacional (RN). Pero ¿ha debilitado esta estrategia, practicada sistemáticamente durante muchos años, al partido de Marine Le Pen? A juzgar por los resultados de las elecciones parlamentarias de este verano, donde, a pesar de que muchos políticos de RN no consiguieron el acta de diputado, más de uno de cada tres franceses ha optado por la extrema derecha. Más allá de los resultados electorales y de las encuestas para las próximas presidenciales, sujetos a vaivenes coyunturales, el consenso unánime es que en Francia la alternativa de gobierno está en manos de la extrema derecha. Difícilmente se puede considerar un éxito.

Como observan algunos analistas, Le Pen ha conseguido, gracias al cordón sanitario impuesto por los otros partidos pero también por los medios de comunicación reticentes a hacerle entrevistas, proyectarse como la víctima del sistema. Ella representaría a los ciudadanos de a pie, al pueblo llano, frente a una élite distante, ensimismada en el mejor de los casos y corrupta en el peor. Además, mientras el padre de Marine Le Pen sostenía posiciones claramente ultras, ella ha llevado a cabo un proceso de limpieza de los cuadros del partido y de relativa moderación. A ojos de muchos electores, el trato recibido por los partidos y medios de comunicación tradicionales, que ha sido mantener el cordón sanitario, se ve, si cabe, como todavía más injusto.

Los países nórdicos representan una buena plataforma para analizar los efectos de una misma política (en este caso, el cordón sanitario a la derecha radical). Como estas naciones comparten unas características económicas, sociales y culturales muy notables, se pueden considerar como los gemelos o mellizos en medicina. Es decir, si a uno le administramos una droga y al resto de hermanos un placebo, podemos certificar con bastante seguridad el efecto positivo (o negativo) del medicamento, porque en el resto de características biológicas los pacientes son iguales.

En el caso de la extrema derecha, solo una nación tomó la pastilla roja del cordón sanitario: Suecia. A diferencia de las naciones vecinas, los suecos consideraron que había que aislar a las formaciones de extrema derecha, representadas ahora por los Demócratas de Suecia, que tuvieron otras expresiones en el pasado. Durante los primeros años, la pastilla roja parecía funcionar. Mientras en Noruega, Dinamarca y Finlandia la extrema derecha crecía de forma notable, superando los umbrales del 5, 10 o incluso 15% con relativa facilidad, en Suecia se mantenía en porcentajes muy modestos: 1,4% en 2002, 2,9% en 2006 y 5,7% en 2014. Mientras la derecha radical en otros países escandinavos llegaba a ocupar ministerios en gobiernos de coalición o formalizaba acuerdos de legislatura, en Suecia era una fuerza marginal.

Pero esto empezó a cambiar en 2014, cuando los Demócratas de Suecia obtuvieron casi el 13% de los votos. En las últimas elecciones generales se convirtieron, con un 17,5%, en la primera fuerza de la derecha, superando al partido conservador en un hito histórico. A la inversa, analizadas desde una perspectiva amplia, vemos un debilitamiento relativo de las formaciones de extrema derecha en Dinamarca, Noruega y Finlandia. ¿Por qué? Dos fuerzas parecen operar aquí. En primer lugar, lo que hemos comentado antes: el cordón sanitario no ha deslegitimado, sino legitimado a la extrema derecha a ojos de su electorado potencial. Han podido presentarse como injustamente represaliados por el complejo político-mediático de las élites liberales de Estocolmo. En segundo lugar, en Suecia la derecha radical no ha sufrido –al menos hasta 2022 (a partir de entonces, el cordón sanitario se ha resquebrajado, al menos parcialmente)– el inevitable desgaste que conlleva gobernar o determinar las políticas del gobierno. Por el contrario, los votantes en Finlandia o Noruega, por ejemplo, han podido comprobar que, una vez en el poder, la derecha radical no da las políticas maravillosamente simples y efectivas que prometían. Más bien, acaban atrapados en contradicciones, derivadas de tener que pactar con fuerzas más centristas, como las que en Noruega los llevaron a aceptar un aumento de los impuestos a los carburantes.

En definitiva, la evidencia empírica disponible, aun no siendo concluyente, apunta en la dirección de que los cordones sanitarios no son una estrategia efectiva para frenar a los partidos extremistas. Si acaso, parece que los refuerzan. Y si además tenemos en cuenta que, per se, los cordones sanitarios (a los partidos en general y no a sus propuestas antidemocráticas en particular) son éticamente dudosos desde un punto de vista democrático, no parece que sean la panacea para la estabilidad de nuestros sistemas políticos.

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