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La tarde del 21 de octubre de 1940 tuvo lugar en el Hotel Ritz de Madrid un homenaje a Heinrich Himmler, entonces director de la policía de Hitler. Era anfitrión el director de la policía franquista y posterior alcalde de Madrid, conde de Mayalde, quien en su discurso dijo:

«Camaradas italianos y alemanes, si existe un pueblo de memoria histórica, es el español, por ello no podrá olvidar las afrentas de las que ha sido objeto durante siglos de decadencia por ciertos odiados poderes del mundo».

La disputa del pasado. Turner. Madrid, 2021. 248 págs. 20,80 € (papel) / 9,49 € (digital).

Sospecho que puede ser una de las primeras referencias a la «memoria histórica» de los pueblos, referencia que a Himmler seguro le sonó a conocido pues toda la ideología nazi se basaba en la venganza frente a la humillación sufrida por Alemania en el Pacto de Versalles y la «puñalada por la espalda» supuestamente asestada por la República de Weimar. El futuro como venganza de un pasado humillante.

Regresa la expresión memoria histórica. La memoria confundida con la historia y como instrumento de propaganda

Una anécdota reveladora de cuanto de confuso y turbio hay en la expresión memoria histórica, que hoy regresa, con frecuencia por el otro lado del espectro político, aunque siempre con la misma vocación totalitaria que entonces. La memoria confundida con la historia y como instrumento de propaganda. Pues memoria e historia no riman, salvo que se haga por un diktat del poder que impone una y otra […].

DE MEMORIAS Y OLVIDOS

Las sociedades, todas, del pasado o del presente, son memoria, que es el sustento de las tradiciones y herencias, por lo tanto, la raíz de las rutinas, hábitos, actitudes y creencias. Por ello el mejor predictor del futuro de cualquier país es su pasado. Los pueblos, al igual que los individuos, no pueden librarse de la mochila de su historia y de su linaje, que como todas las estructuras o los habitus (por decirlo en argot sociológico moderno) son al tiempo limitación y recurso, habilitan para ciertas cosas, pero constriñen para otras; todo modo de ver es un modo de no ver. Es lo que nos enseñó Maurice Halbwachs en Les cadres sociaux de la mémoire (1925), donde ya consideraba al fenómeno de la memoria como una representación colectiva en el sentido de Emilio Durkheim, algo que existe más allá de las conciencias individuales, más allá de la subjetividad.

Y ello porque la memoria se plasma en hitos objetivos, se condensa en escenarios que tienen sus lugares (sus espacios), pero también sus tiempos (sus momentos), unos y otros colectivos, sociales. Espacios sagrados cargados de energía numinosa que llaman a la reverencia y el recogimiento, pero también tiempos, momentos, que marcan el ritmo de la vida social. Las onomásticas o los cumpleaños de las personas se doblan en conmemoraciones colectivas que pretenden sacarte de lo ordinario, de lo profano, para introducirte en el ámbito de lo intemporal y lo extraordinario. Como si la dimensión temporal de la existencia quedara cancelada al establecerse una conexión directa entre el pasado y el presente. Lieux de la mémoire, los llamaba Pierre Nora.

Y ya señalaba Nora lo que es quizá el tema central de este libro: que «la historia se escribe hoy bajo la presión de las memorias colectivas» que pretenden «compensar el desenraizamiento histórico de lo social y la angustia del futuro valorizando un pasado que hasta entonces no se había vivido así». El conde de Mayalde no lo decía peor: la memoria, no como recuerdo del pasado, sino como modo de compensar las frustraciones del presente, tarea a la que (al parecer) no pocos historiadores y muchos políticos se prestan con generosidad siguiendo esa regla que fijó Nietzsche: las guerras hacen vengativo al vencedor y resentido al vencido.

Y me temo que en esas seguimos a uno y otro lado del Atlántico: abusando de la llamada memoria para lo uno y lo otro, haciendo mofa, no solo de la historia, de la verdad histórica, sino incluso de la verdadera memoria. Como decía la vicepresidenta del Gobierno español en la presentación de la Ley de Memoria Histórica (la segunda ley, la de la memoria «democrática», pues la primera, de 2007, no fue suficiente), la ley «pretende aportar luz al pasado y construir el futuro». Como en esas películas de ciencia ficción en la que el protagonista es proyectado al pasado para poder así, desde allí, cambiar el curso de la historia y arreglar los problemas del presente. Pero todo ello no es ciencia sino ficción, pues no es posible cambiar el pasado, de modo que, ¿hablamos del pasado o hablamos del futuro cuando invocamos la memoria? Es decir, ¿se trata de invocar la memoria existente o más bien de construir un futuro específico, y no otros posibles?

La historia es (o debe ser) lo contrario: objetiva, rigurosa, impersonal, universal. No mi historia, sino la historia

Memoria e historia aparecen así contrapuestos, como los dos extremos de un continuo. La memoria es individual y personal, es subjetiva y particular, tiene un punto de vista particular, una mirada. Es también mi mirada contra la tuya y, en ese juego de espejos, ¿cuál es más creíble, más respetable? La historia es (o debe ser) lo contrario: objetiva, rigurosa, impersonal, universal. No mi historia, sino la historia. Memoria e historia se contraponen, así como lo subjetivo a lo objetivo. Pero también se entremezclan, pues la historia, o mejor, las historias, alimentan la memoria, y acabamos recordando lo que nunca vivimos. La propaganda reiterada tiene ese efecto, que el maestro Goebbels conocía perfectamente. Pero también al revés, la memoria colectiva –como decía Nora– dirige en buena medida la pesquisa histórica, de modo que acabamos sabiendo mucho de algunas cosas, pero ignorando y silenciando otras. Y como en una burbuja de las actuales redes sociales, se retroalimenta. «La historia –decía Hobsbawm y reitera Martín Ríos– contiene no la memoria colectiva sino los acontecimientos que han querido ser recordados por quienes tienen esa función». Lo demás es olvido.

En todo caso, ni la memoria ni la historia pueden ser objeto de legislación o mandato en sociedades libres. Ni se puede mandatar lo que debo recordar (es un absurdo), ni menos aún legislar sobre lo que es verdadero o falso. Por ello bien harían los políticos, de uno u otro signo, en retirar sus manos de esas materias pues su intervención, siempre interesada, no hace sino enturbiarlo todo: la memoria, la historia y, a la postre, la convivencia.

EL «ENCONTRONAZO» Y SU LECTURA

Pero nosotros, los hispanos todos, confrontamos inevitablemente unos tiempos de memoria que, sospecho, deberían ser de historia. Y ese es el problema: que no podemos evitar las conmemoraciones, pero no sabemos bien cómo hacerlo. Nos ocurrió ya en 1992, al conmemorar/recordar el descubrimiento/encuentro de dos mundos, y ya la dificultad para nombrar lo que sin duda ocurrió (pues algo ocurrió, sin duda, e importante) muestra la paralela dificultad para alinear memorias colectivas. Vale la pena detenerse por un momento en este casus belli.

Podemos decir que no se descubrió América en 1492, que fue un encuentro como señalaba, generosamente, Miguel León Portilla

 

Las palabras no son neutras. Podemos decir que no se descubrió América en 1492, que fue un encuentro como señalaba, generosamente, Miguel León Portilla. Difícil argumento, como criticó brillantemente Edmundo O’Gorman. Desde luego se descubrió para los europeos, para los asiáticos y para los africanos que, hasta entonces, no tenían la más mínima idea de su existencia. ¿Se descubrió también para los americanos? No parece que los nativos precolombinos de ese gran continente tuvieran tampoco noticia de su entera existencia, más allá de lo que cada uno de ellos conocía de su territorio. De modo que ¿existía América antes de que alguien la cartografiara y la etiquetara, la «inventara»? Sí como realidad geográfica, como «cosa en sí»; pero, desde luego no como «cosa para nosotros» los humanos. Por hacer una comparación pro domo mea¿existía Hispania antes de que los romanos colonizaran y etiquetaran así la península ibérica? Y por ir al presente, ¿existía México antes de que ese territorio fuera unificado y etiquetado? Las naciones modernas tienen vocación de eternidad, pero nacieron en algún momento, al igual que desaparecerán en otro, aunque nos cuesta reconocer lo uno y lo otro.

Por supuesto que hubo encuentro, o más bien –para ser castizos– «encontronazo». Para comenzar porque ninguno de los sujetos de ese encuentro esperaba encontrar la otra parte; fue una sorpresa mutua. Colón no buscaba «América» sino Asia, y encontró (afortunadamente) lo que no buscaba. Pero fueron unos los que buscaron a los otros, no al revés. Un encuentro puede ser, bien una cita preparada, bien una sorpresa fortuita entre conocidos, como decía O’Gorman. Pero nada de eso ocurrió. Al comienzo de su magnífico libro Armas, gérmenes y aceroJared Diamond formula una de las grandes preguntas de la historia global, probablemente la pregunta, a cuya contestación dedica todo el libro. Y la pregunta es: ¿cómo llegó Pizarro a esa ciudad para capturarle, en vez de ser Atahualpa quien llegase a España para capturar al rey Carlos I? Pues es indudable que fue Pizarro quien llegó a Cajamarca y capturó a Atahualpa, y no este quien llegó a Toledo. Diamond añade más adelante:

¿Por qué no fueron los incas los que inventaron las armas de fuego y las espadas de acero, los que montaron en animales tan temibles como los caballos, los que portaban enfermedades para las cuales los europeos careciesen de resistencia, los que desarrollaron buques capaces de cruzar los océanos y organizaciones políticas avanzadas, y los que fueron capaces de basarse en la experiencia de miles de años de historia escrita?

No voy a responder a la pregunta; hay que leer el libro completo. Y vale la pena; solo adelanto que no tiene nada que ver con alguna superioridad biológica o racial. Lo importante ahora es que podría haber ocurrido al revés, podría haber sido Moctezuma quien llegara a la Península Ibérica para conquistar Medellín, Trujillo o Toledo y capturar a Cortés o a Carlos V. De hecho, casi ocurrió algo parecido, y sabemos, por ejemplo, que el Imperio chino llegó a África y pudo navegar hasta América a comienzos del siglo XV. Pudo hacerlo. Pero no lo hizo. Y sí lo hicieron Colón, Cortés o Pizarro. Esos son los datos. De modo que, ¿quién encontró a quién?

Y sin haber zanjado aún el encuentro/conquista de 1492, el presente nos conmina a continuar ese trabajo conmemorativo. Por una parte, la primera circunnavegación del globo en 1519-1522, la primera globalización física del mundo, en la gigantesca epopeya iniciada por Magallanes y culminada por Elcano, una hazaña que españoles y portugueses estamos celebrando conjuntamente estos años, al parecer en buena vecindad. Tras esta, la «conquista» de «México» por «Cortés», una de las gestas que ha alimentado más vivamente la imaginación de los occidentales, con la fecha mítica del 13 de agosto de 1521 en la que cae la ciudad sagrada de Tenochtitlan. Y pongo comillas a los sustantivos más relevantes pues, como veremos, ninguno de ellos es tan rotundo como parece y son más bien conceptos difusos, fazzy, como los llaman los lógicos.

El territorio mexicano, incluido una gran parte de lo que hoy es Estados Unidos, fue parte de la Monarquía Hispánica más años (un tercio más) de los que ha vivido como territorio independiente

Y sobre todo ello, sobre los quintos centenarios de la «conquista», los segundos centenarios de las independencias (¿de las «reconquistas»?) de las nuevas repúblicas americanas, independencias que se consolidan en la década de 1820, singularmente el Acta de independencia del Imperio mexicano del 28 de septiembre de 1821. De modo que entre agosto y septiembre de 2021 asistimos a todo tipo de recuerdos, historias, narraciones o relatos, míticos o no, nacionales o no, sagrados o profanos, que cubren todo el largo período del virreinato de Nueva España, trescientos años, cien años más de los que tiene la República Mexicana, que se prolongan en la historia de las mismas repúblicas.

Cronología que no es trivial; el territorio mexicano, incluido una gran parte de lo que hoy es Estados Unidos, fue parte de la Monarquía Hispánica más años (un tercio más) de los que ha vivido como territorio independiente. Y tres siglos es mucho tiempo. Pero es un dato que hay que leer también, al contrario: si los primeros trescientos años pueden cargarse al pasivo/activo de España (que no de los españoles), los últimos doscientos años –y tampoco son pocos– son todos de su responsabilidad, para bien y para mal. Y en doscientos años se pueden hacer muchas cosas. Por ejemplo, se puede hacer los Estados Unidos de América.

COMO FUNES EL MEMORIOSO

Como muestra Martín F. Ríos Saloma, hoy sabemos que la «conquista» de «México» por «Cortés» no fue ni lo uno ni lo otro sino una larga guerra civil de la sociedad azteca-mexica de modo que, en buena medida, fueron los nativos quienes conquistaron a los nativos, y poco hubiera podido hacer Cortés y sus hombres sin la colaboración de guerreros tlaxcaltecas y de otros grupos. ¿Conquistaron «México»? Dudoso al menos. La palabra México, que deriva del náhuatl, originalmente se utilizaba para referirse al valle de México, y fue su castellanización la que nos otorga su sentido actual, de modo que México como país no tuvo ese nombre hasta su independencia en 1821. Así pues, ni el México actual es aquello que fue «invadido» o «conquistado», ni hay conquista puntal que celebrar, ni fue Cortés el conquistador, sino un instrumento, un catalizador, de una guerra civil latente. La historia nos dice algo muy distinto a lo que se supone que es la memoria.

Por ello, que dirigentes e intelectuales mexicanos se consideren hoy herederos de Moctezuma, o que el presidente de ese gran país se presente como tlatoani, ¿es una resignificación, una superchería o una operación de marketing político que pretende –como decía Nora– compensar un presente bochornoso valorizando un pasado mítico? Tradiciones inventadas todas al servicio de leyendas de construcción nacional que vehiculizan movilizaciones electorales. En última instancia, ¿en qué medida el México del siglo XXI es heredero de los aztecas? Desde una rigurosa perspectiva histórica, podríamos afirmar que la conquista/invasión forma parte de la historia de España más que de la de México, al menos tres siglos frente a dos.

Como señala Martín F. Ríos Saloma, ¿por qué una persona que vive en el siglo XXI aún se siente agraviada por lo que ocurrió hace quinientos años?

 Y la pregunta es, como señala Martín F. Ríos Saloma, ¿por qué una persona que vive en el siglo XXI aún se siente agraviada por lo que ocurrió hace quinientos años? ¿Por qué unos recuerdan lo que otros olvidan? Pondré un contraejemplo que menciona María Elvira Roca Barea: en Madrid (y en otras ciudades españolas) hay estatuas y monumentos (por cierto, bastante hermosos los de Madrid) dedicados a Bolívar y a San Martín, e incluso uno dedicado a José Martí, ofrenda de Fidel Castro. Y también, por supuesto, uno dedicado a Hidalgo, también en el parque del Oeste, y ello, a pesar de que (como Bolívar) Hidalgo declaró el exterminio de peninsulares. ¿Tendría sentido que los derribáramos por el dolor causado a España o los españoles? No solo no se derriban, sino que son objeto de ofrendas oficiales en fechas conmemorativas de la independencia. Esa herida se ha cerrado hace tiempo y, bien se ha olvidado, o se asienta en la memoria colectiva como una suerte de guerra civil española (en buena medida así fue) ya cancelada. ¿Por qué unos olvidan lo que otros recuerdan? ¿No es más sano y positivo denunciar la obsesión latinoamericana con el pasado y decir ¡basta de historias! como hace Andrés Oppenheimer?

Por supuesto no es solo México (o Venezuela, Bolivia, Perú o Chile) quien anda a la gresca con su historia, pues también España lo hace, y doblemente. Lo hace por lo que se refiere a su historia americana, y no son pocos los españoles que se niegan a celebrar el 12 de octubre aceptando el relato genocida. Pero también por lo que hace a su historia reciente, e incluso recientísima, pues no hemos acabado de asimilar el olvido de la guerra civil y el franquismo (y ahí están las citadas leyes de la llamada «memoria democrática») cuando pretendemos acelerar el olvido de los más recientes crímenes de la banda terrorista ETA.

Hay quien se horroriza ante lo que ocurrió en el siglo XV o a mediados del pasado siglo, pero blanquea a los asesinos de hace menos de una década, cuyas víctimas todavía viven.

Se diría que todo el Occidente ha sido infectado de la pasión de la «pureza de sangre» que llevó a muchos castellanos a depurar su linaje de excrecencias malignas

Podríamos pensar que estamos aquí ante otra singularidad hispánica, una más de las muchas excepciones que historiadores (más pasados que presentes) han denunciado en nuestro devenir colectivo. Pero no somos solo los hispanos quienes no sabemos salir del pantano del pasado y nos hemos embarcado en una gigantesca mistificación histórica al servicio de la política partidista; al fin y al cabo, los hispanos tenemos la justificación de las fechas y sus inevitables conmemoraciones, difíciles de evitar. Pues se diría que todo el Occidente ha sido infectado de la pasión de la «pureza de sangre» que llevó a muchos castellanos a depurar su linaje de excrecencias malignas, y se ha lanzado a recomponer el pasado con una pasión que bien haría en orientar al futuro. Así, si unos tratan de recuperar la «verdadera» América o la verdadera Inglaterra (o Francia, o Alemania, o Polonia o Finlandia), de las garras de extranjeros que polucionan la pureza de sangre de los autóctonos, los bad hombres de uno u otro color; otros pretenden lo contrario, expulsar y cancelar de la historia lo que pueda quedar de injusticias centenarias, ya sean racistas, misóginas, o coloniales, o xenófobas, u homófobas, expulsar la maldad del «hombre blanco» en una gigantesca damnatio memoriae similar a la que practicaba Stalin en sus purgas.

Casi podía decirse que Occidente, que ha perdido la ilusión del progreso y del futuro, en el que no ve potencia que arrastre e ilusione, se ha volcado sobre el pasado y, más que preparar el futuro para nuestros hijos y nietos, pretendemos solucionar las querellas de nuestros abuelos. No cabe mayor tradicionalismo, menor progresismo, ni mayor historicismo y dependencia de senda, que este quedar atrapado por el pasado, en el que le mort saisit le vif. Una verdadera colonización del pasado, que se piensa como si no hubiera pasado, como si fuera presente. Hay un profundo derrotismo sobre el porvenir detrás de esa fascinación enfermiza con el pasado.

No cabe mayor tradicionalismo, menor progresismo, ni mayor historicismo y dependencia de senda, que este quedar atrapado por el pasado

La hermosa metáfora borgiana de Funes el memorioso nos recuerda la necesidad de olvidar, de «echar al olvido», para ser más precisos (como decía Santos Juliá), para escapar de la trampa del pasado. Pero hay pueblos que, como Funes, parecen atrapados en la eterna contemplación de un instante mítico, primordial, casi siempre inventado, y su historia se centra en la eterna visión de esa llama zigzagueante. «El año próximo en Jerusalén», repetido año tras año, siglo tras siglo.

Pero el progreso consiste en romper con el pasado, liberarse de la mochila de las tradiciones, rutinas y habitus, para enfocar el futuro libre del peso de la historia. «Del pasado hay que hacer añicos», cantaba La Internacional. Cierto, quien no conoce la historia está obligado a repetirla. Pero quien se obsesiona con ella no sale del pasado, y mala es la política que se diseña mirando por el espejo retrovisor. Es en el futuro donde todos podemos encontrarnos, solo él es un juego de suma positiva: todos podemos ganar o perder, está abierto y deberemos construirlo juntos. El pasado es un juego agónico donde si unos ganan otros pierden, como recordaba Nietzsche. Está cerrado, por mucho que tratemos de resignificarlo. Somos esclavos del pasado, pero libres del futuro, y si hay esperanzas de reconciliación –y debe haberlas– estas solo podremos encontrarlas en el futuro a construir. ¡Basta de historias!, como ha escrito Andrés Oppenheimer.

CENTRARSE EN EL FUTURO

No podemos cambiar la historia, que es frecuentemente una historia de enfrentamientos, aunque sí podemos reevaluarla; lo hacen los historiadores constantemente, y nosotros con ellos. Y podemos aprender de ella para evitar en el futuro esos enfrentamientos. Por ello es bueno dejar el pasado a los historiadores para centrar la política en el futuro, que es el espacio donde sí podemos encontrarnos de nuevo.

Pero no es posible juzgar el pasado con los criterios morales del presente. Si lo hiciéramos liquidaríamos todo y todos, acusados de racistas, de machistas o de homófobos. El presentismo, la carencia casi total de conocimiento histórico, es muy dañino. Desde Julio César a Alejandro Magno a Napoleón, por no citar a Aristóteles, nadie se libra. ¿Vamos a renombrar el teorema de Arquímedes si descubrimos que era machista, tenía esclavos o era homófobo? ¿Qué hacemos con Washington o Jefferson, que eran propietarios de esclavos (y otras cosas)? ¿Vamos a renombrar Colombia o Washington? Si lo hiciéramos seríamos injustos con ellos y cancelaríamos la realidad del progreso moral de la humanidad. ¿Cómo nos juzgaran a nosotros en el futuro, con qué estándares morales?

Por lo demás, los hombres somos muchas cosas. Hay artistas o científicos magníficos que son personas despreciables, y no por eso dejan de ser grandes artistas o científicos. Se les valora por aquello en lo que destacaron y se les critica por el resto que, por lo demás, lo compartían con la mayoría de sus contemporáneos. Al pobre Colón no se le puede juzgar con criterios morales de universitario de la Ivy League.

Y si vamos a hacerlo, habrá que hacerlo con todos. No solo los «hombres blancos» han practicado el racismo, la esclavitud, el machismo o la homofobia. Creer que los negros son naturalmente agresivos es racismo, pero creer que los blancos son naturalmente racistas o naturalmente machistas es también racismo. No se puede criticar el racismo practicándolo.

La historia de los descubrimientos, de la conquista y de la colonización de unos pueblos por otros ha sido siempre una historia llena de ruido y violencia. Lo fue la conquista romana de la península ibérica, y lo fue también lo que España, Portugal y otras muchas naciones hicieron en los siglos XVI en adelante, llenas todas de relatos de grandeza y heroísmo, pero también de violencia y de maldad. Lo ha sido la historia toda de Europa, y por eso hicimos la Unión Europea, para superar ese terrible pasado de guerras civiles europeas. Pues el «hombre blanco» no solo ha masacrado al «otro»; antes de nada, se ha masacrado a sí mismo. En eso al menos tampoco se diferencia del «no blanco». Y no podemos olvidar que fueron hombres blancos, occidentales y probablemente heterosexuales quienes acabaron con la esclavitud (que continuó en otras regiones), reconocieron la dignidad a las mujeres (que sigue pisoteada en otras regiones), e inventaron la democracia y la igualdad de todos.

España, no los españoles (y menos los actuales) fue sujeto histórico y responsable de horrores, pero también de aciertos

España, no los españoles (y menos los actuales) fue sujeto histórico y responsable de horrores, pero también de aciertos. Las primeras universidades, los primeros hospitales, las primeras imprentas y los primeros libros impresos, los primeros matrimonios mixtos y el mestizaje, las primeras gramáticas de lenguas nativas, todo eso, figura en el activo. Como es también cierta la importante aportación que aquellos pueblos hicieron a la cultura y la economía de España y de Europa. A comienzos del siglo XVIII, antes de las independencias, México era una gran ciudad cuando Boston o Filadelfia eran pequeños poblachos. Hoy sabemos que el relato del atraso y pobreza de la «colonia» es falso y que la decadencia de América Latina (relativa, por cierto) no precedió a su independencia.

Pero la destrucción de pueblos y etnias, bien por la violencia o por las enfermedades, la explotación, la esclavitud, figura en el pasivo, y no podemos ni negarlo ni olvidarlo. España no puede sino lamentar y pedir perdón por cuanta maldad y dolor pudo causar en aquellos pueblos, sin quererlo, como asegura de Matthew Restall en Cuando Moctezuma conoció a Cortés, casi a regañadientes. Y lo hace con dolor y el máximo respeto a ellos y a sus herederos actuales. Pero pide al tiempo una mirada objetiva para que todo sea valorado conjuntamente. Pues si América hoy forma parte del concierto de los pueblos occidentales, ello se debe también a aquellos eventos.

Y termino plagiando una de las ideas de estas mismas páginas. En los albores de la segunda década del siglo XXI y en plena reconfiguración del orden mundial, es necesario que América Latina conozca su propia historia, se libere de prejuicios, deje de cargar el pasado y se reconozca en esa historia compartida de matriz hispana. Pero es igualmente necesario que España mire a América Latina en condiciones de igualdad, reconozca su herencia americana y asuma que la conquista fue también la destrucción de otras culturas que existían previamente e, incluso, de muchas de las poblaciones locales. Miguel León Portilla terminaba en 1985 su bella introducción a La visión de los vencidos invocando «formas más humanas de encuentro» y recordando a «todos cuantos están así emparentados» que nos «interesa esta historia que es, a la vez, de México y de España». Es «nuestra» historia, no la de los «hunos» contra los «otros» como hubiera escrito Miguel de Unamuno.

Catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Expresidente del Real Instituto Elcano. Vicepresidente de UNIR.