El espectáculo de ver pensar: el gran reto de Carlsen y el ajedrez

«The Economist» dedica un artículo al mejor ajedrecista del mundo, que apuesta por convertir su deporte en un género televisivo, aunque sea a costa de cambiar las reglas de un juego milenario

Gukesh Dommaraju, campeón del mundo, y Magnus Carlsen, número uno, juegan en Alemania un torneo de Freestyle Chess, una variante del ajedrez. Foto: Lennart Ootes / Freestyle Chess
Foto: Lennart Ootes / Freestyle Chess
Federico Marín Bellón

 

Avance

Los orígenes del ajedrez se remontan en el tiempo más allá de mil quinientos años. Es tan difícil seguirle la pista a este juego que la Federación Internacional llegó a tener un presidente (no crean que hace mucho; acabó su mandato en 2018) que aseguraba que el ajedrez no tenía origen humano, sino que era un regalo que nos hicieron seres de otros planetas. Otra tesis sin sustento científico, la leyenda del sabio Sisa y los granos de trigo, ilustra mejor que cualquier referencia histórica el misterio de la grandeza inagotable que albergan las 64 casillas. Juan José Gómez Cadenas explicaba hace unos días en el Foro Nueva Revista cómo es posible que el número de partidas posible supere al de átomos del universo. 

A cambio, convengamos en que el juego de reyes puede ser fotogénico, pero como espectáculo audiovisual tiene evidentes limitaciones. El deporte más inmóvil que existe (en competencia con el tiro con carabina, los dardos y la pesca deportiva, entre otros) aspira pese a todo a convertirse en un fenómeno de masas. El camino lo abrió la serie de televisión Gambito de dama y el fenómeno se amplificó durante la pandemia, porque el viejo juego ha tenido siempre la virtud de adaptarse a los cambios sociales y tecnológicos mejor que ningún otro.

Magnus Carlsen, el mejor ajedrecista del planeta, pentacampeón del mundo que renunció a defender más la corona, quiere darle ahora una nueva vuelta de tuerca. Cansado del ajedrez clásico y de dedicar media vida a su estudio, se ha asociado con un multimillonario alemán para convertirlo en algo parecido a la Fórmula 1, un deporte, por cierto, en el que sus practicantes están más tiempo sentados que los ajedrecistas.  Carlsen y Jan Henric Buettner apuestan por convertir el ajedrez en un espectáculo televisivo de primer orden, aunque para ello tengan que cambiar unas reglas que, en lo esencial, llevan 700 años sin tocarse.

The Economist se preguntaba hace poco en un artículo si el genio noruego será capaz de superar este reto, quizá el más grande de su carrera. «¿Puede Magnus Carlsen convencer a la gente para ver ajedrez?», titulaban. De entrada, desde el 7 de febrero participa en Alemania en un torneo magistral con estas reglas, en una iniciativa que ha despertado los recelos de la Federación Internacional. 

ArtÍculo

Eduardo Torres-Dulce cita a Orson Welles para ilustrar lo difícil que es filmar algunas cosas, como el acto de rezar. El ajedrez entra en esa categoría, por lo que es difícil imaginarse un programa de éxito basado en este juego, pese a que no faltan precedentes. El intento del ahora llamado ajedrez libre tampoco es nuevo; se trata de una variante que ya defendía Bobby Fischer en los años setenta. Lo que han hecho Magnus Carlsen y el magnate Jan Henri Buettner es apostar en serio por popularizarlo. De entrada, le han cambiado el nombre para hacerlo más comercial. El viejo Fischer Random o ajedrez 960, dos de los nombres con los que era conocido, ha sido sustituido por Freestyle Chess. El resultado es el mismo, una modalidad en la que se sortea la posición inicial de las piezas para evitar que los grandes maestros jueguen los primeros movimientos de memoria.

Carlsen, número uno del tablero, estaba harto de tanto estudio y ha abrazado entusiasmado una variante idéntica en lo esencial —el noruego sigue siendo el mejor—, pero en la que ya no tiene sentido aprenderse las aperturas (primeras jugadas de la partida), porque la posición inicial cambia en cada ocasión. El asunto ha merecido el interés de The Economist, que se pregunta si esta pequeña gran revolución de un juego que apenas había modificado sus reglas en 500 años será suficiente. La ambición es enorme: se trata de convencer a millones de espectadores para que vibren contemplando a dos deportistas que, en lo esencial, permanecen sentados y en silencio, sin que haya contacto físico e incluso sin mirarse a los ojos, salvo en los casos extremos de los maestros más «feroces».

Un poco de historia

El ajedrez se practica, con algunos retoques, bajo las mismas reglas que se utilizaban a finales del siglo XV. Antes de eso, fue una mutación del chaturanga, un juego indio del que hay referencias antes de Cristo. El último gran cambio del ajedrez fue la introducción de la dama, una mejora cuya autoría se disputan Valencia y Salamanca, aspirantes ambas a ser la «cuna del ajedrez moderno». Hoy, cualquier aficionado puede jugar por Internet contra rivales situados en los lugares más remotos del planeta, pero los alfiles se mueven igual, los peones siguen sin poder retroceder sobre sus pasos y el rey se mantiene como la pieza más importante y vulnerable de la partida. 

En el confesionario los jugadores hablan de su partida para le público, sin que los escuche su rival. Foto: Freestyle Chess / Lennart Ootes
En el confesionario, los jugadores hablan de su partida para el público sin que los pueda escuchar su rival. Foto: Freestyle Chess / Lennart Ootes

Aparte de otras lecturas, la armonía interior de este juego es una de las causas por las que ha podido resistir e incluso prosperar a medida que se producían avances tecnológicos de todo tipo. En el siglo XVII, un autor italiano «estableció» unos valores que siguen vigentes y que seguimos enseñando a los niños cuando aprenden a jugar: los peones valen un punto, los caballos y los alfiles equivalen a tres, las torres llegan a cinco y la poderosa dama se podría tasar entre el nueve y el diez. Esta matemática básica resistió primero el escrutinio de los ordenadores y después los embistes de la inteligencia artificial.

Es un equilibrio mágico, en un terreno de juego limitado y manejable, que sin embargo sigue inexplorado en su mayor parte, como demuestran los números que resumía Gómez Cadenas. Eso hace que el ajedrez siga siendo interesante y que los mejores ordenadores del mundo aún no sean capaces de jugar a la perfección, aunque una aplicación de móvil ya juegue mucho mejor que el campeón del mundo. Es verdad que alcanzar la maestría requiere mucho estudio, pero el ajedrez sigue lejos del peligro de agotarse. 

Ahí es donde surge Magnus Carlsen, la persona que más se ha acertado a la apariencia de perfección con la que juegan los robots. El pentacampeón del mundo encontró en su socio alemán a la persona ideal para desarrollar su comprensible capricho. Como cuenta The Economist, a Buettner le llamaba la atención la diferente percepción que le causan al público las estrellas de la Fórmula 1 y las del ajedrez. Empresario de éxito, lo primero que hizo fue crear una empresa y buscar inversores para desarrollar su idea. Luego, no ha parado de aportar ideas, algunas de ellas copiadas de otros torneos: un confesionario para que los jugadores se sinceren durante las partidas, pulseras para medir en directo su ritmo cardiaco, reuniones de los ajedrecistas que juegan con el mismo color para que discutan ante las cámaras las posibilidades de cada posición…

En que consiste el ajedrez de estilo libre

Todo ello, unido al cambio fundamental que propone el ajedrez de estilo libre: al comienzo de la partida, los peones ocupan su lugar habitual, en la segunda fila, pero la posición de las piezas mayores se sortea, lo que da lugar a 960 formas posibles de empezar el juego. De ahí el viejo nombre de ajedrez 960. Como es lógico, si a Carlsen ya le cansaba estudiar las posibilidades surgidas de una sola configuración inicial, no hay nadie capaz de intentarlo siquiera con casi mil opciones distintas. 

Los críticos de la idea se quejan de las posiciones antinaturales que surgen, que rompen la armonía y razón de ser del ajedrez clásico, su equilibrio perfecto. Muchos se sienten incómodos en esta variante y no es casualidad que se cometan más errores. Esto, por otro lado, incrementa el espectáculo (quizá mal entendido) y el drama, justo lo que buscan sus promotores y lo que ama el público. Enfrente están los puristas, una pequeña legión que aspira a ver la mejor partida posible, la forma elevada de arte que también puede ser el ajedrez.

El plan, en todo caso, no es acabar con el ajedrez clásico, que por otro lado ya disfruta de una popularidad sin precedentes, renovada durante la pandemia y la fiebre por Gambito de dama. Solo en Chess.com, una de las plataformas para jugar en Internet, ya presumen de tener a más de 200 millones de usuarios. Hay muchas cuentas duplicadas (y algo más), pero el éxito es incuestionable. El tiempo dirá si el ajedrez Freestyle se suma a estos triunfos, pero como señala el artículo de The Economist, si hay alguien capaz de hacerlo es Magnus Carlsen, la primera estrella del ajedrez desde Garry Kasparov, y también la única desde que se retiró el ruso capaz de plantar cara a la Federación Internacional.


En la imagen principal, el campeón del mundo, Gukesh Dommaraju, se enfrenta al número uno, Magnus Carlsen, en un torneo de la modalidad de ajedrez conocida como Freestyle Chess. Foto: Lennart Ootes.