La mejor manera de superar el independentismo u otros populismos es no caer en la trampa de sus discusiones insolubles, de esencias y enemigos inventados, y atraer el debate hacia el siglo XXI. Es superarlos por elevación, planteando cuál debe ser la relación entre ciudadano y Estado en un contexto como el actual: de organizaciones supranacionales como la Unión Europea, de competencia con países emergentes preocupados por mejorar su gobernanza, de tendencia demográfica que pone en riesgo el actual sistema de bienestar, pero también de unas nuevas tecnologías que nos permitirían una administración pública más eficaz y eficiente, no sólo garantizando el acceso a una sanidad más avanzada y a una educación de mayor calidad, sino también permitiendo una mayor libertad de elección acorde con los valores que lideran la actual sociedad. Y es que en un contexto como éste ni independentismos, ni otros populismos, pueden aportarnos nada positivo.
Ante este debate, las propuestas de las élites independentistas y de otros políticos populistas suponen para las instituciones democráticas una degeneración; lenta, en el primer caso; acelerada, en el segundo. Sólo un poco de benchmarking: ¿han aportado alguna vez sus propuestas más libertad o prosperidad en algún país? Los independentistas solo ofrecen una concatenación de variedades léxicas (transición nacional, derechos a decidir, 9N, DUI, RUI, plebiscitarias, constituyentes) que alimentan una peligrosa lógica argumentativa, la que abrela puerta a aquellos que atacan fundamentos de nuestra civilización como la democracia representativa, el Estado de derecho, las libertades individuales, la propiedad privada o el pluralismo. Los populistas de izquierdas, por su parte, redundan en esa lógica y proponen más gasto y más burocracia. Vamos, la misma degeneración, pero con turbo e, incluso, mucho más peligrosa para la unidad de nuestra democracia, ya que su propuesta de retirarle la soberanía al conjunto de ciudadanos (lo que ellos llamarían la gente), para dársela a los territorios no sólo es favorecer chantajes que ponen en riesgo el Estado de bienestar, sino que también es poco democrático.
Ante el reto que plantean estas alternativas, liberales, conservadores y socialdemócratas deberíamos ser conscientes de que es mucho más lo que nos debería unir que lo que nos separa. Nos debería unir el trabajo por garantizar un sistema de libertades que ofrezca más y mejores oportunidades a todos los ciudadanos. Nos debería unir unespíritu reformista, con la sensatez de no romper aquello que funciona y reconociendo que, aún con la tremenda crisis económica sufrida, pocos países han progresado tanto en todos los sentidos como España en las últimas décadas.
¿Cómo canalizar ese espíritu reformista? Antes que nada y en el caso del secesionismo catalán, que es lo que ocupa a esta serie de artículos, es conveniente, para no frustrarnos, que aceptemos desde un primer momento que no hay solución mágica, ni tampoco una solución definitiva. Que existe un independentismo sentimental: el de aquéllos que sienten que sólo pueden ser catalanes, que Cataluña es una nación y que toda nación tiene que coincidir con el perímetro de un Estado. Este tipo de independentismo siempre ha representado alrededor de un 20 % de los catalanes. Prácticamente estamos en el terreno de las creencias, por lo que es difícil que los argumentos sirvan para atraerles a posiciones menos dogmáticas. Por lo tanto, nunca se acabará con el independentismo. La cuestión es que democráticamente las instituciones catalanas dejen de estar enrocadas en las posiciones de una minoría radicalizada que, sin duda, perjudica más que beneficia a la sociedad que dice defender. Hay, así, una parte radical, como la hay en todas las sociedades del mundo, que nunca aceptará el diálogo que no sea para imponer el 100 % de su ideario, en este caso, la independencia. Sin embargo, la clave para entender con quién hay que dialogar es saber que buena parte del independentismo actual es más un síntoma que una convicción. Es fruto del miedo, la inseguridad o la rabia que ha generado una situación económica que se ha percibido como desesperanzadora o injusta. Estos sentimientos negativos han sabido ser canalizados hace cuatro años por una falsa promesa, una independencia sin costes, rápida y que curaría todos nuestros males. Así pues, hay una parte importante que ante una pregunta de respuesta binaria sobre la independencia podrían contestar afirmativamente sin que ésta fuera realmente su preferencia, simplemente como un desahogo para su frustración.
Por consiguiente, cualquier tentativa reformista que tenga como principal objetivo el independentismo puro, bien para contentarlo, bien para atacarlo, fracasará, porque simplemente lo estará alimentando. Descentralizar más el Estado con la intención de apaciguar a los partidos independentistas no tiene sentido, porque éstos no tienen ningún incentivo para abandonar una queja que es su razón de ser. De hecho, la reforma constitucional que hoy algunos plantean en este sentido no sólo sería insuficiente e innecesaria, sino que podría generar el efecto no deseado de premiar actitudes centrífugas. Recordemos que Tony Blair descentralizó competencias hacia el Parlamento escocés, creado en 1999, y las aspiraciones nacionalistas no han dejado de crecer desde entonces y hasta la actual petición de un segundo referéndum independentista. No obstante, tampoco sería eficaz una recentralización a modo de castigo, ya que esto no haría sino potenciar el discurso del agravio. Caer en la trampa de los provocadores que se alimentan incluso de frases que están fuera de contexto no es inteligente. Como tampoco lo es confundir independentistas con catalanes y no atender, con la excusa de la insaciabilidad nacionalista, aquellas reclamaciones legítimas que gozan de un amplio consenso en Cataluña, como es la mejora del sistema de financiación autonómico.
Sea como sea, en la actualidad es más importante que el diálogo por parte del Estado alcance a los representantes de una mayoría social catalana que a las élites independentistas, ya que éstas siguen creyendo que tienen incentivos al no diálogo, a la amenaza improductiva, convencidas de que el conflicto les otorga réditos electorales, es decir, poder. Sin embargo, a medida que el diálogo y el espíritu reformista vaya ganando peso en la sociedad catalana y se vayan generando amplios consensos sobre las soluciones más sensatas, los partidos independentistas sentirán que están anclados en el pasado, corriendo el riesgo de situarse en la marginalidad; por lo que los incentivos al diálogo crecerán también en ellos.
En definitiva, para superar la fase populista es necesario un espíritu reformista que centre el debate en cómo actualizar la relación entre ciudadano y Estado para que la nuestra sea una sociedad de personas más libres y con más oportunidades. Las élites independentistas no querrán entrar en este debate, pero a medida que seamos capaces de centrar la discusión en elementos tangibles para el ciudadano como cómo conseguir una sanidad más puntera, una educación de más calidad o menos cargas impositivas y burocráticas para ciudadanos y empresas se hará más evidente que la apuesta populista está en contra del signo de los tiempos y su apoyo social seguirá menguando. La cuestión no si más o menos Estado, sino cómo mejorarlo, superando, así, a los populistas de todos los colores y banderas por elevación.