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La II Guerra del Golfo ha colocado a Oriente Medio, más que nunca, en el centro de gravedad de la política internacional y, simultáneamente, parece encomendar a Occidente una nueva tarea: la de reformar esa área del planeta — o , por no tomar la parte por el todo, mejor diríamos: la de reformar el mundo islámico—.

El mundo islámico es una realidad compleja, que abarca países tan diversos como Senegal, Turquía, Albania, Arabia Saudí o Malasia, por no mencionar otros con significativas minorías islámicas, como es la India. Hablamos habitualmente de Oriente Medio, en sentido estrictamente geográfico, o en su versión ampliada («greater Middle East»), para referirnos a la parte árabe del mundo islámico y a las regiones que la albergan y rodean. Es importante subrayar que esa parte árabe, dentro del mundo islámico, es la minoritaria: los árabes suman unos trescientos millones (con el matiz importante de que no todos ellos son musulmanes, aunque sí la mayoría) en un universo de unos mil quinientos millones de personas -—es decir, los árabes representan sólo una quinta parte aproximadamente del mundo islámico—.

Precisamente, esa quinta parte es la que tiene una mayor necesidad de experimentar procesos de reforma. Nótese que, de los países citados como ejemplo de la diversidad islámica, cuatro representan países no árabes y gozan de regímenes políticos democráticos, más o menos desarrollados. El único país árabe en la lista, incluido obviamente a título de ejemplo, es el no democrático. El Informe para el Desarrollo Humano en el mundo árabe (un importante documento de carácter anual, hecho por árabes, e iniciado en 2002 según la plantilla del sistema de Naciones Unidas), reconoce claramente el retraso del mundo árabe en términos de desarrollo humano, un factor clave en la actualidad. Sin embargo, hay que reconocer que, aun cuando la «misión» occidental de reforma se dirige primordialmente al Oriente Medio ampliado, no deja de apuntar a todo el mundo islámico.

¿ES POSIBLE ESA «MISIÓN»? ¿ES DESEABLE?

La respuesta no es la única: depende de una serie de consideraciones, y muy señaladamente de la evolución interna del mundo islámico, en primer lugar, de la actitud occidental ante el mundo islámico, en segundo, y finalmente, del destino de los tres ejes del mundo islámico.

El mundo islámico es, como hemos apuntado ya, una realidad compleja y, sin embargo, paradójicamente, está dotada de un enorme grado de coherencia interna. Al contrario que la cristiandad, el islam parte de una base única, indiscutible e inmutable, que es la revelación divina contenida en el Corán y, además, no tiende naturalmente a la secularización. La ausencia de una «iglesia» al estilo cristiano, incluso de una jerarquía religiosa, de nuevo al estilo cristiano (sobre todo en la mayoría sunita, con muchos más matices en la minoría chiita), puede explicar el que en el islam no se haya acuñado una frase equivalente a aquello de que hay que dar a Dios y al césar lo que le corresponde a cada uno. Pero además el islam es una doctrina, por así decir, envolvente, en el sentido que aspira a regir e inspirar la vida humana en su totalidad.

Esta solidez de origen no impide la existencia de interpretaciones, escuelas o corrientes en su seno. Occidente tiende a colocar sobre esos movimientos etiquetas sacadas de sus propias categorías conceptuales, a fin de que resulten reconfortantes para su propia audiencia y habla así de «conservadores o progresistas», «moderados o fundamentalistas», etc. Reconfortantes, quizá sí sean esas etiquetas, inexactas, lo son sin duda. El Corán, la piedra angular del islam, es un libro de riqueza infinita pero de composición unívoca. No existen versiones diferentes del Corán como sí existen diversas versiones de la Biblia. La perspectiva casi de Rashomon de los Evangelios, el centro del Nuevo Testamento cristiano, es impensable en el universo coránico. No hay progresía y conservadurismo en él; en todo caso, hay interpretaciones literalistas y otras que no lo son tanto. Existe sin duda un debate interno, lamentablemente sofocado en parte por regímenes dictatoriales y en parte también por la decadencia generalizada, sobre lo inmutable y lo mudable en la esfera islámica, en otras palabras: sobre lo que es adaptable y lo que no lo es, dentro del islam, al siglo XXI. El debate resultará tanto más fructífero cuanto más libre, abierta y participativamente se celebre. En todo caso, ha de ser un debate interno, intramusulmán. Y su objetivo no es, desde la perspectiva musulmana, necesariamente la «reforma», tal y como la concebimos desde un punto de vista occidental, sino que podría ser más bien un «renacimiento». La cuestión semántica no es baladí porque esconde una divergente concepción del proceso.

Cuando Occidente habla de «reforma» está apuntando a la «occidentalización» del mundo islámico. Y cuando el mundo islámico habla de «renacimiento» alude a la vuelta de, o a la vuelta a, un pasado glorioso. Una y otra visión (utilizando un término muy en boga en la retórica actual) distan de ser monolíticas, aunque probablemente la visión occidental, que parte de la posición de privilegio y fuerza del mundo relevante, que es el suyo, es más monolítica que la visión islámica, curtida en un ambiente de decadencia e irrelevancia, y en la que convive una tensión entre quienes quieren borrar completamente el pasado y los que quieren reconstruirlo, con todos los matices intermedios.

La existencia de regímenes dictatoriales en la mayor parte del mundo islámico, y en prácticamente todos los países del «quinto» árabe, no contribuye a que el debate sea fructífero. La decadencia generalizada — en el terreno cultural y en el económico, a pesar del petróleo— en que viven los países islámicos, tampoco. Aunque el argumento es reversible: la decadencia misma es parcialmente producto de la falta de un debate libre y genuino. Y la tiranía política es otro de sus subproductos.

Sin embargo, para Occidente la ausencia de un debate auténtico, la falta de libertad y de democracia, la decadencia son tan reconfortantes como las etiquetas, aunque, siendo políticamente incorrecto reconocerlo así, se predica en público un sermón diferente. Ciertamente, a Occidente le disgustan la dictadura de Mubarak o las de los Estados del Golfo, verbigracia, pero le resulta más cómodo tener que tratar con esos regímenes que con los islámicos o «islamistas», según la terminología al uso, aunque sean «moderados». Porque Occidente teme, recela y resiente del islam primordialmente por ignorancia, a la que tantas veces se unen los prejuicios. Y mientras una y otros dominen la actitud occidental, la contribución de Occidente al mundo islámico será probablemente negativa y regresiva. Se ahondará en la brecha de incomprensión y hostilidad. La mejor contribución que Occidente podría hacer al mundo islámico es un auténtico conocimiento de ese mundo y de lo que necesita para cambiar de verdad, por ejemplo, entre otros varios, una inversión masiva en educación.

Desde el punto de vista occidental, el mundo islámico en el siglo XXI ofrece tres esferas de interés primordial: el conflicto palestino-israelí, el postconflicto en Irak y la lucha contra el terrorismo.

EL CONFLICTO PALESTINO-ISRAELÍ

Reavivado, tras años de aparente progreso, con la segunda Intifada, el conflicto palestino-isrealí se ha convertido, tras la operación militar en Irak, en una prioridad, teórica al menos, en casi todas las agendas. La filiación a la «coalición de los voluntarios» ha creado la obligación política de intentar resolver los distintos componentes de la cuestión y no sólo el cambio del régimen de Sadam Husein. La hoja de ruta es sólo el último de una larga lista de cadáveres exquisitos. La realidad es que el conflicto palestino-israelí es insoluble si se sigue la ruta actual, con o sin hoja . Ni la reforma de la Autoridad palestina, ni la desaparición o continuidad de Arafat, ni las conversaciones directas entre las partes, ni los mediadores de lujo, ni un Madrid II, ni Abdalá Al Saud van a funcionar bajo las premisas actuales, a saber: alineamiento acrítico de Estados Unidos con Israel, marginación de Siria del proceso y política de avestruz en los temas claves —asentamientos, refugiados, Jerusalén—.

Mientras Estados Unidos no camine por sendas de una mayor equidistancia y sea capaz de conminar a Israel a adoptar determinadas conductas en vez de verse sujetos a la presión de los lobbies judíos; mientras los árabes no abandonen el requisito de Jerusalén como capital (una idea no islámica, puesto que ninguna ciudad sagrada del islam debería convertirse en capital de un estado-nación, un concepto secular y ajeno a la teoría política del islam) y manejen la cuestión del derecho de retorno de los refugiados con realismo; mientras la comunidad internacional no presione para que se pongan las cuestiones clave sobre la mesa, no habrá solución al conflicto.

Pero la voluntad política de la comunidad internacional —esa amalgama inespecífica que aglutina el mundo occidental, los donantes (el Norte, en suma) y los escasos y dispersos actores útiles del Sur — es necesaria no para resucitar el cadáver sino para partir de casi cero, no existe y es difícil que exista en el futuro. ¿Y para qué buscar soluciones audaces cuando la contención funciona?

EL FUTURO DE IRAK

La reconstrucción y la democratización de Irak constituye un factor importante en la evolución del mundo islámico, aunque es difícil evitar la impresión de que se ha sacado un tanto de quicio el peso de Irak en el orbe islámico y el supuesto efecto demostración que el experimento iraquí podría tener sobre otros países de ese mundo. Irak es un caso único, de acuerdo con la excepcional longevidad y crueldad del régimen de Sadam Husein. El cambio de régimen es positivo, sin ningún lugar a dudas, para los propios iraquíes, en primer lugar, y quizá para todo el mundo islámico (a condición de que éste sea capaz de reflexionar al menos sobre la magnitud de lo sucedido).

Ello no obstante, es un cambio impuesto desde arriba y desde fuera. Está por ver si tan excepcional revolución va a funcionar. Hoy, las perspectivas no son alentadoras, pero el comienzo de una nueva fase con el traspaso de soberanía el 1 de julio y el horizonte electoral del año próximo, permiten un resquicio de esperanza. Esperemos, pues, que funcione a medio y largo plazo. Pero incluso aunque funcione, su complicada etiología, gestación y desarrollo la convierten en un artículo de difícil exportación. La historia con mayúsculas nos enseña que la revolución es un movimiento desde dentro y desde abajo. El mundo islámico no es una excepción.

Por otro lado, la combinación de una firme revolución impuesta desde fuera y desde arriba en un país, junto con una política de avestruz ante los regímenes autoritarios, aunque sean «moderados», de alguno o algunos de los vecinos de Irak, se traduce en un mensaje ambiguo. La conclusión que algunos pueden extraer es que con tal que determinada dictadura no alcance un carácter demasiado odioso y no se dote de armas de destrucción masiva no pasa nada.

AL QAIDA

De los tres ejes que estamos analizando, la lucha contra el terrorismo de Al Qaida es el que aún suscita mayor unanimidad de puntos de vista en Occidente. Y con razón, porque el terrorismo como fenómeno auténticamente global, casi más que la economía o las comunicaciones, es, junto con la pobreza y el medioambiente, uno de los retos fundamentales del presente.

La lucha contra el terrorismo es una causa justa y necesaria. Lo que no es ni justo ni necesario, y además resulta profundamente contraproducente, es demonizar el islam y estigmatizar a los más de mil millones de musulmanes que habitan el planeta Tierra metiéndolos en el mismo saco que a la exigua minoría que representan los terroristas.

Tampoco es justo y es igualmente contraproducente, echar la culpa del «fundamentalismo» que alimenta al terror a ciertos regímenes de países islámicos, como Arabia Saudí, sin, al mismo tiempo, preguntarse quién coadyuva a que esos regímenes, sin duda antidemocráticos e ilegítimos y en bastantes casos, en efecto, caldo de cultivo de terroristas, se mantengan; o cuál sería la actitud occidental si tales regímenes fueran sustituidos por regímenes islámicos o «islamistas», gracias al ejercicio libre de la voluntad de los ciudadanos —una pregunta, por cierto, particularmente pertinente en el caso de Irak, en donde no sería extraño que la mayoría que saliese de unas elecciones libres representara alguna forma de «islamismo chiita»—.

Occidente sólo puede avanzar en, y quizá algún día ganar, la guerra contra el terrorismo, si consigue alistar al mundo islámico. Si consigue hacerlo de verdad. Y eso sólo pasará si el mundo islámico cambia su percepción acerca del mundo occidental, hoy en día en general negativa. Es cierto que en esa perspectiva negativa se mezclan muchos factores, desde la envidia hasta la impotencia, pasando por la admiración y el deseo de emular al «otro», por el miedo a ser aniquilado culturalmente, por el complejo a la vez de inferioridad y de superioridad, por la conciencia de la propia irrelevancia frente al poder… Pero cualesquiera que sean los factores, reales o imaginarios, que contribuyen a alimentarla, es innegable que semejante percepción predomina.

Esa percepción negativa puede estar en el origen de una pasividad general en el mundo islámico frente a la campaña antiterrorista del Norte. Un ejemplo es la falta de condena de los ataques terroristas suicidas por parte de varios regímenes del mundo islámico, a pesar de que el islam, tanto en el Corán como en la sunna o ejemplo de la vida del profeta Mahoma, prohibe no ya matar a la población civil sino dañar la propiedad y la naturaleza. Cierto, la percepción negativa la consienten, cuando no alientan, estos propios regímenes no democráticos para su consumo interno. Pero ello no hace sino abundar en la tesis de que no se debe «proteger» tales regímenes, por el bien del islam y del propio Occidente.

En suma, hacer que mejore la percepción que de Occidente tiene hoy el mundo islámico — un aspecto fundamental en la lucha contra el terrorismo— no es algo que deba procurarse solamente a través de la diplomacia, del entendimiento intercultural o de una campaña masiva de educación, sino que tiene que ver asimismo con fomentar el desarrollo de la libertad política en el mundo islámico.

EL PAPEL DE ESPAÑA

El futuro del islám está sólo en manos de los propios musulmanes. Ninguna operación exógena puede ni podrá cambiar el mundo islámico, si el mundo islámico no se cambia a sí mismo. El mundo islámico tiene los recursos para hacerlo. Le falta la voluntad.

Occidente no puede ni debe suplantar esa falta de voluntad. Le costaría caro y se volvería contra ella. Pero sí puede, y seguramente debe, coadyuvar, a formar esa voluntad, a través de una contribución positiva, de entendimiento, de un entendimiento que sea incluso crítico, y también a través del respeto.

En cada uno de los tres ejes mencionados, cabe llevar a cabo una contribución positiva. Occidente es un concepto amplio y sus diferentes actores pueden desempeñar papeles diferentes, aunque complementarios.

Nada puede hacerse hoy sin contar con Estados Unidos, activa o pasivamente, es decir, por acción o por consentimiento. Estados Unidos es el actor más poderoso en la esfera internacional. Sin embargo, todo poder conoce límites. El de esta nación es su mala imagen en gran parte del mundo islámico, una imagen que supera con creces lo que piadosamente llamábamos en el apartado anterior «percepción negativa». Estados Unidos necesita amigos y aliados que le ayuden a tender puentes en el mundo islámico.

Una Europa unida podía constituirse en ese puente. No obstante, la brecha abierta el año pasado con la campaña de Irak entre algunos actores europeos y Estados Unidos, lo que se ha venido en llamar la «división transatlántica», aún no se ha cerrado del todo, a pesar de Normandía-60.

Los actores individuales europeos, en cambio, sí pueden actuar. Entre ellos, destaca el papel que España podría desempeñar. Geográfica e históricamente, España es un país inmejorablemente situado para ejercer un papel de relieve. Le fallan, empero, algunas condiciones necesarias para desempeñar esa función específica: la deficiente educación exterior de una opinión pública todavía en algunos casos inmadura y demasiado ensimismada; la falta de recursos, materiales especialmente, de su servicio exterior; y un cierto complejo histórico en el que, tras un breve paréntesis, parece que hemos vuelto a caer.

Especialista en Relaciones Internacionales