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Carlos Seco Serrano (Toledo, 1923), supone en la Historiografía española un ejemplo de humanismo. Humanismo en cuanto capacidad de comprensión: «la historia como camino para profundizar en el conocimiento del hombre, el hombre como clave para entender la historia». Humanismo en cuanto defensa permanente, contra viento y marea muchas veces, del valor de la libertad. Humanismo también por la valoración del factor cultural, especialmente del arte y de la literatura, en la Historia. Humanismo, finalmente, por la «voluntad de estilo»: claridad de exposición acorde con el rigor y la claridad del pensamiento.

Antonio Morales Moya¿En qué medida, profesor Seco, su vocación y su obra de historiador fueron marcadas por la Guerra Civil?
Carlos Seco Serrano— Tengo muy claro que mi vocación de historiador nació en Melilla, cuando cursaba el quinto curso de bachillerato. A esa vocación contribuyó una modesta profesora y el vago deseo de hallar razones -o raíces- para la terrible tragedia nacional que supuso la Guerra Civil, cuyo impacto en mi hogar y en mi vida había sido terrible.

Primeros estudios, primeras lecturas, la Universidad, los maestros… ¿Cómo recuerda aquella España de la postguerra?
—Yo me incorporé a la Universidad Central (Facultad de Filosofía y Letras) en 1941: el curso comenzó ese año, si no recuerdo mal, el 5 de noviembre. La Facultad se albergaba -con la de Derecho y la de Ciencias- en el viejo caserón de San Bernardo; a comienzos de 1943, cuando cursábamos el segundo año de «estudios comunes» nos trasladamos a la Ciudad Universitaria, que era entonces todavía, en buena parte, un páramo intransitable. De entre las ruinas habían emergido ya las dos primeras Facultades restauradas: la de Filosofía y Letras y la de Medicina. Yo vivía -fue mi primera residencia en Madrid- a dos pasos de la Universidad vieja, en la calle de la Madera, en un piso cochambroso y destartalado, sin confort alguno -ni cuarto de baño-, y con huellas de la guerra reciente (alguna de las habitaciones carecía de puertas, pues habían sido utilizadas como leña). Sin embargo, me resultaba muy cómoda la proximidad a las aulas: teníamos las clases en San Bernardo por la tarde, y ello me permitía, durante las mañanas, impartir clases particulares que, en parte, hacían que pudiese salir adelante mi reducida familia, en el ambiente sórdido de una postguerra -bajo la amenaza de una posible entrada en el conflicto exterior- en la que, no la modestia, sino la pobreza sin paliativos, fue el ambiente que «matizó» mis años universitarios (porque terminé la carrera en 1945: otro año emblemático, que señaló el final de la Guerra Mundial).

En la Universidad, y en los llamados «estudios comunes», solo conocí a un gran maestro: don Diego Angulo, catedrático de Historia del Arte. Fue profesor nuestro en tres cursos: los dos de Comunes, y el cuarto, de Especiales. En estos últimos (3º y 4º) la cosa cambió. Debo recordar a don Ciríaco Pérez Bustamante, catedrático de Historia Moderna Universal, muy atenido a la escuela positivista en la que se había formado, y un gran «promotor»: desde su fundamental papel en la restauración de la Universidad de Verano de Santander (la Magdalena), de la que fue Rector, al cuidado y selección de los tomos de la Colección Ribadeneyra (Biblioteca de Autores Españoles), en la que, por cierto, nos pusimos a prueba, como historiadores y escritores, sus discípulos (Artola, Pérez de Tudela, Fernández Álvarez y yo mismo). Don Ciríaco era un hombre de talante muy liberal y un gran «detector» de futuros maestros. A su fe en mí y a su ayuda debo en buena parte mi posterior progreso en la Universidad. Don Antonio de la Torre era un excelente profesor de Historia Medieval, muy atenido al estudio de las instituciones, según la vieja escuela alemana. Tuvimos un fascinante catedrático de Historia Antigua, Santiago Montero Díaz. Era un maravilloso expositor, pero sus clases tenían el carácter de un puro y brillante ensayismo. Nos dio un curso que llevaba el título de Idea del Imperio en la Historia Universal -que no rebasó de la época de Alejandro y el Helenismo-, en el que se transparentaba claramente su ideología: había sido uno de los fundadores de las JONS en Galicia y tenía una biografía apasionante y bohemia.

Y el encuentro con D. Jesús Pabón, al que se ha referido Vd. en más de una ocasión.
—Fue decisivo para mí. En el último año de la carrera, un auxiliar más bien mediocre nos impartió las clases de Historia Universal Contemporánea durante el primer trimestre: el catedrático titular, Pabón, estaba desterrado – a consecuencia de su lealtad monárquica- en Tordesillas. Pero se reincorporó durante el segundo trimestre, ya terminado el «castigo». Fue como un deslumbramiento. Pabón tenía la virtud de humanizar el contexto histórico, de descubrir las claves más profundas de la evolución del mundo contemporáneo: era, sobre todo y ante todo, un historiador antitópico. Y, en su talante y en su manera de abordar la actuación política de afines y adversarios, un liberal en el mejor sentido de la palabra -como ejemplos podrían servir su «tratamiento» de figuras como Clemenceau o Trotski- Tenía una inteligencia agudísima, un gracejo de inconfundible filiación andaluza y una gran vocación política (en este sentido, cabe decir que fue uno de los valores auténticos desaprovechados por los regímenes en los que transcurrió su ejemplar existencia). Pero Pabón, que captaba sin excepciones a cuantos alumnos asistían a sus clases, rehuía, en realidad, «ejercer de maestro»; no tenía, verdaderamente, «discípulos». Yo lo fui, por encima de todo, porque lo elegí desde el primer día y me empeñé en estar próximo a él. El resultado fue que en sus últimos años me había convertido en su seguidor historiográfico, en su amigo y en su confidente. Cuando redactaba el último tomo de su espléndido estudio sobre Cambó, me pasaba cada capítulo recién redactado para que le diese mi opinión poniéndole todas las «pegas» que quisiera, con absoluta libertad; luego las discutía conmigo. Conservo un epistolario con él sumamente interesante.

Inicia su vida profesional: el «Ramiro de Maeztu «, ayudante en la Universidad, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y una empresa: la Biblioteca de Autores Españoles.
—En efecto, fui profesor en el Instituto Ramiro de Maeztu recién terminada mi carrera, y durante ocho cursos. Así como siempre he detestado las clases particulares, recuerdo que el profesorado en el Instituto fue sumamente gratificante para mí: me encantaban las clases, la posibilidad de despertar vocaciones, el contacto magisterial con los alumnos -sobre todo a partir de cierto nivel- Creo que fui un profesor «popular» y aún conservo amistades con alumnos de aquellos días. Por otra parte, en el «Maeztu» aprendí a «sintetizar»: a buscar, a través de esquemas sinópticos que distribuía en las clases, lo esencial del devenir histórico (luego, cuando en la Universidad hube de desempeñar asignaturas amplísimas -Historia General de América, Historia General de España- me valí del mismo procedimiento, a otro nivel: pedagógicamente, ese método me ha parecido siempre excelente.

Desde 1953, y mediante oposiciones, fui profesor adjunto, en mi antigua Facultad, de Historia General de América: impartí clases, como encargado de cátedra, en la sección de Historia de América (Historia de los descubrimientos geográficos) y en la de Historia (Historia General de América). Pero, en realidad, mi dedicación al americanismo venía de mi vinculación como becario (desde 1946) del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en el Instituto Fernández de Oviedo, lugar del que era secretario Pérez Bustamante y director don Antonio Ballesteros -cargo que pasó a ocupar, tras la muerte de éste, el propio don Ciríaco-. Allí comenzó también mi colaboración, como editor y prologuista, en la Biblioteca de Autores Españoles, a la que ya me he referido. En 1951 había terminado mi tesis doctoral sobre La embajada del marqués de Bedmar en Venecia. Obtuve el Premio Extraordinario de Doctorado tras su lectura.

Catedrático desde 1958 y, durante creo catorce cursos, en la Universidad de Barcelona. ¿ Qué significación tuvo Cataluña para Vd., discípulo de Don Jesús Pabón, el historiador de Cambó? ¿Influyó en su concepción de España? En fin, ¿cómo ve Vd. la nueva España autonómica? ¿cómo entiende el patriotismo?
—Fui catedrático en mis segundas oposiciones (terceras, si cuento las de adjunto, que por cierto eran peliagudas). Quedamos, como finalistas, Reglá y yo. El ejercicio práctico y la «lección magistral» creo que fueron decisivas para mi «triunfo». La votación tuvo lugar el 21 de noviembre de 1957; me incorporé a mi cátedra («Historia General de España») en Barcelona el 8 de enero de 1958. Permanecí en Barcelona hasta 1975. Fueron, pues, no catorce, sino dieciocho los cursos que allí desarrollé.
Siempre he dicho que esta experiencia de Barcelona fue decisiva para mí. En los años sesenta coincidimos en aquella Facultad varios catedráticos jóvenes no catalanes: Jaime Delgado, muy amigo mío, en la cátedra de Historia de América; José Guerrero Lobillo, que había ganado la cátedra de Historia del Arte el año anterior. Luego llegaron el medievalista Emilio Sáez y el «modernista» Valentín Vázquez de Prada. Creo que yo fui el único que consiguó aclimatarse plenamente en la peculiar «atmósfera» de un catalanismo siempre latente en aquella Facultad: mi ventaja radicó en un conocimiento a fondo de la historia contemporánea catalana y en mi comprensión abierta de las razones del catalanismo político que tuvieron su mejor expositor en Cambó, espléndidamente estudiado por mi maestro, Pabón. Es cierto que tuve dificultades al principio, pues había desplazado en las oposiciones a Juan Reglá, el «candidato oficial» de Barcelona, pero él era muy amigo mío y se comportó con gran generosidad. Creo que el esfuerzo que puse para superar las reservas iniciales de los que no me conocían fue decisivo para mi éxito final. El hecho es que cuando Jaime Vicens Vives murió, sus discípulos directos me pidieron que me hiciese cargo de la dirección del índice Histórico Español, fundación y legado del gran historiador catalán. Por otra parte, en 1970 fui elegido numerario de la Academia de Buenas Letras -distinción que sigo ostentando y que me enorgullece muy especialmente-, Debo añadir que en Barcelona es donde he tenido auténticos discípulos -Maria Ángeles Pérez Samper, María Teresa Martínez de Sas, Julián Companys, Luis Díaz Larios-, algunos que hoy son catedráticos en la misma Universidad (como Termes o Pere Molas)-. En Barcelona se despertó mi interés por la historia social, en el surco abierto por Vicens. Conseguí acceder al Archivo Arús -en aquel entonces clausurado-, que conservaba documentación importantísima sobre el movimiento obrero español del siglo XIX. Durante años me dediqué a reconstruir la historia de la región española de la i Internacional, dirigiendo tesinas y tesis en torno al tema, que publiqué con prólogos míos. Y personalmente transcribí, anoté y publiqué las Actas de los Consejos y Comisión Federal de la A.I.T. en dos volúmenes que fueron seguidos del extenso epistolario emanado de la Organización. Entré por entonces en contacto directo con Renée Lamberet, discípula, colaboradora y continuadora de Max Nettlau, a quien facilité también el acceso al Archivo Biblioteca Arús.

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Tengo un recuerdo gratísimo de mi trabajo en Barcelona. Cierto es que también me tocó padecer allí la «revolución en las aulas» que, como reflejo del mayo francés del 68, invadió las universidades españolas a partir del 69. Pero nunca se cuestionó mi trabajo en la Facultad, ni aquellas turbulencias empañaron mi imagen de la, para mí, inolvidable Universidad barcelonesa. Y no he perdido el contacto con ella: fue impresionante el homenaje que allí me hicieron cuando me jubilé como catedrático (en Madrid).

Vuelta a Madrid en 1974: Facultad de Ciencias de la Información, recién creada, decanato… Concluye el período franquista, ¿cómo lo vivió desde la Universidad?
—A mi traslado a Madrid me forzó una grave situación familiar, que requería de manera perentoria mi presencia junto a los míos (las circunstancias me hicieron «jefe de familia» cuando apenas había dejado la adolescencia. Ésta ha sido la causa de que nunca llegase a fundar un hogar y una familia «propia»: es una historia que prefiero no tocar, y que ha acabado convirtiéndome en un solterón solitario). Surgió la oportunidad en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, recientemente creada, donde el decano comisario, don Juan Iglesias, estaba intentando dar solidez y empaque a lo que todavía era un ensayo, o un proyecto, trayendo a ella catedráticos de cierta solera. Lógicamente, veníamos a cubrir asignaturas de Humanidades, no precisamente de Periodismo, pero imprescindibles para la formación de los profesionales de los medios de comunicación social. El primero fui yo (para la asignatura de Historia Contemporánea de España); luego se incorporaron José Luis Varela (Literatura) y Castillo y Castillo (Sociología). Nuestra labor inicial fue fundar y articular los departamentos. En el de Historia, en principio, mi asignatura fue axial; solo existía, antes de que yo llegara, con ese papel «básico» una Historia del Pensamiento Político, introducida por Juan Beneyto, que antes que Iglesias había sido decano comisario. Luego fueron apareciendo la Historia Universal Contemporánea, las historias del periodismo y similares.
Me incorporé en el curso 1974-75, pero definitivamente (pues no había querido desplazar a los auxiliares que venían desempeñando mi asignatura) al iniciarse el curso 1975-76, en momentos cruciales para el país. El decano, atemorizado por la tensión estudiantil, intentó «gobernar» aislándose prácticamente en los locales decanales, y dificultando el acceso de los estudiantes a ellos. El resultado fue un asalto al Decanato y la caída del Decano. Hube de asumir el decanato en funciones (ya que yo era el catedrático más antiguo). El Rector -Ángel González Álvarez- me confió la dificilísima tarea de «normalizar» la Facultad, que hasta entonces era tutelada por dos Ministerios y tenía a su frente un «decano comisario» nombrado a dedo. Yo debía hacer elegir los miembros de un claustro «homologable» con los de las otras facultades que -a través de los diversos estamentos de la Facultad- elegiría a su vez, mediante terna, un decanato «normal». Lo conseguí a pesar de que al hacerme cargo del decanato hallé una Facultad en plena anarquía, en la que funcionaba en la sombra un «claustro paralelo» de orientación puramente revolucionaria.

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Salí bien parado de mi misión porque todo el mundo sabía que había asumido aquellas funciones por estricta obligación; y porque desde el primer momento «cogí el toro por los cuernos», dialogando a cuerpo descubierto con el «claustro paralelo». Logré así salir adelante -no sin graves contratiempos y dificultades, pues estaba completamente solo: no tenía vicedecanos, ni secretario siquiera-. Debo recordar la gran ayuda que entonces me prestó el Subsecretario del Ministerio, el profesor Olivencia. En fin, hubo claustro «legal» y hubo terna. Aunque hice lo imposible para que no me incluyeran en ella, no pude evitarlo; pero sí conseguí, en cambio, que el decano votado finalmente fuese José Luis Varela, que tenía indudable interés en ello. Por entonces, fui elegido numerario de la Real Academia de la Historia para cubrir la vacante producida por la muerte de Don Jesús Pabón. Para mí es una gran satisfacción ostentar la misma medalla que él llevó (la número 12).

Después de la Transición, el Rey, Adolfo Suárez… la España democrática, proceso que Vd. mismo ha calificado de ejemplar. Desde su experiencia de historiador y su compromiso con el presente, ¿cómo ve el futuro de España?
—Contestaré con palabras que acabo de escribir: «La atención inteligente a la realidad histórica acumulada ha abierto un capítulo prometedor para el futuro de España. Y de nuevo ha recuperado nuestro país el papel de puente, que le deparó, en el bajo medioevo y en la Edad Moderna, las dimensiones de su máxima grandeza… Pero, en cualquier caso, conviene no ignorar las amenazas que, como contraste, despuntan en el horizonte -y en la realidad actual-. Ante todo, las que toman cuerpo en los nuevos maximalismos insolidarios: ese nunca acabar en las exigencias de determinadas comunidades autónomas; el error de creer que el modelo democrático por excelencia lo dio la fracasada República en 1936 (dos formas de insatisfacción preñadas de riesgos); la conversión de los antagonismos políticos en el empeño de hundir en el descrédito o en el exterminio moral a los adversarios. Y, sobre todo, la amenaza incesante de un terrorismo fundamentalista, que ha encendido, de nuevo, la hoguera de su peculiar guerra civil… Las enseñanzas de la historia -próxima y remota- pueden ser decisivas, como ya lo fueron en 1874, en 1975, para salvar estos riesgos, o estas amenazas. Por eso precisamente, el riesgo mayor, la amenaza más temible, radica en el abandono práctico de la formación histórica con que se está «educando» a las nuevas generaciones españolas: como en un absurdo empeño de que pierdan su entidad real, y de que la brillante plenitud actual naufrague de nuevo en un caos de insolidaridades».

Ese liberalismo se traduce en una famosa frase de Cánovas: «No hay posibilidad de gobierno sin transacciones justas, lícitas, honradas e inteligentes»

¿Qué significa para Vd. ser liberal? ¿Qué políticos españoles han representado mejor los ideales liberales tal como Vd. los entiende?
—El liberalismo al que he adscrito siempre mi ideología personal es el liberalismo moral que mejor que nadie definió el gran humanista Gregorio Marañón. En su formulación práctica, ese liberalismo se traduce en una famosa frase de Cánovas: «No hay posibilidad de gobierno sin transacciones justas, lícitas, honradas e inteligentes». Partiendo de esta exigencia de diálogo civilizado, basado en el respeto mutuo, en la «apertura» hacia quien no piensa como nosotros, los grandes políticos liberales son los que han sabido culminar su programa en grandes síntesis (Cánovas, la síntesis entre progresismo y tradición, esto es, la superación de la tensión dialéctica de la revolución liberal; Canalejas, en una vocación democrática abierta a la segunda revolución del mundo contemporáneo, el socialismo). En este sentido, mi ideal liberal no tiene nada que ver con el liberalismo económico (o el «liberalismo salvaje»). La palabra más adecuada para definir la actitud del nuevo liberalismo que rehúye la pasividad del Estado ante los problemas sociales es la que utilizaron los grandes políticos regeneracionistas de principios de siglo (Dato, desde la derecha; Canalejas, desde la izquierda): intervencionismo. Es ésta una de las razones de mi interés por ese apasionante período de la historia de España que cubre los cincuenta años de la Restauración canovista.

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Volvamos a la Historia. Hay muchos aspectos, profesor Seco, que hacen su magisterio ejemplar. Quiero referirme a dos: el largo aliento -desde el siglo XVI hasta el tiempo presente- con que Vd. ha cultivado la Historia y su atención, más allá de las modas, a la historia política, a la biografía, al arte literario o figurativo como fuente, a la buena escritura… Mi pregunta es, ¿qué es lo que ha dado sentido y unidad a su obra? ¿El Humanismo, quizá, en cuanto una cierta idea del hombre ? Por otra parte, me gustaría preguntarle: ¿para qué sirve la Historia al hombre de hoy?
—Alguna vez he dicho que la labor del historiador se propone conocer al hombre en el devenir del tiempo. Siempre lo esencial es la profundización en lo humano: de aquí mi interés por las personalidades individuales. En este caso, y contra lo que pueda parecer, no estoy muy lejos de los definidores de la escuela de Cahiers… Siempre me gusta repetir la frase de Lucien Fébvre: «No me habléis de método. Método es el hombre». Por lo demás, yo he tenido la suerte de profesar cátedras enormes: Historia General de América, Historia General de España, antes de reducirme a la especialización en la Historia Contemporánea. Porque esta última solo se comprende bien «desde» una perspectiva general, sobre un horizonte íntegro, no parcelado. Creo firmemente que solo un conocimiento en profundidad de la Historia permite definir a un pueblo: el español, en nuestro caso, que no es un artificio o una entelequia, sino una realidad.

Su última y recientísima obra abarca el reinado de Alfonso XIII y supone una imagen renovada de aquella época…
—De hecho, responde al esquema de aquel viejo ensayo mío, «Alfonso XIII y la crisis de la Restauración». Pero ahora mi trabajo -mucho más extenso- va respaldado por una documentación ingente. Aún así, no he abandonado mi tarea sobre esa cantera. Trabajo en la actualidad en el intento de reconstruir los cuarenta años que corren desde la plenitud del «edificio» canovista -en la década de los ochenta del siglo xix- a la gran crisis de 1921, a través de la figura de un político injustamente preterido: Eduardo Dato, cuyo archivo acabo de ordenar e inventariar.

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Don Carlos, tanto Vd. como sus ilustres compañeros de promoción, Miguel Artola y José María Jover, viven su jubilación con una creatividad que no dudamos en calificar de creciente. ¿ Cómo explicar tal vitalidad? ¿Influye acaso el tener un proyecto intelectual, la pasión por el conocimiento, por el propio país? ¿Es acaso la Historia un saber de madurez?
—Yo contestaría con una simple afirmación a ese triple interrogante. Y añadiré que en mi caso -ya lo apunté al principio- viví y padecí acontecimientos trágicos, que me volcaron a la búsqueda de explicaciones históricas: sigo en la brecha. A medida que el historiador profundiza en su vocación, ésta se va haciendo más ancha y más completa. El error de haber adelantado la edad de jubilación de los catedráticos está en ignorar que es a esa edad cuando el profesional con verdadera vocación está en condiciones de dar respuestas originales y no atenidas a lo que aprendió en los libros.

OBRA SELECCIONADA

Epoca contemporánea: la República, la guerra civil, nuestro tiempo (Tomo VI de la Historia de España del Instituto Gallach), Barcelona, 5 ediciones desde 1961.
Introducción a la Historia de España (en colaboración con los profesores Ubieto, Reglá y Jover), Barcelona, 19 ediciones.
Alfonso XIII y la crisis de la Restauración, Madrid, 1992.
Tríptico carlista, Barcelona, 1973.
Sociedad, literatura, política en la España contemporánea, Madrid, 1973.
-Actas de los Consejos y Comisión Federal de la Región Española (1870-1874) de la A.I.T., Barcelona, 1969.
Perfil político y humano de un estadista de la Restauración: Eduardo Dato a través de su archivo (discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia), Madrid, 1978.
La política exterior de Carlos IV (t.XXXI-2 de la Historia de España de Ramón Menéndez Pidal, Madrid, 1988.
Militarismo y civilismo en la España Contemporánea, Madrid, 1985 (Premio Nacional de Historia).
Godoy: el hombre y el político (en Príncipe de la Paz: Memorias), Madrid, 1956.
La época de Carlos IV(en Andrés Muriel, Historia de Carlos IV), Madrid, 1959.
-Viñetas históricas, Madrid, 1983.
Colección documental del descubrimiento (en colaboración con otros autores), Madrid, 1993.
La época de Alfonso XIII: el Estado y la política (t. XXXVIII de la Historia de España de Ramón Menéndez Pidal), Madrid, 1996.

Catedrático Emérito de Historia Contemporánea, Universidad Carlos III