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N o hay presidente recién elegido que se sustraiga a la tentación de declararse presidente de todos. Forma parte de los tópicos más socorridos la afirmación de que se pretende gobernar sin exclusiones, al mismo tiempo que la oposición se queja de haberse quedado fuera (como no podía ser de otra manera). ¿Y no será que unos prometen lo que no pueden cumplir y otros exigen lo que no les corresponde? La política es una acción por la que unos deciden y otros esperan la oportunidad de decidir. Que haya alternativas significa precisamente que no se hace lo que todos quieren sino lo que quiere la mayoría, por mucho que ésta deba prestar atención a la minoría, respetar sus derechos, escuchar sus razones y tratar de justificar lo que decida. Algo similar ocurre con la retórica que rodea a todos los acuerdos, que se presentan a sí mismos como consensos sin exclusiones y abiertos a todos. Pero para que un pacto sea legítimo no es necesario que incluya a todos, lo que sólo se da en contadas ocasiones y de modo excepcional. Lo normal es que se formen unas mayorías a las que se oponen unas minorías. En principio, no hay ninguna razón para que unas y otras desarrollen una mala conciencia como si la parcialidad fuera necesariamente sospechosa. La política es siempre acción de una parte, parcialidad legitimada. Más aún: lo inquietante es que alguien haga política a golpe de consenso universal, sin reconocer que su visión de las cosas es limitada.

Lo mismo pasa con la cuestión de las identidades nacionales, tan controvertida (tampoco esto podía ser de otra manera). Quien está satisfecho con la geografía asegura que el sistema dominante no excluye a nadie; quien desea modificar las cosas se ve acusado de pretender excluir. Ambos hacen uso de un «pluralismo arrojadizo», que consiste en una estrategia para impedir que la mayoría se imponga allí donde uno está en minoría. Igual pasa con la globalización, que es un concepto para referirse a aquel movimiento inexorable de la historia en virtud del cual la pretensión de identidad del contrario carece completamente de sentido. Pero la identidad se realiza en el seno de una comunidad concreta, en torno a unos interesas que no son del todo generalizables, lo que implica una cierta exclusión.

Hay quien ha pensado que con la desaparición de los bloques, la crisis del marxismo y el abandono del paradigma de la lucha de clases podría darse por superado el antagonismo social, o que, del mismo modo, la crisis de los Estados nacionales y de las identidades tradicionales haría supérflua cualquier política de la identidad. Se han imaginado que el derecho y la moral vendrían a ocupar el lugar de la política y que el advenimiento de las «identidades posconvencionales» aseguraría el triunfo de la racionalidad sobre las pasiones. La única tarea con sentido sería entonces la elaboración de unos procedimientos que posibiliten el consenso sin exclusiones. Esta es una forma de pensar y hacer política que desconoce la fuerza social de las pasiones y la posibilidad de movilizarlas con vista a objetivos democráticos, al tiempo que acusa a los demás de jugar con la emoción contra la razón.

Esta perspectiva racionalista en la que se mueven, entre otros, Rawls, Larmore y Habermas, está siendo últimamente criticada desde la izquierda, lo que constituye una cierta novedad, pues la particularidad venía siendo un argumento más bien conservador. La defensa del particularismo que llevan a cabo, por ejemplo, Chantal Mouffe, Michael Walzer o Richard Rorty está motivada por un interés de profundización en la democracia, desde la perspectiva socialdemócrata y la izquierda liberal. Lo más interesante de estos planteamientos es que la reivindicación de la identidad se realiza en términos de libre disposición sobre los destinos colectivos, es decir, sin ningún tipo de nostalgia por una comunidad originaria, a partir de la complejidad de la sociedad contemporánea, sobre la que no se pretende imponer ninguna simplificación. De este modo, la crítica tradicional al nacionalismo se va quedando sin objeto, se convierte en una crítica sin destinatario, pues ya casi nadie defiende lo que ha sido el objeto habitual de esa crítica. Cuando Rorty, por ejemplo, argumenta contra el tópico de criticar el nacionalismo como mitología no lo hace para defender una tradición sino para situar las discusiones políticas en el terreno de la libertad. La crítica desmitologizadora que ejercen algunos antinacionalistas sólo tendría sentido si esas narraciones supuestamente fabuladas se pudieran contrastar con una historia objetiva. Pero la apelación a la objetividad es muy poco útil cuando se trata de decir qué queremos ser o en qué queremos convertirnos (Rorty, p.25). Las políticas de la identidad gravitan más sobre proyectos que en torno a interpretaciones de la historia; son más estrategias libertarias que melancolías de la recuperación.

La tesis central de Mouffe consiste en que el antagonismo es inevitable porque no hay ninguna forma de constelación política que carezca de exclusiones, ni posición política que no sea particular, identidad que no se articule en torno a alguna idiosincrasia o deliberación que no termine en una decisión. La política organiza la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas. La atención a lo común no puede pasar por alto la realidad de lo diferente. El antagonismo será más o menos intenso, pero no es completamente eliminable. Por eso la queja excesiva contra el «espectáculo» de la controversia política esconde, en muchas ocasiones, un desconocimiento acerca de la naturaleza de la política, que no es otra cosa que la instancia en la que hacemos valer nuestras discrepancias más fundamentales, aquellas que no comparecen en otras esferas más técnicas o menos significativas.

Transformar al enemigo en adversario —una de las funciones de toda política— no equivale a anular las diferencias que definen una y otra puede significar ser cosmopolita. De este modo, puede advertirse el error de identificar democracia y universalidad, una idea presente en la base del «patriotismo constitucional» de Habermas: haber pensado que la adhesión a unos principios universales es una condición de la tolerancia política. Más bien habría que decir lo contrario: es tolerante quien sabe de la particularidad de los motivos, opiniones e intereses que explican y limitan al tiempo su posición en el conjunto de la sociedad, quien está seguro de no representar a la totalidad ni tener el monopolio de las buenas intenciones, quien no excluye al discrepante como «irracional», aunque lo considere profundamente equivocado. No reúnen estas condiciones, por el contrario, quienes pretenden estar hablando desde una posición imparcial, cuando no hacen otra cosa que investir a un conjunto histórico específico de disposiciones del carácter de universalidad y racionalidad. Contra el tópico corriente que equipara nacionalismo y violencia, hay que recordar con Walzer que los crímenes del siglo xx han sido cometidos, alternativamente, por patriotas y cosmopolitas perversos. Estos últimos también resultan especialmente peligrosos cuando se erigen en detentadores de lo universal. La universalidad a la que apunta la política democrática es un horizonte que no está ocupado por nadie. El acceso a lo universal no se logra desembarazándose de lo particular, de las pertenencias concretas, sino renunciando a ocupar esa posición absoluta.

El debate norteamericano acerca del patriotismo se ha visto enriquecido por un libro reciente en el que Martha Nussbaum reivindica la idea de una «ciudadanía mundial» y pone en marcha un debate del que lo más interesante es, a mi juicio, la serie de críticas y objeciones que se le plantean. Casi todas ellas se dirigen contra una visión polarizada de la tensión entre la conciencia nacional y la cosmopolita.

El cosmopolitismo, pese a su aspecto de valor incuestionable, no es ni tan inocente ni tan poco problemático como lo quieren entender sus defensores. Según advierte Barber, el cosmopolitismo no pondera en su justa medida el papel humanizador desempeñado por la política de la identidad en un mundo desarraigado de mercados volátiles (Nussbaum, p. 43). Proyectar un cosmopolitismo como alternativa al patriotismo posición. La política democrática consiste en «domesticar» la hostilidad, para lo cual es necesario, en primer lugar, reconocer la existencia del antagonismo potencial que acompaña a toda posición ideológica y a toda construcción de identidades colectivas. No se trata, pues, de eliminar las pasiones o relegarlas a la esfera privada —lo que, por lo demás, es imposible— sino de ponerlas en juego de tal forma que den lugar a un pluralismo democrático. Tampoco se trata de alcanzar un consenso sin exclusión sino de establecer la discriminación entre nosotros y ellos de modo que sea compatible con el respeto democrático. Los consensos sociales no son acuerdos definitivos sobre criterios de justicia; son inseparables de la interpretación de esos principios, ninguno de los cuales puede presentarse como el único correcto. Mouffe aspira a que no se pasen por alto algunas de las experiencias más lúcidas de la posmodernidad y desarrolla concretamente la idea de «exterior constitutivo» acu-ñada por Derrida: no hay identidad que no se constituya a partir de una diferencia, no es posible no dejar algo fuera. Por eso debe sospecharse siempre un poco ante las retóricas demasiado integradoras. La democracia es un desorden políticamente productivo, la resistencia frente a aquel orden en que cada cosa tiene su puesto y que, en su arrogancia, tiende a ocupar toda la escena y a mostrarse como único. Cualquier cierre constitucional o identitario es siempre parcial, deja algo fuera de sí, tiene una «exterioridad», algo diverso de sí. De ahí que no tenga sentido pedirnos que elijamos entre ser, por encima de todo, ciudadanos de nuestra propia sociedad o, por encima de todo, ciudadanos del mundo. Al fin y al cabo, no somos ninguna de las dos cosas (Amy Gutmann en Nussbaum, p. 89).

El ideal de sociedad democrática no consiste en una sociedad que hubiera realizado el sueño de una armonía social perfecta. Existe democracia cuando ninguna instancia social puede erigirse en dueña y representante de la totalidad. Y es aquí donde el reconocimiento de las identidades concretas conecta con el deseo de radicalización democrática. Porque la actitud democrática exige que cada uno reconozca el carácter particular y limitado de su punto de vista. También nuestra visión del mundo es local. Por eso hay concepciones diversas acerca de lo que nacionalista sin abordar el desafío que plantea la globalización limita considerablemente el catálogo de peligros que padecen nuestras sociedades. Y uno de ellos procede de esa pseudouniversalidad que es la globalización y que Falk define como una perspectiva de conjunto que prescinde de los imperativos éticos de la solidaridad (Nussbaum, p. 71). Pero es que hay además un cosmopolitismo que puede derivar en la abstracción y en la ideología de la homogeneización, intolerante con las imperfecciones de los individuos y las culturas particulares. McConnell lo retrata de la siguiente manera: «el moralista cosmopolita no es alguien que se siente cómodo en cualquier parte, sino que en cualquier parte se siente superior» (Nussbaum, p. 102).

Tal vez no sea una conclusión muy gratificante, pero advertir que la articulación entre lo particular y lo general es problemática impide al menos que la cuestión se resuelva de una manera simplista o tópica. Y obliga a diseñar nuestras instituciones de modo que sean sensibles a la ponderación de otros intereses, que no se cierren o se protejan apelando a la categoría de lo irrenunciable.

La insistencia en marcos institucionales cerrados o la elevación de los acuerdos vigentes —por muy amplios que puedan ser— a la dignidad de consensos universales y definitivos es algo profundamente «contrario a la incertidumbre constitutiva de la democracia moderna» (Mouffe, pp. 198-199). Presentar así las cosas equivale a rectificar las instituciones y hacerlas imposibles de modificar, o sea, menos habitables, lo que contradice de hecho el principio de máxima inclusión que persiguen sus defensores. Pero la topografía del espacio político es más elástica y abierta de lo que pretenden hacernos creer los que entienden la política como un espacio de juego perfectamente definido y fijado para siempre.

Los enfrentamientos ideológicos o identitarios no suponen necesariamente un peligro para la democracia, que más bien proceden de la falta de discusión, la presión unanimista, la imposición de lo políticamente correcto o de hacer pasar lo particular por el punto de vista universal al que todos deberían plegarse. Aparecen así, por ejemplo, formas impositivas de consenso, a las que se invita a otros, mientras se prepara la artillería contra quien exprese alguna objeción. Los administradores de lo correcto se niegan a ampliar el diálogo racional con quienes no aceptan sus reglas del juego. Resulta llamativa la facilidad con que es descalificada como no razonable la posición de quien discrepa en asuntos importantes. Y la discrepancia, que las más de las veces se refiere a los modos y formas, es interpretada interesadamente como vulneración de los principios democráticos.

Esta táctica política viene combinándose con una nueva ocupación de los espacios políticos que da lugar a no pocas incomodidades. La debilitación del antagonismo entre la derecha y la izquierda hace que el antagonista se convierta en competidor con la idéntica pretensión de conquistar el centro político. Dejan de considerarse antagonistas porque aspiran precisamente a lo mismo. La lucha política se enrarece, no cuando hay una gran tensión ideológica, sino cuando todos quieren más o menos lo mismo. Al otro no se le combate desde posiciones diferentes sino que se trata de ocupar su lugar, robándole argumentos o desplazándole del campo de juego. Esto es algo menos respetuoso con el adversario que la controversia abierta, pues en lugar de enfrentarse con él intentará destruirlo, dejarlo fuera de lugar.

Muchas de las cosas que suceden en la política actual tienen una explicación en esas formas que —pese a toda la retórica al uso— están favoreciendo la homogeneidad, pues dejan poco espacio para el disenso y la disputa política. La revitalización de la democracia hay que esperarla más de la discrepancia razonable que del fervor por el consenso. Si la democracia es imposible sin un cierto consenso, también debe permitir que las diferencias se expresen y que se constituyan identidades colectivas en tomo a posiciones diferenciadas. Declarar como algo superado los antagonismos de identidad o las diferencias ideológicas indica una voluntad de no tomarse en serio el pluralismo de los valores en política.

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia.