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Sería deshonesto por parte del editor encomiar el valor del pliego que ahora se presenta por el solo hecho de haber sido escrito por Dostoyevski pocos meses antes de su muerte. Es cierto que la sola proximidad del término luctuoso de cualquier vida proporciona a cada acto, a cada pensamiento o texto pretéritos de ese curso vital un valor que trasciende lo ordinario. Damos en pensar que esas últimas acciones significativas en la vida de un hombre pueden contener algún destello de lo que su hacedor intuyera, todavía desde aquí, del más allá que se le estaba acomodando: no tanto que el yo vivo pudiera llegar a pensar en su yo muerto con categorías conceptuales, ni menos aún que lo pudiera expresar juiciosa y articuladamente, sino que tal vez lo vislumbrara como los personajes de Poe barruntan desde lejos lo siniestro.

Si, al pronunciar su discurso sobre Pushkin en Moscú, el 7 de junio de 1880, Dostoyevski comprendía o no que estaba escenificando la última gran intervención pública de su vida, es algo que dejo a la deducción de lectores más sagaces que yo, a la de especialistas en literatura eslava, a psicólogos o médicos forenses, en fin: a quien quiera y pueda resolver esta cuestión, pues materia de análisis no le faltará, como es evidente por el texto dado a la imprenta después de esta introducción.

Lo que sí estoy en condiciones de argüir es el tenor sumarial de las ambiciones literarias del propio Dostoyevski con que este discurso fue concebido, tan pronto como el escritor tuvo consciencia de la oportunidad que se le brindaba de dejar una palabra pública sobre la orientación y peculiaridad de la literatura rusa, por las que él había trabajado sin descanso durante más de cuarenta años.

La gran ambición del novelista Dostoyevski y, a siete meses vista de su muerte, cabe decir también: el primer gran logro del novelista Dostoyevski fue el de completar con su obra una gran sociología, acaso la más exhaustiva de su tiempo. A diferencia de la práctica totalidad de los otros escritores anteriores y coetáneos suyos, Dostoyevski fue quien puso a pensar, condujo a la acción y dio voz a personajes-tipo de todos los estratos sociales que constituían el complejo país en el que vivía.

O dicho de otro modo: Dostoyevski fue el primer escritor ruso que con plena consciencia reconoció similares títulos de interés literario a la nobleza, al pueblo ortodoxo, a los primeros comerciantes y a los primeros intelectuales liberales rusos, lo mismo que a esa variante de la clase popular y de la doctrina liberal (o sea, socialista) que en Occidente constituían ya el proletariado, pero que en Rusia apenas si estaba incoada.

Hasta Dostoyevski, la rusa había sido principalmente una literatura de terratenientes. Pushkin, Gógol, Lérmontov, Turguéniev, Gonchárov o Tolstói, por citar solamente los nombres más importantes, se habían ocupado de los señores —de los señorones— característicos de la Rusia aristocrática. Para ocupar el ocio de los miembros de esta clase se habían editado en Rusia la mayor parte de las novelas. Los terratenientes eran, por añadidura, los únicos rusos con cultura suficiente para escribir novelas a la par que tiempo, es decir, dinero suficiente para consagrarse a ello, sin padecer hambre. Nada lo prueba mejor que la adscripción a la clase de la tenencia de la tierra y a la nobleza de todos los novelistas arriba indicados.

En las obras de Dostoyevski no podía faltar los aristócratas, claro está, ni esas magníficas conductoras de salones que eran sus mujeres; y los siervos y los campesinos adscritos a los bienes rústicos de los nobles rusos, y sus cocheros, y los porteros, cocineros y toda suerte de lacayos que oficiaban en los diversos servicios de los palacios urbanos de la nobleza (los más rancios en Moscú, los cortesanos en Petersburgo). Pero es verdad que desde que floreciera, a comienzos de siglo XIX, esa gran literatura de y para terratenientes, hasta la supresión de la esclavitud, obra de Alejandro II; y desde entonces hasta 1880, año en el que Dostoyevski se disponía a acabar el último de sus paisajes con figura aristocrática —Fiódor Pávlovich Karamázov, el gran sensual de menguada propiedad y menos dientes—, las costumbres de este estrato social estaban casi por completo desdibujadas y sus virtudes muertas. Los aristócratas se habían vuelto cínicos de puro ociosos, con Lérmontov; habían dirigido contra sí mismos su portentosa capacidad analítica, con Turguéniev, justificando ante su conciencia nuevos motivos para la inacción y dándose inclusive cobertura verbal con ínfulas trágicas; el autor de Guerra y paz, en fin, llegó a hacerse famoso y rico recurriendo a personajes históricos, porque los coetáneos miembros de su clase andaban mermados ya de temple heroico.

Por eso, cuando en 1866 aquel minúsculo aristócrata que era Dostoyevski —un «príncipe» de tan baja estofa como su Idiota— empezó la serie de sus grandes novelas, en sus páginas no alentarían sino los epígonos de los «grandes terratenientes de antaño», a saber: señoritas mimadas, amantes de la ópera y de los ballets y buscadoras de aventuras d’aprés las novelas francesas, no siempre bien escardadas por sus mademoiselles; más los señoritos herederos, prometidos de las primeras, transformados ya en cínicos perfectos, ya en maridos imposibles para aquellas jóvenes bellezas y, tratándose de los más aburridos e inteligentes de ellos, también en simpatizantes de la causa del «cuarto estado» —en indolentes partidarios de la revolución de esos chicos proletarios—.

La partida literaria de defunción de la clase de la aristocracia estaba reservada a Chéjov, pero a Dostoyevski le correspondió llevar su cadáver a la morgue. El, sin embargo, no se consideraba uno de aquellos escritores terratenientes, al contrario. Con mucho orgullo se presentaba a sí mismo como «el primer escritor proletario» de Rusia —el primero que había vivido, mal que bien, de aquello que escribía—. A la ausencia de tiempo, es decir, a la ausencia de rentas de propiedad que le permitieran ser independiente de aquello que entregara a los editores, atribuía él, con pena más también de nuevo con alguna altivez, las imperfecciones de su estilo. Pero era un escritor proletario sobre todo porque su capacidad creativa no se agotó en cumplir su parte en la historia de la literatura de los señoritos de su país.

Dostoyevski fue un escritor de la clase popular, a la que dio vida en todas y cada una de sus obras, no por un interés más o menos folclórico o por tintar sus páginas con algunos colores costumbristas, sino por unos muy hondos motivos ideológicos. Numerosos personajes de la Rusia profunda, humillada y ofendida, desfilan por las páginas de sus novelas: habitantes de monasterios con fama de milagreros; campesinos ferozmente ignorantes pero tan dulces como Maréi; más otras buenas gentes de Dios llegadas a la ciudad, donde el genio de Dostoyevski les abocaría a ahogarse en el alcohol, a emplearse como dama de compañía de rancias señoras de sombreado bigote o a arrojar, en fin, sobre una mesa, de largo tiempo ayuna de manteles, las primeras monedas ganadas haciendo la calle bajo faroles rojos.

Gógol es el precedente más claro del novelista popular que fue Dostoyevski. De hecho, el autor de Las novelas peterburguesas dio la bienvenida al joven autor que se revelaba con Pobres gentes, reconociendo en él a un gran observador de la clase social a la que pertenecía su funcionario sin capote. Pero Gógol resultó impotente para formalizar su visión total de Rusia con una creación novelística de grandes vuelos; su Almas muertas quedó inconclusa y la ambigüedad de toda su obra, irresuelta —los aristócratas como Tolstói se inclinarían en adelante por relatos como El carruaje, mientras que escritores como Dostoyevski amarían El capote—.

Junto a los tipos de la clase de la nobleza y a los tipos de las clases populares, en las novelas de Dostoyevski se dibujaban además los primeros tipos rusos de comerciante, es decir, los primeros imitadores de los burgueses de París y de Londres —para el escritor, caracteres esencialmente determinados por la incultura, la envidia y una fatua presunción—.

Añadíanse a ellos los primeros intelectuales liberales, que el novelista pintaba como pobres estudiantes de planteamientos radicales, o como viejos terratenientes ociosos convertidos a la doctrina del progreso.

De aquella sociedad decimonónica, en fin, que había mudado su vieja piel de servidumbre por otra de renovación y libertad, la obra de Dostoyevski nos permite conocer la mente, los proyectos y las acciones de los pioneros del socialismo ruso, que hartos de disquisiciones, congresos y promesas de felicidad universal, al estilo europeo, se decidieron a rebanar los primeros cuellos que la Revolución había de cobrarse en Rusia para lograr de una vez por todas la bienaventuranza en este mundo, primero en suelo ruso y desde allí como exportación preciosa al universo entero.

En los países de Europa más occidental no hubo, creo yo, en época contemporánea a la de Fiódor Mijáilovich, novelista que acometiera un proyecto intelectual de envergadura similar a la del dostoyevskiano. La comedia humana compartiría con la obra del ruso la amplitud de miras, pero la balzaquiana estaba más interesada en las costumbres que en el análisis de las mentalidades e ideas morales. Si hubiéramos de referirnos a una sola novela, tal vez la peregrinación estamental del héroe de Rojo y negro se aproximara a la de Raskólnikoven Crimen y castigo, pero Julien Sorel no tiene continuadores en la obra de Stendhal como el joven estudiante asesino la tiene en la de Dostoyevski. En fin, tal vez Rousseau hubiera tratado de convencernos de su cabal conocimiento de todas las clases sociales de la Europa de su tiempo, pero en lugar del coro de voces que escuchamos magistralmente empastadas en las novelas de Dostoyevski, sólo nos llega la del autor en las Confesiones del ginebrino. Nada hallo, pues, en el resto de Europa, nada en la América de aquel tiempo que resista la comparación con la obra intelectual del autor de la serie de novelas que empieza con Crimen y castigo y acaba en Los hermanos Karamázov.

Precisamente por referencia a la composición coral ha señalado Bajtin otro de los grandes méritos de Dostoyevski, que es preciso recordar en esta introducción. Y es que Dostoyevski fue capaz de crear unas «formas» literarias plenamente idóneas pour mettre en scène, por llevar a la novela todos los contenidos intelectuales, morales y sociológicos que a él le interesaban. Él fue capaz de realizar lo que Gógol murió sin saber cómo diablos se construía: esas composiciones dramáticas en las que las distintas conciencias sociales confluyen gobernadas por la trama, y lo hacen de tal manera sorprendente, novelesca o, como diría Cervantes, ingeniosa, merced a las inusitadas peripecias concebidas por el autor, que el relato se carga de suspense y, sabiamente administrado por el novelista, llega a formar uno de los conjuntos de narraciones policíacas más interesante del siglo.

De genialidad pura procedía también la capacidad de Dostoyevski para imaginar unos diálogos brillantísimos, cada cual determinado estilísticamente por el léxico, la materia y el modo de razonar característico de la clase o clases sociales convocadas a recitar en cada escena. Pues en punto a construcción de diálogos, Dostoyevski no andaba a la zaga de Schiller.

Y no obstante la rareza de las acciones y las peripecias que el escritor imaginaba; y no obstante la diversidad de lenguajes con que verbalizaba o acompañaba esas situaciones, Dostoyevski, de puro genio, era capaz de crear tramas tan asombrosamente unitarias que, aunque narradas a lo largo de cientos de páginas, daban cuenta de acciones que sucedían «en menos de horas, veinticuatro» y en el espacio de un par de manzanas en algún rincón próximo al peterburgués mercado de la Cebada.

El tercer mérito literario que quiero destacar a propósito del discurso que Dostoyevski escribió en memoria de Pushkin, fue el impulso «combativo» que animaba al escritor a dar comienzo y concluir todas y cada una de sus novelas. Dostoyevski no era solamente un cabal conocedor de la sociedad de su tiempo, ni solamente un magistral reproductor de los representantes típicos o ilustrativos de las clases en que ésta se dividía, ni sólo un genial montador de escenas y diálogos. Todo eso lo era Dostoyevski después de haber luchado tenazmente hasta lograrlo, con el objetivo de tomar partido en las cuestiones del día y en los debates cruciales de su tiempo.

Dostoyevski no fue un domador del lenguaje ni un prestidigitador de bellas formas narrativas. No fue nunca su intención pavonearse ante el público lector, espolvoreando en sus narices, como quien dice, un asombroso virtuosismo estilístico. No era su misión entretener el ocio de una clase desocupada —la aristocrática—, ni escandalizar su apolillada moral. No era Dostoyevski un biólogo social que buscase clasificar los conflictos sociales, observando primeros los ejemplares comunes, como Linneo, y luego los especímenes monstruosos, para permanecer al margen de de los problemas, ajeno a la rectificación de lo aberrante.

Pudiendo haber sido todas esas cosas, Dostoyevski se comprometió a ser ante todo un gran escritor político, en el sentido sublime —moral— del término. El creó personajes y los puso en escena para mostrar el origen, desarrollo y desenlace de los conflictos sociales, y hacer de ese modo partícipes a sus conciudadanos de sus descubrimientos. De ningún otro modo sabía Dostoyevski empujar a sus compatriotas a afrontar intelectual y emocionalmente los conflictos reales que experimentaban cada día, sino a través de los que él mismo ingeniara verbalmente como trasuntos o reflejos de aquéllos.

Con su trabajo entendido como una empresa moral, Dostoyevski sólo podía abrazar el partido de la verdad. La novela, según el escritor, para ser útil a su época en sentido espiritual, tenía que buscar toda la verdad, sin esa parcialidad y limitación que son causa de la falsedad en todos los órdenes de la vida. Por eso Dostoyevski prestaba atención y trataba de comprender todos los esfuerzos morales e intelectuales que se ensayaban en todas las clases sociales —sus reivindicaciones en materia de justicia, sus intentos de auto y heterojustificación sus proyectos de nuevos cursos de acción común—. Dostoyevski participaba en las Internacionales Socialistas, las primeras que hubo en la historia, lo mismo que en las soirées literarias en el palacio de los zares o en los mítines clandestinos celebrados en los suburbios peterburgueses. Todo le interesaba, de todo lo que palpitaba en su época quería dar cuenta en sus novelas, y en sus páginas se daban cita todas las contradicciones, todas las imposibilidades de aquel tiempo, para, a la vista de los resultados del conflicto, tratar de anticiparse al futuro de Rusia.

Dostoyevski fue un grandísimo dialéctico. El escritor discernía los tipos por su autenticidad, los argumentos por su fuerza y las ideas por su brillantez intuitiva. Para el escéptico, todas las opiniones pueden ser verdaderas y falsas al mismo tiempo; para el cínico, quien argumenta tiene iguales razones para sostener una proposición y su contraria, pues argumentar es vano; pero para Dostoyevski, la fuerza persuasiva de cada idea y de cada argumento había de ser inspeccionada con particular atención, sin desdeñar ninguno pero sin igualarlos todos —prestando crédito a toda idea digna de crédito, pero prestándoselo poco a las indignas de él—. Estaba en juego la comprensión de la humanidad de su tiempo. Si el dialéctico se llamase Aristóteles, el discernimiento de la verdad de la humanidad pasaría por distinguir no solamente los razonamientos verdaderos de los falsos —una tarea no muy ardua, al cabo—, sino sobre todo los razonamientos verdaderos de aquellos que lo son sólo en apariencia. Pero cuando el dialéctico se llama Dostoyevski, las clases sociales son convocadas a escena y, de confrontación en confrontación, por la palabra pero sobre todo por las relaciones y las grandes pasiones, el drama alcanza el punto en que uno de los personajes, sentado frente a otro, nos permitirá averiguar si los argumentos con que Raskólnikov trata de legitimar su crimen son más verdaderos que los que emplea su amiga, la pecadora Sonia, cuando allí mismo, Evangelio en mano, se aplica a redimirle.

1
DEL EPISTOLARIO INÉDITO DE DOSTOYEVSKI

Interés gnoselógico por todas las clases sociales, valor de la forma artística, intención moral: todas esos motivos-fuerza de la obra de Dostoyevski se dan cita en su «Discurso sobre Pushkin», pronunciado con ocasión del LXXXI aniversario del nacimiento del poeta.

Unos meses antes, en abril de 1880, el escritor había recibido una carta de Serguéi A. Yuriev, presidente de la Sociedad Amigos de la Literatura Rusa y novísimo editor de la revista Russkaia Mysl (La Idea Rusa), en la que se interesaba por las disposiciones del novelista para participar en los eventos que en honor a Pushkin se celebrarían en Moscú.

Un único, aunque imponente, obstáculo se alzaba frente a Dostoyevski para acceder a ese ruego, y era la conclusión de la cuarta y última parte de Los hermanos Karamázov. Estaba en juego no sólo su compromiso con el editor de El Mensajero Ruso, que desde hacía dos años venía publicando la novela y que le instaba a entregar los últimos capítulos; iba también en ello la influencia que Dostoyevski podría ejercer en la nueva generación, que había respondido a la última novela con notable mayor entusiasmo a como lo hiciera en ocasiones precedentes.

A ello se sumaba la comezón de dejar a sus hijos algunos bienes en propiedad, una preocupación que Dostoyevski sentía cada vez más en lo vivo. Desde la vuelta de su exilio europeo había logrado el escritor satisfacer paulatinamente las cuentas que a la muerte de su hermano quedaran impagadas, unas deudas procedentes de las ruinosas iniciativas editoriales puestas en marcha por aquél en beneficio de Fiódor Mijáilovich y que eran por ello, honoris causa, de los dos. El pago de esta deuda familiar había supuesto sin embargo que el novelista y los suyos se hubiesen visto forzados a vivir al día durante casi tres lustros.

Añádase a eso que, aunque relativamente joven (Dostoyevski tenía entonces sesenta años), el escritor gozaba de una salud harto precaria. Desde hacía siete años le aquejaba un enfisema pulmonar, consecuencia de un catarro de las vías respiratorias con el que no podían las curas de aguas en Ems, a las que Dostoyevski se había sometido disciplinadamente cada verano durante aquellos últimos años. Y si al principio de aquella enfermedad el escritor se mostraba completamente ajeno a su destino, ahora la referencia a ella en su correspondencia, por ejemplo, era cada vez más frecuente. El seguía ajeno a toda preocupación personal por su salud, sentía incluso cierta delectación morbosa al inspeccionar las transformaciones orgánicas que su enfermedad emprendía sin pedirle permiso; pero sí le inquietaban, y mucho, como hemos dicho, las consecuencias que un desenlace rápido de su enfermedad podrían acarrear a su familia.

Él y su mujer, Anna Grigoriévna, habían ideado recientemente un sistema para obtener mejores resultados de la venta de las novelas, pues ellos mismos llevaban el control de depósitos y ventas con todos los libreros contratados para su distribución. Este control había empezado a surtir efecto, y ahora que la maquinaria estaba bien engrasada y en movimiento, era irresponsable interrumpir la publicación de Los Karamázov.

Estas objeciones opondría mentalmente Dostoyevski a la invitación del señor Yuriev. Por otra parte, sin embargo, la intención de honrar la memoria de Pushkin no podía ser más próxima a su corazón. Era tal la admiración del novelista por este poeta, y tan convencido estaba de su importancia para el nacimiento y especificidad de la literatura rusa, que desde las páginas de su Diario de un escritor había apoyado todas las iniciativas orientadas a la construcción del monumento, cuya inauguración en Moscú estaba siendo ahora ultimada. La primera de esas tentativas tuvo lugar en los años sesenta, pero la cuestación popular que entonces se puso en marcha, para la erección de un monumento, concluyó por extinguirse tras unos meses de lánguida existencia. Resurgió la iniciativa, de nuevo a instancia popular, en 1871, con nuevas energías, aunque no tantas como para que los deseos de los más fervorosos se vieran realizados en un plazo decoroso.

« A mi juicio —escribió Dostoyevski en su Diario de un escritor, en febrero de 1877—, aún no hemos empezado a conocer a Pushkin. Es un genio que se adelantará a la consciencia rusa todavía por mucho tiempo… Era, por lo pronto, un ruso, un verdadero ruso, que por la fuerza de su genio mismo se había transformado en un ruso, y nosotros seguimos aún tomando lecciones de un tonelero cojo […]. Y de ese gran hombre ruso […], de que hasta hoy están completamente en ayunas .miles y miles de nuestros intelectuales, que ignoran que fuera un poeta y un ruso de tan gigantescas proporciones, para él, todavía no se han podido recaudar fondos con destino a un monumento, detalle este que pasará a la historia»1.

Poco tiempo después de que estas observaciones fueran hechas, el monumento, en fin, salió a concurso y el escultor A. M. Opekushin presentó el proyecto que se llevaría a ejecución. Una figura de cuerpo entero, esculpida en bronce, representaba el poeta erguido pero pensativo y sería instalada en la plaza Spaskaia de Moscú. Al descubrimiento oficial de la estatua, que tendría lugar el 26 de mayo de 1880, acompañaría una serie de recepciones, discursos y banquetes en honor de quien, desde que Chaadayév lo hiciera por primera vez, en vida todavía del poeta, había sido considerado casi por unanimidad el poeta nacional de Rusia.

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Casi por unanimidad, pues no todos habían reconocido ese título al autor de Eugenio Oneguin. Las primeras críticas corrieron a cuenta de Dmitri Pisarev, mediados los sesenta de aquel siglo, que se permitió llamar la atención sobre la frivolidad de no pocos temas abordados por Pushkin, tal que, en el mejor los casos y a la vista de las acuciantes cuestiones sociales ya manifiestas en la época del poeta, éste parecía sustraerse de ellas. Desde entonces, había soportado Pushkin unos cuantos puyazos, unos superficiales y otros no tanto, sobre todo desde las posiciones más liberales de la crítica literaria y de la publicística, aunque no sólo desde ellos: el mismo Tolstói, por entonces más activo como reformador moral y político que como novelista, se cuestionaba la oportunidad de un homenaje a quien, según él, tenía pocos méritos diferentes del de haber sido un frívolo con talento2.

De todo esto era consciente Dostoyevski, y no se le escapaba la importancia que el homenaje de Moscú podía tener para la memoria del poeta y la orientación futura de la literatura en su país. Así, pues, y a despecho de sus obligaciones contractuales, que trataría de satisfacer trabajando en adelante con mayor intensidad, en carta con fecha 9 de abril, Dostoyevski aceptó la invitación de Yuriev a intervenir como orador en las conmemoraciones, al tiempo que, de acuerdo con la petición del mismo Yuriev, comprometía con La Idea Rusa todo lo que pudiese escribir con ocasión de esa efeméride.

Las buenas intenciones de Dostoyevski se vieron incumplidas no tanto por su falta de voluntad cuanto por los constantes compromisos a los que se hacía acreedora su notoriedad. El más próximo a sus verdaderos intereses fue la defensa de la tesis doctoral de Vladímir Soloviev, un joven y brillante filósofo con el que había intimado en muy poco tiempo y con cuyas ideas comulgaba ampliamente. Luego, el 14 del mismo mes de abril, en calidad de vicepresidente de la Sociedad Benevolente Eslava, no pudo evitar participar en una soirée literaria convocada, entre otros, por los grandes duques Constantino y Sergio, y las princesas Oldenburgskaya y su hermana. Más o menos satisfecho personalmente con estas convocatorias públicas, en carta con fecha del día 29, Dostoyevski tuvo finalmente que pasar el mal trago de reconocer a Nikolai Lyubimov, el editor gerente de El Mensajero Ruso, que aún no tenía ningún capítulo de su novela, listo para entregar en el número correspondiente al mes de mayo. Como prenda de su compromiso con el editor, sin embargo, Dostoyevski daba por hecho que con su inminente partida a la aldea de Staraia Russa, en pocos días de ininterrumpido trabajo —el escritor hablaba de tres semanas— llegaría a tener toda la novela a punto para los números  correspondientes a julio, agosto y septiembre.

El día 1 de mayo el escritor recibió la invitación oficial que en nombre de la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa, Yuriev le cursaba no sólo para estar presente en los actos, sino sobre todo para participar como uno de los oradores que intervendrían después del desvelamiento del monumento. El editor de La Idea Rusa le participaba los nombres de los otros personajes que intervendrían junto con él, una información con que Yuriev esperaba acabar de ganar la voluntad de Dostoyevski para las celebraciones de esa ciudad, frente a otros homenajes organizados en San Petersburgo y en otras ciudades, a los que sabía Dostoyevski había sido igualmente invitado. La lista de los oradores incluía los nombres de Iván S. Aksakov, Alexéi F. Písemski, Alexander N. Ostrovski y, como traca final, el de I. S. Turguéniev. Era evidente que el encuentro de Moscú estaba llamado a tener una gran significación ideológica. De entre los invitados, sólo Aksákov podía considerarse un eslavófilo de cierto renombre, y aún éste menguado en los últimos tiempos, por un cierto hastío del público moscovita hacia él. Con Turguéniev de por medio, la participación de Dostoyevski era inexcusable.

Pocos días después, el 4 de mayo, reunida a petición de Dostoyevski la junta de la Sociedad Filantrópica Eslava, quedaba aprobado por unanimidad que Fiódor Mijáilovich Dostoyevski representara a esta Sociedad en los actos en honor a Pushkin en Moscú. Ese mismo día hubiera partido el escritor a su retiro en la aldea, si en aquella misma jornada no le hubiera cursado invitación el gran duque Constantino para dirigir de allí a poco otra soireé literaria en el salón rojo de Palacio de Invierno, en la que participaría, entre otros, la zarina, que desde que fuera puesta en conocimiento de la sesión anterior, había mostrado especial interés en conocer al escritor.

Y en efecto, tras arrancar lágrimas de los ojos de la zarevna, leyendo para ella y los otros asistentes la Confesión del padre Zosima y el breve cuento de Navidad, el día 8 de mayo, Dostoyevski, junto con su mujer y sus hijos, pudo partir el 10 para Staraia Russa, donde esperaba cumplir sus dos objetivos ya inaplazables: preparar su intervención en Moscú y concluir Los hermanos Karamázov.

***

Dostoyevski estaba de vuelta en San Petersburgo el día 22. Disponía ya una versión manuscrita de su discurso y tiempo por delante para darle los últimos retoques. Anna Grigórievna estaba preocupada por la salud de su marido, a quien la sobretensión del trabajo de las últimas semanas había fatigado más de lo que ella deseara. Circunstancia esta que no era ajena al empeoramiento del enfisema, del que le habían hablado recientemente los médicos. «Mi primo Snitkin me ha explicado —dejó escrito Anna Grigórievna uno de esos días— que los pequeños vasos han llegado a ser tan delgados y propensos a romperse, que a cada momento pueden estallar, a consecuencia de un esfuerzo físico»3 De ahí que, más que nunca, hubiera ella deseado poder acompañar a su marido a Moscú, un viaje, empero, que las modestas posibilidades económicas de los Dostoyevski no permitían afrontar en modo alguno. Anna Grigórievna aceptó que su marido viajara solo, a condición de que éste le enviara todos los días noticias sobre su estado de salud. Una promesa que Fiódor Mijáilovich cumplió.y aun rebasó, pues en algunos de las próximas jornadas llegaría a escribirle en dos ocasiones. A ello le invitaría además la intensidad de los acontecimientos que estaban por venir. Cuando, el día 24, Anna Grigórievna acompañó a su marido a la estación para despedirle, no sabía hasta qué punto la necesidad le estaba robando aquellas experiencias públicas, acaso las más gloriosas, con que la vida iba a premiar al escritor.

La noticia de la muerte de la mujer del zar —esa rara emperatriz que era Maria Alexándrovna— sorprendió a Dostoyevski con un pie puesto en el estribo del vagón, el día 24 de mayo. Por un instante supuso que emprender aquel viaje sería inútil, pues los actos previstos serían suspendidos. Pero ya era tarde para desdecirse; Dostoyevski se acomodó en el vagón y, despidiéndose de su mujer y de sus hijos, partió hacia Moscú.

El escritor tenía razón. No bien hubo descendido del tren en Moscú, cuando sus suposiciones se vieron confirmadas: el zar había decretado luto oficial y los actos en memoria de Pushkin quedan, pues, aplazados, por tiempo indefinido.

2
D E FIÓDOR M. DOSTOYEVSKI
A ANNA G. DOSTOYEVSKAYA

Hotel Loskutnaya, Avenida Tverskaya, Moscú
Domingo, 25 de mayo, 1880

Mi querida amiga Anya:

Ayer por la mañana Lavrov4, Nikolái Aksakov5y Zverev, un profesor de la universidad6, llegaron en visita oficial para presentarme sus respetos. Esa misma mañana tuve que corresponder a su cortesía, devolviendo la visita a cada uno. Esto me llevó no poco tiempo, y me vi obligado a andar de un lado para otro. Luego fui a casa de Yuriev. Me recibió con entusiasmo, con abrazos y todo. Me dijo que están pensando solicitar permiso para retrasar la inauguración del monumento hasta el otoño —hasta octubre, y no junio o julio, como han sugerido, al parecer, las autoridades—; pero en ese caso, le dije yo, la ceremonia de inauguración sería un desastre, nadie vendría. No he podido enterarme por Yuriev de nada relativo a la situación actual porque es un hombre bastante desordenado, una especie de versión modernizada de Repetilov7, aunque con un rasgo de astucia. (Pero sin lugar a dudas ha habido toda clase de intrigas.) Entre otras cosas, mencionó mi ensayo, después de lo cual Yuriev saltó y me dijo: «¡Yo no le he pedido ningún ensayo!» (es decir, ninguno para su revista). Pero yo recuerdo perfectamente que sí me lo pidió en sus cartas. Lo que pasa es que este Repetilov es muy astuto: no le apetece aceptar mi artículo y tener que abonármelo ahora: «Guárdeselo hasta el otoño, hasta el otoño, pásenoslo entonces, no se lo entregue a nadie, nosotros tenemos prioridad, recuérdelo; y así tendrá un cierto margen para los toques finales» (como si ya supiese que el artículo necesita todavía una pulida). Yo, por supuesto, dejé inmediatamente de hablar del artículo y le hice solamente una vaguísima promesa para el otoño. Un episodio este, que me disgustó.

Después de dejarle, fui a casa de Novikova8, donde me recibieron con mucha cordialidad. Luego realicé algunas otras visitas, y luego me dirigí a casa de Katkov, pero no pude encontrar ni a Katkov9ni a Lyubimov10. Así que hice el recorrido de los libreros. Dos de ellos (incluido Kashkin) habían mudado sus locales. Todos me prometieron que me prepararían algo para el lunes. N o sé si cumplirán su promesa. Pero yo volveré a verles el lunes y trataré de conseguir entonces las nuevas direcciones. Luego fui a casa de Iván Aksakov. Todavía está en la ciudad pero no le encontré en casa, había salido al banco11. Después de esto volví al hotel y cené. A las siete en punto cogí un coche, que me llevó a casa de Katkov. Katkov y Lyubimov estaban los dos allí; me dieron la bienvenida muy calurosamente y hablé con Lyubimov de la entrega de los Karamázov. Ellos insisten que en junio. (Voy a tener que trabajar como un demonio cuando vuelva.) Entonces mencionó el ensayo y Katkov trató de convencerme de que se lo entregara a él, es decir, en otoño. Enfadado como estaba con Yuriev, casi prometo dárselo a él. Así que si La Idea Rusa decide ahora que quiere mi artículo, haré que paguen hermosamente por él, y si no quisieran aceptar mi precio, se lo daría a Katkov (y para entonces podré ampliar el artículo).

Desde casa de Katkov (donde se me cayó el té y me calé entero), fui a la de Varya12. Estaba en casa y, aunque eran casi las diez cuando llegué, fuimos juntos a hacer una visita a Yelena Pavlovna13. Varya acababa de recibir una carta para mí de nuestro hermano Andréi (relativa a los documentos de nuestra propiedad). Me guardé la carta. Resultó que Yelena Pavlovna se había mudado a otro apartamento y que había dejado de alquilar habitaciones. Así que fuimos a su nuevo apartamento y nos encontramos allí de visita a Masha y Nina Ivanova14(con quien Yelena Pavlovna ha hecho las paces) y Khmyrov15. Los Ivanov salen para Darovoye dentro de tres días y Khmyrov también irá allí, porque su mujer ya está allí con Vera Mikhailovna. Estuvimos de tertulia una hora o así. Al volver al hotel, encontré una carta, que Nik. Aksakov y Lavrov habían venido a entregar personalmente. Me invitan a cenar el día 25 (es decir, hoy), y vendrán a recogerme a las cinco en punto. El acto ha sido organizado por la dirección de El Pensamiento Ruso, pero irá también otra gente. Por lo que dijo Yuriev (cuando estuve con él), se reunirán entre 15 y 30 personas. Me da la impresión de que la cena está siendo organizada en honor a mi estancia en Moscú, es decir, que yo soy el invitado de honor, y que será en algún restaurante. (Tan impacientes están todos estos jóvenes literatos moscovitas de que nos sean hechas las presentaciones). Son ya las tres de la madrugada; dentro de dos horas llegarán a recogerme, pero todavía estoy dudando qué llevar, si levita o frac.

Bueno, así ya tienes mi crónica completa. No le pedí dinero a Katkov, pero le dije a Lyubimov que quizá necesitase algo este verano, a lo que me respondió que cualquier cosa que necesitase, todo lo que tenía que hacer era pedírselo y que él me lo haría llegar a cualquier lugar que yo le dijese. Mañana tendré que hacer la ronda de los libreros, ir a casa de Yelena Pavlovna para ver si ha llegado allí alguna carta tuya, ir a ver a Mashenka16, que me quiere ver a toda costa, etc. Pasado mañana, el martes día 27, saldré para Russa, pero aún no sé qué tren voy a coger, si el de la mañana o el del mediodía. Pero no estoy seguro de que mañana me dejen atender mis negocios: Yuriev insiste a gritos en que «tiene que hablar conmigo, hablar y hablar conmigo», y todo así. En verdad, todo eso me aburre sobremanera; tengo los nervios a flor de piel. Creo que no te voy a escribir de nuevo, a no ser que suceda algo verdaderamente especial. Adiós, cariño, un beso para ti y para los niños muy cariñoso. A Lilya y a Fedya dales varios besos de mi parte. Os quiero mucho a todos.

Tuyo,
F. Dostoyevski.

25 de mayo. Dos de la mañana

Posdata.
Mi querida Anya, ayer casi tuve que abrir el sobre que tenía ya listo para enviar, para poder añadir estas líneas. Esta mañana, Iván Sergeevich Aksakov17 vino al hotel y me suplicó que me quedara para la ceremonia de inauguración, porque esperan que ésta tenga lugar antes del día 5. Dijo que no podía marcharme, que no tenía derecho a marcharme, que mi influencia en Moscú es grande, entre los jóvenes en general y entre los estudiantes de la universidad en particular, que mi partida pondría en peligro el triunfo de nuestras ideas fundamentales, que después de haber oído en la cena ayer por la noche las ideas básicas de mi discurso, estaba absolutamente convencido de que mi deber era hablar, y no sé cuántas cosas más, las que me dijo. Me hizo notar asimismo que, siendo yo el delegado de la Sociedad Filantrópica Eslava, no podía marcharme, puesto que todos los demás delegados habían decidido quedarse al oír el rumor de que los actos de la inauguración del monumento a Pushkin podían tener lugar muy pronto.

Cuando se fue, Yuriev (en cuya casa cenaré esta noche) vino un momento para decirme lo mismo. Hoy (día 25), Dolgoruky18 ha salido para Petersburgo y ha dado palabra de poner un telegrama desde allí señalando el día exacto de la inauguración del monumento. Aquí confían en recibir ese telegrama no más tarde del miércoles día 28 y con suerte incluso mañana mismo. He decidido lo siguiente: esperar al telegrama y si el desvelamiento realmente va a tener lugar entre el 1 y el 5 de junio, entonces me quedaré. Pero si es más tarde, saldré para Russa el día 28 o el 29. Y esto es lo que ya le he dicho a Yuriev.

Lo que más me preocupa es que no he sido capaz de localizar a Zolotariov. Yuriev me prometió que se enteraría de su paradero y que me lo haría saber hoy mismo. Así podría marcharme aunque sea delegado de la Sociedad Filantrópica Eslava, porque arreglaré con Zolotaryov nuestra representación en los actos (por cierto: tenemos que pagar de nuestro bolsillo la corona del monumento, y una corona cuesta ¡50 rublos!). En un momento dado Yuriev empezó a darme la murga con que le dejara publicar mi artículo en El Pensamiento Ruso. Así que le conté todo, es decir, que yo prácticamente se lo había prometido ya a Katkov. Empezó a ponerse muy nervioso y a turbarse, me pidió disculpas, afirmando que le había entendido mal, que se trababa de un quid pro quo; y cuando yo le insinué que cobraba por mi trabajo, exclamó que Lavrov le había dicho a él que me pagara lo que yo pidiera, incluso 400 ó 500 rublos.

También le dije a Yuriev que la razón por la que le había prácticamente prometido a Katkov el artículo, había sido la de obtener un retraso en la publicación de los Karamázov, pues así cabría explicar (al público) que el artículo sobre Pushkin aparece en lugar de los Karamázov. Pero si ahora se lo doy a El Pensamiento Ruso, parecerá que le he pedido a Katkov la demora para poder trabajar para su enemigo, Yuriev. (¡Así que imagínate en qué situación me encuentro! Pero la culpa es de Yuriev). Katkov se dará por ofendido. Más aún, Katkov no pagaría 100 rublos (cómo iba a hacerlo, si me está pagando solamente 300 rublos por página impresa de los Karamázov, y por un artículo seguramente no pagaría ni siquiera 300 rublos), y esos doscientos cincuenta rublos extra de Yuriev podrían valer por el tiempo adicional que estoy pasando aquí a la espera de la inauguración del monumento. En resumen, que no se acaban los problemas y las complicaciones. No sé qué es lo que va a ocurrir, pero de momento he decidido quedarme aquí hasta el día 28. Por tanto, a no ser que la inauguración del monumento quede prevista para antes del día 5, estaré de vuelta en Russa el 29 o el 30 (habiendo hecho antes lo mejor posible para colocar mi artículo en un lugar u otro).

Quiero sin falta noticias tuyas (es la segunda vez que te hago este ruego). ¿Es que no voy a recibir de ti una sola línea mientras estoy en Moscú? Escribe inmediatamente a la dirección que mencioné ayer en mi carta (que recibirás junto con esta posdata). Si lo prefieres, envíame un telegrama.

Yuriev comentó que hoy había venido mucha gente a verle para protestar por no haberles puesto en conocimiento de la reunión que tuvo lugar ayer noche. Más aún, cuatro estudiantes fueron donde él tratando de conseguir ser admitidos en la cena de hoy.

Por cierto, he tenido visitas de Sukhomlinov (está en la ciudad)19, Gattsuk20, Viskovatov21 y otros. Salgo para ir a las librerías. Hasta luego.  Un beso a todos otra vez.

Vuestro,
F. Dostoyevski.

P. D. Yuriev ya se había hecho con el artículo de Iv. Aksakov sobre Pushkin. Por esto probablemente estaba tratando de evadir la cuestión antes de ayer. Pero después de oír en la cena lo que yo tenía que decir sobre Pushkin, posiblemente decidiera que tenía que hacerse también con mi artículo. Turguéniev ha escrito otro artículo sobre Pushkin.

3
DE FIÓDOR M. DOSTOYEVSKI A
ANNA G. DOSTOYEVSKAIA

Hotel Loskutnaya, Habitación 33
Avenida Tverskaya, Moscú
25-26 de mayo, 1880

Mi querida amiga Anya:

Aquí tienes otra carta para ti (estoy escribiendo esto a las dos de la mañana). Quizá no te llegue antes de que vuelva a casa (porque aún pienso que saldré de Moscú el jueves, día 27), pero estoy escribiendo por si acaso, porque las circunstancias tal vez hagan necesario que me quede aquí unos pocos días más. Pero permite que te cuente las cosas con orden. Hoy, día 25, a las cinco, Lavrov y Nik. Aksakov vinieron a recogerme y me llevaron en su propio coche al Hermitage. Llevaban levita y yo llevaba levita también, aunque, como luego se demostró, la cena en efecto había sido organizada en mi honor. Había unas veintidós personas —personalidades literarias, profesores, investigadores— esperando por nosotros en el Hermitage. En su solemne discurso de bienvenida, Yuriev empezó diciendo que mucha otra gente anhelaba participar en la cena y que, de haberse aplazado ésta un solo día, varios centenares hubiesen asistido; pero que ellos habían organizado el encuentro a toda prisa y que ahora temían que, cuando los otros se enterasen de ello, vinieran a ser objeto de reproches por no haberles invitado. Entre los invitados estaban cuatro profesores universitarios, el director de un instituto estatal, Polivanov (amigo de la familia Pushkin)22, Iván Sergeevich Aksakov, Nikolái Aksakov, Nikolái Rubinstein (el de Moscú)23, etc., etc.

La cena fue un asunto por todo lo alto. Una habitación entera había sido reservada (lo que ha tenido que costar sus buenos rublos). Sirvieron filetes de esturión ahumado de archina y media de largo, sterlets hervidos de también de archina y media, sopa de tortuga, fresas salvajes, codorniz, unos espárragos excelentes, helado, los vinos más exquisitos y ríos de champaña. Se pronunciaron seis discursos en mi honor (los que hablaban se ponían en pie para proclamarlos), algunos de ellos bastante largos. Los intervinientes fueron Yuriev, los Aksakov, tres de los profesores y Nikolái Rubinstein. Durante la cena llegaron dos telegramas de felicitación, uno de ellos, de un eminente profesor que había tenido que abandonar Moscú a última hora, que hablaba de mi «tremenda» importancia en literatura tanto como artista de «sensibilidad universal» como «polemicista» y como ruso. Después de esto hubo una interminable sucesión de brindis en la que cada uno se levantaba y venía hasta mí para hacer chinchín contra mi copa. Ya te contaré con detalle cuando nos reunamos. Todo sucedía en una atmósfera de gran entusiasmo. Respondí a todos ellos con un discurso bastante acertado, que produjo gran efecto, y luego cambié al tema de Pushkin. Causó una profunda impresión.

Ahora tengo que contarte una cuestión engorrosa y complicada. Una delegación de la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa fue hoy a ver al príncipe Dolgorukov, y les dijo que la inauguración del monumento tendría lugar un día entre el 1 y 5 de junio, pero no dijo la fecha exacta. Y parece ser que están encantados con esta decisión; de ese modo, dicen, los literatos y las delegaciones no abandonarán Moscú y, aunque no haya ni música ni funciones teatrales, sí habrá reuniones de los Amigos de la Literatura, discursos y cenas. Cuando dije que estaba pensando marcharme de Moscú el día 27, estalló un decidido grito de protesta: «¡Sencillamente, no permitiremos que te vayas!». Polivanov (que está en el comité de la inauguración del monumento), Yuriev y Aksakov declararon públicamente que todo Moscú estaba comprando tiques para asistir a las reuniones y que todos los que compraban esos tiques (para las reuniones de los Amigos de la Literatura Rusa) estaban preguntando, según compraban los mismos (insistiendo en informarse de antemano): ¿hablará Dostoyevski? Pero puesto que no se les podía decir en cuál de las reuniones en concreto hablaría yo, si en la primera o en la segunda, todo el mundo empezó a comprar tiques para ambas reuniones. «Todo Moscú se pondrá triste y furioso si te marchas», me dijeron todos. Traté de salir del asunto diciendo que tenía que seguir avanzando en las entregas de los Karamázov, lo que desencadenó un clamor sugiriendo seriamente que una delegación sería enviada a Katkov para pedirle que me concediese un aplazamiento. Entonces traté de argumentar que tú y los niños ibais a inquietaros si yo tenía que estar fuera tanto tiempo, y así se ofrecieron (y no estaban bromeando) no sólo a enviarte un telegrama sino incluso a enviar una delegación a Staraia Russa para pedirte que me permitieras permanecer aquí. Yo entonces les dije que tomaría una decisión mañana, es decir, el lunes 26.

Ahora estoy aquí, sentado, en un verdadero aprieto y muy nervioso. Por una parte, hacer más firme mi influencia no sólo en Petersburgo sino también en Moscú es muy importante para mí; por otra, permanecer aquí significaría permanecer separado de vosotros, problemas con los Karamázov, gastos, etc. Por último, aunque mi «palabra» sobre Pushkin va a ser definitivamente publicada ahora, la cuestión es dónde, porque el sábado prácticamente se lo prometí a Katkov, lo que sin duda disgustará a los Amigos y a Yuriev. Pero si le entrego el discurso a ellos, se enfurecerá Katkov.

Por el momento sigo manteniendo mi decisión de marcharme, si no el día 27, el 28 o a más tardar el 29, cuando Dolgoruky nos comunique finalmente la fecha exacta de la inauguración. Quizá tenga que esperar hasta entonces.

En todo caso, me encuentro ahora en un estado de tremenda ansiedad. Estuve un rato en casa de Yelena Pavlovna, después de la cena, para ver si había llegado alguna carta, pero no había nada tuyo. Por supuesto, aún es algo pronto para que una carta llegue hasta aquí desde Russa, pero ¿no voy a recibir tampoco mañana nada de ti? Yelena Pavlovna y yo fuimos luego a visitar a Mashenka Ivánova y yo le conté que había estado cenando con Rubinstein y ella se emocionó mucho con el asunto. De todas formas, tan pronto como recibas esta carta, contéstame directamente sin preocuparte por si para entonces habré salido o no de Moscú, porque si no me coge aquí, Yelena Pavlovna la reenviará sin abrir a Russa. Así que contéstame sin falta. La dirección exacta de Yelena Pavlovna es la siguiente: Parroquia Voskresene, Calle Ostozhenka, Casa de Dmitriyevskaya, para F. M. Dostoyevsky. Si quieres ponerme un telegrama, lo puedes enviar tanto a casa de Yelena Pavlovna como a mí directamente al Hotel Loskutnaya, Avenida Tverskaya; en ambos casos lo recibiré con total seguridad (pero para las cartas, mejor dirigirlas a casa de Yelena Pavlovna).

N. B. Fui elegido miembro de la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa ya hace un año, pero el anterior secretario, Bessonov, por negligencia, dejó de notificármelo, y ahora me han pedido disculpas. Un abrazo muy fuerte, cariño, y un beso a los niños. Por la noche tengo sueños extraños, portentosos.

Vuestro,
F. Dostoyevski.

Sí, mi discurso fue verdaderamente bueno. Otra vez te abrazo. Besa a los niños por mí y cuéntales cosas de su papá.

Vuestro,
F. Dostoyevski.

P. D. Pienso que, después de todo, insistiré y me marcharé el 27. Claro que, en ese caso, no tendrá sentido publicar el discurso, porque ya no tendrá más interés como discurso, sino que será sólo un artículo. Y tendrá que ser reelaborado.

4
DEFIÓDOR M. DOSTOYEVSKI, ETC.

A Anna G. Dostoyevskaya
Hotel Loskutnaya. Habitación 33
Moscú. 28-29 de mayo
2 de la mañana

Mi querida Anya:

Las únicas noticias que tengo es que el telegrama de Dolgorukov ha llegado hoy anunciando que la inauguración del monumento tendrá lugar el día 4. Esta vez sí es oficial. En consecuencia, podré dejar Moscú el día 8, o incluso el 7, y puedes estar segura de que no voy a perder un solo minuto. Pero permanecer aquí, tengo que hacerlo, y ya lo he decidido así. La cuestión más importante es que me necesitan aquí, no simplemente los Amigos de la Literatura Rusa, sino todo nuestro partido y toda la idea por la que venimos luchando desde hace ahora más de treinta años. Porque el partido contrario (Turguéniev, Kovalevsky24 y prácticamente la universidad al completo) está decidido a minimizar la importancia de Pushkin como el hombre que supo expresar la identidad nacional rusa, negando la misma existencia de esa identidad. Para hacerles frente, nuestra parte cuenta sólo con Iván S. Aksakov (Yuriev y los otros no tienen peso), pero Iván Aksakov ha decaído un poco y Moscú ya ha tenido bastante de él. Pero Moscú nunca me ha visto a mí ni me ha oído hablar, así que ahora soy yo el centro principal de interés. Mi voz hará que la balanza se incline a nuestro favor. Yo he luchado toda mi vida por esto, así que es impensable que ahora abandone el campo de batalla. Y cuando el mismo Katkov —que no es un eslavófilo— dice: « No te puedes ir, tú no es posible que te marches», es evidente que no puedo marcharme.

Hoy al mediodía, cuando todavía estaba durmiendo, Yuriev se presentó en mi habitación con el mencionado telegrama. Se sentó por allí mientras yo me iba vistiendo, y en ese momento me informaron de que dos damas solicitaban entrevistarse conmigo. Yo no había acabado todavía de vestirme, así que encargué que se averiguase quiénes eran. El tipo del hotel volvió con una nota en la que la Sra. Ilina decía querer obtener mi autorización para publicar un libro para niños con fragmentos de mis escritos, y para publicar otro dirigido a jóvenes lectores. ¡Qué te parece eso! Eso mismo teníamos que haberlo pensado nosotros hace tiempo, y haber publicado un libro como ese para niños; se vendería, sin duda, podría dejarnos perfectamente 2.000 rublos. ¡Y ahora esta señora pidiéndome que le regale esos 2.000 rublos! ¡Qué descaro! Yuriev salió sin pérdida de tiempo para decirle que yo no estaba en modo alguno dispuesto a garantizarle a ella esa autorización, y que yo no podría recibirle (salió porque fue él mismo quien sin pensarlo sugirió a la señora que viniera a verme). Acababa de salir Yuriev cuando llegó Varvara Mikhailovna, y antes incluso de que ella entrase en la habitación, Viskovatov apareció por detrás de ella. Viendo que tenía visitas, Varya se marchó sin esperar. Yuriev volvió de nuevo y me contó que la segunda dama visitante había venido por su cuenta; no quiso decir su nombre y comentó solamente que había venido para expresar su infinita estima, su asombro y su gratitud por cuanto yo le había proporcionado con mis libros, etc. Habiendo dicho esto, se despidió y nunca llegué a verla. Hice que sirvieran té a mis invitados y luego entró Grigorovich25. Estuvimos sentados en mi habitación un par de horas hasta que Yuriev y Viskovatov se despidieron, pero Grigorovich se quedó, sin intención aparente de marcharse. Empezó a contarme todo tipo de historias acumuladas durante los últimos treinta años, recordando el pasado y todo eso. La mitad de las cosas que me contó eran pura invención, naturalmente, pero algunas de ellas tenían ciertamente su interés. Luego, cuando eran ya casi las cinco, anunció que no tenía intención de dejarme y comenzó a pedirme que saliera y cenara con él. Así que salí con él, de nuevo al mesón Moscú, donde tuvimos una cena tranquila, en la que todo el tiempo habló él. De repente entraron Averkiyev y su mujer. Averkiyev se sentó con nosotros y Dona Anna dijo que pasaba por allí y que me había visto (¡pues sí que la necesito!)26. Resultó que dos sobrinos de Pushkin, Pavlishchev y Pushkin27, junto con otros muchachos, estaban cenando en una mesa próxima a la nuestra. Pavlishchev también se acercó hasta nosotros y dijo que había pasado por allí para verme. En resumen, que es lo mismo que en San Petersburgo. No me dejarán en paz.

Después de la cena, Grigorovich empezó a tratar de convencerme para dar una vuelta por el parque y «respirar un poco de aire fresco», pero rechacé la invitación; salí con él, volví andando a mi hotel y diez minutos más tarde fui en coche hasta casa de Yelena Pavlovna para ver si allí había alguna carta. Pero no había cartas para mí; sólo las hijas de Ivanova estaban allí. Mashenka se marcha mañana. Estuve hasta las 11, luego volví al hotel para tomar un poco de té y luego escribirte. Esta es mi crónica completa.

Lástima que nuestras cartas tarden tres o cuatro días en llegar a su destino. Puesto que ya te he informado que estaré de vuelta, y tú me estás esperando el día 8, no me vas a volver a escribir otra vez, por supuesto, y ahora piensa el tiempo que va a pasar antes de que recibas mi carta de antes de ayer y ¡la carta de hoy acerca de mi cambio de planes! Me temo que todo te va a parecer desconcertante y que vas a empezar a preocuparte.

Pero el asunto no tiene remedio. Es horrible que pueda estar dos o tres días más sin recibir nada de ti, porque te echo muchísimo de menos. Me siento muy triste aquí, a pesar de todos los invitados y de todas las cenas. Anya, ¡qué lástima que no hayamos sabido encajar todo (era sencillamente imposible, por supuesto) para que tú hubieses venido conmigo! He oído que incluso Maikov ha cambiado de decisión y se dispone a venir. Todavía tengo muchas cosas que hacer por todas partes: presentarme en el Ayuntamiento y registrarme como delegado (exactamente cuándo, todavía no lo sé), para conseguir mi entrada en los actos de la inauguración.

Están alquilando las ventanas de las casas alrededor de la plaza a 50 rublos la ventana. En torno a la plaza están colocando unas tribunas de madera para el público, con sillas que también se están vendiendo a precios exorbitantes. Me preocupa asimismo que salga un día lluvioso y que pille un resfriado. No me corresponde hablar en la cena del día de apertura. Creo que mi discurso está previsto para el segundo día, en el encuentro de los Amigos. Están también pensando sustituir las funciones teatrales por la lectura de algunos pasajes de Pushkin, a cargo de personalidades literarias (Turguéniev, yo, Yuriev). (Me han pedido que lea la escena del monje cronista, y el monólogo del miserable en «El caballero avaro». Además de eso, Yuriev y Viskovatov leerán cada uno un poema a la muerte de Pushkin: Yuriev leerá el de Guber28, Viskovatov, el de Lérmontov, y yo, el de Tyutchev).

El tiempo pasa y la gente me impide hacer lo que tengo que hacer. Todavía no he conseguido ir a recoger el dinero en la oficina principal o en casa de los Morozov29. Aún no he estado en casa de Chayev30 y tengo que ir a visitar a Varya. Además me gustaría mucho saludar a Nikolái, el obispo de Japón, y a Aleksei, el vicario de Moscú, ambos hombres interesantísimos31. No duermo bien, y me atormentan constantemente las pesadillas. Tengo miedo de coger un resfriado el día de la apertura y toser durante mi discurso.

Estaré esperando ahora tu carta con mucha impaciencia. ¿Cómo están los niños? ¡Dios mío, qué ansioso estoy de verlos! ¿Te encuentras bien? ¿Estás contenta, o enfadada? Me duele estar lejos de vosotros. Bueno, adiós. N o iré mañana a casa de Yelena Pavlovna; ha prometido que me hará llegar todas las cartas que reciba. Un abrazo muy fuerte a todos, y mi bendición a los niños.

Vuestro,
F. Dostoyevski.

P. D. Si algo ocurriera, ponme un telegrama al hotel Loskutnaya. Y manda las cartas también al Hotel. ¿Recibes sin problemas mis cartas? ¡Sería un desastre que se perdiera alguna carta!

5

A Anna G. Dostoyevskaya
Hotel Loskutnaya, habitación 33
Moscú
7 de junio, 1880
Medianoche

Mi dulce, preciosa, querida Anya:

Te escribo esta carta a toda prisa. Ayer tuvo lugar la inauguración del monumento. ¿Cómo podría describírtelo? ¡Ni veinte páginas serían bastante!, y ahora no puedo perder ni un solo minuto. En las tres últimas noches he dormido apenas cinco horas, y esta noche volverá a ser lo mismo.

Después de la inauguración, hubo cena con discursos, seguida de recitales y música, en la noche literaria de la Casa de la Nobleza. Yo leí la escena de Pimen. A pesar de que era un intento imposible (porque no hay quien haga oír bien a Pimen a través de todo un salón), y a pesar de que la lectura tuvo lugar en un recinto con una acústica pésima, me dijeron que resultó soberbio, aunque el público tuvo dificultades para oírme. La recepción que me hicieron fue increíble. Estuvieron mucho tiempo sin dejarme comenzar la lectura, todo el mundo insistía en vitorear, y cuando hube acabado mi intervención, me hicieron salir tres veces. A Turguéniev, que leyó miserablemente, le hicieron salir más veces que a mí. Entre los bastidores (un inmenso espacio en penumbra) percibí a un centenar por lo menos de gente joven, que chillaban frenéticamente cada vez que Turguéniev salía al escenario. De inmediato pensé que era una clac, puesta ahí por Kovalevski. Esto es exactamente lo que resultaron ser. En la sesión de esta mañana, por causa de esta clac, Iván Aksakov se negó a pronunciar su discurso después de Turguéniev (quien, en el suyo, había empequeñecido a Pushkin, al no querer aceptarlo como poeta nacional de Rusia). Aksakov me explicó que la clac había sido organizada mucho tiempo antes y colocada deliberadamente allí dentro por Kovalevski (eran todos sus estudiantes, la mayoría de ellos occidentalistas) para hacer aparecer a Turguéniev como el líder de su movimiento y, al mismo tiempo, para apabullarnos en caso de que tratáramos de decir algo en contra de ellos.

Sin embargo, la recepción que me hicieron fue impresionante, a pesar de que sólo aplaudieron los que estaban sentados en las primeras filas. A esto se sumó la multitud de hombres y mujeres que vinieron hasta los bastidores para estrecharme la mano. Cuando crucé el salón, en el intermedio, un montón de gente, jóvenes y ancianos y mujeres, se precipitaron hacia a mí, exclamando: «¡Tú eres nuestro profeta! ¡Después de haber leído los Karamázov, nos hemos hecho mejores!». (Me he dado cuenta en suma de lo tremendamente importante que son los Karamázov.) Hoy, al abandonar la sesión de la mañana, en la que yo no había  intervenido, sucedió exactamente lo mismo. Según me dirigía escaleras abajo para recoger mi abrigo en el guardarropa, hombres, mujeres, etc., no cesaban de detenerme. Por la noche, durante la cena, dos damas me trajeron flores. Conocía el nombre de algunas de ellas: la señora Tretiakova, la Golokhvastova32, Moshnina, y otras. Iré a visitar a la Tretiakova (la mujer del propietario de la galería de arte) pasado mañana.

Hoy hemos tenido la segunda cena literaria, a la que asistieron unas doscientas personas. Al llegar, la gente joven salió a mi encuentro, echándome piropos, ocupándose de mí, dirigiéndome enfervorecidas palabras; todo esto, antes de la cena. Durante la cena, mucha gente pidió la palabra y se propusieron muchísimos brindis. Yo no quería hablar, pero hacia el final de la cena la gente saltó de sus asientos para forzarme a que yo interviniera. Yo sólo dije unas pocas palabras, y fueron recibas con un clamor de entusiasmo; literalmente, un clamor. Luego, ya en otra habitación, un gran grupo se arracimó en torno a mí y estuvimos conversando durante mucho tiempo, apasionadamente, mientras servían los cafés y los puros. Y cuando, alrededor de las nueve y media, me levanté para volver a casa (dos tercios de los invitados estaban todavía allí), me ovacionaron con un aplauso, al que tuvieron que sumarse, quisiéranlo o no, incluso aquellos que no simpatizaban conmigo. Luego la multitud inundó las escaleras bajando detrás de mí y, sin sombreros ni abrigos, salieron a la calle y me acompañaron hasta el coche. Y entonces, empezaron sin más a subirse a él para besarme las manos, no uno, sino una veintena de ellos, y no sólo jóvenes, sino también viejos ancianos. No, Turguéniev tiene una clac, pero mi gente tiene verdadero entusiasmo. Maikov presenció todo esto; ha tenido que quedarse atónito. Mucha gente que yo no conocía se acercó hasta mí para decirme por lo bajo que se había tramado todo un complot contra Aksakov y contra mí para la sesión de mañana por la mañana. Mañana es 8, el día más importante de todos: por la mañana pronunciaré mi discurso y por la noche tengo que leer dos poemas: «La osa», y «El profeta». Estoy decidido a leer bien «El Profeta»33. Deséame suerte.

Hay mucho alboroto y muchos nervios por aquí. Ayer por la noche, en la cena en el Ayuntamiento, Katkov se arriesgó a pronunciar un largo discurso, que con todo produjo cierto efecto en una parte al menos de la audiencia. Kovalevsky se comporta externamente de un modo muy amigable conmigo y en un brindis mencionó mi nombre, entre otros. También lo hizo Turguéniev. Annenkov trató de echárseme encima, pero yo no le hice caso. Anya, aquí estoy escribiéndote cuando aún no he dado los últimos retoques a mi discurso. El día 9 tengo que hacer esas visitas, y tengo que decidir a quién voy a entregarle mi artículo. Todo depende del efecto que produzca el discurso. Llevo aquí mucho tiempo, he gastado una hermosa cantidad de dinero, pero he asentado los pilares de nuestro futuro. Tengo que echarle una ojeada final al discurso y hacer que me preparen la ropa para mañana. Mañana será mi gran día. Me da miedo no haber dormido lo suficiente. Temo que me sobrevenga un ataque.

La oficina central no nos va a pagar, el asunto no tiene solución. Hasta luego, cariño. U n abrazo para ti y un beso para los niños. Saldré lo más seguro el día 10, y estaré en casa el 11 por la noche. Espérame. Os abrazo muy fuerte a todos; te quiero.

Tu siempre fiel,
F. Dostoyevski.

P. D. Esta carta será probablemente la última desde aquí.

EL PROFETA (1826)

De sed espiritual atormentado,
por lóbrego desierto me arrastraba
y un serafín exáptero ante mí
aparecióse en una encrucijada.
Sus dedos tan ligeros como el sueño
rozaron mis pupilas:
mis pupilas proféticas se abrieron
como las de águila despavorida.
Y rozándome luego los oídos
me los llenó de estrépito y fragor
y oí el vuelo divino de los ángeles
y del cielo el temblor,
el nadar de los saurios submarinos
y de la planta el germinal ardor.
Entonces se inclinó sobre mi boca
y me arrancó la pecadora lengua,
vanilocuente y llena de artería,
y el dardo de la sierpe de la ciencia
en mis labios helados
insertó con su ensangrentada diestra.
Desgarrando mi pecho con su espada
me extrajo el palpitante corazón
y una brasa, de fuego rodeada,
en el abierto pecho colocó.
Yacía en el desierto cual cadáver
y oí la voz de Dios que me llamaba:
«Levántate, profeta, mira y oye,
y que mi voluntad colme tu alma.
Recorre tierra y mar, y de las gentes
los corazones con tu verbo inflama»34.

6

A Anna G. Dostoyevskaya
Hotel Loskutnaya, Habitación 33
Moscú
8 de junio, 1880
8 de la tarde.

Mi querida Anya:

He enviado hoy la carta que te escribí ayer, día 7, pero ahora no puedo resistir enviarte también estas pocas líneas, aunque esté completamente agotado, tanto moral como físicamente. Por ello, es posible que recibas esta carta al mismo tiempo que la otra. Esta mañana he leído mi discurso en la Reunión de los Amigos de la Literatura Rusa. El auditorio estaba abarrotado. ¡Es difícil, Anya, que llegues a imaginar, a comprender qué efecto ha producido el discurso! Mis éxitos en San Petersburgo han sido nada en comparación con éste, ¡sencillamente nada! Al aparecer yo en el estrado, el auditorio tembló bajo los aplausos y durante mucho, mucho tiempo no me dieron oportunidad de empezar. Yo hacía inclinaciones con la cabeza y gestos, pidiéndoles que me permitieran comenzar, pero sin resultado: euforia y entusiasmo (¡todo por causa de los Karamázov!). Por fin empecé a leer. En cada página, a veces en cada frase, era interrumpido por estallidos de aplausos. Yo leía en voz alta, con fuego. Todo lo que dije sobre Tatyana fue recibido con entusiasmo (¡esto es una gran victoria de nuestra idea, después de veinticinco años de decepciones!). Y cuando al final proclamé la unidad universal de toda la humanidad, el salón entero pareció que reventaba de histeria, y cuando acabé, hubo (no lo voy a llamar clamor) un bramido de euforia. La gente del público, desconocidos hasta entonces, lloraba, sollozaba, se abrazaban unos a otros, y hacían promesa de ser mejores, de nunca más odiarse unos a otros, sino de amarse unos a otros. El orden del acto saltó por los aires. Todo el mundo subió a la tribuna adonde yo estaba: damas del gran mundo, Muchachas estudiantes, secretarias, estudiantes; todos me abrazaban y me besaban. Los miembros de la sociedad nuestra que estaban en el estrado me abrazaron, me besaron; todos ellos a mí, a un hombre que estaba arrasado en lágrimas, literalmente, por causa de su euforia. Estuvieron reclamándome en el estrado durante media hora, agitando sus pañuelos. Para que te hagas una idea de lo que estaba ocurriendo: dos señores mayores, a los que nunca hasta entonces había visto, vinieron hasta donde yo estaba: «Hemos sido enemigos durante veinte años, no nos hemos hablado en todo este tiempo, pero ahora nos hemos dado un abrazo y hemos hecho las paces. Ha sido usted quien nos ha reconciliado. ¡Usted es nuestro santo! ¡Usted es nuestro profeta!». «¡Profeta, profeta!», gritaba la gente en la multitud.

Turguéniev, para quien había puesto unas amables palabras en mi discurso, subió hasta donde yo estaba y me dio un abrazo, con lágrimas en los ojos. Annenkov se precipitó hacia mí, me dio la mano y me besó en el hombro. «Eres un genio, eres más que un genio», insistían en decir uno y otro. Aksákov (Iván) subió corriendo al estrado y declaró al público que mi discurso no había sido simplemente un discurso, sino ¡un acontecimiento histórico! Que los nubarrones habían cubierto el horizonte, pero que ahora la palabra de Dostoyevski los había conjurado, iluminándolo todo de nuevo, como una aurora. Que a partir de ahora reinará la era de fraternidad, y que ya no habrá más luchas. «¡Así será, así será!», gritaban todos, y de nuevo volvían a abrazarse unos a otros y a llorar. La reunión se interrumpió. Yo me apresuré a retirarme hacia los bastidores, tratando de escapar, pero ellos se abrieron camino en pos de mí, todos ellos, especialmente las mujeres. Besaban mis manos, no querían dejarme solo. Los estudiantes empujaban hacia adelante. Uno de ellos, llorando, cayó histérico al suelo delante de mí, y perdió el conocimiento. ¡Una victoria completa y total! Yuriev (el presidente) hizo sonar la campanilla y declaró que la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa había decidido por unanimidad elegirme miembro de honor. Más alaridos y gritos.

Después de casi una hora de interrupción, la reunión recomenzó. Daba la impresión de que nadie quería hacer uso de la palabra. Aksakov se levantó y declaró que no iba a pronunciar su discurso porque todo había sido dicho y asentado ya por la gran palabra de nuestro genio: Dostoyevski. Todos sin embargo insistieron en que pronunciara su discurso. Mientras lo hacía, se estaba tramando un complot. Yo empecé a sentirme muy débil y me hubiera gustado retirarme, pero me forzaron a quedarme. N o sé cómo consiguieron comprar a esas horas una carísima guirnalda de laurel, de dos arshinas de diámetro, y al final del acto, un tropel de mujeres (más de un centenar) inundaron el escenario y me ciñeron la guirnalda en presencia de todo el público: «Esto es a la mujer rusa, de quien usted ha dicho tantas cosas maravillosas». Lágrimas de nuevo y otra vez gran entusiasmo. El alcalde Tretyakov me dio las gracias en nombre de la ciudad de Moscú.

Estarás de acuerdo, Anya, en que ha merecido la pena quedarse aquí: esto ha sido la fundación de nuestro futuro, la fundación de todo, también si yo hubiera de morir.

Cuando regresé al hotel, encontré tu carta del potro, pero qué insensiblemente escribes acerca de mi permanencia aquí. Dentro de una hora, iré a la segunda reunión literaria para dar lectura a los poemas —leeré «El profeta»—. Y mañana, las visitas. Saldré de aquí pasado mañana, el día 10, y estaré en casa el 11—a no ser que algo muy importante me retenga aquí. Tengo que colocar mi artículo, pero ¿con quién? Ahora todos quieren arrebatármelo. Es tremendo. Hasta luego, mi más preciosa, deseable, inapreciable. Beso tu piececito. Un abrazo a los niños, mi bendición y mis besos. Un beso al potro. A todos os bendigo. Mi cabeza no funciona, me tiemblan las manos y las piernas. Adiós, hasta dentro de muy pronto.

Vuestro,
Dostoyevski.

NOTAS

1· Fiódor M. Dostoyevski, Diario de un escritor (Dnevnik pisatella), 2/1877, Cap. 1-1 (Obras completas, vol. III, tr. Rafael Cansinos, Madrid, Aguliar, 91986), p. 1.178.
2· Lev. N. Tolstói, ¿Qué es el arte? (1898), XVII, tr. M. Teresa Beguiristain, Barcelona, Ed. Península, 1992 (Oxford, 1930), p. 221-222.
3· Citado en Henry Troyat, Dostoyevski, Destino, Barcelona (2) 1961, p. 341.
4· Vukol Mikhailovich Lavrov (1852-1912), periodista, traductor del polaco, editor de El Pensamiento Ruso desde 1880 durante más de veinticinco años.
5· Nikolai Petrovich Aksakov (1848-1909), teólogo e historiador, colaborador en varias revistas.
6· Nikolai Andreyevich Zverev (1850-1917), profesor de Filosofía e Historia del Derecho en la Universidad de Moscú, posteriormente, Ministro de Educación Pública.
7· Personaje de la comedia La desgracia de tener talento (1826), de A. S. Griboyedov.
8· Olga Alekseyevna (Kireyeva) Novikova (1840-1921), periodista, corresponsal en Londres de La Gaceta de Moscú, autora de varios libros, en inglés y en ruso, sobre los dos países y las relaciones entre ambos.
9· Mikhail Nikiforovich Katkov (1818-1887), director de la Gaceta de Moscú, fundador en 1986 de la revista El Mensajero Ruso, donde publicaron sus obras Tolstói, Saltykov-Shchedrin, Pleshcheyev, Turguéniev, Ostrovsky, Ogaryov y Dostoyevski (Crimen y Castigo, El idiota, Los demonios y Los hermanos Karamázov). Relativamente liberal al comienzo de su carrera, Katkov fue haciéndose progresivamente más conservador los últimos años de ella.
10· Nikolái Alekseyevich Lyubimov (1830-1897), físico, editor gerente de El Mensajero Ruso partir 1863, cuando Katkov dedica mucho tiempo a la edición de la Gaceta de Moscú.
11· Director del banco.
12· Hermana de Dostoyevski.
13· Pariente político de Dostoyevski, por la línea de su hermana casada, Vera.
14· Sobrinas de Dostoyevski, hijas de Vera Mikhailovna.
15· Dmitri Nikolayevich Khmyrov (1847-1926), profesor de matemática, marido de otra sobrina de Dostoyevski, Sonya, hija también de Vera.
16· Mariya Mikhailovna Dostoyevskaya (1844-1888), sobrina de Dostoyevski (hija de su hermano Mikhail), pianista de talento, casada con Mikhail Ivanovich Vladislavlev (1840-1890), colaborador en las revistas de los hermanos Dostoyevski y más tarde profesor de filosofía en la Universidad de San Petersburgo.
17· 1823-1886, eslavófilo, uno de los escritores más conocidos en tiempos de Dostoyevski; editor, entre otros, de El Día (1861-1865) y Moscú (1867-1868).
18· Gobernador general de Moscú.
19· Mikhail Ivanovich Sukhomlinov (1828-1901), autor de los ocho volúmenes de la Historia de Rusia de la Académia de Ciencias, y de otras obras sobre la literatura y la ciencia rusas.
20· Aleksei Alekseyevich Gattsuk (1832-1891), editor del Suplemento Semanal Ilustrado del Calendario Religioso, que es mencionado en el capítulo 9 del segundo libro de los Karamázov.
21· Pavel Aleksandrovich Viskovatov (1842-1906), profesor de literatura rusa en la Universidad de Derpt.
22·  Lev Ivanovich Polivanov (1838-1898), director del muy conocido Instituto de Enseñanza Superior Polivanov en Moscú y secretario de la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa desde 1878 hasta 1880.
23· Nikolái Grigorevich Rubinstein (1835-1881), hermano menor de Antón, director del Conservatorio de Música de Moscú.
24· Maksim Maksimovich Kovalevsky (1851-1916), sociólogo e historiador del Derecho, una de las figuras más destacadas del partido liberal.
25· Dmitri Vasilevich Grigorovich (1822-1900), novelista, autor de historias «naturalistas» de la vida ordinaria, la más conocida de las cuales es La aldea (1846), y uno de los cuatro representantes del Fondo Literario en los actos conmemorativos de Pushkin.
26· «Donna Anna», sarcástica referencia a la mujer de Everkiyev, actriz en su tiempo, poco del gusto de Dostoyevski.
27· Lev Nikolayevich Pavlishchev (1834-1915), hijo de una hermana de Pushkin, autor de un libro de recuerdos de su tío. Anatoly Lvovich Pushkin, hijo de Lev Sergeyevich, hermano de Pushkin.
28· Eduard Ivanovich Guber (1814-1847), además del poema por la muerte de Pushkin, tradujo la primera parte del Fausto de Goethe; antes de morir había hecho bastantes recensiones de las primeras obras de Dostoyevski.
29· Uno de los muchos distribuidores de libros e n Moscú.
30· Nikolái Aleksandrovich Chayev (1824-1914), autor dramático, sucesor de Ostrovsky como director del Programa de Repertorio de los Teatros de Moscú, y secretario en funciones de la Sociedad de Amigos de la Literatura Rusa desde 1878 hasta 1884.
31·  lván Dimitriyevich Kasatkin (1836-1912), autor de las «Cartas desde Japón», publicadas durante muchos años en la Gaceta de Moscú. Aleksandr Fyodorovich Platonov (1828-1890), profesor de Derecho canónico en la Académia de Teología de Moscú, y autor de muchos libros y artículos sobre cuestiones teológicas.
32· Olga Andreyevna Golokhvastova (m. 1894), autora de varias novelas y obras dramáticas. Ella y su marido, Pavel Dmitriyevich, historiador y crítico literario, eran simpatizantes de los eslavófilos.
33· Dostoyevski n o leyó finalmente ni «El caballero avaro» (Skupoirytsar, 1832), ni el poema de Tyutchev a la muerte del poeta.
34· Tr. Eduardo Alonso Luengo, en A. Pushkin, Antología lírica, Hiperión, Madrid 1977, pp. 93.

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005