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La creciente influencia de los medios de comunicación en la vida política plantea un dilema: o asumir el hecho y buscar, en lo posible, el modo de atemperarlo, o perderse en planteamientos voluntaristas. Quienes se desasosiegan ante el progresivo acercamiento entre jueces e informadores no pueden ignorar que la conversión de los medios en privilegiado escenario de lo público está afectando en no menor medida a los restantes Poderes del Estado. Desde las Cámaras, por ejemplo, los buscamos afanosamente, para no condenarnos a la paradoja de una actividad parlamentaria clandestina.

En el caso del Poder Judicial -pongamos que hablo de la Audiencia Nacional…- las consecuencias parecen de tanta relevancia como para que los afectados se detuvieran a reflexionar sobre el «big bang» de este emergente firmamento judicial, del que los llamados jueces-estrella pueden ser solo un aspecto. Sin excluir la hipótesis, sería simplista atribuir su nacimiento a mera vanidad de los protagonistas. Valga como explicación alternativa que más de un juez haya llegado a pensar que si la norma tiene una función «pedagógica» -al marcar un modelo de conducta social- también su aplicación podría cumplirla. ¿Qué mejor ocasión, por ejemplo, para dejar bien sentado que todos somos iguales ante la Ley, o que el Código Penal ha dejado de encerrar un derecho reservado a los pobres o marginados?

El problema surge si, más allá de ese afán de acercamiento de los entresijos del derecho a la opinión pública, funciona -clandestinamente, por cierto- un «cuasi-contrato atípico» (así lo oí calificar a un experimentado juez), por el que se filtra información a determinado medio a cambio de una cuota de imagen. Ello, explicable entre parlamentarios obligados a actuar como «hombres públicos», resultaría chocante entre funcionarios, de los que no se esperan afanes de convertirse en protagonistas públicos, como si pretendieran erigirse en representantes políticos del Gobierno de turno o, en vez de servir a la Administración, se sirvieran de ella para cobrar notoriedad. ¿En cuál de las orillas deben fondear los jueces?

Más preocupante sería el caso de los catalogables como jueces-lucero, si recordamos aquella letrilla rodera: «quisiera ser lucero de tu corona, pa’ estar cerquita siempre de tu persona». Pueden estar buscando un protagonismo que los sitúe «en oferta», como cotizados «independientes» de los que podrán echar mano partidos que -asediados por la corrupción y el desprestigio- se consideren necesitados de cuotas adicionales de legitimidad.

No sería raro que esa búsqueda de acomodo les acabara convirtiendo en jueces-cometa, dispuestos a recorrer los más variados ámbitos de lo político: hoy miembro del Consejo General del Poder Judicial, mañana diputado, pasado ministro (o biministro…), cambiando continuamente de formas y colores al pasar de un Poder a otro, con peligro de acabar desfigurándolos todos. Porque, al final, si alguien intentara detectar en todo ello un denominador común, no encontraría sino el dedo -siempre el mismo…- que le fue abriendo una y otra puerta.

No vendrá mal recordar que la misma Constitución limita a jueces y fiscales el derecho a «pertenecer a partidos políticos o sindicatos», del que disfruta sin trabas cualquier otro ciudadano. El motivo no es tanto que se considere nociva su relación con la «política» -como legítima preocupación por la cosa pública- sino que se reconoce pernicioso que quien debe ser -¡y parecer!- imparcial se vinculea legítimas instituciones que son -y además lo parecen- esencialmenteparciales.

El problema se ha agudizado porque hubo quien diseñó la relación entre los jueces y los partidos -y los cargos públicos que éstos adjudican de modo tal que -más que desanimarlos- parece incitarlos a la aventura partidista. Baste recordar el tratamiento que en circunstancias similares se impuso en su momento a los militares: algún general de la Guardia Civil tuvo que abandonar irreversiblemente el Cuerpo para poder presentarse a unas elecciones en las que luego no saldría elegido.

Por aquellos tiempos, un juez que aspirara a desempeñar un cargo público había de pedir la excedencia, perdía todo derecho a la plaza que desempeñaba y quedaba marginado temporalmente de los mecanismos que -vía antigüedad- posibilitaban su promoción en la carrera. El cambio socialista se tradujo, entre otros detalles, en la concesión de «servicios especiales» a un juez que asumía un cargo político, reservándole la plaza que ocupaba y convirtiendo cada año de su desempeño en «antigüedad» computable para convertirse en magistrado del Tribunal Supremo. Eso se llama crear afición.

Problema bien distinto es el de la respetable categoría de los jueces estrellados, de la que tantos anónimos ejemplos sobran en la Audiencia Nacional y alguna Sala del Supremo. Me refiero a los que se ven obligados a depurar responsabilidades políticas no asumidas por relevantes hombres públicos. Cuando los políticos están más dispuestos a ir a la cárcel que a marcharse a su casa, sus responsabilidades -gangrenadas y convertidas en indicios criminales- acabarán siendo sometidas a un juez, en un ambiente de crispado apasionamiento político. Por más que los «afortunados» se empeñen subjetivamente en ser imparciales, les resultará imposible -hagan lo que hagan- transmitir la mínima apariencia de imparcialidad objetiva.

No sé si habrá existido algún judicial aprendiz de brujo, propenso a experimentar novedosas técnicas de ingeniería de la comunicación. Tampoco si entre los abogados ha cundido el ejemplo, hasta estar menos pendientes de proponer pruebas de descargo que de dejar -a golpe de exclusivaechas unos zorros las que pudieran incriminar a sus clientes. Solo sé que, por esos caminos, quien -a uno u otro lado de la mesa- se tropiece con la Justicia, dará igual que absuelva o condene, sea condenado o absuelto; acabará viendo las estrellas.

Catedrático de Filosofía moral y política. Universidad Rey Juan Carlos