La Fiscalía General del Estado ocupa un señorial edificio madrileño entre el Paseo de la Castellana y la calle Fortuny. Mientras espero al fiscal general en una soberbia sala decorada con las fotos de sus predecesores me asomo al jardín de este antiguo palacio de los marqueses de Fontalba que, después de la guerra, pasó a manos del Estado. Aquí estuvo —antes de que la Castellana se convirtiera en un muestrario variopinto de la arquitectura contemporánea— el Consejo Supremo de Justicia Militar. Pero la Fiscalía consiguió desalojar (planta a planta, como en una acción bélica) a los militares. Me lo cuenta el actual fiscal general, Eduardo Torres-Dulce (Madrid, 1950), que es uno de esos españoles singulares al que se le conoce casi tanto por su «hobby», el cine, como por su oficio de jurista, cuyo currículo ocupa dos apretadas páginas, entre cargos y publicaciones, al servicio del derecho y del Estado a lo largo de una brillante carrera fiscal. Lo primero que le pregunto es si se puede hablar de todo con el fiscal general del Estado y contesta que por supuesto que sí. Se explica: «Lo que no puede ser es que a este despacho le pase lo del “síndrome de la Moncloa”, que sea una campana de cristal o una torre de marfil. El fiscal general del Estado tiene que vivir muy en contacto con la realidad. Siempre que puedo cojo el metro o el autobús. Sigo viajando, yendo al cine, al teatro, a las librerías… Por cierto, hemos tenido la suerte de que se abra en Madrid una sucursal de La Central (que no pierdo ocasión de visitar, en la calle Mallorca, cuando voy a Barcelona). Un fiscal general del Estado, si se aparta de la realidad va por mal camino».
Hablamos, mientras entramos en materia, de Juan Manuel Fanjul Sedeño, que fue el primer fiscal general de la democracia, y abogado defensor en los tiempos remotos del perseguido diario Madrid, de cine (me recomienda La gran belleza), del Atleti (él es del Madrid) y de nietos (él tiene tres, y al mayor, de cinco años, ya le ha introducido en el mundo del western).
Antes de nada, ¿qué es para usted un fiscal? ¿El dedo acusador, como llamaba Víctor Hugo a la prensa?
Lamento corregir a Víctor Hugo, aunque el fiscal como acusador sea la imagen popular e incluso la tradición legislativa en muchos países, que conciben al fiscal como el ejecutor del ius puniendi del Estado.
No es ese el caso de España desde nuestra Constitución del 1978, que ha cortado las amarras que unían al poder ejecutivo con el fiscal, quien ahora se sitúa en el ámbito del poder judicial con autonomía funcional, como proclama el Estatuto Fiscal.
El fiscal español es un servidor imparcial de la ley que procura promover activamente la justicia, defender las garantías y derechos de los ciudadanos y satisfacer intereses sociales ante los tribunales de justicia.
Empecemos por la jurisdicción universal, por delitos contra la Humanidad, que se va a modificar ahora en España. ¿Cómo lo ve usted?
Yo diría que, como cinéfilo, tengo que celebrar la jurisdicción universal, pues cualquiera que haya visto la película Vencedores o vencidos sabe el impacto que supuso, con todos los problemas que había entonces. Ahora se acaba de morir Maximiliam Schell, el que hacía de abogado defensor de aquellos juristas nazis. Porque conviene decir que la película trata sobre juristas, juristas responsables del horror de la guerra. Yo creo que el principio de jurisdicción universal a cualquier español le tiene que sonar bien porque entronca en buena medida con las ideas de un derecho natural que está por encima de leyes y circunstancias políticas, y todos los juristas españoles del Siglo de Oro tenían una visión clara de una jurisdicción que iba más allá de las leyes. Una ley que entra a juzgar crímenes que en un país no se pueden perseguir por su situación política y que son crímenes de lesa humanidad, a mí me parece extraordinariamente positiva. Pero insisto: la jurisdicción universal solo puede ser para los crímenes de verdad de lesa humanidad, no aquellos que se interpretan por oportunidad política y siempre que en el país de origen no se puedan perseguir con garantías de justicia, de imparcialidad y de independencia del sistema judicial.
Y aquí, ¿por qué se ha reformado esta materia?
No entro en criterios de oportunidad política y doy por supuesto que esto no se hace por presiones de ningún país, como se ha dicho, sino porque el gobierno ha reflexionado sobre la posibilidad de que se hayan podido cometer algunos excesos de jurisdicción respecto a ciertas denuncias o querellas. A mí me hubiese gustado que el gobierno hubiese sometido el texto a informe del Consejo Fiscal, del Consejo General del Poder Judicial, del Consejo de Estado. La opinión de todos los órganos consultivos habría enriquecido el punto de vista. Una reflexión acerca de que la jurisdicción universal quizás haya que acomodarla en un verdadero sentido es correcta. Y no conozco el anteproyecto y por lo tanto no puedo opinar, pero una restricción de la necesidad de la justicia universal no me parece conveniente.
Ya que hemos pasado por el cine y hablamos de jurisdicción universal, le diré que en este número de «Nueva Revista» nos ocupamos de la película de Margareth von Trotta sobre Hanna Arendt y su visión del juicio de Adolf Eichmann. ¿Qué lección podemos extraer de todo ello?
Hanna Arendt, a la que leí desde muy joven, me parece una pensadora excepcional, un ser humano riquísimo, complejo, de extraordinaria valentía a la hora de decir ciertas cosas, con reflexiones extraordinarias, como, por mucho que se haya discutido, lo de la banalidad del mal. Cualquiera que tenga relación con asuntos de la administración de justicia, en definitiva, con los delincuentes, se da cuenta de que esa idea plasmada en el juicio a Eichmann obedece a una realidad humana correcta.
La película ¿está a la altura del personaje?
No. Creo que no es una película que haga justicia, pese a la extraordinaria interpretación de la protagonista femenina, a ese ser humano tan complejo. Arendt merecía una cineasta, si se me permite,menos pesada que Von Trotta. Esto del cine son gustos y opiniones personales.
El cinéfilo, como usted, ¿no ve el cine con un nivel de exigencia que no tienen los demás espectadores?
Berlanga, al que yo profesaba una admiración completa, y al que considero el mejor cineasta de este país, incluidos Luis Buñuel y Víctor Erice, cuando te quería insultar te decía: «Eres un cinéfilo», en el sentido en que usted formula la pregunta. Si lo que quiere significar la palabra cinéfilo es a alguien que solo ve la concepción cinematográfica, el aspecto técnico y que sabe quién es el director de fotografía, eso es una subespecie de lo que yo prefiero que se diga que es aficionado al cine. Yo he sido crítico de cine durante mucho tiempo y a mucha honra. Pero yo creo que el cinéfilo debe tener la misma visión de un espectador. Lo que hay que apreciar es si gusta o no gusta, y razonar por qué gusta o no la película.
¿Por qué se hizo fiscal y no juez?
Mi padre era juez, lo admiraba muchísimo, me gustaba lo que hacía. Mi tío también era juez y también lo admiraba. Tenía el propósito de ser juez. Tras ganar las oposiciones, en mayo de 1975, tuve que optar entre juez o fiscal. Hablé con mi padre, que me hizo una serie de reflexiones acerca de la dureza de la vida de los jueces, que yo había visto, y que me hizo ver que, por mi manera de ser, mis gustos, mi tipo de vida, quizá me iría mejor el trabajo de la fiscalía. Fue una conversación, como todas las que tuve con mi padre, muy sincera y muy franca. A él le hubiera encantado que fuera juez pero no me lo impuso. O como mi hermano, que también ganó la oposición y prefirió elegir la fiscalía; luego pidió la excedencia y se fue a Roma, para ser ordenado sacerdote por Juan Pablo II.
¿La manera de ser es igual en las dos carreras?
Yo creo que debe ser igual. De hecho, hasta 1927, en que un ministro de la dictadura de Primo de Rivera, Galo Ponte, decidió separar las dos carreras, solo había una, y tú podías ser juez o fiscal, igual que sucede en Italia. Y es un modelo que habría que retomar en España.
Los grandes cuerpos, que se nutren de quienes sacan esas difíciles oposiciones, conforman una clase dirigente. Usted ¿se ve en ese grupo de españoles que deciden por dónde debe ir este país?
Yo creo que hacer oposiciones es optar por una posición que te asegure una nómina, no muy alta desde mi punto de vista, sobre todo para los que están empezando en este momento. Es una opción bastante conservadora. Pero eso no es todo, porque tienes que tener una vocación de servicio público, eso sin ningún tipo de dudas. Se combina el conservadurismo de tener asegurado un sueldo del Estado con una concepción de servicio público a los ciudadanos. Es una idea napoleónica que ha configurado fortísimos cuerpos, que han dotado de prestigio y seguridad al Estado. Ahora que se ven con cierta desconfianza las oposiciones, conviene decir que fue uno de los grandes inventos liberales para este país, para acabar con los cesantes y con la urgencia política del «a quién nombro». En la actualidad nos encontramos con una proliferación de asesores y consejeros personales, y se está poblando la administración de lo que no debe ser. Hay cuerpos de técnicos de Administración civil de todo tipo (interventores, abogados del Estado, fiscales, jueces, TAC, etc.) que son muy prestigiosos. Con todo respeto, esa proliferación de asesores que acompañan a los políticos en los ministerios desnaturaliza lo que es la función pública, que ha dotado a todos los países de un armazón de seguridad jurídica y de conocimientos que, aunque se hayan podido cometer excesos, asegura el bien común de una forma muy eficiente.
¿Por qué esa función pública, que nutrió los cuadros de la Transición, ha perdido peso?
En buena medida porque la política, que es un hermoso ejercicio y algo absolutamente necesario para la convivencia de un país, está siendo excesivamente invasiva en todos los campos. Esa invasión de la política en la Administración pública ha llevado a una burocratización que no es buena. Ahí es donde deben empezar las reformas de las administraciones públicas. A la clase política cada vez le importa menos una función pública prestigiosa, bien seleccionada, capaz de hacer sus funciones, pero a la que hay que dotar lógicamente de una estructura de legalidad, de respeto, y sin exigir posicionamientos políticos a quienes simplemente están al servicio del Estado. Esa contaminación de una forma de hacer política está perjudicando extraordinariamente la estructura del Estado, su eficiencia y a estos cuerpos tan prestigiosos.
La nobleza del Estado está ahí, sin duda, en no dejarse contaminar por la política. Hablando de reformas, ¿hay que reformar la Constitución?
Yo creo que la Constitución, como dijo algún constitucionalista americano, no son las Sagradas Escrituras inmutables. Incluso las Sagradas Escrituras son objeto de interpretación a lo largo del tiempo. Yo no soy un fundamentalista de la Constitución, por mucho que sea de la generación que vivió la Transición y la Constitución de 1978. El papel de la Constitución del 78 ha sido y es, y espero que lo siga siendo, absolutamente esencial. Pero aun reconociendo que hay aspectos de la Constitución que merecían ser repasados, abrir el portillo de una reforma constitucional, con independencia de la dificultad del itinerario que nos fija la propia Constitución para la modificación, requiere, desde mi punto de vista, un claro acuerdo previo, al menos de los grandes partidos, acerca de qué temas hay que debatir. Porque si abrimos un proceso de reforma constitucional en el que no haya —no voy a decir los acuerdos conseguidos en 1978, pero sí algo similar—, estaremos abriendo otra vez el portillo del siglo XIX, es decir, las constituciones moderadas, las constituciones liberales, las constituciones progresistas. Y yo creo que una constitución no puede tener ningún tipo de adjetivo. Mientras que no haya una agenda pactada acerca de lo que hay que debatir, hacer una reforma muy amplia o incluso parcial, pero no muy puntual, como se ha hecho en torno al presupuesto, significa abrir en un peligroso vacío el debate del régimen político, del modelo de Estado, de los órganos constitucionales.
Y desde este observatorio, ¿se atisba la posibilidad de que, por unos sucesos desdichados, podemos vernos abocados a un cambio de sistema?
Desde mi posición, lo que observo con mayor preocupación es la deslegitimación continua de instituciones básicas para este país. No es bueno, y eso se refleja en las encuestas, que las críticas a la institución monárquica, al poder judicial, a los partidos políticos, a los sindicatos, a la clase política en general, esten produciendo una erosión del pacto social que está siempre detrás de una constitución. Ello empieza a ser realmente muy preocupante. Y seguro que en esa visión de los ciudadanos influyen elementos políticos autodestructivos y comportamientos indeseables no corregidos. Habrá, por supuesto, incapacidad de respuesta de ciertas instituciones, incluyendo el poder judicial o la fiscalía. Con todos los defectos del sistema y con los errores que puedan cometerse, se ha creado ese caldo de cultivo de una permanente deslegitimación de todas las instituciones básicas con la proliferación de gestos preocupantemente antisistema, incluso dentro del propio sistema. Nos ha costado mucho llegar a una situación de pacto social democrático entre todos, lo que significa renuncias y constituciones no perfectas (y a veces defectuosas), pero en la historia de España, cuando se produce la deslegitimación de las instituciones, las increencias en el sistema han llevado siempre al desastre.
El segundo de los elementos que me preocupa es el progresivo deterioro del concepto de ley, que es esencial en nuestro derecho y para la administración de la Justicia. A veces ni los gobiernos ni los políticos entienden que una ley no debe ser hecha para intereses particulares, sino que debe tener un interés general .Algunos debates parlamentarios en torno a las leyes importantes están matizados por posiciones partidistas y no por las necesidades con respecto a la ley. Las leyes deben ser justas, pero una vez aprobadas hay que aplicarlas y hay que obedecerlas. Y las resoluciones de los tribunales hay que cumplirlas. Hay un concepto importante, constitucionalmente fundamental, que es la seguridad jurídica. Y en España empieza a atisbarse una grave erosión del concepto de seguridad jurídica.
Y finalmente creo que hay un concepto que para mí es muy importante, que es el concepto de tolerancia. Sin tolerancia no hay una sociedad libre y convivencial. Y España está sufriendo cotidianamente ataques de intolerancia, desde cosas pequeñas hasta cosas muy grandes. Y eso es también muy preocupante.
La tolerancia tiene una contrapartida, que es la intransigencia. En la vida española se está instalando, efectivamente, una forma muy áspera de ver las cosas. La gente ha perdido el respeto a la ley. ¿No se debería intentar actuar en algunos casos con mayor rigor?
Al final de la Transición, el profesor López Aranguren dio una conferencia en mi colegio a los estudiantes de preuniversitario que nos impactó mucho, pues las críticas que hizo se basaban en que, incluso admitiendo el sistema de la política franquista, ninguno de los órganos cumplía de verdad la función que tenían: ni había una democracia orgánica, ni había unos sindicatos… Yo creo que esa es una crítica que cabe hacer ahora, sin la extensión apocalíptica de José Luis López Aranguren, evidentemente. Pero hay que dar su verdadero sentido a las instituciones. Y luego hay dos reflexiones que hace mi pensador de cabecera, el filósofo liberal Isaiah Berlin: la primera es que el pájaro, en el vacío, piensa que va a volar mejor; pero no, el pájaro, en el vacío, cae. Él decía que por eso se necesita cierta dosis de autoridad que implica a veces limitaciones a la libertad, aunque lord Acton dijese que la libertad democrática es indivisible. Y afirmaba que todo lo que significa ideas fanáticas acerca de las cosas conduce al desastre. Necesariamente, la tolerancia implica ideas liberales y antiautoritarias. Esa combinación de autoridad y libertad es absolutamente necesaria: es un cóctel que los gobernantes tienen que administrar con mucho cuidado para hacer una sociedad cada vez más progresista, en el mejor sentido de la expresión.
Pasa en el conflicto permanente entre la libertad de expresión y el derecho a la intimidad. Algunos no creen que pueda limitarse la libertad de expresión.
Es indudable que puede limitarse, ahí está la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, cuando le dio una enorme cancha a la libertad de expresión y al derecho a la información, y ahí están las sentencias de los dos primeros tribunales constitucionales que apuntan con claridad que, en una sociedad democrática, debe preservarse la capacidad de debate en el mercado de las ideas, que decía Oliver Wendell Holmes. Pero conviene también recordar la teoría de la ponderación, que procede de los constitucionalistas americanos y que también es esencial. Por muy importante que sean esas libertades no pueden acabar invadiendo, fagocitando y destruyendo conceptos tan importantes como la intimidad, la privacidad y el honor. Hay que ver, por tanto, dónde llegan uno y otros derechos. Esa función les corresponde a los legisladores y a los tribunales, cuyas decisiones hay que respetar. En nuestras sociedades, sociedades democráticas, la teoría de los conflictos entre bienes jurídicos es cada vez más importante. Si olvidamos palabras como ponderación y equilibrio, estando como estamos en sociedades avanzadas democráticamente y libres, y por tanto muy conflictivas en el día a día, estaremos adelgazando enormemente el Estado de derecho y, en consecuencia, poniendo en peligro la convivencia social.
Ha citado a Holmes, del que yo siempre recuerdo una frase: «La libertad de expresión no autoriza a gritar “fuego” en un teatro lleno».
Hay dos Holmes espléndidos: Sherlock Holmes, quien es el número uno con Don Quijote de entre los personajes de ficción, y Oliver Wendell Holmes, el liberal americano, un extraordinario jurista.
La historia ha sido otra de sus grandes aficiones. Hay que meter algunos nombres en esta conversación. ¿Qué personajes le han interesado más de nuestra historia reciente?
Yo soy un gran admirador de los políticos liberales de la España del siglo XIX. Y, con todos sus defectos, creo que Cánovas es un personaje fascinante, y toda la familia liberal que rodeaba a don Práxedes Mateo Sagasta, a don Alonso Martínez, etc., me parece ciertamente impactante. Es lamentable que los asesinatos políticos segaran las vidas de Canalejas y de Dato y que las incomprensiones impidiesen que tuviera un papel protagonista en la política de España Francesc Cambó. Y creo que, pese a su intransigencia en algunos momentos, don Antonio Maura fue otro político desaprovechado. Por cierto, que leer España invertebrada y La rebelión de las masas es algo que hay que recomendar, porque sigue siendo de muy instructiva actualidad. Igual que recomiendo a los lectores que, si tienen ocasión, lean la Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 para que vean, en un límpido español, un diagnóstico lúcido, liberal, de cómo estaba la organización procesal penal española y cuál era el futuro. Ese texto produce tanta admiración como melancolía.
¿Podemos aspirar a tener una justicia mejor?
Sin ningún género de dudas. Creo que el campo de la reforma de la justicia es, primero, absolutamente necesario. En segundo lugar, imprescindible, para asegurar el Estado de derecho y la credibilidad de los ciudadanos en las instituciones. Y, en tercer lugar, porque pese a que existen zonas de conflicto, hay tal grado de consenso interno entre los que trabajamos en la administración de Justicia acerca del diagnóstico de la situación y de los remedios que deben ponerse, y son tan próximos, tan visibles y tan viables, que no se entiende que no se conciten esfuerzos para reformar la administración de Justicia española por parte de los grandes partidos (y los pequeños también), porque es un campo mucho menos conflictivo y más fácil para el consenso que Sanidad o Educación, por poner ejemplos próximos necesitados de reforma.
¿Alguna receta para mejorar la convivencia?
Como decía el profesor López Aranguren, que cada institución cumplamos el papel constitucional que nos está asignado con bondad de fines, y que los ciudadanos comprendan que un sistema se basa en el consenso, los compromisos y el intercambio de opiniones. En definitiva, cuanta más tolerancia, más libertad y cuanta más libertad, más democracia.
A la puerta del número 4 de la calle Fortuny hay un grupo de cámaras y periodistas escuchando a alguien que viene a presentar una queja en la Fiscalía. España vive tiempos de protesta. ¿Qué pensaría de nuestra situación actual Alonso Martínez, el ministro redactor de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, que escribió que «España no ha de ser una excepción entre los pueblos cultos de España y América» y que no era posible montar una máquina delicada, como la que sometía a aprobación real y hacerla funcionar con éxito, «sino contando con el asentimiento, el entusiasmo, la fe y el patriotismo de los que han de manejarla»? Salgo a la calle a ver dónde están ese entusiasmo y ese patriotismo, pero la gente va y viene seria, enfurruñada. Hace frío, hay crisis y brilla un rayo de sol, como en Milagro en Milán, película que supongo que le gustará a este fiscal culto y cinéfilo. Alonso Martínez ya no es más que una estatua en una glorieta de Madrid.