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Enrique Molina nació (1910) y murió (1996) en Buenos Aires. Durante su juventud, viajó a bordo de distintos navios mercantes por el mundo y vivió en varios países americanos. Ligado al surrealismo, pero no a la escritura automática, publicó su primer libro de poemas, Las cosas y el delirio, en 1941. Siguieron Pasiones terrestres (1946), Amantes antípodas (1961), Las bellas furias (1966) y Los últimos soles (1980). Yo lo descubrí en las páginas de Hotel Pájaro, una preciosa antología de sus versos reimpresa a comienzos de los 80 por el Centro Editor de América Latina. Como narrador, escribió Una sombra donde sueña Camila O’Gorman (1974), novela centrada en la figura de una muchacha semilegendaria del patriciado porteño que se unió sentimentalmente a un sacerdote, junto con el cual fue fusilada por orden del dictador Rosas.

En un viaje que hice por América Austral en 1992, coincidí con Enrique Molina en una cena. Recuerdo entre los comensales a María Kodama y a un corrosivo José Ángel Valente. De aquel primer y único encuentro con el autor de Hotel Pájaro saqué una impresión muy favorable: Molina vivía la vida con una intensidad, un desapego y una alegría tan elementales que parecía el héroe de una saga islandesa (por lo menos). Religión y erotismo eran sus temas favoritos, sin olvidar algunos nombres propios de la literatura universal, como Rubén Darío y Ernst Jünger. Cuatro años después, muy poco antes de morir, Molina publicó en el diario La Nación un bellísimo poema, titulado «Adiós», del que mi buen amigo Jorge Lebedev me proporcionó fotocopia. Lo ofrezco íntegro a continuación, para solaz y escalofrío de troyanos y tirios, propios y extraños.

ADIÓS

Un día más, sólo un minuto más, para estar vivo y despedirme de cuanto amé.
Para decir adiós a las cosas que vi y toqué mientras moría desde el instante mismo en que nací
Y vino el niño con el premio que ganó en el colegio por su sabiduría,
y el ala de la gaviota golpeando en lo infinito con su vuelo,
vino la cabellera derramada y el rostro de la misteriosa mujer que
estuvo a mi lado, en el lecho, sin que yo lo supiera,
y el río con su lenta corriente musculosa
a través de cada mueble, de cada objeto y cada gesto
de quien me ve partir, ¡oh Dios mío!

Un instante más aún en el suelo que pisé,
en el aire de mi respiración sofocada por el amor,
en los vestigios de la pasión,
con cuanto —mosca o sol— me deslumhró en este extraño planeta donde perduré año tras año,
presintiendo este límite de espumas,
este revuelto torbellino de la despedida,
yo, que tanto fui deslumhrado por la centelleante atracción de la tierra,
por cuanto fue caricia o solamente un espejismo del mundo en mi destino.

Así, pues, me despido de los caballos, de la canoa, los pájaros, el gato y sus costumbres.
Déjame una vez más mirar las flores y la lluvia.
Es éste el trágico momento en que uno descubre
el delirio misterioso de las cosas, sus raíces secretas,
el instante supremo de decir adiós a cuanto se adoró en esta vida.

Filólogo. Profesor de investigación del ILC/CCHS/CSIC. Poeta. De la Real Academia de la Historia.