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Quizá nada haya hecho más daño al prestigio de los comportamientos éticos sociales que el endiosamiento de la razón, de la ciencia y de la técnica, manifestado a lo largo de este siglo en el triunfo de una concepción «cientista» que, de manera torpe y mecanicista, ha pretendido aplicar al campo de las interacciones sociales una metodología que inicialmente se formó para las ciencias naturales y el mundo de la física. De acuerdo con esta concepción, al campo de las ciencias sociales habría de aplicarse con carácter sistemático un estrecho criterio de «racionalidad», según el cual tanto la acción humana individual como la política a nivel general se considerarían determinadas por cálculos y valoraciones de costes y beneficios a través de un criterio de maximización que se suponía haría posible «optimizar» la consecución de los fines perseguidos a partir de medios dados. Según ese enfoque, parecía evidente que las consideraciones relativas a los principios éticos como guías del comportamiento humano perdían relevancia y protagonismo. En efecto, parecía que se había logrado encontrar una guía universal para el comportamiento humano que, en sus distintos niveles (individual y social), podía llevarse a cabo aplicando un simple criterio maximizador de las supuestas consecuencias beneficiosas derivadas de cada acción, sin necesidad de tener que adaptar comportamiento alguno a unas normas éticas prefijadas. La ciencia habría logrado de esta forma arrumbar y hacer obsoletas las consideraciones relacionadas con los principios éticos y la justicia.

El fracaso del consecuencialismo

Sin embargo, este ideal consecuencialista, que se ha generalizado en casi todos los ámbitos en los tiempos modernos, y que consiste en creer que es posible actuar tomando decisiones maximizadoras de las consecuencias positivas previstas a partir de los medios dados y de unos costes también supuestamente conocidos, ha fracasado de forma ostensible. Por un lado, la propia evolución de la ciencia social ha demostrado que es teóricamente imposible hacerse con la información necesaria respecto a los beneficios y los costes derivados de cada acción humana. Este teorema de la economía moderna tiene su fundamento en la propia e innata capacidad creativa del ser humano, que continuamente está descubriendo empresarialmente nuevos fines y medios y dando lugar, por tanto, a un flujo de nueva información o conocimiento que hace imposible predecir cuáles serán las futuras consecuencias específicas de las diferentes acciones humanas y/o decisiones políticas que se tomen en cada momento. Por otro lado, el fracaso del socialismo real y la crisis del Estado del bienestar, entendidos como los experimentos más ambiciosos de ingeniería social llevados a cabo por el ser humano a lo largo de su historia, han supuesto un golpe demoledor para la doctrina consecuencialista. En efecto, los ingentes recursos dedicados durante casi setenta años para tratar de evaluar en términos de costes y beneficios las diferentes opciones políticas, imponiéndolas por la fuerza a los ciudadanos para conseguir de forma «óptima» los fines propuestos, se han demostrado incapaces de responder a las expectativas que se habían puesto en las mismas, generando graves conflictos sociales, grandes fracasos económicos y, sobre todo, un ingente sufrimiento humano.

Aunque todavía no seamos plenamente conscientes, por falta de la necesaria perspectiva histórica, de las transcendentales consecuencias que la crisis del intervencionismo y la caída del socialismo real habrán de tener sobre la evolución de la ciencia y del pensamiento humano, ya pueden, sin embargo, comenzar a apreciarse algunos efectos de gran importancia. Entre ellos quizá quepa resaltar el importante resurgir de la ética y del análisis de la justicia como campo de investigación de excepcional transcendencia en el ámbito de los estudios sociales. Y es que el fracaso teórico e histórico del consecuencialismo cientificista ha vuelto a dar un papel protagonista a las normas de comportamiento basadas en principios éticos de tipo dogmático, cuyo importantísimo papel como insustituibles «pilotos automáticos» del comportamiento y de la libertad humanos comienza de nuevo a ser plenamente apreciado, no solo en el nivel científico sino, sobre todo, en el nivel popular.

La importancia de la fundamentación ética de la libertad

Quizá una de las aportaciones más importantes de la teoría social de finales de este siglo haya sido el poner de manifiesto que el análisis consecuencialista de costes y beneficios no es suficiente para justificar la economía de mercado. No se trata tan solo de que gran parte de la ciencia económica hasta ahora desarrollada se basaba en el error intelectual de presuponer un marco estático de fines y medios dados, sino que incluso el punto de vista mucho más realista y fructífero del análisis basado en la capacidad creativa del ser humano y en el estudio teórico de los procesos dinámicos de coordinación social que resultan de la función empresarial desarrollado por la Escuela Austriaca de Economía, tampoco es suficiente para fundamentar por sí solo y de una manera categórica el orden espontáneo de cooperación que es propio del mercado, y que surge de un sistema de libertad de empresa ejercido en el marco de un Estado de Derecho. Y es que, aunque abandonemos el criterio cientista y estático de eficiencia paretiana y lo sustituyamos por otro más dinámico basado en la coordinación, las consideraciones de «eficiencia» nunca bastarán, por sí solas, para convencer a todos los que anteponen las consideraciones de justicia a aquellas relativas a las distintas ideas de «eficiencia». Por otro lado, el reconocimiento de los efectos de descoordinación social (ineficiencia) que a la larga produce todo intento sistemático de coaccionar los procesos espontáneos de interacción humana mediante el intervencionismo estatal tampoco garantiza la adscripción automática por parte de todos aquellos cuya preferencia temporal sea tan intensa que, a pesar de los negativos efectos a medio y largo plazo de la intervención, valoren más los beneficios que obtengan a corto plazo de la misma. Este hecho es el que suele darse en relación con los grupos privilegiados de interés que han obtenido prebendas y subvenciones de los poderes públicos y que, acostumbrados a los mismos, son a corto plazo especialmente reacios a renunciar a las ventajas de que disfrutan, aunque racionalmente reconozcan que a largo plazo perjudican a todo el cuerpo social, incluyéndose a ellos mismos.

Por ello, es necesario una fundamentación ética para la teoría de la libertad, imprescindible por las siguientes razones: a) por el fracaso mayúsculo de la «ingeniería social» y, en concreto, del consecuencialismo que se deriva del paradigma neoclásico-walrasiano que hasta ahora ha dominado la ciencia económica; b) porque el análisis teórico de los procesos de mercado basado en la capacidad empresarial del ser humano desarrollado por Mises y Hayek, aun siendo mucho más potente que el análisis derivado del paradigma neoclásico hasta ahora dominante, tampoco es suficiente para justificar por sí solo la economía de mercado; c) porque dada la situación de ignorancia inerradicable en la que se encuentran los seres humanos, derivada de su capacidad constante para crear nueva información, éstos necesitan de un marco de principios de comportamiento de tipo moral que les indique, de manera automática, qué comportamientos pautados deben llevar a cabo y cuáles no; y d) porque desde un punto de vista estratégico, básicamente son las consideraciones de tipo moral las que mueven el comportamiento reformista de los seres humanos, que en muchas ocasiones están dispuestos a realizar importantes sacrificios para conseguir lo que estiman bueno y justo desde el punto de vista moral, comportamiento que es mucho más difícil de asegurar sobre la base de fríos cálculos de costes y beneficios, que poseen además una virtualidad científica muy dudosa.

La posibilidad de elaborar una teoría de la ética social

Todavía un número importante de científicos y especialistas considera que no es posible concebir una teoría objetiva sobre la justicia y los principios morales. En el desarrollo de esta extendida opinión ha pesado mucho la propia evolución de la ciencia social que, hasta ahora, ha estado obsesionada por el criterio de la maximización y ha venido considerando no solo que los fines y los medios de cada actor son subjetivos, sino que, además, los principios morales de comportamiento dependían también de la autonomía subjetiva de cada decisor. Y es que, si en cada circunstancia puede decidirse ad hoc basándose en un puro análisis de coste-beneficio, no es preciso que exista moral alguna entendida como un esquema pautado con carácter previo de comportamiento, por lo que ésta se desdibuja por completo y muy fácilmente puede llegar a considerarse que queda reducida al ámbito particular de la autonomía subjetiva de cada individuo. En contra de esta postura hasta ahora dominante consideramos que una cosa es que las valoraciones, utilidades y costes sean ciertamente subjetivos, como de manera correcta pone de manifiesto la ciencia económica, y otra bien distinta es que no existan principios morales de validez objetiva. Es más, estimamos que no solo es conveniente sino también perfectamente posible el desarrollo de toda una teoría científica sobre los principios morales que han de guiar el comportamiento humano y la interacción social que hacen posible el modelo espontáneo de cooperación social que es imprescindible para el desarrollo de la civilización.

Y de hecho, en los últimos años, han aparecido tres trabajos de gran trascendencia en este campo. En primer lugar, la fundamentación iusnaturalista desarrollada por Rothbard en su obra ya clásica sobre La ética de la libertad; en segundo lugar, la deducción axiomática de la esencia intrínsecamente moral de la propiedad privada y la economía de mercado que debemos a Hans-Hermann Hoppe; y, por último, la brillante aportación de Israel M. Kirzner que ha sido capaz de replantear el concepto de justicia distributiva en el capitalismo, al demostrar que todo ser humano tiene derecho a apropiarse de los resultados de su propia creatividad empresarial. Es importante resaltar cómo todas estas aportaciones han sido desarrolladas por teóricos de la Escuela Austriaca de Economía, lo que de nuevo pone de manifiesto las importantes interrelaciones que existen entre el ámbito de una teoría económica correctamente elaborada y el de la ética social. Y es que la ciencia económica, aun siendo «wertfrei» o libre de juicios de valor, no solo puede ayudar a tomar con más claridad posiciones de tipo ético, sino que además, y tal y como han demostrado Rothbard, Hoppe y Kirzner, puede hacer más fácil y seguro el razonamiento lógico-deductivo en el ámbito de la ética social evitando los muchos errores y peligros que se derivarían del análisis estático de una teoría económica mal planteada (neoclásica), basada en supuestos irreales de plena información y en un estrechísimo concepto de «racionalidad». Además, y de acuerdo con esta concepción, las consideraciones sobre «eficiencia» y justicia, lejos de plantear, como creen los autores neoclásicos, un trade off que permitiría distintas combinaciones en diferentes proporciones, aparecerían como las dos caras de una misma moneda. En efecto, según nuestro punto de vista, solo la justicia da lugar a la eficiencia; y viceversa, lo eficiente no puede nunca basarse en la injusticia, de manera que ambas consideraciones, las relativas a los principios morales y las de eficiencia económica, lejos de ser independientes, se refuerzan y respaldan mutuamente, como vamos a ver con más detalle a continuación.

La inexistente oposición entre los criterios de eficiencia y justicia

La consideración de que eficiencia y ética son dos dimensiones distintas que permiten combinaciones en proporciones diferentes es otra de las consecuencias negativas que se derivan naturalmente del paradigma cientista que hasta ahora ha dominado en los estudios sociales. En efecto, si se cree que es posible decidir basándose en un análisis de costes y beneficios, por presuponerse que la información necesaria está dada en un contexto estático, no solo no es preciso que los actores individuales se atengan a ningún esquema previo de comportamiento pautado de tipo moral que les guíe en su acción (distinto de un mero «maximizar» ad hoc su «utilidad»), sino que además puede fácilmente llegarse a la conclusión (recogida, por ejemplo, en el denominado «segundo teorema fundamental de la economía del bienestar») de que cualquier esquema de equidad impuesto por la fuerza del Estado puede llegar a ser compatible con los criterios estáticos de eficiencia paretiana.

Sin embargo, la consideración del proceso social como una realidad dinámica constituida por la interacción de innumerables seres humanos, cada uno de ellos dotado de una innata y constante capacidad creativa, imposibilita el conocer con detalle cuáles serán los costes y beneficios derivados de cada acción, lo que exige que el ser humano tenga que utilizar como piloto automático de comportamiento una serie de guías o principios morales de actuación. Estos principios morales tienden, además, a hacer posible la interacción coordinada de los diferentes seres humanos y, por tanto, a generar un proceso de coordinación que nosotros hemos calificado de «dinámicamente eficiente». Desde la concepción del mercado como un proceso dinámico, la eficiencia entendida como coordinación surge del comportamiento de los seres humanos efectuado siguiendo unas específicas normas pautadas de tipo moral, y viceversa, el ejercicio de la acción humana sometida a estos principios éticos da lugar a una «eficiencia dinámica» entendida como tendencia coordinadora en los procesos de interacción social. Por eso, podemos concluir que, desde un punto de vista dinámico, la eficiencia no es compatible con distintos esquemas de equidad o justicia, sino que surge única y exclusivamente de uno de ellos. Por eso, la polémica entre las dimensiones de eficiencia y justicia es falsa y errónea. Lo justo no puede ser ineficiente, ni lo eficiente injusto, y es que en la perspectiva del análisis dinámico, justicia y eficiencia no son sino las dos caras de la misma moneda, lo cual, por otro lado, confirma el orden integrado y coherente que existe en el universo social. La supuesta oposición entre ambas dimensiones tiene su origen en la errónea concepción de la eficiencia estática desarrollada por el paradigma neoclásico de la denominada «economía del bienestar», así como en la errónea idea de equidad o «justicia social», según la cual los resultados del proceso social pueden enjuiciarse con independencia de cuál haya sido el comportamiento individual que hayan tenido los partícipes en el mismo.

La crítica del concepto de justicia «social»

Los desarrollos teóricos de la economía del bienestar basados en el criterio estático de eficiencia paretiana surgieron con la vana ilusión de evitar entrar explícitamente en el campo de la ética, y han terminado imposibilitando apreciar los graves problemas de justicia e ineficiencia dinámica que surgen cuando, institucionalmente, en mayor o menor medida, se coacciona el proceso de mercado. Por el contrario, la consideración de la economía como un proceso que resulta del libre actuar humano sometido a unos principios determinados de carácter moral no solo permite redefinir adecuadamente la eficiencia en términos dinámicos, sino que además arroja mucha luz sobre el criterio de justicia que ha de prevalecer en las relaciones sociales. Este criterio se basa en los principios tradicionales de la moral, que permiten enjuiciar como justos o injustos los comportamientos individuales de acuerdo con normas generales y abstractas de tipo jurídico que constituyen el derecho material y que básicamente regulan el derecho de propiedad que hace posible la apropiación por parte de los seres humanos de todo aquello que resulta de su propia e innata creatividad empresarial. El respeto a la vida, a la posesión pacíficamente adquirida, el cumplimiento de las promesas y contratos, la responsabilidad individual, etc., son todos ellos comportamientos pautados que han surgido de manera evolutiva a lo largo de un período muy dilatado de tiempo y que establecen un marco dentro del cual puede llevarse a cabo libremente la capacidad creativa de los seres humanos, coordinando los desajustes sociales e impulsando y haciendo avanzar la civilización. Estos principios, a su vez, aun teniendo un origen evolutivo (Hayek), son una manifestación esencial de la naturaleza humana y, siguiendo a Rothbard, pueden y deben ser sometidos a un riguroso análisis racional de coherencia, exégesis y depuración de vicios lógicos.

Desde este punto de vista, se pone claramente de manifiesto cómo los criterios alternativos de justicia que no coincidan con el indicado son esencialmente inmorales. Entre ellos es especialmente criticable aquel concepto de «justicia social» que pretende enjuiciar como justos e injustos los resultados específicos del proceso social en determinados momentos históricos, con independencia de que el comportamiento de los artífices del mismo se hayan adaptado o no a normas jurídicas y morales de carácter abstracto y general. La «justicia social» solo tiene sentido en un fantasmagórico mundo estático en el que los bienes y servicios se encuentren dados y el único problema que puede plantearse sea el de cómo distribuirlos. Sin embargo, en el mundo real, en el que los procesos de producción y distribución se verifican simultáneamente como consecuencia del ímpetu empresarial y de su capacidad creativa, no tiene ningún sentido analítico el concepto de «justicia social», que puede considerarse esencialmente inmoral en tres sentidos distintos: a) desde el punto de vista evolutivo, en la medida en que las prescripciones derivadas de la idea de «justicia social» van en contra de los principios tradicionales del derecho de propiedad que se han formado de una manera consuetudinaria y han hecho posible la civilización moderna; b) desde el punto de vista teórico, pues es imposible organizar la sociedad sobre la base del principio de la «justicia social», dado que, la coacción sistemática que exige imponer un objetivo de redistribución de la renta imposibilita el libre ejercicio de la función empresarial y, por tanto, la creatividad y coordinación que hacen posible el desarrollo de la civilización; y c) desde el punto de vista ético, en la medida en que se viola el principio moral de que todo ser humano tiene derecho natural a los resultados de su propia creatividad empresarial. Es de esperar que, conforme la ciudadanía vaya dándose cuenta de los graves errores y esencial inmoralidad que se derivan del espurio concepto de «justicia social», la coacción institucional del Estado que se considera justificada por el mismo irá desapareciendo paulatinamente, al igual que desaparecieron en el pasado instituciones tan odiosas como el asesinato de los recién nacidos o la esclavitud.

Profesor titular de Economía Política, Facultad de Derecho, Universidad Complutense.