Soy uno más de quienes están perplejos ante el hervidero de acontecimientos que se van sucediendo en la Europa oriental y en la inmensa y ya difunta Unión Soviética. Desconozco si los que buscan ser nuevos ciudadanos, abandonando así su anacrónica condición de súbditos, entienden lo que ocurre en sus países, ni sé tampoco si les cuadraría la famosa sentencia de Ortega: «No sabemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa, que no sabemos lo que nos pasa». Para paliar estas ignorancias disponemos en el mercado de una ingente cantidad de libros «nuevos», cuya lectura nos puede facilitar conexiones con que aproximarnos a esta realidad lejana y, aparentemente, ajena.
Tras la caída del muro de Berlín y un año antes de la revolución de agosto pasado, Soljenitsin publicó un ensayo titulado Cómo reestructurar Rusia, donde se trasluce el convencimiento colectivo existente de que el cambio de régimen no podía ya hacerse esperar, y donde manifiesta su voluntad de no volver a ser, junto a sus compatriotas, juguete de consignas engañosas. La hora 25, que el escritor Gheorghiu definió como el momento en que toda tentativa de salvación se hace inútil, parecía tocar a su fin.
Pero no lo deseaban así quienes en agosto se levantaron, como Comité Estatal para el estado de excepción en la URSS, contra «los actuales turbios tiempos» y contra quienes pretendían «matar la memoria y provocar el enfrentamiento generacional». Curiosamente, los golpistas propugnaban restablecer totalmente el orgullo y honor de ser ciudadano soviético y la voluntad de ocupar un lugar digno en la comunidad de naciones, mientras que Boris Yeítsin los acusaba de desacreditar a la URSS ante el mundo entero y de socavar «nuestro prestigio». Ahora bien, el fallido golpe de Estado no ha hecho otra cosa que acelerar «revolucionariamente» la descomposición del régimen fundado por Lenin.
Tres asuntos
En el ensayo citado, el otrora disidente Alexandr Soljenitsin expresa, en particular, opiniones acerca de tres asuntos que fueron intocables durante largos años y que merecen ser comentadas. Estos tres asuntos se refieren a tres fundamentos: el de la Unión (o el sentido del Imperio), el de la exclusiva propiedad de tos medios de producción por parte del Estado y, finalmente, el del monopolio político ejercido por el PCUS. El Premio Nobel parte de la necesidad de sanear «la podrida atmósfera moral del país», para lo cual hay que aplacar, previamente, la extenuante rabia nacional «que impide ver el resto de la vida». Afirma, asimismo, importarle más el clima de relaciones humanas que pueda llegar a establecerse que la estructura del nuevo Estado. Para él los principios morales deben prevalecer sobre los jurídicos y el respeto por la persona humana tiene que ser absoluto.
Soljenitsin (a quien un buen colega mío no duda en calificar de feroz) se mostraba decidido partidario de la independencia de, al menos, once repúblicas: Moldavia, las tres bálticas, las cuatro de Asia Central (excluyendo la «reciente» Kazajstán) y las tres del Cáucaso (Georgia. Armenia y Azerbaiján). Es más, si éstas dudasen en dar tal paso, «los que nos quedamos» -afirma- deberíamos proclamar que nos separamos de ellos, pues hay que elegir entre el opio imperialista (que nos aplasta a nosotros mismos) y la salvación espiritual v corporal de nuestro pueblo. Pero advierte, por lo que respecta a las restantes componentes de la Unión, de los falseamientos de la Historia que se promueven y pide no olvidar nunca que están unidas inexorablemente por haber sufrido juntas el yugo comunista (argumento que, cabe decir, también valdría para las otras repúblicas i. Y, por supuesto, tampoco puede darse la espalda a la realidad de tantas corrientes migratorias como se han dado en la URSS y que han modificado sus mapas no dibujados.
Por lo que atañe a la economía, el autor de El archipiélago Gulag cree contraproducente la brusca adopción de un sistema distinto. Piensa que lo que urge sembrar crece con lentitud y opina conveniente el restablecimiento paulatino del artesanado tradicional, así como la recuperación del sentido del trabajo (en particular, las madres no deberían verse obligadas a trabajar todo el día fuera de casa para poder dar de comer a su familia). En la misma línea de afirmación de sus deseos, propone controlar a los especuladores anónimos y moderar la propiedad privada de forma que no oprima a los demás. Por otra parte, para que el afán consumista de Occidente no se apodere de Rusia se hace preciso asimilar v transmitir el espíritu de autolimitación.
Por último, la transición política en Ja que pone el corazón no es democrática, Alexandr Soijenitsin se opone a la total separación de los tres poderes y postula prohibir «la formación de grupos de partidos» (se debe de volar a personas con sus puntos de vista y no a partidos con sus ideologías. añade). No sólo eso, la democracia no es tan indiscutible como opina la gente -sentencia el escritor-, y se lamenta de que en los sistemas electorales no se busque la verdad (?) y todo se reduzca al número.
Paternalismo
Todos sabemos que a menudo la realidad queda distorsionada con cifras cuando se manejan malintencionadamente, con el propósito de confundir su verdadero significado. Pero con este último planteamiento de Soijenitsin se llega, invariablemente, a distintas clases de paternalismo. En el vierte un juicio inaceptable al simular ignorar que la democracia (en su cauce natural, que es el político) se desvirtúa hacia la forma dictatorial de gobernar si queda desprovista de espíritu liberal y si se sostiene en una inconsistente opinión pública que vaya dando bandazos imprevisibles, según toque la luna.
Entre las gentes rusas la luna se designa también como el sol de los lobos, Y es sabido que cuando se pide la luna o se le ladra se da muestras evidentes de sin sentido, en el cual es fácil que caigan grupos sociales que han permanecidos descoyuntados y fosilizados durante decenios y que acaban creyendo en la piedra filosofal.
Si de verdad no se quiere volver a ser juguete de consignas engañosas, habrá que evitar el camino de vuelta de la taiga a la taifa. Me explicaré: taifa es una palabra árabe que significa secta y población y representa una resuelta tendencia a la disgregación y al particularismo, y la misteriosa e insondable taiga es una voz de origen ruso que sugiere monotonía, frío y grandiosidad. La petulancia de la taifa sueña con una taiga, un país uniforme. Pero cuando la ficción de la taiga se desmorona hay que prevenir la tentación de echarse en brazos del sectarismo y eludir alzar fronteras con el alambre espinoso del odio.