Diego Valverde Villena (Lima, 1967) es un criollo de muchos saberes, de muchísimos saberes, una especie de amenísima enciclopedia viviente y, a la vez, una extraordinaria persona (algo esto último que no tiene que ver con la buena o la mala literatura, pero que ayuda a hacer más agradable la vida de los demás). Entre las pasiones filológicas, musicales, antropológicas, históricas o cinematográficas de Diego, resulta difícil saber cuáles han influido de manera más determinante en la configuración de su personalidad literaria. Además, todas se relacionan en él de manera inextricable y acaban apareciendo en la superficie de sus poemas o permanecen implícitas sustentando de manera invisible esa construcción de vida apasionada y de apasionada cultura que es la obra poética de Diego Valverde Villena. Si finalmente tuviera que destacar algunas de esas pasiones, subrayaría tal vez su desmedido amor por todo lo medieval y, en concreto, por el Minnesang, por la lírica de los provenzales y por los deslumbrantes versos de nuestro Ausias March. Su poesía se ha nutrido de estas experiencias lectoras, pero es fácil adivinar en sus versos la presencia de otras pasiones: Ovidio, San Juan de la Cruz, Shakespeare, Donne, Coleridge, Rimbaud, Rilke, Vallejo, Celan…
Diego Valverde Villena ha publicado un libro de poemas: El difícil ejercicio del olvido (La Paz, 1997), y un cuadernillo: Chicago, West Barry, 628 (Logroño, 2000). El poema que hoy presentamos pertenece a su próximo libro, No olvides mi rostro (Premio Villa de Leganés 2001), que verá muy pronto la luz en Huerga y Fierro, y que es un ejemplo de coexistencia perfecta entre vida y cultura. Las referencias literarias, mitológicas e históricas ayudan a resaltar la desazón del enamorado, su consuntiva pasión. El tópico de las flechas se vuelve una realidad sangrante. Las alusiones históricas, esas nubes de flechas que ocultaron el sol en las Termopilas o que acabaron con lo mejor de la caballería francesa en Agincourt, no son sólo hipérboles: con ellas la realidad se abre paso en el escenario simbólico y hace posible la hermosa crudeza de los versos finales.
POÉTICA
Diego Valverde Villena
Si me piden una definición de la poesía, me pasa como a San Agustín con el concepto de tiempo: si no me lo preguntan, lo sé; pero no si me lo preguntan. Mi poética personal se halla veteada entre mis poemas, o se esconde, abrazada a mis preferencias y afinidades, en los comentarios y lecturas que hago de otros poetas.
El libro que guarda los nombres de los poetas que me han conmovido es un libro de arena. Gracias a ellos mi vida está más llena de vida. Un agradecido afán de emularlos está en el principio de todo lo que escribo.
Prefiero siempre la sugerencia, la palabra que camina tomada de la mano del silencio. La que a veces se hace oscura de ser pura luz, de estar tan cargada de sentido.
Creo en la poesía como una continua persecución de la línea del horizonte. Una peregrinación en busca de la palabra, que es la misma para todos y distinta para cada uno.
Para mí, escribir poesía es salir a la ventura por un lugar que no tiene nombres. Todo está ahí para todos desde el principio de los tiempos; pero la mirada del poeta debe posarse en cada cosa con la virginidad curiosa de los ojos del niño, y recrear la Creación a cada paso. Ungir de candor los significados milenarios. Alumbrar los arcanos en medio de lo cotidiano.
Entre otras paradojas, la alquimia de la poesía es un secreto que se abre como un fruto a la vista de todos. Amparado su pudor en la desnudez, el poeta revela en cada palabra su shibboleth: el estigma de la soledad.
Ojalá alguien pueda escucharlo.
AGGIORNAMENTOS
Algunas cosas no precisan
ser modernizadas.
Antes, el dios flechador hería
con un único dardo. Ese bastaba
para abrirte el alma en carne viva.
Como la lanza de Aquiles, sólo
el toque de la misma arma restañaba la herida
o lo hacía la consoladora Muerte.
Esa única herida era suficiente
para emponzoñar la sangre de un amor sin cura.
No servía triaca ni bezoar:
había que desangrarse entero para comenzar de nuevo.
Los tiempos han cambiado.
Cuando el Cupido metálico te escoge,
cubre el cielo con sus flechas
como el arco galés en Agincourt
o los persas en las Termopilas.
Con mecánica saña
sigue disparando, insensible
a mi enmudecido grito,
a mi cuerpo alfileteado de venablos,
a que ya ni puedo moverme, clavado en el suelo.