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Saumells (Gironella, 1916) es un catalán muy sabio, muy viajado, muy apasionado por la filosofía y la ciencia. Comenzó sus estudios de filosofía cuando terminó la Guerra Civil y los acabó cuando terminó la Guerra Mundial. Fue muchas cosas: director del primer coro de la ciudad universitaria de París, lector permanente de español en la de Zürich, profesor de Matemáticas en la Universidad de Costa Rica y cibernético cuando la Cibernética apenas existía. Es catedrático de Filosofía de la Naturaleza en la Universidad Complutense desde 1958, y autor de una obra tan considerable como apegada a aquel magisterio bergsoniano de especializarse en el cultivo de la filosofía de modo análogo a aquellas formas de consagración que practican los hombres que hacen progresar la ciencia: suyas son La dialéctica del espacio (csic, Madrid, 1950); La ciencia y el ideal metódico (Rialp, Madrid, 1958); La caída de los graves en Galileo (Ateneo de Madrid, col. «O crece o muere», Madrid, 1952); Fundamentos de Matemática y de Física (Rialp, Madrid, 1961); La geometría euclídea como teoría del conocimiento (Rialp, Madrid, 1971); La intuición visual (Iberediciones, col. Parteluz, Madrid, 1994) y Filosofía de la Naturaleza (UNED, Madrid, 1965). En todas ellas ha intentado captar realidades tan rebeldes y cautivas de lo abstracto como el instante o la duración y, sobre todo, la intuición visual del espacio; pero le escuchas hablar de ellas como si las redimiera de su esencia volátil y te las pusiera en las manos, y sin haberlas manoseado antes con esa obsesión por vulgarizar que está tan de moda; habla de ellas en el mismo tono en el que cuenta su época de estudiante en la Barcelona de postguerra -«aquello era como una novela rusa», dice-, o la broma que le gastaban al hombre de la gorra plana del colegio de los Escolapios que había visto el Vesubio en Ñapóles y había oído el chup chup del cráter, o los viajes en tranvía con Zubiri, o la relación de la música, el alma y el esqueleto, o el día que ayudó a hacer las maletas al Gilson que abandonaba París, o los paseos por el campo con un señor sabiamente iletrado y natural de Esplegares, provincia de Guadalajara.

Saumells sigue estudiando y trabajando a toda máquina en las afueras anónimas del norte de Madrid, en una casa sobria de científico con un living de tonos blancos y un piano de cola y libros ordenados. Te habla de hombres de la filosofía o la ciencia como Bachelard, Lavelle, Severi, Blaschke, Carl Friedrich von Weizsäcker u Otto Hahn; de Ilya Prygogine, de Lupasco, d’Espagnat o Ladriére; de artistas como Dalí o músicos como Samper o Szeryng, como quien no da importancia a que el señor con el que coincide comprando el periódico por las mañanas ni se imagine que los conoció, y sobre todo como quien tampoco le da demasiada importancia – y esto sí que es poco común-, a que apenas se sepa que ellos le conocieron a él: Saumells debió tomar muy pronto un antídoto eficacísimo contra la proverbial vanidad de los científicos y los filósofos. Saumells tiene un aspecto juvenil, quizá porque sabe como Aristóteles que lo que uno pesa lo pesa por su alma («yo he de pesar unos setenta kilos anímicos«, dice, poniendo el acento catalán en la etimología latina de la palabra final). Saumells conversa de lo más serio con un chisporroteo socarrón que suena a personaje entrañable de una crónica de Plá. Le gusta la música, lleva dentro a Leibniz y a Bergson y tiene muchas cosas que enseñar. Dice, en esta entrevista, que es un mal improvisador. Pero no es verdad.

José Luis González Quirós y Manuel Fontán del JuncoProfesor Saumells, esto de entrevistar sabe Vd. que es complicado, y además, tratándose de un filósofo…. Esto de entrevistar a alguien exige, aparte de la preparación, un poco de espontaneidad, así que viene a ser como dejar al personaje en medio de una riada: la cinta de la grabadora empieza a dar vueltas y a pasar como un torrente desordenado por encima de lo que se supone una vida interesante, pero que no se deja ver porque está dispersa en el tiempo y el espacio de toda esa vida; ahora, si la entrevista sale bien, es una riada que se comporta al revés que las riadas normales: pasa que, al final, la historia y la geografía del entrevistado no quedan arrasadas, sino de pie, sin ortopedias, y ordenadas. Así que quizá lo mejor sea empezar siguiendo el curso natural del agua. ¿Como «empezó» Vd. ?
Roberto Saumells —Muy bien. Pues mirad, yo…

Disculpe… aquí lo que está muy claro es que Vd. es catalán, y se sigue notando en cuanto abre la boca…
—Sí, y es curioso, porque hace cuarenta años que vivo fuera de Cataluña. Yo creo que hay una explicación de esto, que es genérica y verdadera; a ver: me parece a mí que todo catalán es un poco tímido, de manera que hablar otra lengua con la misma perfección que la habla un nativo nos parece a los catalanes que es como hacer un poco el comediante, y por eso hablamos todo lo bien que se puede, pero sin ser actores. Es como un retraimiento. Yo, además, he sido tan aficionado a idiomas que al final tengo una sintaxis confusa. Pero bueno, empecemos por donde empecé… Yo tuve desde muy niño mucha afición a las ciencias. Hice primero el bachillerato elemental, el que se necesitaba para entrar en la Escuela de Ingenieros Navales. Pero en mi casa no había dinero ni medios, así que ir a Barcelona tanto tiempo era imposible… Después cambié de idea y me pareció bien estudiar filosofía. Hice el ingreso en Barcelona antes de la guerra. Entonces podía elegirse hacerlo en catalán o en castellano. Yo elegí el catalán, aunque ahora me he vuelto un poco refractario, por la exageración. Después del examen de ingreso volví a Tarragona, y ocurrió que a los pocos días murió mi padre. No pude volver a Barcelona, porque tenía que ayudar en casa, y pasé ese curso dando lecciones particulares.

Y entonces se declaró la guerra…
—Justamente. A mi primero me destinaron de maestro a un pueblo, donde estuve solo unos pocos meses, y después me movilizaron, y me destinaron a Transmisiones, en el ejército de la República. En La Roda, donde acabé, necesitaban a alguien con estudios y me destinaron a oficinas. Recuerdo que en la sección aquella había un capitán Fernández, que me mandaba hacer los oficios y me cogió aprecio, imaginaos, «fíjate éste, qué oficio más bien hecho…». Así que cuando nos mandaron al frente me propuso quedarme con él en retaguardia. Yo le dije que no, que yo había ido a hacer la guerra y quería ver qué era eso de la guerra. Me destinaron a Barracas, en el frente de Teruel. Allí también estaba el Estado Mayor ruso, con el que nos entendíamos a través de una intérprete. La ofensiva de Teruel me cogió allí. Entretanto, yo había adquirido cierto «renombre» y me habían hecho cabo y después sargento de Transmisiones. Durante la ofensiva, el Estado Mayor del ejército republicano se refugió en un tren dentro de un túnel, en Mora de Rubielos. Allí estaba la plana mayor: te cruzabas con Indalecio Prieto, con aquella barriga tan enorme que no cabía por los pasillos de los vagones; recuerdo que durante un bombardeo el tren se soltó y se salió del túnel, y tuvimos que salir y devolverlo al interior. Estaba todo nevado, hacía un frío glacial, estábamos con las comunicaciones cortadas. Así fue la guerra, y yo supe qué era aquello de la guerra.

Pero la guerra terminó y yo me volví a Tarragona. Encontré a mi madre, a la que durante la guerra habían expulsado de la carrera -era maestra de los ferroviarios, pero era católica- y me volví a Barcelona a estudiar.

Pero… Vd. estuvo movilizado en el ejército republicano: termina la guerra y se va a Barcelona, ¿así, sin más?
—Bueno, sin más… se tenía que tener toda una técnica para esto… Al final de la guerra, en el frente, yo tenía un traje guardado. Volvíamos de los frentes evacuados en camiones y las patrullas paraban los transportes y hacían bajar a los milicianos. Los milicianos, claro, iban vestidos de milicianos. Yo me había afeitado y peinado y me había puesto mi traje; me miraron y pensaron que muy miliciano no debía ser yo. Y seguí. Y entonces fui a Barcelona a estudiar, con veintitrés años ya. En casa éramos pobres, así que mi madre solo pudo darme cien pesetas. En Barcelona busqué y encontré trabajo en un colegio de los Padres Escolapios. Entonces no había autobuses y a algunos nos contrataron de «ayos», para llevar a los niños de casa al colegio y del colegio a casa. El trato era comida y cena diarias y veinticinco pesetas al mes. Yo vivía en una pensión por la que pagaba treinta pesetas al mes, así que cada mes me faltaban cinco, que ganaba repartiendo cartas. Así estuve cinco meses, y empecé a estudiar filosofía. Aquella época fue como una novela rusa. Aquello terminó estando un poco «espeso», así que me fui a los Hermanos de las Escuelas Cristianas en la Bonanova y pregunté directamente si necesitaban profesores. Me preguntaron si sabía mandar en una clase. Yo era hijo de maestros y claro que sabía lo que era eso. Me contrataron y daba cinco horas de clase al día. Y pasé de ganar veinticinco a ganar cuatrocientas pesetas al mes.

Allí junto al colegio, en la plaza de la Bonanova, vivía Zubiri, con quien me encontraba en el tranvía en el que bajábamos por la tarde a la Universidad. Zubiri era una institución allí en Barcelona… Como profesor, Zubiri era valiosísimo, competentísimo: formado. Daba lecciones muy buenas, dominaba tantas cosas… Por ejemplo, cuando nos explicaba Grecia, inconscientemente se ponía a hablar en griego en clase, sin darse cuenta de que, naturalmente, no entendíamos nada. Una vez, en el autobús, le pregunté: «¿pero cómo se las ha arreglado Vd. para dominar tantas lenguas?». Y me contestó: «mire Vd., ocho meses ocho horas diarias: eso no hay lengua que lo resista».

¿Con qué otros profesores se encontró Vd. en la Universidad, cuando estudió?
—Pues el profesorado en Barcelona era excelente. Estaba Don Pedro Font i Puig -«piedra», «fuente» y «montaña»: ¿se puede pedir más?-, un maestro insuperable que creía en lo que enseñaba. Había ahondado en Schopenhauer, había aprendido sánscrito. Un gran maestro, un gran hombre, un expositor sugestivo. Lo tengo dentro de la cabeza y dentro del corazón. Estaba allí el profesor Roquer, que así, de entrada, nos metía a cada uno «en el manantial del sí mismo» -el «Ursprung meiner Selbst» de Karl Jaspers- y nos hacía sentir la grandeza de nuestra vocación. El Dr. Mirabent, de Estética, profesor de formación británica, nos puso en contacto con los autores ingleses, que siempre tuvieron predicamento en Barcelona; Carreras y Artau, en más de una materia de su autorizada competencia; el Dr. Valls i Taberner… estos maestros nos hablaban a su vez de los que ellos tuvieron. Recuerdo también al Dr. Llorens i Barba, catedrático de Metafísica: daba las clases y regresaba a Vilanova, donde residía; alguna vez le daban cartas en Barcelona para que las llevara a Vilanova, cosa que hacía de buen grado, pero pasando antes por el estanco para comprar el sello correspondiente, que rompía: ¡los tiempos han cambiado! Aquélla fue una gran época de la que guardo recuerdos entrañables.

Después podemos hablar de su época en Francia; pero, antes, de toda la gente que ha conocido a lo largo de toda su vida, díganos, ¿a quién destacaría?
—Yo tengo muchos defectos, pero he sido liberado del de la vanidad. En la Residencia de Estudiantes se metían conmigo porque trataba a todos los extranjeros con toda normalidad: y he conocido a mucha gente, a veces sin enterarme del todo de lo importantes que eran… Recuerdo a Severi, el gran geómetra italiano; a Wagner, de la Comisión del Nobel… Recuerdo que con motivo del xxv Aniversario del csic hubo una gran fiesta con sabios de todo el mundo, y la organización me pidió si podía ocuparme de los alemanes, porque yo chapurreaba algo de alemán. Se me acercó esos días un alemán cuya cara yo no conocía, y le acompañé, le enseñé la ciudad universitaria. Y en un momento me preguntó que a qué me dedicaba. «A la filosofía de la naturaleza, a las relaciones entre filosofía y ciencia», le dije, y le pregunté después, «¿Y Vd., a qué se dedica?». «A la física», me dijo, modestamente. Y añadí, «Vd., ¿no será Vd. Otto Hahn?». «Pues sí», me dijo. Hahn era ya Nobel de Física, un señor cuya cara conocía todo el mundo, en fin, famosísimo -después hasta bautizaron un barco con su nombre-. Yo contesté compungido: «seguramente debe hacer muchos años que nadie le preguntaba a Vd. a qué se dedica». Algún tiempo después tuve ocasión de ir a Gotinga, y un día estaba esperando en la puerta de la Universidad cuando casualmente salió de allí el Dr. Otto Hahn, que me reconoció… «¡Pero bueno, Vd. aquí! No recuerdo bien su nombre, pero…». «Saumells», le dije. «Pues ahora soy yo quien va a enseñarle la Universidad». Y así lo hizo. Allí tuve ocasión de hablar con Carl Friedrich von Weizsäcker, que entonces enseñaba Teoría General de la Relatividad como profesor extraordinario, y de quien yo había estudiado a fondo dos obras, Die Geschichte der Natur y Zum Weltbild der Physik.

Profesor, volvamos a sus comienzos; antes ha dicho que desde siempre le gustaron las ciencias. Sin embargo, se matriculó en la carrera de filosofía. ¿Por qué?
—Bueno, a mí para entonces ya me había dominado la filosofía. Y estudié filosofía, aunque cuando podía asistía a muchas lecciones de ciencias, especialmente de matemáticas. Y tenía mucha relación con compañeros de la Facultad de matemáticas, y con algunos, que han sido después profesores y catedráticos, he tenido después amistad íntima. Lo de la matemática llegaba a tanto que de hecho me han invitado muchas veces a América como profesor de matemáticas. Pero para entonces yo ya era profesor, y en Madrid; volvamos a Barcelona: como decía, terminé la carrera en Barcelona. Y entonces terminó la guerra, en 1945. El gobierno francés concedió unas becas para la Universidad de París, y una me la dieron a mí. Eran magníficas; la mayoría se las daban a artistas, y en una segunda convocatoria le tocó a mi hermano, que es escultor. Y nos fuimos los dos a París. Allí estuvimos tres años y yo creo que los aproveché… Disponía de las veinticuatro horas del día, iba a las clases del College de France, una institución en la que no había matricula y a la que uno iba libremente a escuchar a las grandes cabezas de Francia. Asistía a clases de física, de matemáticas… ¡hasta me quedó tiempo para fundar el primero de los coros de la Citté Universitaire de Paris!

… el primero de los coros de la Ciudad Universitaria. O sea, que además de por la filosofía, las matemáticas y la física, se interesaba Vd. por la música.
—Sí, sí. Yo soy un «muy mal aficionado» a la música. Aún hoy «rasco» el violín. Recuerdo que, años después, en la Residencia, había un piano, un Bechtein, muy famoso porque lo había tocado mucho García Lorca. Yo no sabía tocar bien y era un mal improvisador, pero me inventaba cosas. Bueno, cuando improvisas has de tener cuidado, porque si alguien te pregunta «¿de quién es eso?» y dices que te lo acabas de inventar, la gente se ofende mucho, es como decirles «pero bueno, es Vd. tonto, no se da cuenta de que esto no vale nada»; yo respondía siempre: «es una cosa de Gabriel Fauré, pero la toco mal».

¿Con qué gente «importante» se relacionó Vd. en Francia?
—Pues por ejemplo con Gastón Bachelard, que ya era una celebridad; yo había estudiado sus ideas, y lo fui a conocer a su casa. Después, siempre que he pasado por París he ido a visitarle, siempre. La última vez que lo vi me dijo: «cuando pase por París no deje nunca, nunca, de venir a verme». También conocí a Stéphane Lupasco, que era rumano y nacionalizado francés. Cuando Lavelle murió, Lupasco fue candidato al College de France, pero al final se impuso la candidatura de Vladimir Jankélevitch. Lupasco había escrito un libro titulado Experiencia microfísica y pensamiento humano, libro que le dio gran prestigio en Francia, y también tenía estudios sobre la muerte. Cuando más tarde fui Vicerrector de la Universidad de Verano de Santander, invité a Lupasco a dar unas conferencias sobre el tema de la muerte. Siempre me interesó mucho todo lo suyo, y conocí bien su pensamiento. Tengo por aquí casi todos sus libros, dedicados por él. Estuve en relación con él hasta su muerte; hasta resultó que una vez vinieron a verme un grupo de franceses a mi casa de la Avda. de América, y se presentaron así: «profesor Saumells, venimos de parte del profesor Lupasco -él ya estaba muy mayor y en París se había fundado toda una Asociación Stéphane Lupasco-, porque al preguntarle por una persona que fuera capaz de explicarnos su pensamiento nos ha dicho que fuéramos a ver «a un señor que vive en Madrid y que les explicará todo eso mejor que yo mismo». Y recuerdo que bastante tiempo después, en Nueva York, me presentaron a Salvador Dalí y hablamos de Lupasco, a quien admiraba mucho, durante todo un almuerzo. No sé si sabéis que Dalí era muy aficionado a la ciencia y a la filosofía. Coincidí con él porque yo estaba de paso por Nueva York y me llamó Jaume Miravitlles, conocido político y periodista, y me invitó a comer con él y los Dalí. Estuvimos él, Dalí y su mujer y yo, y comimos solo nosotros en una inmensa sala de un gran hotel que había inaugurado el propio Dalí el día anterior. Al final del salón había una gran pantalla inmensa, llena de manchas, el cuadro que Dalí había pintado el mismo día de la inauguración. Se había llevado allí unos cubos de pintura y unas brochas y se había dedicado a lanzar sobre la tela las brochas embadurnadas con la pintura desde el otro extremo de la sala. El cuadro quedó allí y ahora, claro, se cotiza mucho. El caso es que al saber que yo me dedicaba a la filosofía, me dijo, «¿sabe Vd. a quién admiro yo mucho? A Stéphane Lupasco». Me decía aquello a mí, que también lo apreciaba… bien, no hablamos de otra cosa durante todo aquél almuerzo. En fin; el caso es que estábamos hablando de Francia… también asistía a las clases de Louis de Broglie, sobre mecánica ondulatoria. Era curioso: al explicar, más que un profesor, parecía un alumno poco dotado, se movía mal, copiaba papeles en la pizarra y se equivocaba… Y era un genio. También conocí a su hermano Maurice, igualmente profesor. Y aún conservo libros de Monsieur Bouligand, otra personalidad, gran estudioso de los aspectos intuitivos de la matemática. Y conocí también el Padre Dubarle. Al Padre Dubarle le traje a España cuando aquí no lo conocía nadie. Yo supe entonces que en el convento de los Dominicos de París había un profesor que era el guardián del convento, y una gran personalidad. Le pedí una entrevista y le fui a ver. El padre Dubarle mantenía contacto y diálogo científico con Norbert Wiener, el creador de la cibernética, y me dijo, «mire, Vd. debería ser cibernético, porque a Vd. se le da bien esto». Dubarle fue quien lanzó la idea, que después recogió Norbert Wiener, de que se podía gobernar cibernéticamente…

¿Gobernar?, ¿políticamente, quiere decir?
—Políticamente, sí. La cibernética podría aplicarse al problema de la gobernabilidad política. Y esto que parece que está ahora tan de moda lo decía el padre Dubarle -os lo voy a decir exactamente- en 1957. Y tenía razón. No se hace, pero muchos de los temas que se discuten en el Parlamento son susceptibles de un tratamiento cibernético.

En París conocería a más gente…
—Bueno, sí; la gran figura era Bachelard, pero también tuve amistad con Monsieur Honorat, que había fundado la Ciudad Universitaria de París y era como el «Gran Lama» universitario. Bergson ya había muerto y le había sucedido Louis Lavelle. Lavelle era el poeta de Francia. Asistí a sus clases -de su curso sobre Descartes, del que todavía me acuerdo-, y también a las lecciones de Etienne Gilson. Gilson era extraordinario; yo asistí a todos sus cursos. Era uno de los pocos alumnos varones, porque tenía un auditorio pleno de señoras. Yo le abordaba a la salida de clases y le hacía preguntas, e hice con él cierta amistad, hasta el punto de que en la época en la que Gilson criticó duramente a la Francia de postguerra, cuando se iba a marchar, me llamó a casa y me preguntó si podía ir a la suya a ayudarle a hacer las maletas.

¿Gilson se marchó de Francia?
—Sí, sí. Gilson era una toda una autoridad francesa. Estaba en el Consejo de Estado, estaba en los Jurados de todos los premios cinematográficos, estaba en todas partes. Era un hombre expansivo. Se fue a Canadá, al Instituto de Estudios Medievales, porque aquella Francia de después del 45 le desagradaba profundamente. El país no funcionaba: en aquella época me acuerdo de que, cuando había una reunión de ministros de diversos países, se decía que el más fácil de reconocer era el francés, porque era el que nadie conocía. De Gaulle trataba de arreglar aquella situación con la Resemblement du Peuple Français, pero aquello no resultó.

Durante aquella época también trabé amistad con Sixma van Hemstra, profesor de la Universidad de Groninga. El origen de nuestra relación y amistad se debía a que van Hemstra era un holandés frisón y yo un español catalán: Friesland es una región del norte de Holanda con caracteres diferenciales. Van Hemstra nos llevó a mi hermano Luis María y a mí a Leeuwarden, que viene a ser como la Barcelona de Friesland, para que explicáramos allí cómo y de qué manera se establecía la relación de Cataluña en el seno de España. Van Hemstra nos recogió al regreso y nos condujo a la casa-raíz de los van Hemstra, donde conocimos a los padres de Audrey Hepburn, la actriz de Sabrina, Desayuno con diamantes, Vacaciones en Roma y tantas otras películas, la encarnación femenina de la elegancia suprema.

Hablemos ahora de su regreso a España…
—Después de la estancia en París, al terminar la época francesa, se sentía uno algo desesperado. Yo había entablado una profunda y duradera amistad en la Ciudad Universitaria de París con un valioso estudiante suizo, Hans Alder, quien años más tarde llegaría a ser Gobernador del Cantón Suizo de Appenzel. Yo le enseñé el español y él me hizo progresar en mis nociones de alemán. El amigo Hans me llevó a Suiza y me presentó a Arnald Steiger, un hombre extraordinario, entonces Coronel del Ejército suizo -máximo grado, puesto que en Suiza no hay generales- y gran lingüista, que después vino a España y murió aquí. El Dr. Steiger me recomendó como Lector de Español en la Universidad de Zürich, y de regreso a España recibí el flamante nombramiento. Tenía, sin embargo, amigos aquí que me aconsejaban quedarme. Me presentaron al Dr. D. Juan Zaragüeta, quien enterado de mis estudios en La Sorbona, juzgó conveniente que me quedara en Madrid, donde fui nombrado profesor encargado de curso de una Cátedra -Cosmología- de la Facultad de Filosofía y Letras, con unos haberes de trescientas pesetas al mes más una beca del csic de cuatrocientas. Total, setecientas pesetas de entonces, que me permitían vivir en la Residencia del Consejo Superior junto a compañeros que ahora son entrañables amigos míos, con quienes todavía me reúno una vez al año en cordial compañía.

Ese período, del 48 al 56, ha sido para mí de valor incalculable. Conocí a Maurice Frechet, el creador de los Espacios Abstractos, persona inteligente y acogedora con la que he conversado extensamente a veces hasta altas horas de la madrugada. El me decía: «Vous étes pour moi comme une siréne». Conocí al Dr. Schwarzenberg, gran jurista británico; al Dr. Helmut Hasse, en aquel entonces quizá el primer algebrista del mundo: tocaba al piano la sonata n° 24 de Beethoven con una precisión algebraica. Me dedicó un opúsculo que conservo, Mathematik ais Wissenschaft, Kunst und Machí («La Matemática como Ciencia, Arte y Poder»); también conocí y traté al profesor italiano Dr. Severi, doctísimo en Geometría proyectiva, etc., etc.

Se hospedaba por entonces en la Residencia Cari Schmitt. Por aquellas fechas debía yo asistir a un Congreso de Filosofía de la Ciencia en Bremen. Antes de salir de viaje, Cari Schmitt me regaló un precioso opúsculo suyo, Latid und Meer. Eine weltgeschichtliche Betrac htung, acompañado de esta dedicatoria «Para Roberto Saumells. Lectura de viaje para un cosmólogo. Heil den Wasser! Heil den Feuer! Heil den seltenen Abenteuer!» («¡Viva el agua, viva el fuego, viva el raro aventurero!»).

En el año 1956 se fundó la Ciudad Universitaria de Costa Rica. Las autoridades fundadoras buscaron un profesor de Matemáticas que pudiera dar un primer curso dirigido a la vez a los estudiantes de Ciencias y de Letras. Enviaron un profesor a Madrid para buscar a alguien de ese tipo y yo les convine. Durante mi estancia allí, se convocó en Madrid la Cátedra de Filosofía de la Naturaleza. Pedí permiso para poder ir a Madrid, oposité y gané la cátedra. Pero desde ese año 1958 he ido nueve veces a Costa Rica para dar allí cursos durante los períodos que aquí son de vacaciones. País extraordinario, bellísimo, de gente culta; un país políticamente bien centrado y estable. A cualquier persona que quisiera disfrutar de una existencia pacífica, con clima apacible, con paisajes de una grandiosidad indescriptible, yo le aconsejaría que se fuera a vivir a Costa Rica. Aquello es a la vez un paraíso y un sanatorio. Y digo sin jactancia que he residido, más tiempo o menos tiempo, en quince países.

Hablemos del sentido y del momento de su vocación filosófica, profesor…
—Vamos a ver… cuando yo debía de tener unos diez años, lo recuerdo como si la cosa ocurriera ahora mismo, mi madre me dijo un día: «tú eres un buen chico. Sería conveniente que tuvieras un Santo de tu devoción y que le rezaras a él diciéndole tus cosas». Al instante contesté: «¡Santa Lucía!». Aunque entonces no supiera formularlo, yo no me entendía a mí mismo ni como un animal racional ni como un «zoon politikon», ni cosa parecida, pero sí me sentía ser «un sujeto visual». Ante la posibilidad, y a veces la realidad, de que un hombre pueda ser ciego, disfrutaba de ser vidente como de un don superior que está por encima de todas las gracias que uno pueda ambicionar; me parecía que gustar, tocar y hasta oír, eran facultades proporcionales a mi condición. Pero «ver», ver las hormigas y al mismo tiempo ver las estrellas, unas aquí, tan cerca, y otras tan lejos que ni se sabe dónde están, esto, os lo aseguro, yo lo he vivido como una dádiva milagrosa. Hasta voy a contar una cosa, aun con el reparo de que alguien piense que me quiero hacer pasar por una especie de «niño prodigio». Paseaba de noche, junto a mi padre, por el patio de delante de la casa y de pronto cayó una estrella fugaz. Le pregunté, sorprendido, a mi padre: «¿es que en el mundo ocurre todo?» Sin que yo supiera explicármelo, sentía que en este mundo de terremotos, de desbordamientos del Llobregat, de incendios de bosques había, sin embargo, una cosa segura: que las estrellas no se movían de sitio. Al ver que también una se caía, entendí que todo era más serio de lo que yo pensaba.

El conocimiento visual ha sido siempre para mí un tema fundamental de meditación. Bergson ha dicho y repetido a lo largo de su obra eso a lo que todavía aludía, al final de su vida, durante una conversación con el Padre A. D. Sertillanges, donde repite que espera que el método por él preconizado pueda conducir a una filosofía aceptada, progresiva, en vez de insistir en estas omnímodas repeticiones que constituyen la ley de los sistemas filosóficos. Esta recomendación bergsoniana coincide punto por punto con la raíz de mi orientación. Yo me he encontrado en la confluencia de una doble admiración: la visión, por un lado, y la matemática, por otro. Esta doble inclinación coincide en un punto: la Geometría. ¿Qué le pasa a la Geometría en tanto que -por una parte- es una ciencia matemática y, por otra, se hace objeto de las imágenes visuales? Tal geometría ha sido abandonada. Vosotros lo podéis comprobar. Reparad en los programas de las Facultades de Matemáticas: ausencia total de la Geometría. Cuando yo estudiaba, todavía gozaba de prestigio la geometría proyectiva. Ahora ha sido barrida; no la estudia nadie. Leed la extraordinaria Introduction to Geometry de Coxeter, que constituye un intento para revitalizar este tema tan tristemente descuidado, donde dice -¡y es de 1961!- que durante los últimos treinta o cuarenta años la mayoría de los americanos ha perdido el interés por la geometría. Aunque esta pérdida de interés tiene un origen mucho más antiguo, claro; parte de Descartes o, más exactamente, del nacimiento de la Geometría Analítica.

Claro está que si alguien lee estas afirmaciones mías pensará: ¿de modo que este hombre -es decir, yo- renuncia a los grandes sistemas para estudiar los tres ángulos del triángulo? (que es lo que el estudioso de los grandes sistemas sabe de la Geometría).

Tiene Vd. razón en su reparo. Todo el mundo cree que la Geometría es el tema de una dedicación muy especializada, independiente y al margen de cualquier orientación filosófica.
—Voy a tratar de sortear el reparo, que es ciertamente muy compartido, con un ejemplo orientador. Es un hecho que, cuando usted escucha música atentamente, no le es indispensable la presencia del músico o de la orquesta ejecutante. Usted puede oír la misma música en un disco, por ejemplo, y captar lo mismo que en la audición en presencia real. Claro está que ha de haber un disco funcionando, pero usted no cree en modo alguno percibir la clase de relación de causalidad entre la música oída y los surcos del disco. Lo oído se cuece de algún modo, por entero, en el seno de la conciencia auditiva y por sus estrictas condiciones, con total independencia de la orografía de los surcos del disco. Según usted mismo cree, esto no ocurre jamás con el sentido de la vista, a pesar de su proclamada superioridad. ¿Quiere usted ver «Las Meninas»? Pues hay que ir al Prado. Bueno, puede verlas en una fotografía, pero ha de estar en presencia contante y sonante de la fotografía, y tanto usted como el oftalmólogo creen que las retinas reciben una imagen óptica real de la figura externa de modo tal que, en última instancia, la visión es una mera recepción pasiva de las imágenes exteriores. La música que usted oye no tiene ningún parecido con lo que hay en los surcos del disco; su audición es el resultado de una profunda transfiguración mental de las afecciones que su órgano auditivo recibe. Esto es lo que, según se entiende, no ocurre en la visión: la imagen vista es como una copia que reproduce el mismo dibujo de la imagen exterior, tal como ocurre con una mera fotografía. La retina recibe la imagen de modo análogo al cliché fotográfico. La visión resulta así ser una percepción pasiva de las formas exteriores.

Ésta es una interpretación de la intuición visual completamente errónea. Yo he trabajado años sobre este tema y he hallado las líneas generales de una verdadera y fecunda teoría de la visión. Creo que me sobrevivirá cuando la entiendan matemáticos capaces de filosofar o filósofos capaces de matematizar. Leibniz decía que «la música es un ejercicio matemático inconsciente». Pues bien, así, muy en resumen, se podría decir que la visión es un ejercicio geométrico inconsciente.

¿ Qué relación ve Vd. entre su trabajo y el pensamiento filosófico de Bergson?
—Bergson me ha ayudado desde muchos puntos de vista, incluso allí donde sus errores quedan tan precisamente expuestos que resultan fecundos. Toda la producción filosófica de Bergson está, para mí, condicionada por dos circunstancias propias y determinantes de la época en la que él vivió y pensó. Hay en el fondo del genio de este hombre una acuciante preocupación. ¿Recuerdan aquello de «Nous périsons d’une absence de spiritualité et l’on peut étre bien inquiet pour l’avenir»? Y es que la obra de Bergson participa de la condición de una cura de urgencia…

Porque Bergson comparece en medio de un ambiente filosófico positivista, más bien materialista…
—Sí, eso es, y eso le llevó a aplicar una cura de urgencia, y la cura de urgencia consiste, fundamentalmente, en Materie et memoire. En ese libro, decía Bergson, «yo he demostrado la espiritualidad del alma». Y tiene razón, pero no lo ha entendido nadie porque, aunque Materia y memoria sea un libro difícil, Bergson hizo la cosa demasiado fácil…

¿Porque se le entendió en términos de una especie de «espiritualismo desencamado»?
—Sí. En Materie et memoire hay una nuez dura, pero la gente solo entiende sus alrededores, el espectáculo, en parte porque el mismo Bergson lo provocó, en cierta manera al menos. Al cabo, se podría decir que en esta cuestión del alma, la verdaderamente original está ya en Leibniz. Leibniz, al contrario que Bergson, era un señor que no escribía libros. Escribía cartas y las enviaba a gente que entendía…

Es interesante y curioso esto que dice Vd., porque hoy algunos filósofos representativos practican el género epistolar (Lyotard, Derrida) con preferencia sobre los tratados o los libros, y escriben «cartitas » porque les parece un género que se compadece con un pensamiento más bien débil mejor que un De Rerum Originatione Radicale…
—Sí, pero Leibniz las escribía para gente que, como él, sabía. No discutía con la gente; discutía con los que le entendían en su época. Y podía decir cosas que el resto no podía entender. Era hablar de filósofo a filósofo. Hoy, en cambio, tenemos un inconveniente. Por ejemplo, si se mira la ciencia en la enseñanza universitaria…en fin, las asignaturas han llegado en algunos casos al ridículo máximo: «Fundamentos químicos de la estructura social». Cosas así. Probablemente, la única asignatura para la que no hay que saber ni química, ni qué es estructura, ni entender lo social… Lo que la sociedad contemporánea necesita es regresar a las bases, a las ideas de fondo, que están en todos los grandes pensadores.

Pero estábamos con Bergson: el espíritu de Bergson estaba en las antípodas del materialismo de su época. Su obra es una insuperable y difícil composición entre la serena precisión expositiva y el ardor místico. Yo he oído decir en París que cuando Bergson, en el Colegio de Francia, comentaba pasajes especialmente espirituales de las Enéadas de Plotino, hipnotizaba a la concurrencia. Por otra parte, Bergson es contemporáneo del triunfal prestigio de la teoría de la evolución de Darwin. Teoría que, resumida en pocas palabras, ha desbordado el ámbito de su competencia biológica y se ha ganado el asentimiento militante de todo un horizonte culturad. La teoría se ha convertido no solo en un modo de entender, sino en un modo de ser. Aunque el cálculo infinitesimal no nos hace ser infinitesimales, hoy la teoría de la evolución nos hace ser evolucionistas de tal modo que, ante el más leve reparo, no solo eres acusado de no entender, sino de «no ser». Se es evolucionista como se es budista o se es cristiano.

En La evolución creadora, Bergson ha mostrado que la teoría de la evolución es una doctrina compuesta de dos vertientes. Por un lado, es una magnífica versión intuitiva del acto divino de la creación en el caso de todas aquellas formas de vida cuya existencia quedaba condicionada por la pasividad y resistencia de la materia. Por otro lado, si se prescinde de la profunda interpretación bergsoniana, la teoría de la evolución, considerada en sí y desde sí misma, es una teoría biológica verdadera en todos sus detalles y falsa en su conjunto. Las propias exigencias teóricas que hacen posible su formulación dejan en la más completa e impenetrable oscuridad el proceso de la ontogenia, es decir, el hecho de que yo mismo proceda de una sola célula, y de las más sencillas. Es esta falsedad de conjunto la que le permitió a Haeckel decir que el proceso embriológico es una versión resumida de la evolución de las especies, que vendría a ser lo mismo que afirmar que la teoría del ordenador que ganó la partida de ajedrez a Kasparov es una versión resumida de la teoría del molinillo de café…

Bueno, aludiendo a Leibniz tampoco nos hemos desviado tanto de su tema, porque en cierta manera se puede decir que su «viaje filosófico» ha sido ir de Bergson a Leibniz…
—Sí, Leibniz me ha influido tanto que, con todos los respetos, ya no se dónde termina él y dónde empiezo yo. Lo respeto muchísimo. Lo llevo dentro. Y ésa es la tesis que está por hacer, la comparación entre Bergson y Leibniz. Sería un libro maravilloso. Y no solo trataría de ellos, sino de toda una cadena de pensadores. Verdaderamente se parecen. En cierto modo Leibniz está en Bergson, como San Agustín está en Santo Tomás. Bergson cita a Leibniz en muchas ocasiones, y en momentos esenciales… pero ocurrió que Bergson, que cuando escribía tenía en mente a un público determinado -el público culto francés de su época, el público culto en general-, tuvo que ponerse a un cierto nivel.

Profesor, pasemos a una cuestión más práctica, pero relacionada con todas éstas: a Vd., que ha estado en tantas universidades europeas y americanas, ¿qué opinión le merece el estado de la institución universitaria hoy ?
—Malísima. Acabo de estar en Lovaina, con Ladriére, que me ha enseñado todo aquello, y me ha parecido admirable. Pero hoy no hay más que mirar la publicidad que hacen en los periódicos algunas universidades: «Universidad x. Matricúlese con nosotros: tenemos grandes piscinas. Tenemos jardines. Los domingos vamos a caballo. Enseñamos inglés a los niños desde pequeños». ¿Habéis visto que alguna Universidad de ésas digan quién enseña y qué se enseña?

Ha hecho Vd. antes alusión al carácter en ocasiones demasiado «popular» de la ciencia, y después está la proverbial masificación de la universidad…
—Sí, pero voy a algo más esencial, y es esto: yo estoy persuadido de que ese desinterés que se dice que tiene el alumno de hoy se debe a que, al fin y al cabo, los alumnos no creen en eso de los «Fundamentos químicos de la estructura social». Es una trampa y lo saben. Si se explicara el fondo, las grandes cuestiones, la gente escucharía. Porque la gente de hoy, la juventud, es valiosa. El mundo de hoy está lleno de buena gente. Lleno de gente valiosa. La enredan, pero la gente es buena.

¿Cuál es el «mal» de la Universidad, entonces?
—El mal de la Universidad es precisamente que hoy las expectativas y las exigencias de la ciencia son radicales. No se le dan, pero la gente agradecería planteamientos radicales. Un ejemplo: pensad en esas películas malísimas en las que todos salen con pistolas y se matan todos entre sí. Eso es porque, al fin y al cabo, la muerte es cosa seria. La película es mala, pero uno dice, «bueno, por lo menos se matan» y eso es serio, sucede por lo menos una cosa «gorda».

Casi la única cosa seria…
—Sí. Es ridículo si queréis, pero lo que quiero decir con ello es que hoy en día existe un divorcio muy fuerte entre la gente real y los que orientan la sociedad. La universidad debería regresar a explicar las cosas fundamentales, volver a enseñar lo que es básico, volver sin fanatismos a los grandes pensadores. Esto atraería a la gente, que hubiera grandes expositores de las grandes figuras del pensamiento…

Todo eso es lo mas difícil, claro, porque para explicar las bases hay que dominar el panorama.
—Claro, eso se ve después de años de trabajo. Ese es otro tema, por cierto. Hoy, cuando la gente está en forma intelectual, entonces es cuando la jubilan. Tengo aquí los discos de Claudio Arrau, que da un concierto espléndido en Nueva York al cumplir sus ochenta años y toca tres sonatas de Beethoven de memoria; si hubiera estado de profesor en una Academia, lo hubieran jubilado veinte años antes. Aquí hay una falsificación que se debería solventar.

Claro, la tarea es enormemente difícil, porque todo lleva a la confusión… decir las cosas de fondo, las cosas simples en una sociedad compleja. Más compleja que la anterior…
—Y tanto. Yo estoy suscrito a Time desde hace años. Y el otro día leo una carta al Director de un inglés que decía «mire, ahora con esto de Internet lo que se ha conseguido es enjaular a toda la sociedad dentro de una red de comunicación». Qué bien dicho. Nos parece que nos libera, pero en cierto modo también nos enjaula. Nos comunica con tantas cosas que ya no podemos estar comunicados con lo inmediato; hemos de tener tantas antenas parabólicas para ver lo que pasa en todo el mundo que no nos dejan ver lo que pasa en la sala de nuestra propia casa. Y con la universidad pasa algo así. Será difícil un arreglo, ya lo sé. Podría decirse: quizá en la sociedad hay momentos en los que lo que es verdadero surge y lo que es falso queda abajo. Yo creo que hoy hay también una especie de deseo de que surja la verdad, lo noble, aunque es también una época en la que lo que vale está oculto…

Según eso, habrá paradojas entre fondo y superficie: cosas sin peso que flotan en la superficie y por eso se les ve mucho; y otras que se van al fondo por puro peso específico y de las que nadie sabe nada.
—Bueno, ésa es una paradoja que se da en todas partes, porque la gente valiosa se encuentra en todas partes y las formas de valer no necesariamente tienen siempre una significación académica. A las gentes de valor las encuentras en todas partes. Y te hablan de su mundo, que puede ser limitado, pero lo hacen con una profundidad y con experiencias tan profundamente vividas… El caso más claro que yo he encontrado, y con esto voy terminando, era el de Eladio, un campesino de Esplegares, con quien yo solía ir de paseo. Este Eladio era un sabio, estaba más allá de la comprensión: tenía un hermano del que decía: «mi hermano y yo nos moriremos el mismo día». Bueno, pues así fue. Eladio era un hombre del campo, un hombre que no había leído nunca nada, pero decía unas cosas… me acuerdo de una que le oí un día: «hoy día, que la gente viaja tanto… viaja tanto la gente y la gente no se da cuenta de que en un metro cuadrado de tierra hay cosas para mirar durante toda la vida…»