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Los derechos históricos de las nacionalidades de España


Miquel Ruiz Lacruz plantea en este artículo, publicado en Nueva Revista,  que España es una «unión de nacionalidades históricas». Sostiene  que la Constitución, en su disposición adicional primera, ampara y respeta los  derecho s históricos que no debieran circunscribirse al País Vasco y a Navarra, sino reconocerse a las demás nacionalidades. Entiende que España vive un proceso de transformación política con motivo de las reformas estatutarias recientemente emprendida s. Desde esta perspectiva historicista aboga porque la comunidad catalana adopte la denominación  de Principado de Cataluña y  propone la constitución de un grupo de  trabajo constituido por expertos en historia y derecho  de España para la conformación del futuro territorial de España.


El texto es sugestivo pero considero oportuno formular algunas precisiones:


1. La Constitución española no definió el concepto de nacionalidad ni calificó a Cataluña, el País Vasco y Galicia como nacionalidades históricas. Sólo permitió a estas  comunidades acceder a la autonomía constitucional del máximo  techo  competencial sin cumplir los trámites iniciales contenidos en el artículo 151 por el mero hecho de que durante la  Segunda República habían plebiscitado estatutos  de  autonomía . Esta es la razón por la que  durante el  debate  constituyente algunos comentaristas comenzaron a darles el calificativo de nacionalidades históricas.


2. La disposición adicional se refiere  única y exclusivamente a los territorios  de Álava,  Guipúzcoa , Vizcaya y Navarra. La expresión «derechos históricos» se utiliza como sinónimo de régimen foral y sólo los territorios forales son  titulares de aquéllos. En  consecuencia, no cabe hablar de derechos históricos de las nacionalidades españolas. La génesis  de esta disposición en el Congreso y en el  Senado  no deja lugar a dudas  sobre la imposibilidad  de abrir el ámbito territorial   de la  misma y así lo ha declarado el Tribunal Constitucional.


3. Los representantes de Cataluña en las Cortes constituyentes no reivindicaron su condición de nacionalidad por razones históricas sino esencialmente culturales. Los nacionalistas catalanes reivindicaban el Estatuto de 1932 como fuente de legitimidad autonómica. Por eso se dieron  por satisfechos con la disposición transitoria  segunda  que en cierto  modo veía a  reconocerla. Pero  no  invocaron en  absoluto pretendidos  derechos históricos  que les hubieran retrotraído a situaciones anteriores a los  Decretos  de  Nueva Planta.


4. España se ha forjado a lo largo de un  dilatado  proceso histórico. Pero, tras la  Constitución de Cádiz, la monarquía española dejó paso a  una  nación de ciudadanos y a la configuración de un Estado común — unitario o compuesto— que es  expresión de la soberanía del  pueblo español. España no es una unión de nacionalidades. La palabra unión  puede interpretarse como que la soberanía reside en las  nacionalidades y esto sería muy peligroso en un país donde hay  nacionalismos disgregadores.


5. Comparto la tesis de que la guerra de Sucesión  de 1700 – 1714  tuvo en Cataluña, como en el resto de España, el carácter de una lucha civil de origen dinástico. Cuando el presidente de la Generalidad, Casanova, hace un último y desesperado llamamiento a los barceloneses para defender la ciudad de Barcelona frente a las tropas borbónicas le alienta a defender los derechos del  archiduque y la libertad de España .


Jaime Ignacio del Burgo Diputado de Unión del Pueblo Navarro (UPN)


Constitución e Historia


Un lingüista catalán, Miquel Ruiz Lacruz, echa con todo derecho su cuarto a espadas sobre esa posmoderna «ejecutoria de hidalguía» que pretenden ser los derechos históricos en nuestro actual régimen político. Ya en el título de su análisis se descubre la pretendida vinculación de esos  derechos con la categoría jurídico-constitucional de nacionalidad (invocada, aunque no definida en el artículo 2 de la Constitución española). En mi opinión, no cabe mayor arbitrariedad que el reconocimiento de derechos colectivos a unos territorios, partes integrantes de un Estado, excluyendo a otros de igual relevancia, con la excusa de identidades diversas o inercias asimétricas.


Como se desprende de su pregunta {«Qué España queremos construir entre todos, con confianza?»}, han tenido que transcurrir casi tres décadas para darnos cuenta, en medio de la actual puja de reformas estatutarias, de que todavía no tenemos un proyecto político realmente compartido (no sólo consensuado), con voluntad firme y confianza mutua, para España. Porque todo proyecto implica un horizonte identificable, no pendiente.


Quizás los juristas no hemos sido tampoco muy eficaces en la consolidación de esa obra, ya que, seamos o no lectores de Savigny o meros intérpretes del artículo 3.1 del Código Civil, no acabamos de darnos cuenta del espurio maridaje causal de la Historia y el Derecho (qué solo puede pretender de aquélla una explicación o razón de sus normas, pero nunca su fundamento). Menos mal que España es una realidad constatable (económica, social, cultural e internacional) y, por ende, irreducible a un precipitado histórico, improvisado por uno u otros documentos ad usum Delphinis y sostenido por un argumentario interpretativo a la medida de eventuales oligarquías.


Porque, en mi opinión, la realidad singular de la foralidad vasca y navarra acogida en la Disposición Adicional Primera de nuestra Constitución, no consagra unos derechos irrestrictos, expresión de una soberanía potencialmente inconciliable, sino algo mucho más modesto: una excepcionalidad normativa ineludiblemente actualizable en el marco de la Constitución española, es decir de España como realidad insoslayable. No confundamos, por tanto, a historiadores con historicistas y, menos aún, con embaucadores al servicio de minuetos de convivencia.


Por eso hay que librar a los conceptos o instrumentos jurídico-constitucionales de la naftalina y la taxidermia. Invocar, hoy, como hace nuestro autor, el concepto de «constitución histórica» para recuperar la marca de «Principado de Cataluña» no deja de producir perplejidad, nunca exenta de respeto e interés. Porque es algo que va más allá de la consagración del nombre oficial de la comunidades autónomas, acorde con su identidad histórica tal como establece el artículo 147.2 CE: Porque la concordancia con la Historia no implica una mera remisión.


Comparto plenamente, sin embargo, la aspiración final, y más sustantiva, del autor: «Una buena organización territorial de España debería ser una buena base para empezar a organizar bien la administración pública […] en beneficio de todos los ciudadanos». A éstos corresponde el único protagonismo legítimo de un régimen democrático. Pero ésta ya es otra historia.


Claro J. Fernández-Carnicero
Letrado de las Cortes Generales