La conclusión es, como siempre que uno se acerca a la realidad, compleja y variada, aunque más próxima al gazpacho, a la mezcla, que a ningún otro modelo nítido. Pero se trata de un gazpacho asimétrico, en el que no todos los componentes pesan lo mismo, y sin duda Occidente ofrece más de lo que recibe.
Los movimientos identitarios, que explican desde el Brexit británico a la América de Trump son una reacción de miedo frente a lo que se percibe como una «descomposición» de sus sociedades tradicionales
Podemos, así, extraer en principio dos conclusiones solo aparentemente contradictorias, pues depende de quién observe. La primera: que una mirada desde dentro de los países (no solo occidentales) exhibe una creciente multiculturalización del mundo, una ensalada de sentidos, prácticas, hábitos, lenguas o religiones. Las ciudadanías son variadas, complejas, mezclas de muchas minorías bajo mayorías que se sienten, con frecuencia, amenazadas.
Los movimientos identitarios, tan potentes hoy en todo el mundo occidental, y que explican desde el Brexit británico a la América de Trump, pasando por los «verdaderos» alemanes, franceses, finlandeses, etc., son una reacción de miedo frente a lo que se percibe como una «descomposición» de sus sociedades tradicionales.
Pero la segunda conclusión camina en sentido contrario: una mirada al mundo desde los países lo que muestra es un proceso civilizatorio y homogeneizador que tiene su motor en la tecnociencia, se extiende por la economía, esta tira de la cultura y esta de la política. Marx tenía razón: no es la conciencia lo que determina el ser social, sino al contrario. Y no sería mala cosa que volviéramos a un sano materialismo: los modos y técnicas de producción se difunden antes de hacerlo los hábitos, los valores o las creencias, pero implican estilos de vida que, a la postre, alteran la conciencia ajustándola a las prácticas.
Creo por ello que, si pretendemos entender el mundo globalizado, debemos recuperar el sentido originario (francés) del término «civilización», pues lo que tenemos delante no es ni un conflicto ni una alianza de civilizaciones, sino una civilización mundial in fieri que cobija a más y más culturas, pero, al hacerlo, y al tiempo que les dota de instrumentos de supervivencia y revitalización, las racionaliza e impregna de formas estándar que son occidentales. Y, como sabemos bien, la forma conforma el mensaje.
Efectivamente, por una parte, encontramos un mestizaje de sentidos o experiencias, un mestizaje llamémoslo «horizontal».
Las gastronomías se mezclan en los restaurantes de todo el mundo igual que lo hacen los ritmos musicales o sus instrumentos, los tejidos, los colores, las gimnasias físicas (como las artes marciales) y las mentales (como el yoga). Una mezcla, sin embargo, asimétrica en la que, por el momento, Occidente da bastante más de lo que recibe. Pero, por otra parte, encontramos un segundo mestizaje vertical, más complejo, mezcla de civilización tecnocientífica (que fue occidental, pero ya no lo es), con sentidos extraídos de las cuatro esquinas. Podríamos preguntarnos si la arquitectura de Tokio o Shanghái es occidental y responderíamos que la pregunta carece de sentido; es arquitectura, sin más. La literatura árabe, el cine asiático o la plástica africana son el producto de un triple mestizaje entre técnicas expresivas occidentales (el cine o la novela como formas de expresión cultural), con contenidos neoyorkinos, parisinos o londinenses, pero sobre los que nadan elementos egipcios, nigerianos o indios. Así cuando hablamos de «novela egipcia» o de «cine indio», sin darnos cuenta estamos mezclando cosas culturalmente dispersas, es decir, estamos en el gazpacho. La literatura o el cine son un invento occidental, pero el contenido no lo es necesariamente. La forma responde a una civilización que ya no tiene patria, como no la tiene la ciencia. El contenido, el uso de esa forma, sí es cultural. Se apropian de productos y los usan de acuerdo con sus criterios. Y así, como afirmaba Lipovetsky, el intercambio es desigual y «ningún pueblo, ninguna nación está fuera de la dinámica de Occidente y de su labor des-tradicionalizadora»31.
Pondré un ejemplo que me ha impactado por su carácter revelador al afectar a lo más profundo de la socialización: la sensibilidad. En la China de Mao, y durante décadas, la música clásica europea fue rechazada como instrumento del imperialismo. El piano era el icono de la música burguesa por excelencia y estaba prohibido. Pero hete ahí que, en los últimos años, dos grandes pianistas chinos, Lang Lang y Li Yundi, después de cosechar éxitos enormes en Occidente, empezaron a ser conocidos en China. Ello llevó a la nueva clase media de ese país a interesarse por el piano. Pues bien, hoy se estima que hay nada menos que unos cuarenta millones de niños chinos estudiando piano, y ese país es el principal productor y consumidor de pianos. Es evidente que, por la ley de los grandes números, la próxima generación de grandes pianistas estará dominada por jóvenes chinos. Pero lo más importante es lo siguiente: ¿qué música tocan esos millones de niños y niñas chinos, qué música les emociona, les conmueve? Tocan a Bach o a Chopin, a Stravinski o a Rachmaninov, se emocionan interpretando música europea. Retengamos, pues, esa idea. También la educación sentimental del mundo es, en buena medida, de raíz europea.
La llamada «macdonalización» de la cultura (…) responde a esta progresiva creación de una cultura planetaria, homogénea, que afecta sobre todo al escenario de trabajo, pero también del ocio
La cultura mundial está entonces sometida a una triple (y contradictoria) dinámica. Por una parte, la fuerte (¿imparable?) homogeneización derivada de la racionalización/modernización de costumbres y hábitos, impulsada por la educación formalizada −cada vez más homogénea−, los mass media y la comunicación, o las pautas de trabajo, cuyo origen debe vincularse a la cultura occidental, pero que ya es cosmopolita, mundial y (progresivamente) carente de referencias geográficas concretas. La fuerza imparable y continua del proceso urbanizador lleva a romper con pautas localistas tradicionales, que son sustituidas por comportamientos y hábitos nuevos homogéneos: la llamada «macdonalización» de la cultura32, que responde a esta progresiva creación de una cultura planetaria, homogénea, que afecta sobre todo al escenario de trabajo, pero también del ocio. Las oficinas, los aeropuertos, los hoteles, las televisiones, la música, la comida, los vestidos, etc., de todo el mundo son cada vez más homogéneos. Una tendencia inevitablemente reforzada, por los procesos de integración política o económica. La circulación de objetos, de personas y de mensajes uniformiza de forma insoslayable.
Pero, en contra de esa tendencia uniformizadora, a mi entender dominante, se desarrollan otras dos. De una parte, la creciente afirmación de las grandes culturas históricas que no solo sobreviven, sino que se revitalizan sin excesivas dificultades por debajo de o al lado de la cultura homogénea mundial, y que se ven sometidas a un proceso de autoafirmación creciente paralelo a su adquisición de poder político y económico. El renacer del islamismo y, más recientemente, la revitalización del hinduismo en la India o del confucianismo en China son ejemplos de ello. En este segundo nivel, la cultura occidental no es ya la dominante, sino una más en un puzle de culturas, y las tesis de Huntington tienen una corroboración nada trivial.
Y a esto contribuye la tercera gran tendencia: la fragmentación interna de la cultura occidental que se resiste verse a sí misma como unidad, a verse desde fuera como las otras se han visto obligadas a verse para confrontar la cultura occidental. El narcisismo de las pequeñas diferencias, los nacionalismos clásicos, o reactivos frente a una emigración demonizada, la babel de las lenguas nacionales, la ideología nacionalizadora de los mismos Estados y, por supuesto, el escaso interés de la UE por crear un sentimiento de identidad cultural europea, todo ello lleva a magnificar las diferencias, minusvalorando las enormes similitudes.
Pues visto desde la perspectiva de un africano o de un asiático, las diferencias europeas y la tan cacareada diversidad dejan mucho que desear, menos aún que la escasa diversidad asiática (entre India, China, Japón, Filipinas, Tailandia) percibida desde la perspectiva europea. Una mirada etnocéntrica en la que los árboles impiden ver el bosque.
En todo caso, y aunque asistimos a una magnificación de la diversidad y las identidades, y puestos a valorar el fenómeno, manifiesto mi acuerdo con Fernando Savater cuando señala que:
“[…] han progresado más y son más modernas en el sentido laudatorio del término las sociedades capaces de integrar mayor número de diferencias dentro de los derechos reconocidos por una ley común […]de reconocer al máximo la autonomía de los individuos (cuya dignidad depende de su pertenencia a lo humano y no de ninguna otra pertenencia racial, sexual, ideológica, etc.) y de limitar su responsabilidad a lo que hacen por elección y no por aquellos rasgos definitorios que no han podido elegir […]. Solo ese invento anti heterófobo […] puede presentarse como índice de progreso en la cruel historia de las colectividades humanas […]. Pues nuestro lema ya no puede ser, con Terencio, «nada humano me es ajeno» sino, al contrario «nada de lo ajeno puedo dejar de reconocerlo como humano»” 33.
Todo ello me lleva a una tanda de conclusiones finales, más que modernas, anti posmodernas, que no hacen sino reforzar algunas de las más rancias, acrisoladas y acendradas ideas de la tradición sociológica, a saber:
- Que la humanidad sigue una senda de progreso ininterrumpido, que no es sino la evolución universal biológica vista en términos de la especie homo sapiens, que es la más avanzada del universo que conocemos. De momento, no hay otra especie con la que podamos competir.
- Que ese progreso es consecuencia de un creciente control sobre el entorno, vinculado a lo que llamamos conocimiento. La variable dinamizadora y que tira del progreso/evolución de la humanidad es, al igual que siempre, la técnica y la ciencia en sus más variadas dimensiones (ya sea la piedra pulimentada o el chip).
- Que ese progreso se manifiesta primero en ciertos grupos humanos más preparados para innovar, antes de difundirse a otros. No todas las sociedades están igualmente preparadas o incentivadas para innovar, de modo que son algunos países (o grupos) que progresan más los que marcan el camino a los demás; los más «modernos» (o «avanzados», o evolucionados, o adaptados, es lo mismo) marcan el camino a los menos modernos.
- Que durante los últimos siglos han sido los países occidentales los mejor preparados para esa innovación. También en lo que hemos llamado software cultural, y no olvidemos que fue el hoy estigmatizado «hombre blanco occidental y heterosexual» quien acabó con la esclavitud (que se mantuvo en otras muchas regiones), inventó los derechos humanos universales y reconoció la dignidad de la mujer.
- Que el resto del mundo, marginado hasta hace pocos años de esa dinámica de progreso histórico-universal, ha iniciado también su modernización, que se extiende hoy por todos los continentes.
- Que, por tanto, en buena medida, esa modernización es también una occidentalización.
- Y, finalmente, que, como suele ocurrir con estos procesos, hay espacios en los que se enquista, dando lugar a dinámicas reactivas, usualmente de base étnico-cultural, que son la excepción que mejor prueba la validez de la regla del progreso, pero que pueden ampliarse para desembocar −como ocurrió en la Europa de los años veinte y treinta del pasado siglo− en enormes retrocesos colectivos.
NOTAS:
31. G. Lipovetsky y H. Juvin, El occidente globalizado, Anagrama, Barcelona, 2010, págs. 96 y 98.
32. G. Ritzer, Big Mac Attack: The MacDonaldization of Society, Lexington Books, Nueva York, 1993. [Hay traducción en español: La Macdonalización de la sociedad, Ariel, Barcelona, 1996]
33. F. Savater, «La heterofobia como enfermedad moral», en VV. AA., Racismo y xenofobia, Fundación Rich, Madrid, 1993, pág. 102